* * *
—Créame, señor, no podríamos navegar en mejores condiciones —dijo Reade durante la cena—. Esta nave recibe mucho mejor el viento que entra a proa del través, y andamos a diez nudos desde que pasamos por Start, tal y como usted nos ve: sin guirnaldas, sin partirnos el espinazo y sin siquiera la gavia de cangreja. Sugerí la posibilidad de forzar lona, señora, para demostrarle de lo que es capaz este barco, pero no me parecieron muy por la labor. No estalló un motín en toda regla, por supuesto, sino que se limitaron a lanzarme miradas de desaprobación y a sacudir la cabeza, y después me hicieron saber que la barquichuela navegaba con bastante soltura, teniendo en cuenta que se trataba del primer viaje de la damita. Aunque hago constar que no creo en absoluto que ni siquiera pestañeara si nos viéramos obligados a correr un temporal con todo el trapo aferrado, y el peligro de que el mar chocara contra nuestra popa una y otra vez. Veamos, señora, ¿le apetece probar un poquito de esta tarta de manzana? Cortesía de la esposa del carpintero, una para su rancho y otra para el nuestro, detalle que le agradezco sobremanera.
—Póngame un poquito, si es tan amable. Me encanta el pastel de manzana, y éste tiene un aspecto soberbio; pero tengo tanto sueño que mucho me temo que voy a desgraciarme cayendo de lado. Sin duda es cosa de la brisa marina.
Sin duda. La brisa marina ejerció la misma influencia en los tres pasajeros, que no despertaron hasta que el sol lució bien en lo alto, momento en que hicieron acto de presencia, ojerosos, pálidos y atontados; no podía decirse que ninguno de ellos estuviera mejor que el otro.
—Buenos días, señor —exclamó Reade, ofensivamente despejado—. ¡Qué día más espléndido! Disfrutamos de una travesía estupenda esta noche, y cerca de Ouessant hablamos con el
Briseis
: el viejo Beaumont, ¿recuerda usted al viejo Beaumont, del
Worcester
, señor? Pues resulta que lo encontramos de oficial de guardia, y nos comunicó que algunos barcos de la escuadra que protege la costa habían cruzado el jueves señales de inteligencia con el comodoro, que llevaba rumbo suroeste con poca vela. Aunque, señor, me atrevería a decir que necesita un buen desayuno. ¿Qué tomará la niña?
—Eso mismo me pregunto yo. ¿Qué? Señora Oakes —llamó—, dígame, por favor, ¿cómo se alimenta a los niños?
—Con leche —respondió Clarissa.
Todos a bordo de la
Ringle
adoptaron una mirada de incomprensión, y como la disciplina que reinaba con un guardiamarina al mando a bordo del buque de pertrechos no era todo lo rígida que hubiera sido de encontrarse en un navío de línea, no titubearon a la hora de expresar libremente sus puntos de vista.
—Ya se me podría haber ocurrido —dijo Slade—. Debí traer un cubo de leche; y un pote de crema.
—El queso es particularmente bueno para los huesos de las jovencitas —dijo el hombre de tierra adentro que estaba en las escotas—. Mi primo Sturgis podría habernos prestado a su cabra.
Finalmente se decidió que si la galleta de barco y un poco de cerveza no eran aceptables, y en esto la señora Oakes se mostró tajantemente en contra, entonces las gachas de avena eran la única alternativa. Así, Brigid se enfrentó a un bol de gachas de harina de avena, endulzadas con azúcar y mezcladas con mantequilla. Lo alabó como el mejor plato que había comido en la vida, como si fuera su cumpleaños: se lo comió con un hambre voraz y después pidió más, y finalmente le dijeron que podía ir a cubierta a cantar «Gachas, gachitas, gachas, ooh hoo hoo hoo», con tal denuedo que sólo lo hubiera soportado el más tolerable de los hombres, tal y como hicieron los de la
Ringle
, hasta que a la hora de comer cambió el curso de sus pensamientos. Al ser jueves, se le sirvió al igual que al resto de los hombres una libra de cerdo en salazón y media pinta de guisantes secos: un galón de cerveza hubiera formado parte de su ración, pero se le aconsejó que no debía insistir más.
El viento refrescó por la tarde. Tomaron un rizo al trinquete y la mayor, y la
Ringle
daba la alada sensación de estar haciendo una buena travesía: guardia tras guardia, diez nudos, diez y dos brazas, once nudos, señor, con su permiso. Brigid pasó todo el tiempo en las amuras, observando cómo se enseñoreaba la goleta sobre una marejada cada vez más fuerte, cómo descendía y cómo pulverizaba la siguiente cresta a gran velocidad, salpicando a sotavento con vigor, siempre la misma, siempre distinta. En una ocasión, una línea de marsopas cruzó a proa del buque, arriba y abajo como si fuera una sola serpiente negra y larga. También Stephen tuvo oportunidad de mostrarle un petrel, un ave blanca y negra que se posaba en los restos espumosos del oleaje. Por lo demás, el resto del día estuvo dominado por una luz difusa, un vasto mar gris, el continuo bullicio del viento y el agua, y una frescura que llegaba hasta el último rincón del barco.
—Diría que llevas el mar en la sangre, querida —dijo Slade cuando Brigid se acercó a la popa, corriendo a toda velocidad.
—No volveré a tierra nunca más —replicó.
Padeen no tuvo ninguna dificultad en asumir de nuevo su papel de marinero, marinero ordinario, ya que carecía del sinfín de habilidades particulares necesarias para figurar en el rol como marinero de primera. Sin embargo, no carecía de conocimientos, pero todos tenían que ver con la tierra, pues era un campesino de la cabeza a los pies, campesino de nacimiento y de corazón. Pese a ello, era tan marinero que se sentía a bordo como en casa, y durante la guardia de la mañana Stephen lo encontró pescando caballas desde las amuras de la
Ringle.
Aún faltaba para el amanecer: tiempo nuboso con algún que otro chubasco, truenos en la mar, mar aún más picada, viento intenso del oeste noroeste. Ceñía la goleta de bordada en bordada, largas, largas bordadas, y en aquel momento hacía avante amurada a estribor, no muy lejos de tierra: de la férrea costa norte de España, invisible hasta el momento. El faro de Vares por la amura de babor, en lo alto de un cabo que extendía sus largos dedos sobre el mar, despedía una luz anaranjada cuando los chubascos no le hacían sombra. Se decía que aquel faro atraía de tal modo a los peces que a menudo los encontraban en la bahía. Verdad o no, la segunda guardia había pescado una cesta entera, y por esa razón la goleta demoraba la virada, cada vez más cerca de la costa. Habían tomado sendos rizos a la mayor y al trinquete, la cangreja estaba a medio aferrar, represando el oleaje que discurría vertiginoso al doblar el cabo, pero sin cerrar distancias con respecto a la costa.
—Diría que no te has acostado aún —dijo Stephen.
—Así es —contestó Padeen—. Al terminar la guardia empecé a pensar en el hombre que nos había traicionado, el informador, el Judas. Perdí el sueño, reconcomido por la ira y el temor de que pudieran enviarme de vuelta a Botany Bay.
—No ofrecería la otra mejilla al informador —dijo Stephen—. El infierno está repleto de gente así. Son… —Lo interrumpió una triple descarga de luz que iluminó fugaz los acantilados que se recortaban a babor, seguida casi de inmediato por un trueno—. Ahí —añadió—, ahí tienes la costa de España. —Otros relámpagos la iluminaron con mayor claridad—. Y en cuanto pongas un pie en ese país, nadie podrá enviarte de regreso a ese lugar infame. Sea como sea, estoy seguro de que en lo que queda de año obtendré tu perdón, y después podrás ir a donde te plazca. Pero, Padeen, por el momento quiero que acompañes a Brigid y a la señora Oakes a Ávila, España, y que cuides de ambas. Allí residirán en un convento, cuyas monjas albergan a algunas otras damas. Ahora escucha lo que voy a decirte, Padeen. Si cuidas fielmente de ellas por espacio de un año y un día, será tuya una pequeña granja de Munster que tengo en propiedad cerca de Sidheán na Gháire, en el condado de Clare, una granja con diecisiete acres de tierra, diecisiete acres irlandeses, se entiende. Cuenta con una casa con techo de pizarra, y también con tres vacas y un asno, además de algunos cerdos, por supuesto, y de dos panales de abejas; tendrás derecho a obtener diecisiete carretadas de turba en el pantano. ¿Satisfecho, Padeen?
—Satisfecho, su señoría, su discreción —respondió Padeen con voz temblorosa—. Cuidaría de Brigid durante un millar de años y un día a cambio de nada; pero, oh, cuánto me gustaría tener una parcela de tierra en propiedad. Hace tiempo, mi abuelo tenía casi tres acres, y dos más alquilados…
Conversaron sobre la tierra, sobre los placeres derivados del cultivo, la satisfacción de ver crecer lo que uno ha plantado, de segar y de trillar; o, mejor dicho, fue Padeen quien habló: soltó un cristalino torrente de palabras como Stephen no había oído nunca en sus labios; y amaneció, amaneció de pronto, fue como si las nubes se esfumaran ante la primera caricia del amanecer.
—¡Atención todo el mundo, atención! —rugió Bonden a popa, al tiempo que, imitado por otros marineros, corría golpeando las escotillas—. ¡Todo el mundo a cubierta! —Padeen, a quien no era difícil sorprender, tropezó con Stephen bastón y cesta de pescado en mano, y antes de que ambos pudieran recuperarse Reade se había plantado en cubierta vestido con el camisón de dormir, impartiendo órdenes a diestro y siniestro. Media milla a popa, en la bahía cerrada por el cabo Vares, se encontraba un lugre de tres palos, largo, bajo y negro. Iba fuertemente armado y contaba con una considerable dotación; se estaba cubriendo de lona.
Padeen se había dirigido corriendo a su puesto en la escota de proa. Stephen se colocó en la aleta de estribor, donde se encontraba razonablemente apartado. Escuchó los rápidos intercambios que se produjeron entre Reade y los hombres cuya opinión consultó; y también pudo oír las opiniones de los marineros mientras trabajaban o se disponían a formar. Todos se mostraban de acuerdo en que el lugre era francés y había partido de Douarnenez, que se llamaba
Marie-Paule
y que era rápido: los cúteres aduaneros nunca lo habían apresado; a veces actuaba como buque de corso, y en aquel momento, tan a rebosar de hombres iba que no podía ser más que un corsario, que quizá perdonaran a un rastreador de Brixham pero a nadie más, ya fuera cristiano, turco o judío, y que François el patrón era un auténtico cabrón. Artillaba a proa una pieza de bronce de nueve libras, pieza que servían increíblemente bien. Todos los marineros hablaron en serio, con aspecto grave. No pudo ver la expresión de Reade, que estaba en la caña con Bonden, vuelto de espaldas, pero a Bonden lo vio envarado y sereno.
Al mirar a proa y a popa, Stephen juzgó la posición mientras la luz se afianzaba a cada minuto transcurrido, y la goleta tumbaba más y más mientras los hombres tiraban de las escotas y las amarraban cada vez más a popa. Hasta donde llegaba su experiencia en el mar, Stephen pensó que no había escapatoria posible. A menos de una milla a proa, el cabo Vares discurría al norte, al mar. No podrían superar la punta estando como estaban amurados a estribor. Tendrían que tomar por avante para navegar de vuelta de fuera, y mientras lo hicieran el enorme lugre los abordaría sin remedio. Marchaba en su dirección a toda prisa, lleno a rebosar de hombres.
Había participado en muchas persecuciones navales, ya fuera como cazador o presa, y todas ellas habían sido negocios largos, mucho, a veces cuestión de días, grande la tensión y, pese a todo, contenida a medida que se afianzaba y se hacía más soportable con el paso del tiempo. Ahora la cosa sería cuestión de minutos en lugar de horas o días: la goleta, con el pasamanos de sotavento hundido en la espuma, cubierta por una nube de lona, llevaba sus buenos diez nudos y, o bien franqueaba el cabo en cuatro minutos, o tenía que virar y saludar la llegada del lugre por el través de estribor.
A medida que transcurrieron estos minutos se dio cuenta con extraordinaria viveza de lo que su fortuna, guardada en los baúles que había en la bodega, suponía para él, para su hija y para un millar de aspectos de su vida. No se le había ocurrido pensar que el dinero pudiera tener tanto valor, de que pudiera valorarlo hasta ese punto. Las gaviotas planeaban entre la
Ringle
y el cabo, las olas rompían a lo largo de la costa. Volvió su rostro ojeroso hacia los hombres que gobernaban el timón, y como a instancias de su pensamiento Reade le devolvió la mirada. La expresión del joven se parecía a la desaforada alegría que Stephen había cazado en la mirada de Jack Aubrey en similares momentos de crisis.
—Quédese ahí, doctor. Tenga cuidado —gritó el guardiamarina con una sonrisa, antes de volverse a Slade para decirle algo acerca de una galleta. Entonces, Bonden y él, con las manos cogidas a la caña por el cabo de tres vueltas y la mirada puesta en el gratil de la vela trinquete, tiraron de la caña a sotavento, y aún más a sotavento.
Stephen vio la terrible costa del cabo, tan cerca, alejarse por la izquierda. Vio aparecer el extremo que daba al mar, quizá franco de su amura de babor por unas diez yardas de distancia. Oyó al joven Reade gritar «¡Arrójala con alma, con alma!» y vio a Slade lanzar la galleta, que dio contra las rocas, y en un estruendo de risotadas las franquearon, avante a mar abierto.
El lugre efectuó un disparo sin consecuencias antes de virar, incapaz de superar el cabo, perdió terreno, ímpetu y la presa. La persecución continuó por espacio de algunas horas, pero al mediodía del lugre ya no se veía al este más que la lona, pues la goleta lo aventajaba en andadura.
La
Ringle
siguió navegando sumida en un estado de buen humor, a menudo riendo, a menudo recordándose unos a otros que «¡habían franqueado a ese canalla del cabo Vares a distancia de galleta, ja, ja, ja!». Hubo quienes intentaron explicar el triunfo a la señora Oakes y a Brigid, pero aunque lograron contagiarles su alegría y la buena suerte que habían tenido, no lograron que entendieran lo demás antes de que la
Ringle
arribara al puerto de La Coruña, o, como lo llamaban algunos, al «Rompeolas».
Mientras Stephen permanecía en la amura, sonriendo al ajetreado puerto y a la ciudad, Mould se acercó como quien no quiere la cosa hasta él, y por la comisura de los labios dijo:
—Yo y mis compañeros conocemos el Rompeolas tanto como Shelmerston: aquí solíamos venirnos a por el brandy. Y si resulta que prefiere usted que desembarquen sus efectos con discreción, si me permite la palabra, conocemos a un tipo, honesto como él solo —pues de otro modo haría tiempo que lo hubieran matado de una paliza—, que podría responder.
—Gracias, Mould, agradezco muchísimo tu amable sugerencia, pero en esta ocasión —y recalco: en esta ocasión— tengo intención de desembarcarlo todo según la legalidad. Y eso es lo que me he propuesto decirle al capitán del puerto y a los suyos. Sin embargo, debes saber que te agradezco a ti y a los tuyos vuestras buenas intenciones.