El consejo de hierro (64 page)

Read El consejo de hierro Online

Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: El consejo de hierro
4.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Un puñado de dracos alzó el vuelo en misión de exploración. Los consejeros debatieron. Pero, para consternación de Cutter, fue un debate con un solo argumento.

—Ya vencimos a la milicia, hace años.

—No, nada de eso —dijo él—. Conozco la historia. Los detuvisteis el tiempo suficiente para poder escapar, que no es lo mismo. Aquí estamos a campo abierto. No hay ningún sitio adonde ir. Si les hacéis frente aquí, moriréis.

—Ahora somos más fuertes. Tenemos nuestros propios embrujos.

—No sé lo que lleva esa unidad, pero maldición, ¿creéis que vuestra puñetera magia va a detener a un escuadrón de la muerte de Nueva Crobuzón? Marchaos. Huid. Reagrupaos. Escondeos. No podéis hacerles frente.

—¿Y los espejos de Judah?

—No lo sé —dijo Cutter—. Ni siquiera sé si puedo hacer que funcionen.

—Pues será mejor que lo intentes —dijo Ann-Hari—. Será mejor que nos preparemos. No hemos venido hasta aquí para huir ahora. Si no podemos dejarlos atrás, los destruiremos.

Cutter había perdido.

—El Colectivo os envía su solidaridad, su amor —gritó el piloto. Le temblaba la voz—. Os necesitamos. Necesitamos que os unáis a nosotros, lo antes posible. Vuestra lucha es la nuestra. Venid a formar parte —dijo, y aunque Cutter empezó a gritar «la lucha ha terminado», nadie lo escuchó.

Ann-Hari se le acercó. Cutter sentía tanta frustración que estaba a punto de llorar.

—Es nuestro destino —le dijo.

—La historia no tiene ningún plan —le gritó—. Vais a morir.

—No. Algunos de nosotros moriremos, pero ahora no podemos dar la vuelta. Ya sabías lo que iba a pasar. —Era cierto. Siempre lo había sabido. Los dracos regresaron cuando empezaba a anochecer.

—Los suficientes para llenar un vagón —gritó uno de ellos. Según parecía, solo había algunas docenas de milicianos, y al oírlo los consejeros empezaron a dar gritos. Les superaban varias veces en número.

—Sí, pero, por los dioses, no es solo eso —gritó Cutter—. No pensaréis que han venido solos.

—Entonces será mejor que te prepares —dijo Ann-Hari—. Será mejor que practiques con los espejos de Judah.

Los consejeros de hierro reunieron a todos los que eran capaces de luchar. Los rezagados, que marchaban dispersos por detrás del tren, fueron llamados para mayor seguridad. Las cuadrillas aceleraron el tendido de las vías para alcanzar un punto en el que unos pilares ígneos brotaban de la tierra y había algunas lomas resecas que les ofrecerían alguna cobertura. Con la experiencia acumulada a lo largo de los años, se prepararon para combatir.

—Se fue ido —dijo uno de los dracos. Hablaba de otro de los exploradores—. Se fue ido del aire. Algo vino y lo sacó del aire.

No se presentó ninguna de las oportunidades que Cutter había esperado, de contar historias del Colectivo, de pedir que le contaran las del Consejo. Fue algo apresurado y sucio. Cutter sentía un hambre desesperada mientras los consejeros se preparaban para morir. Experimentaba también un sentimiento de fracaso personal, como si estuviera fallándole a Judah.
Sabías que no podría conseguirlo, bastardo. Por eso sigues allí. Preparando algún plan para cuando yo fracase
. Sin embargo, a pesar de saber que Judah lo esperaba, Cutter detestaba no haber tenido éxito en su misión.

Nadie durmió aquella noche. Los consejeros siguieron llegando al tren en las horas de oscuridad.

Con las primeras luces, Cutter y Cañas Gruesas tomaron posiciones, cada uno sobre un pilar de roca de siete metros de altura, separadas varios metros entre sí, ambos mirando al sol, y con uno de los espejos de Judah. Antes de irse, Cutter buscó a Ann-Hari para decirle que estaba haciendo que sus hermanas, los consejeros, se suicidaran. Ella no dejó de sonreír hasta que hubo terminado.

—Nuestros embrujadores tienen lo que Judah les dio —le dijo—. Tenemos nuestra propia taumaturgia. Y tenemos lo que Judah nos enseñó. Tenemos gente que utilizará las trampas que nos dio para despertar gólems.

—Cada vez que despertéis a uno, él lo sentirá, ya lo sabes. Por muy lejos que esté.

—Sí. Y los despertaremos a todos. Uno a uno. A medida que se vaya acercando la milicia. Si es necesario.

—Lo será.

Cutter y Cañas Gruesas se afianzaron sobre su pilar de roca. Había amanecido hacía poco. La luna todavía era visible, pálida y alta. Al elevarse el sol, sus rayos incidieron sobre los espejos, y Cutter orientó el suyo hacia el suelo, para dirigir el rayo hacia la marca que había hecho en el suelo. Cañas Gruesas hizo lo mismo, tal como Cutter le había enseñado, y los puntos de luz concentrada recorrieron la maleza y la tierra como animales nerviosos hasta fundirse formando una «X».

Cientos de consejeros preparados para luchar se esparcieron por toda la zona, ocultos en trincheras y agujeros de la tierra con los rifles preparados. Cutter dirigió la mirada hacia el oeste, por donde llegaría la milicia.

No tardó mucho. Al principio solo vio polvo. Cutter miró por su catalejo. Seguían siendo figuras diminutas, y parecían muy pocas.

Una bandada de dracos, armados con cargas de ácido y cuchillos arrojadizos, fue enviada a hostigarlos. Tras ellos fue el dirigible, con el piloto del brazo de serpiente y dos tiradores voluntarios. La milicia fue acercándose con el paso primero de los minutos y luego de las horas, y los dracos cruzaron la tierra de nadie, seguidos por el dirigible a baja altura. Los motores de las trampas-gólem de Judah estaban preparados; los embrujadores entonaron sus encantamientos.

Un consejero frenético salió de la zona rocosa. Cuando llegó hasta ellos, fue incapaz de hablar durante varios segundos, acallado por el agotamiento y el miedo.

—Nos han atrapado —dijo al fin—. Se han llevado a mi mujer. Eramos ocho. Han hecho que algo saliera de la tierra y que nos atacara —gritó. Los consejeros se miraron unos a otros.
Ya os lo dije, joder
, pensó Cutter. Estaba desesperado.
Bastardos, os dije que no iba a ser tan sencillo como parecía
.

A tres kilómetros de allí, los dracos se aproximaron a la milicia montada. Los jinetes no llevaban equipo alguno que pudiera verse. Se movían en formación. Hubo un instante extraño y, uno a uno, los dracos cayeron del cielo.

Durante largos segundos nadie hizo el menor ruido. Entonces:

—¿Qué…?

—¿Cómo…?

—Creo que… ¿No te ha parecido…?

Aún no era miedo. Solo incomprensión. Cutter no sabía lo que había pasado, pero sabía que el miedo no tardaría en llegar.

Un último draco daba bandazos en el aire, forcejeando, atrapado en un mesenterio de sucia nada. Cutter vio las manchas de las partículas que lo rodeaban, un trombo de aire salvaje. Entonces comprendió lo que estaba pasando.

Los dracos estaban luchando contra el aire, y el aire estaba derrotándolos, dispersándolos con corrientes brutales.

El dirigible estaba cerca de la columna de la milicia, y una línea de polvo levantada por sus disparos empezó a cruzar la tierra hacia ella. Entonces cesó el fuego, y con una sacudida brusca y violenta, la nave se inclinó acusadamente, columpiándose en el aire como un navío en un mar encrespado. Durante unos segundos estuvo inmóvil y luego empezó a caer, no como si la impulsara la gravedad, sino como si estuviera luchando, como si los motores y los propulsores de aire trataran de resistirse a su avance. La aeronave fue arrojada del cielo por una mano brutal, y se estrelló contra el suelo.

Al aproximarse la milicia, empezaron a aparecer formas a su alrededor, en el aire o en la tierra o en el fuego de las antorchas que llevaban. Ya se encontraban lo bastante cerca como para verse. Todos los oficiales estaban realizando invocaciones con las manos. Cutter vio los andrajos de sus uniformes, los cascos agrietados y rotos, los arañazos y las manchas dejadas por la Torsión allí donde el cuero se había convertido en otra cosa. Los caballos estaban manchados de sangre y saliva. El paso por la zona cacotópica los había marcado.

Todavía eran varias docenas, a pesar de los ataques que debían de haber sufrido. Enloquecidos por las penurias, ávidos de venganza contra aquellos renegados cuya huida los había arrastrado hasta el cacotopos. No era de extrañar que solo llevaran armamento ligero, no era de extrañar que fueran tan pocos. No necesitaban equipo ni artillería, porque ellos extraían sus armas de los alrededores y de la materia del mundo.

Cutter vio sus arcanos látigos. Los vio moldeando el aire. Sabía que quienes habían derribado a los dracos y al dirigible eran luftgeists, elementales de aire de tremendo poder. Aquel era un cuerpo de invocadores, cuyas armas eran las presencias que convocaban. Domadores de lo sobrenatural. Un destacamento de elementarii.

Cutter empezó a gritar a sus chaverim. Vio que algunos de ellos entendían. Otros, sobresaltados, sintieron pánico.

No había elementalistas en el Consejo de Hierro. Había un hombre que tenía un minúsculo yag cautivo que vivía en un tarro, un espíritu de fuego más pequeño que la llama de una cerilla. Los pocos vodyanoi que tenían ondinas estaban unidos a ellas por acuerdos mutuos; no podían controlarlas. Pero algunos comprendían a qué estaban enfrentándose.

Los elementarii se dividieron por grupos para preparar sus invocaciones.
No podía ser otra cosa
, pensó Cutter.
Gente que pudiera luchar sin llevar armas. Tenían que ser elementalistas o kartistas, y los daemonios son demasiado difíciles de controlar. Por los dioses, un destacamento de elementalistas
. El hecho de que Nueva Crobuzón estuviera dispuesta a arriesgarse a perderlos demostraba lo profundo que era el deseo del gobierno por acabar con el Consejo.

—Vamos, manos a la obra —le gritó a Cañas Gruesas, y giró el mecanismo de metarrelojería lo mejor que pudo. Mientras enfocaba la luz reflejada y enderezaba el haz, no pudo contenerse y volvió la mirada para ver cómo progresaba el ataque.

¿
Qué va a ser
?, pensó. ¿
Fulmen? ¿Shudners? ¿Ondinas
? Elementales de luz, de roca o de agua dulce, aunque, como es lógico, podía haber otros: de metal, de sol, de madera o de fuego o uno cuyo estatus elemental fuera incierto o estuviera en disputa: elementos creados por la historia, nacidos de la nada y convertidos en reales. ¿Sería un elemental de hormigón, un elemental de vidrio? ¿Qué sería?

Ya podía ver las volutas de polvo moviéndose contra el viento, estirando sus miembros de aire. Los luftgeists. Los milicianos empezaron a convocar otras criaturas.

¿Sol? ¿Oscuridad?

Arrojaron todas sus antorchas al suelo y cada llama individual creció hasta alcanzar unas dimensiones mucho mayores de lo que hubiese debido, hasta que el suelo quedó imposiblemente iluminado, y de aquel prodigioso incendio, con un tremendo grito de placer, brotaron formas parecidas a perros o a grandes simios, solo que hechas de llamas. Una manada de yags, elementales de fuego, que se desplazaban con un movimiento que estaban a medio camino entre un salto animal y la propagación de un incendio. Cutter vio que había un corral con los caballos que los milicianos no utilizaban como monturas. Algunos elementalistas empezaron a cantar a su alrededor y los animales pifiaron. Uno a uno, los caballos se estremecieron y, tras lanzar una húmeda exhalación de muerte, se abrieron desde dentro: de sus temblorosos cadáveres salieron criaturas saltarinas formadas por sus tendones y sus músculos y sus órganos, reconfigurados como sanguinolentos y desollados depredadores: proasmae, elementales de carne.

El aire, el fuego y la carne corrieron y giraron, presas de una excitación animal. Una línea de milicianos sacó unos látigos empapados de embrujos y los blandió en el aire, haciendo que los elementales se encabritasen de miedo, placer y desafío. Su chasquido era como el del cuero pesado y la elictricidad, como una sombra. Al restallar, el chasquido creaba luz oscura.

Los elementarii ordenaron a sus fuerzas que avanzasen. Aire, fuego y carne se aproximaron. Los consejeros gritaron. Abrieron fuego, y sus salvas cayeron entre las filas de sus enemigos. Sin seguir ninguna estrategia, empujados por el pánico, activaron las trampas-gólem de Judah.

Moviéndose como autómatas, los gólems salieron de la tierra y de los restos de metal y madera del ferrocarril. No había tantos como elementales y todos ellos extraían la fuerza del poder de Judah. Estuviera donde estuviese, debió de sentir una brusca e intensa succión de sus fuerzas.
Y pronto sentirá más
, pensó Cutter, mientras trataba de enfocar el espejo.

Una bomba explotó en la trayectoria de los yags, que desaparecieron entre las llamaradas, pero con gritos que eran increíbles alaridos de placer. Cuando se extinguió la detonación, los elementales de fuego seguían corriendo, más grandes aún, entre el humo. Una línea de gólems de tierra los esperaba.

Cutter sintió el murmullo de los mecanismos del espejo, los engranajes que giraban en dimensiones alternativas. Sintió que el espejo se movía como un bebé.

—Desbloquea el motor —gritó, y en cuanto Cañas Gruesas lo hizo, sintió otro movimiento. Sujetó el espejo con fuerza y vio que Cañas Gruesas hacía lo mismo. Las luces recombinantes que proyectaban sus reflejos empezaron a fundirse.

Algo empezó a arrollarse, creciendo alrededor de sí mismo. Era una cosa con entidad propia, algo real, con dimensiones, algo que se movía. Cutter atisbó una presencia natatoria, algo parecido a un pez, una criatura hecha de luz dura que brotaba de la nada, radiante como un sol. Sintió que empezaba a succionarle las fuerzas.

—Ya la tenemos —gritó—. Hay que llevarla hasta ellos.

Cañas Gruesas y él mantuvieron la orientación respectiva de los espejos y empezaron a moverlos simultáneamente. La presencia de glutinosa luz los siguió, arrastrada sobre el suelo y aproximándose a los elementarii. Algo terrible estaba ocurriendo. Los milicianos de los látigos habían avanzado, empujando frente a si a los elementales, y aunque las primeras líneas de los consejeros estaban respondiendo con toda su potencia de fuego, los proasmae seguían aproximándose.

Los proyectiles se hundían en las criaturas de abigarrado músculo, que reformaban su carne y escupían las pepitas de plomo y los fragmentos de pedernal afilado o las hojas de hierro. Los proasmae, elementales de carne convocados con los cadáveres de los caballos, llegaron a la barrera de tierra.

Treparon rodando por ella, como criaturas ameboideas, como erizos de mar, cubiertas de huesos que usaban como miembros, tan pronto humanoides como criaturas aullantes parecidas a ñus desollados, y coronaron la barricada y se detuvieron un segundo en la cima, antes de arrojarse sobre los aterrados defensores. Cutter vio lo que ocurría.

Other books

Last Resort by Richard Dubois
28 - The Cuckoo Clock of Doom by R.L. Stine - (ebook by Undead)
Grandmaster by Klass, David
Red Hot Touch by Jon Hanauer
Within My Heart by Tamera Alexander
Tell No One by Harlan Coben
Thirteen Plus One by Lauren Myracle
Death in the Jungle by Gary Smith