El consejo de hierro (39 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: El consejo de hierro
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Los guardias del vidral se aproximaron, pero solo se fijaron en Catlina y Ori. Los tenderos observaban entre cautos y divertidos, mientras los clientes elegantes cotilleaban desde las terrazas de los cafés. Ori estaba asombrado. ¿Es que no sabían que estaban pasando cosas? ¿Cómo conseguía aislarse la Letrina?

Pronto —y el pensamiento lo incomodaba, a pesar de que era justo lo que él había estado buscando, crueldad—, pronto Hombro Viejo mataría al soplón. Lo haría rápidamente y luego golpearía el cadáver con un cestus de dos puntas que lo dejaría marcado como la víctima de una cornada.

«Hay una guerra», sentía ganas de gritar Ori. «Fuera de la ciudad. Y dentro también. ¿Es que no lo dicen vuestros periódicos?». En lugar de hacerlo, siguió interpretando su papel.

Toro les daba instrucciones. No se mostraba amargo ni cruel, pero siempre subrayaba lo que era necesario. Aquello lo era. Toro había relacionado al tipo con una cadena de arrestos, con las torres de la milicia, con los pelotones de secuestradores que acechaban a los sindicalistas y activistas. El hombre de la oficina era un miliciano, un agente doble, un nexo de informadores. Hombro Viejo le sacaría lo que pudiera, y luego lo mataría.

Ori recordó la primera vez que había visto a Toro.

Todo se remontaba al dinero de Espiral Jacobs. «Quiero hacer una contribución», había dicho Ori, y había hecho saber a Hombro Viejo que no se trataba de las ganancias de la última semana. «Quiero entrar», le había dicho, y Hombro Viejo había apretado sus verdes labios, había asentido y había reaparecido dos días después. «Vamos. Trae el dinero».

Habían cruzado el puente de la Cebada desde la Perrera para llegar a Malado. Un paisaje apocalíptico de chatarrerías y astilleros abandonados hace tiempo, donde las quillas de los navíos asomaban desde su retiro de los bajíos. Nadie saqueaba aquellas esculturas de herrumbre. Hombro Viejo llevó a Ori hasta un hangar donde antes se construían dirigibles, y el muchacho esperó a la sombra del mástil de amarre.

Llegó la banda. Un grupo pequeño de hombres y mujeres; un rehecho llamado Ulliam, un robusto cincuentón que caminaba cuidadosamente, pues su cabeza, doblada sobre el cuello, estaba orientada hacia atrás. Nueva espera. La luz del atardecer, refractada por la ciudad, penetraba por los paneles de cristal, y en su corona apareció Toro.

Cada uno de sus pasos levantaba pequeñas nubes de polvo.
Toro
, pensó Ori y lo miró fijamente, con una mezcla de reverencia y miedo.

Toro se movía como un momo, con unos andares tan exagerados y tan poco taurinos que Ori estuvo a punto de echarse a reír. Era más flaco que él, y más menudo, casi como un niño, pero caminaba con una precisión que decía «debéis temerme». La delgada figura estaba coronada por un colosal casco, una enorme mole de hierro y bronce que parecía demasiado pesada para ser transportada por aquellos músculos tan pequeños, pero Toro no lo acusaba. Como es lógico, el casco era una cabeza de toro.

Estilizado, hecho de nódulos de forja, cubierto de recuerdos de distintas peleas. Era el mito, aquel casco. Algo más que tosco metal. Ori percibió el sabor de los embrujos. Los cuernos eran de marfil o hueso. El morro terminaba en una rejilla que imitaba una dentadura; el tubo de escape era el anillo de la nariz. Los ojos eran unas diminutas portillas de cristal templado, perfectas, redondas, que despedían una luz blanca, si artificial o mágica, Ori no podía saberlo. No se veían ojos humanos tras ellas.

Toro se detuvo, levantó una mano y habló, y de aquel pequeño cuerpo brotó un profundo bajo, una vibración animal tan grave que Ori experimentó un deleite genuino. Pequeñas volutas de vapor brotaban de la anilla del morro y Toro echó la cabeza hacia atrás. Ori estaba atónito. Era la voz de un toro, hablando en ragamol.

—Tienes algo para mí —dijo Toro, y, con la ansiedad de un peregrino, Ori arrojó al suelo el saco del dinero.

—Lo he contado —dijo Hombro Viejo—. Parte de él es viejo, y será complicado cambiarlo, pero hay mucho. El chaval es de confianza.

Y así fue como entró. Ni más pruebas, ni más misiones estúpidas para probarse.

Como era muy joven, hacía de vigilante o de señuelo, y con eso le bastaba. Ahora formaba parte de algo. No se le había ocurrido guardarse parte del dinero, aunque hubiese podido vivir bastante tiempo con él. Pero de todos modos, algo sí revertió a él: le pagaban por participar en sus crímenes y en sus actos de vengativa insurrección.

Nueva Crobuzón se convirtió en una ciudad nueva para él. Ahora, cuando miraba las calles, veía en ellas vías de escape y rutas para incursiones: recordó las técnicas urbanas de su infancia.

Vivía una existencia más salvaje. El corazón se le aceleraba al pasar junto a un miliciano; buscaba señales en las paredes. Entre la escatología, la pornografía y los insultos había marcas más importantes. Símbolos, runas y pictogramas trazados con tiza que señalaban los lugares donde tenía lugar alguna taumaturgia elemental (protecciones, preservaciones, travesuras que transformaban la leche y la cerveza). Había señales dejadas por sus adversarios y que estaba empezando a ver en todos los barrios: representaciones estilizadas del lóbulo de una oreja e ideogramas de múltiples puntas. Buscaba los graffiti que empleaban las bandas para comunicarse. Llamadas a las armas y parlamentos enunciados por eslóganes de pintura tersa. Apocalípticos cultismos y rumores: «
Ecce
Jabber», «¡Sálvanos, Vedne!», «¡El CH vuelve a casa!». Toro vivía en el espacio intermedio que separaba a otras facciones, como los proscritos, los renegadistas, las bandas de ladrones y los asesinos de la parte oriental de la ciudad. Ambos bandos conocían a su grupo.

Ori había negociado dos veces con gángsteres. Había ido con Hombro Viejo y el rehecho Ulliam a suplicar-amenazar la banda de violentos muchachos conocida como los Alcaudones de la Sombra y pedirles que se mantuvieran alejados de los muelles, a donde sus depredaciones nihilistas amenazaban con atraer a la milicia. Ori miró a los Alcaudones con palpable odio, pero les pagó, tal como Toro había ordenado. En una ocasión fue solo al Barrio Óseo, y a la vista de aquella inmensa, agrietada y antiquísima caja torácica, hizo un cuidadoso trato con el visir del señor Motley, que le vendió un importante cargamento de shazbah. Nunca supo lo que hizo Toro con él.

Raramente veía a Toro. La mayor parte del tiempo, aquella era una vida insular y aburrida. No leían, como hacían los renegadistas. Sus nuevos camaradas se dedicaban a jugar en el almacén de Malado, o iban a «explorar», es decir, a vagabundear sin propósito concreto. Nadie hablaba nunca de su plan final, de su objetivo; nadie terminaba de decir abiertamente lo que quería decir. Nadie pronunciaba el nombre del alcalde, ni la palabra «alcalde», sino que hablaban del «jefe de la junta», o «el señor de la piara»: decir la verdad se había convertido en un juego de contraseñas. «¿Cuándo pensáis que podríamos ayudar a nuestro-amigo-de-la-junta-directiva a tomarse un año sabático permanente por allí abajo?», podía decir uno de ellos, y entonces discutían la rutina diaria del Alcalde y revisaban sus armas.

Ori no siempre sabía lo que estaban haciendo sus camaradas. En varias ocasiones se enteró de sus operaciones al oír o leer algo sobre algún golpe, como la liberación de los prisioneros de una factoría de castigo, o el asesinato de una pareja de viejos ricachones en la colina de la Bandera. Esto último indignó a los periódicos, que fustigaron a Toro por asesinar a inocentes. Ori se preguntó amargamente lo que habrían hecho las víctimas, a cuántos rehechos habrían creado o ejecutado. Registro el botín arrebatado por la banda a la milicia, las placas y los contratos, pero no encontró mención alguna al crimen cometido por la pareja.

Gracias a la contribución de Espiral Jacobs contaban con dinero para sobornar, y con generosidad, aunque Toro se llevó la mayor parte del dinero para emplearlo en algún proyecto caro y misterioso. Los toroanos se dedicaron a cazar informadores y contactos. Ori trató de reconstruir su propia red. Había descuidado a los viejos amigos. Llevaba semanas sin ver a Petron, o a cualquier otro de los novistas. Con una hostilidad nueva y disidente, había llegado a la conclusión de que eran demasiado frívolos, de que sus intervenciones eran simples amaneramientos. Pero cuando volvió a buscarlos, comprendió lo mucho que había echado de menos sus salvajes pasatiempos.

Y aprendió cosas de ellos. Descubrió lo deprisa que se aislaba de la circulación de los rumores cuando pasaba un par de días con la banda. Así que empezó a ir una vez por semana al reparto de sopa de Griss Bajo. Decidió que volvería a las reuniones del
Renegado Rampante
.

Había intentado no descuidar a Espiral Jacobs. El hombre no era fácil de encontrar. Desapareció durante mucho tiempo, y Ori solo pudo dar con él dejando mensajes en los refugios y entre los vagabundos que eran la familia del viejo.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Ori, y Espiral le dio una respuesta demasiado vaga. La neblina del anciano solo parecía levantarse cuando hablaba de su antigua vida, de Jack Mediamisa.

—¿Cómo es que sabes tanto de los planes de Toro, Espiral?

El viejo se echó a reír y sacudió la cabeza de un lado a otro.

¿
Eres amigo de Toro
?, pensó Ori. ¿
Os reunís y charláis de los viejos tiempos, del Man’Tis
?

—¿Por qué no le diste el dinero tú mismo?

Nada.

—No los conoces, ¿verdad?

Ninguno de los miembros de la banda de Toro había reconocido a Espiral con la descripción que les había hecho.
Creo que eres como yo
, pensó Ori. El viejo lo miraba con un afecto fraternal.
Creo que me diste el dinero para ayudarlos, y para ayudarnos a nosotros dos
. La debilidad de la mente de Espiral iba y venía.

—Dichosos los ojos —le había dicho Petron en un turbio cabaret del Aullido. Ignoraron a la bailarina giratoria y los ilícitos mercadeos de las demás mesas.

—He estado ocupado.

—¿Con una nueva peña? —No había acusación ni veneno en la voz de Petron, las lealtades cambiaban con rapidez entre los bohemios. Ori se encogió de hombros.

—Hemos hecho algunas cosas interesantes, por si quieres volver. Los Flexibles han montado un nuevo espectáculo: «Rud, Gutter y la embajada del Diablo». No pueden usar el nombre de Rudgutter, como es lógico, pero tiene que ver con el verano de las pesadillas, de hace años; corre el rumor de que trataron de hacer algunos pactos turbios para solucionarlo.

Ori escuchó y pensó,
dentro de unos años harán obras sobre mí. «Ori y el Toro que corneó al Alcalde». Las cosas serán diferentes entonces
.

Los dos días de la cadena siguientes fue a El amorcito del frutero. La primera noche no había nadie allí. La segunda, la trampilla lo esperaba abierta y le dejaron entrar en la reunión del
Renegado Rampante
. Los Jack no eran los mismos de antes. El rehecho al que había conocido hacía meses seguía allí. Había un estibador vodyanoi y un cacto tullido al que Ori no recordaba, y algunos otros, leyendo.

Una mujer dirigía la reunión. Era menuda y vehemente, mayor que él pero todavía joven. Hablaba bien. Lo miró, y al ver que su rostro adquiría una expresión extraña se acordó de ella: era la hilandera.

Habló sobre la guerra. Fue una reunión muy tensa. El
Renegado Rampante
nosolo no apoyaba los fines de la guerra, explícitos o tácitos —esta posición era común entre todos los grupúsculos de la disidencia— sino que decía que luchaba activamente por la derrota de Nueva Crobuzón.

—¿Acaso crees que Tesh es mejor? —dijo alguien, furioso e incrédulo.

La hilandera replicó:

—No es que pensemos que es mejor, es que nuestro principal enemigo está aquí, aquí mismo.

Ori no habló. Se limitó a observar, y solo se puso tenso un momento, cuando pareció que la indignación del hombre por lo que llamaba el amor a Tesh de la hilandera iba a tornarse violenta, pero ella consiguió calmarlo. Ori no creía que hubiese convencido a nadie —él no tenía una posición muy clara con respecto a la guerra, aparte del hecho de que los dos bandos eran unos bastardos y le daba igual quien ganase—, pero la chica había estado bien. Se quedó un rato después de que los demás se hubiesen marchado y la aplaudió, y en parte lo hizo en serio.

—¿Dónde está Jack? —preguntó Ori—. El Jack que antes dirigía esto.

—¿Curdin? —preguntó ella—. Ha desaparecido. La milicia. Lo trincaron. Nadie lo sabe.

Hubo un silencio. La muchacha recogió sus papeles. Curdin estaba muerto, o encarcelado o quién sabe qué.

—Lo siento.

Ella asintió.

—Has estado bien.

Volvió a asentir.

—Me habló de ti —dijo sin mirarlo—. Me dijo muchas cosas sobre ti. Para él fue una decepción que no volvieras. Pensaba mucho en ti. «Ese chaval está furioso», decía. «Espero que sepa lo que debe hacer con esa furia». Bueno… bueno, ¿y cómo son las cosas en el lado salvaje, Jack? ¿Cómo se vive en la Banda de Bonnot, o con Toro, o con el grupo de Poppy o con quien quiera que estés ahora? ¿Creías que nadie lo sabía? Bueno, cuéntame, ¿qué haces ahora?

—Más que tú. —Pero aquella petulancia le pareció detestable a él mismo y no quería tener una pelea, así que dijo—. ¿Cómo te has hecho con el control? —Lo que había querido decir era «sabes un montón, discutes bien, y has llegado hasta ahí». La última vez que se vieron él era un disidente experto, con una filosofía de la insurrección. Y ahora había estado presente en varios asesinatos y era más duro, y había sentido en sus carnes el cuchillo de un miliciano y sabía cómo tratar con la chusma más peligrosa del este de la ciudad. Pero ella sabía más que él, y solo habían pasado unas semanas.

La muchacha se encogió de hombros.

—Son los tiempos —dijo. Trató de mostrarse desdeñosa, pero entonces lo miró a los ojos—. ¿Has…? ¿Cómo has podido hacerlo ahora? Precisamente ahora. ¿Qué crees que está pasando? ¿Sabes lo que está pasando? ¿No lo percibes? La semana pasada cerraron cinco fundiciones, Jack. Cinco.La Plataforma Rétif del sindicato de trabajadores del muelle está hablando con los vodyanoi para crear un sindicato interracial. Y son nuestros chaverim los que lo están impulsando, nuestro
Renegado Rampante
. La próxima manifestación la convertiremos en una asamblea y no tendremos que seguir entre estas cuatro paredes mohosas. —Señaló las agobiantes paredes y cerró los puños sobre los muslos. Estuvo a punto de dar un pisotón—. Y seguro que has oído las historias. ¿Sabes quién va a volver? ¿Quién vuelve a nuestro lado? ¿Y escoges este momento para convertirte en aventurero? ¿Para darle la espalda al pueblo?

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