El compositor de tormentas (43 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: El compositor de tormentas
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—¿Qué ha sido eso?

—No he oído nada —dijo Charpentier.

—Ya están ahí… —murmuró Matthieu.

—¿De qué habláis? —los apremió el inglés.

—Los asesinos de mi hermano. Ha llegado la hora.

El rostro de Newton se deformó.

—¿Qué hora? ¿Sabías que…?

No pudo terminar. El cerrojo de la puerta estalló y la habitación se pobló de astillas. Irrumpieron dos hombres a los que jamás habían visto y, detrás de ellos, el sicario que meses atrás había terminado con la vida del marinero en el cementerio.

—¡No os mováis! —gritó.

—¿Qué es esto? —exclamó el científico.

El más fornido golpeó a Matthieu con el puño de la espada y, tras estrellarlo contra la pared de un empujón, lo inmovilizó apretando el filo contra su garganta.

El sicario del cementerio fue directo hacia Charpentier.

—¡Qué ganas tenía de encontrarme de nuevo con vos!

Le sacudió sin más una bofetada y le apoyó el cañón de su pistola en la frente.

—¡No os temo! ¡Puerco!

—¡Tío, no! —le frenó Matthieu.

—¿Dónde está la partitura?

Newton, que trataba de ocultarla disimuladamente entre el instrumental que acumulaba en la mesa, lo pensó mejor y se lanzó hacia el horno para quemarla. El tercer asaltante le interceptó antes de que lo hiciera arrojándole una silla con la que le alcanzó de pleno. Le quitó el pliego de la mano y se lo acercó al sicario, el cual lo examinó por encima sin dejar de apuntar a Charpentier. Al poco se volvió satisfecho hacia Matthieu y le habló de modo jactancioso.

—¿Qué esperabas? ¡Te hemos estado siguiendo desde que pusiste el pie en el puerto de La Rochelle!

—¡Me dais asco!

El sicario rió. El otro presionó aún más el filo de la espada sobre la garganta del músico.

—Has de saber —añadió con sorna— que quien nos paga no confiaba en que volvieras con vida de Madagascar. Y mucho menos con tu encargo bien hecho.

Newton, que se retorcía por el golpe que había recibido en el costado, sacó fuerzas para dirigirse a Matthieu desde el suelo.

—¡Maldito muchacho ingenuo! —le espetó, logrando imprimir a sus palabras un tono suficientemente agrio—. ¿No se suponía que era una misión secreta? ¿No creía todo el mundo que seguías preso en la Bastilla?

—No os preocupéis… —le tranquilizó Matthieu con una desconcertante serenidad.

Se volvió hacia la puerta y permaneció quieto mirándola. Al instante percibió un ruido sordo que ascendía por la escalera. Varias botas machacando los escalones de madera…

—¡Soltad las armas! —se oyó una voz.

—¡Estamos aquí! —avisó el joven músico.

Sonaron varios disparos. Uno de los asaltantes se derrumbó sobre la mesa haciendo añicos los recipientes de cristal. El humo de la pólvora inundó la estancia. El que mantenía inmovilizado a Matthieu fue alcanzado en el hombro. Le soltó y se abalanzó contra los recién llegados con la furia de un animal herido, pero ni siquiera llegó a tocarlos. El primero de ellos hizo un quiebro y le atravesó el pecho con un sable corto que retorció en su interior.

—¡Cuidado, lugarteniente! —exclamó Charpentier liberándose del sicario del cementerio, el cual había pasado a apuntar hacia los de la puerta.

Nicolás de la Reynie, que era la persona que mandaba la patrulla de policías, levantó a su vez su arma contra él.

—No me lo pongas tan fácil…

El sicario arrojó su arma al suelo y levantó los brazos.

—¿Lugarteniente? ¿Qué es todo esto? —se indignó Newton, tan nervioso por el ataque sufrido como por no alcanzar a comprender lo que pasaba.

—Mi padre se ha encargado de avisarles —le explicó Matthieu.

Durante unos segundos reinó la confusión. Matthieu corrió a quitarle la partitura al sicario. Los policías se gritaban unos a otros, pisando la sangre de los dos asaltantes muertos sin saber bien a quién apuntar. En ese momento apareció el propio maestro escribano. El corazón se le salía por la boca. Se abrazó a su hijo.

—Todo ha salido bien. Cálmate, padre…

Newton se enfureció más aún al percatarse de que lo habían utilizado como cebo, pero lo cierto era que los asesinos habían picado el anzuelo como truchas ciegas del Sena. Se dirigió a Matthieu.

—¿Cómo podías saber que vendrían?

—Sé que tienen un contacto en palacio —respondió, escueto, el músico—. Era lógico pensar que me estarían vigilando desde mi llegada y que aprovecharían la primera oportunidad para hacerse con la partitura.

—¿Un contacto en palacio? ¿Por qué supones eso?

—Porque compraron a La Bouche.

—¿Al capitán? ¿Cómo es posible?

—Tendréis que explicarme al detalle lo que ha ocurrido aquí —intervino el lugarteniente De la Reynie imponiendo su autoridad—. ¿Quién sois vos? —le preguntó directamente a Newton.

El científico lanzó una mirada de súplica a Charpentier.

—Dejemos que sea el propio ministro Louvois quien os lo explique en su momento oportuno —dispuso éste haciendo un conato de reverencia para evitar dar ninguna información—. Se trata de un asunto de Estado del cual no somos sino meros ejecutores.

De la Reynie se volvió hacia el maestro escribano.

—Creía que estábamos aquí por el asesinato de vuestro hijo.

—Ambos tenéis razón.

—¿Vos avaláis a este grupo de personas?

Mientras aquél asentía, el sicario aprovechó el desconcierto para romper con el codo el cristal de la ventana. Se encaramó al marco y saltó hacia el canal. Varios hombres del lugarteniente dispararon a un tiempo.

—¡No! —gritó Matthieu, yendo a asomarse—. ¡Lo necesitamos vivo!

El sicario, que se había agarrado a una piel puesta a secar en el taller del curtidor de la casa contigua, logró posarse con habilidad sobre el borde de la estructura del puente. No tendría más de un palmo de anchura. Parecía imposible que pudiera andar por allí, haciendo equilibrios con la espalda pegada a la pared del edificio. Matthieu estudió rápidamente la situación. Apenas quedaba hueco entre las barcazas que cruzaban sin cesar bajo los arcos. Si caía al vacío se estamparía contra cualquiera de ellas… No lo pensó dos veces. Cogió aire y salió asiéndose a los agujeros que quedaban entre los ladrillos rotos. Fue desplazándose hacia la casa contigua de la taberna, que por tener la fachada más deteriorada facilitaba la bajada, pero pronto perdió apoyo con un pie. Los curiosos que se habían percatado de la persecución y seguían desde el muelle cada uno de sus movimientos profirieron un grito simultáneo. Buscó a toda prisa otra hendidura para introducir la bota, pero los dedos de las manos no aguantaron su peso. Durante un instante creyó que todo había terminado, pero tuvo la suerte de ir a caer de espaldas sobre una repisa de madera en la que el tabernero había instalado una pequeña grúa para subir barriles desde el río. Apenas podía ver por la conmoción, y mucho menos ponerse en pie. El sicario aprovechó para acercarse. Se encaramó con agilidad a la repisa. Matthieu se revolvió y trató de derribarlo desde el suelo, pero el sicario lo evitó y le estrelló el tacón de la bota en la cara.

—¡Estoy harto de todos vosotros! —gritó.

Le propinó otra patada que definitivamente le hizo caer al canal. Los curiosos chillaron de nuevo al ver que el músico estiraba el brazo y lograba sujetarse al relieve de Luis XIII que decoraba el pilar central del puente. Se golpeó contra la piedra pero consiguió mantenerse suspendido. De su garganta apenas salió un quejido apagado. El sicario, enfurecido, asió una pieza de hierro de la grúa del tabernero y la levantó sobre su cabeza para arrojársela.

—¡Muere de una maldita vez!

En ese momento se escuchó un nuevo disparo.

Tras permanecer unos segundos estático, el sicario cayó como un fardo hacia el canal yendo a estrellarse contra el cargamento de maderos que transportaba una de las barcazas. Matthieu miró hacia arriba. El lugarteniente De la Reynie estaba asomado a la ventana rota del primer piso con el arma humeante en la mano. Le había salvado la vida, pero al mismo tiempo se habían esfumado las posibilidades de capturar a quien había terminado con la de su hermano. Estaba a punto de soltarse cuando el tabernero salió a la repisa y balanceó la cuerda de la grúa.

—¡Sujétate! —le gritó antes de izarle.

Cruzó la taberna. Los clientes se apartaban a su paso. Estaba derrotado. Ya en mitad del puente se encontró con su tío, que bajaba a buscarle.

—Jamás los atraparemos —se lamentó mientras lo abrazaba.

—Matthieu…

Le sorprendió su gesto de alegría.

—¿Qué ocurre?

—¡Había otro más!

Sus ojos se abrieron de par en par.

—¿Está vivo?

—Como tú y como yo. Se había quedado a vigilar en el portal y ni siquiera opuso resistencia cuando le sorprendieron los hombres del lugarteniente.

Echaron a correr escalera arriba. Se cruzaron con los policías que bajaban los cuerpos de los asaltantes muertos. Ya en la estancia, vieron a Newton sentado en la misma silla con la que le habían golpeado, curándose una herida en el codo. Había cristales por todas partes y una mezcla saturada de olores: a pólvora, a los productos que el científico había estado quemando en su alambique, a los que llegaban desde los cuartos de los artesanos, al agua del canal. De la Reynie había comenzado a interrogar al sicario. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, con la cara desfigurada por una antigua erupción.

—Insiste en que sólo había venido a robar una partitura —apuntó el lugarteniente adoptando su pose más profesional—. Supongo que vos sabréis a qué se refiere.

—¿Quién le ha encargado el trabajo? —preguntó Matthieu.

—Se resiste a decírnoslo.

—¡Ni siquiera soy de París! —se defendió el prisionero—. ¡No conozco a nadie aquí!

El policía le golpeó en la cara.

—¡Mientes!

—¡Mi jefe podría daros todo tipo de detalles, pero gracias a vos está descoyuntado en el muelle!

Recibió un nuevo puñetazo.

—¿Pretendes que crea que no habéis mantenido ninguna reunión con la persona que os paga? —El prisionero hizo un gesto pidiéndole calma mientras evitaba tragarse uno de sus propios dientes—. ¡Descríbenos cómo era!

Escupió un poco de saliva sanguinolenta y habló sin levantar la mirada.

—Llevaba una capa que le tapaba por completo, pero por su forma de hablar diría que pertenece a la nobleza.

—A la nobleza… —paladeó De la Reynie complacido, pensando que la fama que le granjearía el caso sería aun superior a la que obtuvo tras resolver los envenenamientos de la marquesa de Brinvilliers—. ¡Danos un nombre! —insistió.

—¡Os he dicho que no la conozco!

—Un momento… —intervino Matthieu.

—¿Qué ocurre?

—Ha dicho «la» conozco.

—¿Qué podría decir si no? —repuso el prisionero, recuperando el tono arrogante—. Iba enfundada en una capa, pero os aseguro que sé reconocer a una hembra cuando la tengo delante.

El lugarteniente le cruzó la cara, esta vez con el dorso de la mano. Matthieu se quedó pensativo.

—No puede ser…

—¿Tienes idea de quién se trata? —le preguntó su tío.

—¿Una mujer alquimista? —exclamó con sorna el científico.

El joven músico miró a Charpentier. Después a Newton. Se tomó más tiempo antes de contestar. Finalmente optó por no decir ningún nombre y se dirigió al prisionero.

—¿Cuándo habíais acordado encontraros con ella?

—Debíamos acudir mañana a la procesión que saldrá de Saint-Germain-des-Prés y esperarla bajo el nuevo pórtico. Allí se produciría el intercambio. La partitura por el dinero.

Matthieu se volvió hacia el lugarteniente.

—No quiero inmiscuirme en vuestro trabajo —le indicó de forma sutil—, pero propongo que le dejemos ir para que se reúna con esa dama.

—¿Estáis proponiendo que le sigamos?

—Sí.

—No es tan sencillo. La procesión estará tan concurrida como este maldito puente. Si nos mantenemos a distancia el sicario podría escapar y, si lo seguimos de cerca, la mujer se percatará de nuestra presencia y suspenderá el encuentro.

—Bastará con que él la señale.

—Eso no sería suficiente para juzgarla.

—¿Qué?

—¡Estamos hablando de la nobleza, maldita sea! ¿Os imagináis cuántas pruebas hacen falta para decapitar a una dama? El dedo acusador de un mercenario indigente que ni siquiera conoce su nombre no podrá convencer a ningún tribunal.

—Pero…

—¡Muchas de las señoras de alcurnia están emparentadas con miembros de la magistratura! ¡El Parlamento ni siquiera abrirá el caso sin una prueba de cargo! —Se volvió hacia el maestro escribano—. ¡No quiero discutirlo más!

—Entonces habrá que pasar a otro plan —declaró Matthieu sin amilanarse.

Le pidió la partitura a su tío.

—¿Qué vas a hacer?

—Entregársela al prisionero.

Así lo hizo.

Charpentier y Newton se quedaron estupefactos.

—Pero…

—No os preocupéis, la copiaré de nuevo.

—¿Qué quieres conseguir con esto?

—Dejadlo libre —le pidió acto seguido al lugarteniente.

—¿Estáis loco?

—Sé cómo atraparla, pero para ello necesito que crea que su plan ha salido bien. Que este hombre le haga llegar la partitura y le diga que el asalto se complicó y que todos salvo él acabamos muriendo en la reyerta. Que cobre su dinero y se vaya de París.

—¡Escuchadle! —rogó el prisionero al lugarteniente, viendo el cielo abierto—. ¡Haré exactamente lo que dice!

Newton se acercó a Matthieu a toda prisa. Le agarró del brazo y se lo llevó aparte.

—No permitiré que les entregues mi partitura —le espetó, tratando de no elevar la voz.

—¿Vuestra partitura?

—Si quieres atrapar a los asesinos de tu hermano hazlo de otro modo. ¡Éste es mi experimento!

Matthieu le habló al oído.

—Sin el epigrama no es nada.

—¿Cómo dices?

—El epigrama alquímico. Sin él, la partitura no les servirá de nada. Ni a ellos ni a vos.

El científico se quedó pasmado.

—¿Me estás diciendo que has conseguido resolverlo?

«Esos versos determinan el momento en el que ha de comenzarse el experimento —habría querido revelarle Matthieu en ese mismo momento—, ¡marcan el instante a partir del cual han de medirse los tiempos de cocción!» Pero se limitó a dar media vuelta y a pedirle a su padre que convenciese al lugarteniente de que soltase al prisionero.

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