Se abrió la puerta.
Anouk me daba la espalda. Una silueta en bata, encorvada, con el pelo sucio y una cajetilla de tabaco en la mano.
—¿Anouk?
—...
—¿No te encuentras bien?
—Me da miedo darme la vuelta, Charles. No... no quiero que me veas así, no...
Silencio.
—Bueno... —articulé yo por fin—, pues dejo el plato en la mesa y...
Anouk se dio la vuelta.
Sus ojos sobre todo. Sus ojos me horrorizaron.
—¿Estás enferma?
—Se ha ido.
—¿Cómo?
—Alexis.
Y mientras me dirigía a la cocina para zafarme de esa tarta de fresa que me daba arcadas, me arrepentía ya de haber venido, pues sentía de manera confusa que no pintaba nada ahí y que muy pronto la situación me iba a superar.
Tenía deberes que hacer. Ya volvería.
—¿Dónde se ha ido?
—Pues con su padre...
Eso sí lo sabía. Que el padre pródigo había vuelto a aparecer hacía unos meses en un súper Alfa Romeo. «¿Y es majo tu padre?» «No está mal...», me había contestado Alexis, y la cosa se había quedado ahí, en esas tres palabras. Indiferentes. Inofensivas, me habían parecido.
Vaya, qué desastre. Me debía de haber perdido algún episodio... ¿Qué se suponía que debía hacer en ese momento? ¿Llamar a mi madre?
—Pero... volverá.
—¿Tú crees?
—...
—Se ha llevado todas sus cosas, ¿sabes...?
—...
—Hará como tú... Volverá los domingos a comer bizcocho...
Esa sonrisa habría preferido que me la ahorrara.
Giró varias botellas y al final se sirvió un gran vaso de agua que se bebió de un tirón, atragantándose.
Bueno. Mientras yo buscaba la manera de sortearla para llegar hasta el pasillo. No quería ser testigo de todo eso. Sabía que bebía, pero me negaba a saber hasta qué punto. Era algo de ella que no me interesaba. Volvería cuando se hubiera quitado esa bata y se hubiera vestido.
Pero no se movía. Me miraba con dureza. Se tocaba el cuello, el pelo, se frotaba la nariz, abría y cerraba la boca como si se estuviera ahogando. Parecía un animal en una trampa, dispuesto a arrancarse la pata de un bocado para ir a morir en la habitación de al lado. Y yo... yo miraba las nubes por la ventana.
—¿Sabes lo que significa criar sola a un hijo?
No contesté nada. No era una pregunta de todas formas, era una brecha que abría para poder tropezar en ella. Yo no era muy valiente, pero tampoco era tonto perdido.
—A ti que se te dan tan bien los números, ¿cuántos días son quince años?
Eso sí era una pregunta.
—Pues... algo más de cinco mil, creo...
Dejó el vaso y se encendió un cigarro. Le temblaba la mano.
—Cinco mil... Cinco mil días y cinco mil noches... ¿Te das cuenta? Cinco mil días y cinco mil noches sola... Preguntándote si lo que haces está bien... Preocupándote... Preguntándote si lo vas a conseguir... Trabajando. Olvidándote de ti misma. Cinco mil días de pasarlo fatal y cinco mil noches encerrada. Nunca un momento para ti, nunca un día de vacaciones, sin padres, sin hermana, nadie que te cuide al niño y te deje descansar un momento. Nadie que te recuerde que en tiempos eras un poco guapa... Millones de horas preguntándote por qué nos había hecho eso, y una buena mañana, he aquí que vuelve, el muy cabronazo, y entonces, ¿sabes lo que te dices en ese momento? Te dices que ya echas de menos esos millones de horas, porque no eran nada comparadas con las que te esperaban a partir de ahora...
Se golpeó la frente contra la pared.
—Figúrate... Un padre pianista en los palacios al fin y al cabo es mucho mejor que una birria de enfermera, ¿verdad?
Me hablaba, exigía mi atención, pero yo me negaba a caer en su trampa. Se equivocaba de hombro sobre el que llorar. Yo era demasiado pequeño para todo eso, no eran cosas de mi edad, como decía mi padre. No, no me correspondía a mí darle la razón o llevarle la contraria. Que se las apañara sola, por una vez.
—¿No dices nada?
—No.
—Tienes razón. No hay nada que decir. Y yo también me dejé engatusar por él, así que... lo comprendo... No hay nada peor que los músicos, créeme... Te crees que son Mozart o qué sé yo quién, cuando resulta que no son más que charlatanes que cierran los ojos cuando ven que ya está, que ya estás loca por ellos. Que cierran los ojos sonriendo antes de... Los odio.
»Me doy perfecta cuenta de que no he sido una buena madre pero era difícil, ¿sabes? Tenía apenas veinte años cuando Alexis nació y... él desapareció... Fue la comadrona quien se fue a inscribirlo en el registro en su hora de descanso para comer, y volvió muy contenta tendiéndome ese cachivache llamado libro de familia. Yo lloraba y lloraba. ¿Qué querías que hiciera con un libro de familia cuando ni siquiera sabía dónde iba a vivir la semana siguiente? La de la cama de al lado no paraba de repetirme: "Vamos, vamos, no llore de esa manera, que se le va a agriar la leche..." ¡Pero yo no tenía leche! ¡No tenía, joder! Miraba a ese bebé que lloraba y se desgañitaba...
Yo apretaba los dientes. Que se callara, por Dios, que se callara. ¿Por qué me contaba todo eso? ¿Todas esas cosas de tía que yo no podía entender? ¿Por qué me imponía eso a mí, a mí que siempre había sido leal con ella? Que siempre la había defendido... Y entonces, en ese momento, hubiera dado cualquier cosa por estar con los míos. Esas personas normales, equilibradas, dignas de estima, que no chillaban, no acumulaban botellas vacías debajo del fregadero y tenían la elegancia de mandarnos sin miramientos a nuestro cuarto cuando necesitaban desahogarse.
Se le había caído la ceniza del cigarro sobre la manga de la bata.
—Nunca una sola señal de vida, ni una carta, ninguna ayuda, ninguna explicación, nada... Ni siquiera la curiosidad de saber cómo se llamaba su hijo... Estaba en Argentina, según parece... Eso le dijo a Alexis, pero yo no me lo creo. En Argentina, ya, y una mierda. ¿Y por qué no en Las Vegas, ya que estamos?
Anouk lloraba.
—Ha dejado que me tragara lo más difícil, y ahora que el niño ya está criado, se planta aquí con un chirriar de frenos, dos promesas, tres regalos y... adiós, vieja. ¿Quieres saber mi opinión? Es una putada...
—Tengo que irme ya, si no voy a perder el tren...
—Eso es, vete, haz como ellos. Abandóname tú también...
Al pasar por su lado me di cuenta de que ya era más alto que ella.
—Por favor... Quédate...
Cogió mi mano y la apretó contra su vientre. Me zafé horrorizado, estaba borracha.
—Perdón —murmuró, cerrándose la bata—, perdón...
Ya estaba en el rellano cuando me llamó:
—¡Charles!
—Sí.
—Perdón.
—...
—Dime algo...
Me di la vuelta.
—Volverá.
—¿Tú crees?
Atascado en la plaza de Clichy, detrás del 81 y en otro siglo, Charles recordaba perfectamente esa sonrisita incrédula cuando por fin Anouk se decidió a levantar la barbilla. Ese rostro tan perturbador, tan... desnudo, el ruido de la puerta al cerrarse tras él y el número de escalones que lo separaban entonces del mundo de los vivos: veintisiete.
Veintisiete escalones durante los cuales sintió que se volvía más espeso, más pesado. Veintisiete veces su pie en el aire y sus puños cada vez más duros en el fondo de sus bolsillos. Veintisiete escalones para comprender que ya estaba, había cruzado al otro lado. Porque en lugar de compadecerse de su pena y de condenar la actitud de Alexis, no podía evitar alegrarse: el sitio estaba libre para él.
Y cuando su madre se puso a darle la vara porque se le había olvidado traerle el plato de la tarta, la mandó a paseo por primera vez en su vida.
Su piel de niño se había quedado en esos veintisiete escalones.
No revisó sus apuntes en el tren y aquella noche se durmió reconciliado con su mano derecha. Después de todo, se la había cogido ella... No es que le diera menos vergüenza, sencillamente era... más viejo.
Por lo demás, tenía yo razón una vez más. Alexis volvió.
—¿Cuándo volverá a recogerte tu padre? —le preguntó Anouk al final de las vacaciones de Semana Santa.
—Nunca.
Gracias a mi madre y a sus obras de caridad, le encontraron plaza en el colegio Saint-Joseph, y yo recuperé mi lugar... en su estela...
Aquello me alivió. Anouk, que debía de haber hecho un trato con el destino, o con el diablo, es más probable, cambió de vida. Dejó de beber, se cortó el pelo muy cortito, pidió trabajo en el hospital y ya no dejó que hicieran mella en ella los enfermos. Se contentaba con dormirlos.
Decidió también volver a pintar su casa, así de repente, un buen día, después del café.
—¡Ve a buscar a Charles! ¡Este fin de semana atacamos la cocina!
Y fue entonces, mientras limpiábamos las paredes, cuando supimos el final de la historia... No sé cómo la conversación se centró en su padre, y Anouk y yo dejamos de restregar como locos.
—El caso es que necesitaba un compañero para tocar, pero cuando se dio cuenta de que yo no tenía edad para poder hacer bolos con él, se acabó, ya no le interesaba...
—Calla... —suspiró Anouk.
—¡Te lo juro! ¡El muy gilipollas había calculado mal! «¿Sólo tienes quince años? ¿Sólo tienes quince años?», no paraba de repetirme, cada vez más furioso: «¿Estás seguro? ¿Sólo tienes quince años?»
Como él se reía, nosotros nos reímos también, pero... ¿cómo decir? Hay que ver la lejía Saint-Marc cómo decapa... No, lo digo porque tardamos un buen rato en volver a hablar, ocupados como estábamos en escupir cristalitos de sodio...
—Vaya, parece que os he cortado un poco el rollo —bromeó Alexis—, eh, pero ¡no pasa nada! No me he muerto...
Ella, en cambio, y aquí resultó que todos mis cálculos eran un desastre, no había sobrevivido durante su ausencia. Nunca me dejó volver a verla. Llamaba a su puerta en vano y me alejaba preocupado bajando de cuatro en cuatro sus escalones podridos.
Me había equivocado por completo. El sitio nunca estaría libre para mí.
Pero había recibido una carta... La única, de hecho, que recibí en cuatro años de internado...
Perdona si no te abrí la puerta ayer. Pienso en ti a menudo. Os echo de menos. Os quiero
.
Al principio me irritó un poco, pero luego olvidé el plural y quemé la carta después de leerla. Me echaba de menos, era todo lo que quería saber.
Por cierto, ¿por qué remuevo ahora todos estos recuerdos? Ah, sí... el cementerio...
Es verdad que ya eres mayor de edad... Ahora tus traiciones son legales...
Anouk nunca volvió a ser la misma después de tu viajecito en descapotable italiano. ¿Acaso era su abstinencia lo que la volvió más... comedida? ¿Lo que le impedía abrazarnos, apretarnos bien fuerte, comernos a bocados y dárnoslo todo? No lo creo.
Era la desconfianza. La certeza de la soledad. Y esa prudencia, de repente, esa extraña dulzura, ese cambio de voltaje, era un torniquete, un clamp en la vena cava. Ya no nos tomaba el pelo, ya no decía, aguantándose la risa, «Esto... una tal Julie al teléfono» cuando no era más que el idiota de Pierre que otra vez se había dejado el libro de geografía, y se encerraba en su cuarto cuando tocabas particularmente bien.
Tenía miedo.
* * *
Una vez pasada la estación de Saint-Lazare, el tráfico se volvió un poco menos denso. Charles se escabulló, abandonó el rebaño siguiendo itinerarios de chavalín astuto y volvió a fijarse en las fachadas mientras estaba parado en los semáforos. Ésa, sobre todo, la que estaba en la plaza Louis XVI, con esos animales
art déco
que tanto le gustaban.
Así había seducido a Laurence.
Él estaba sin blanca, ella era sublime, ¿qué podía regalarle? París.
Le enseñó lo que el resto de la gente no ve jamás. Empujó puertas cocheras, saltó vallas, la llevó de la mano y arrancó la viña virgen que le arañaba la frente. Le explicó los mascarones, los atlantes y los frontones esculpidos. Se citó con ella en el pasaje del Désir y se le declaró en la calle Git-le-Cceur. Debía de creerse muy listo, pero en realidad era muy tonto.
Estaba enamorado.
Ella se inspeccionaba los talones mientras él enseñaba su carné de estudiante a porteras que parecían sacadas de una fotografía de Doisneau, la cogía por la cintura, blandía el dedo índice y la besaba en el cuello mientras ella buscaba el rostro de la señora Lavirotte, la mujer del gran arquitecto, esculpido en la fachada de su casa en la avenida Rapp o las ratas de la iglesia de Saint-Germain-1'Auxerrois.
«No las veo...», se desesperaba ella.
Normal. Charles le había indicado la gárgola que no era, para poder disfrutar más tiempo de su perfume Chanel n.° 5.
Sus mejores cuadernos de dibujo son de esa época, cuando todas las cariátides de París le debían algo: la curva de su hombro, su bonita nariz o el contorno de su pecho.
Un tío lo adelantó de mala manera, agitando el brazo por la ventanilla.
Después de cruzar el Sena, se calmó. Recordó que iba camino de casa y que entonces la vería, y eso le dio alegría. A ella y a Mathilde, sus dos cascarrabias...
Dos gruñonas que se las hacían pasar canutas...
Pero bueno, no estaba mal... Era un poco cansado, a veces, pero más divertido.
5
Decidió sorprenderlas preparándoles una cena bien rica. Se pensó el menú mientras hacía cola en la carnicería, compró flores y también un buen vino.
Puso música, se remangó, buscó un trapo limpio y lo cortó todo en rodajas muy finitas: el ajo, la chalota, su debilidad y las aventuras de Laurence. Esa noche, tregua, las escucharía a ellas.
La emborracharía y la acariciaría el mayor tiempo posible. Al desnudarla, se libraría de su piel de fantasma, y al lamerla, olvidaría la amargura de los últimos días. Enterraría a Anouk, olvidaría a Alexis, llamaría a Claire para decirle que la vida era bella y que la mujer de su amante tenía voz de pito. Iría a recoger a Mathilde al colegio al día siguiente y le regalaría la voz, cascada y mucho más hermosa, de Nina Simone.