El P. Jacinto llevó a D. Fadrique la noticia de la catástrofe.
Don Fadrique, retirado en su cuarto, aguardaba siempre con ansiedad noticias de la enferma. Esta vez, al mirar al P. Jacinto, el Comendador leyó en su rostro lo que había ocurrido.
—Ha muerto, —dijo el Comendador.
—Ha muerto, —respondió el fraile.
El Comendador no replicó palabra. Inmóvil, de pie, callado, sintió un dolor mezclado de remordimiento. Dos gruesas y amargas lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Te ha perdonado —dijo el P. Jacinto.
—¡Ah, padre!… yo no me perdono… Me sería menos insufrible en la memoria el recuerdo de una afrenta no vengada… de una vileza en que yo hubiese incurrido… de una mancha en mi honor… En cualquiera otro caso me sería más fácil conciliarme conmigo mismo. Aunque Dios me perdone… yo no me perdono.
A los seis meses de la muerte de Doña Blanca, en pleno invierno, se reunían todas las noches en torno del hogar, en el piso alto de la casa del mayorazgo D. José López de Mendoza, a más de su mujer y de su hija Lucía, el Comendador D. Fadrique, el viudo D. Valentín, Clara y a veces el padre Jacinto.
El joven D. Carlos de Atienza había estado dos o tres veces en Sevilla a ver a sus padres; pero enseguida se había vuelto. Tenía abandonada la Universidad; no pensaba en los estudios ni en la carrera. Habíase consagrado enteramente a idolatrar, a consolar, a adorar, a Clarita, a quien ya veía sin dificultad, de diario.
Don Fadrique y el P. Jacinto iban y venían a Villabermeja; pero estaban más tiempo en la ciudad.
La donación de los bienes de D. Fadrique se había hecho en toda regla y con el posible sigilo.
Don Fadrique vivía modestamente de su paga de oficial retirado. Habitaba, no obstante, en Villabermeja la casa del mayorazgo, alhajada con los preciosos muebles que trajo cuando vino.
El carácter de D. Fadrique no había cambiado, pero se había modificado. Su optimismo natural sufría interrupciones frecuentes. Negra nube de tristeza ofuscaba a menudo el resplandor de su abierta y franca fisonomía.
Aunque el dolor por la muerte de Doña Blanca se había ido mitigando en todos aquellos corazones, Clara la recordaba con ternura melancólica, y el Comendador con cariño y con penoso arrepentimiento a la vez.
Sólo D. Valentín, que comía como un buitre, y que había engordado, y no hallaba quién le riñese ni quien le dominase, se creía en la obligación de llorar cuando menos ganas tenía. Entonces la consideración de aquello a que se juzgaba obligado, y el ver que no le salían de adentro la aflicción y el lloro, le compungían de nuevo y producían en él el prurito y el flujo. D. Valentín era un mar de lágrimas dos o tres veces por semana.
Clara, viendo ya a todas horas a D. Carlos y a D. Fadrique, había penetrado la diferencia de los afectos que a ambos la ligaban, y cada día los hallaba más compatibles. El Comendador le inspiraba cada día más veneración, ternura y gratitud por su sacrificio generoso. D. Carlos le parecía cada día más agraciado, bello, enamorado, ingenioso y poeta.
Pasaron así algunos meses más. Vino la primavera. Llegó el verano. Solemnizose el primer aniversario de la muerte de Doña Blanca con llanto y con misas y otras devociones.
El escrúpulo de faltar a la promesa de ser monja se borró al fin de la mente de Clarita. Su madre, al morir, la había absuelto de la promesa. El amor inspirado y sentido la excitaba a no cumplirla. El bueno del P. Jacinto, confesor de Clarita, le aseguraba que la promesa era nula.
Clarita al cabo la anuló, haciendo otra promesa dulcísima para D. Carlos. Le prometió darle su mano, confesándole al fin que le amaba.
Una alambicada cavilación había detenido a Clara en dar el sí a D. Carlos. Clara juzgaba probable que D. Casimiro muriese sin sucesión y que alguna parte de los bienes del rescate viniese a ella; pero hasta esta duda, que si bien delgada y sutil, la mortificaba, se disipó del todo.
Nicolasa, o mejor dicho, la señora Doña Nicolasa Lobo de Solís, esposa legítima de D. Casimiro, dio a luz un robusto infante.
Cuando el Comendador, al volver un día de Villabermeja, trajo esta noticia, fue Lucía la primera persona a quien se lo comunicó.
—Calle V., tío —exclamó la muchacha—; de seguro que el niño de D. Casimiro será un escomendrijo; parecerá un gazapillo desollado.
—No, sobrina —contestó el Comendador—, el recién nacido Solís es fuerte como un becerro.
Así era la verdad, según hemos sabido después. El primogénito de los Solises parecía, no un becerro, sino un toro.
Don Casimiro era el varón más bienaventurado de la tierra. Estaba lleno de satisfacción y de orgullo de verse tan amado de su mujer, y de tener por hijo a un Hércules tebano, sin pensar en el Saturnio y sin mirarse como Anfitrión, pues ignoraba la mitología.
El tío Gorico, desde el casamiento de Nicolasa, había empezado a pugnar porque le llamasen Don Gregorio; habíase jubilado del oficio de Abraham y del de pellejero, y no se empleaba más que en beber aguardiente y rosoli, y en ponderar la ventura y la grandeza de su hija, sus virtudes y la vida beata que daba a su ilustre esposo.
Después del bautismo de la criatura, iba el tío Gorico de casa en casa, refiriendo el júbilo de su yerno, quien ya se volvía hacia la cama donde estaba Nicolasa, ya hacia la cuna donde estaba el niño, y ya se paraba a igual distancia de la cama y de la cuna, y exclamaba, levantando las manos al cielo:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para ser tan dichoso?
En efecto, la dicha pudo más que D. Casimiro, y pronto le hundió en la sepultura.
Aunque sea adelantar los sucesos, se dirá aquí que la viuda llevó una vida retirada, sin recibir ni tratar, durante un año, sino al platónico Tomasuelo, y que tuvo dos gemelos póstumos, los cuales, si el primogénito merecía llamarse Hércules, no merecían menos pasar por Cástor y Pólux.
La rectitud de la conciencia de Doña Blanca y sus severos fallos, hallando un leal y decidido ejecutor en D. Fadrique, daban así sus resultados naturales, proporcionando pingüe herencia a aquellos mitológicos angelitos, vástagos lozanos de la familia de Solís.
Como quiera que fuese, toda persona delicada y noblemente orgullosa no repara en las bajezas y bellaquerías del vulgo de los mortales y en la utilidad que proporcionan: no acepta jamás, sino en sentido irónico y de burla, la picaresca sentencia de la fábula:
«Tómelo por su vida: considere
que otro lo comerá, si no lo quiere».
Así es que D. Fadrique se reía de las consecuencias de su desprendimiento, y no por eso dejaba de aplaudirse de haberle tenido. Lo que a él le importaba era que su pura y hermosa hija no disfrutase de nada que no fuese suyo o por lo que en compensación no hubiera él dado lo equivalente con usura.
La boda de Clara y D. Carlos de Atienza se celebró al cabo en un bello día del mes de Octubre de 1795, año y medio después de morir Doña Blanca.
Los padres de D. Carlos vinieron de Sevilla para asistir a la boda.
Los desposados se quedaron a vivir en la ciudad donde ha sido la escena de nuestra historia.
Durante el año y medio, que tan rápidamente hemos recorrido, el Comendador había vivido, ya en Villabermeja, ya en la ciudad en casa de su hermano; pero más en la ciudad que en Villabermeja.
El afecto hacia Clara le atraía a la ciudad; pero, como Clara andaba muy distraída en sus amores y era muy dichosa, no consolaba tanto las melancolías del Comendador como su rubia sobrina.
Ésta era la que llamaba al Comendador cuando se tardaba en volver de Villabermeja; la que más le escribía diciéndole que viniese, y la que le enviaba recados con el mulero y con el aperador para que dejase la soledad bermejina.
Como Lucía estaba ya enterada de todos los secretos de su amiga Clara, y como tampoco ocurrían cosas importantes, no había motivo ni pretexto para acudir a cada momento al tío, preguntándole, como en otro tiempo, qué había de nuevo. En cambio Lucía, libre ya de los cuidados en que la suerte de su amiga la había tenido, sintió despertarse en su alma la más viva curiosidad científica. La astronomía y la botánica, que antes la enojaban cuando había secretos de Clara que ansiaba penetrar, la entusiasmaban ahora extraordinariamente, y nunca se cansaba de oír las lecciones que su tío le daba, excitado por ella. No había lección que no le pareciese corta. No había misterio de las flores que no quisiese descubrir. No había estrella que no quisiese conocer.
La discípula ponía en grandes apuros al maestro, porque si se trataba del movimiento de los astros, de su magnitud, de la distancia a que se hallaban de la tierra y de otras afirmaciones por el estilo, ella quería saber la razón y el fundamento de las afirmaciones, y D. Fadrique hallaba disparatado y hasta absurdo enseñar las matemáticas a una sobrina tan guapa, tan alegre y graciosa; y, por el contrario, si se trataba de flores, Lucía quería que le explicase su tío lo que era la vida y lo que era el organismo, y aquí el Comendador hallaba que no había ciencia que respondiese a las matemáticas y que explicase algo. Sin querer se encumbraba entonces a una filosofía primera y fundamental, y Lucía le escuchaba embebecida, y, como vulgarmente se dice, metía también su cucharada, porque de filosofía habla, en queriendo, y no habla mal, toda persona de imaginación y viveza.
En suma, Lucía se iba haciendo una sabia. Mientras más aprendía, más iba creciendo su afición y su empeño de saber. Las lecciones y conferencias duraban horas y horas.
El Comendador se acostumbró de tal suerte a aquel dulce magisterio, que el día en que no daba lección le parecía que no había vivido.
Sus días de Villabermeja fueron disminuyendo, y alargándose cada vez más los que pasaba con la discípula.
Siempre que volvía de Villabermeja, el Comendador traía a su discípula libros de su biblioteca, flores y plantas de su huerto, y pájaros que cazaba vivos. Lucía gustaba mucho de los pájaros, y, merced al Comendador, no había ya casta de aves en toda la provincia, ora de paso, ora permanentes, de que Lucía no tuviese un par de muestra en su pajarera.
Notado todo esto por Clara y D. Carlos, daba ocasión a bromas inocentes, pero que turbaban algo al Comendador y que ponían a Lucía colorada como la grana.
Los novios hablaban a Lucía con cierto retintín de su excesivo amor a la ciencia.
En fin, aunque el Comendador y Lucía no se hubieran dado, ni hubieran querido darse cuenta de lo que les pasaba, Clara y D. Carlos les hubieran hecho reflexionar, pensar en ellos mismos y despejar la incógnita.
El Comendador y Lucía, a pesar de la diferencia de edad, estaban perdidamente enamorados el uno del otro.
Lucía admiraba en su tío la discreción, la nobleza de carácter, el saber y la elegancia natural del porte y de los modales. Le encontraba hermoso, de varonil hermosura, y no le parecía posible que hubiese otro tal hombre como él en todo el mundo.
A D. Fadrique le parecía Lucía tan bonita, tan buena y tan inteligente como Clara, que era todo cuanto él podía encarecer la alabanza, allá en su pensamiento. La alegría de Lucía concordaba además muchísimo mejor con el carácter del Comendador que la seriedad un poco triste que Clara había heredado de su madre.
El Comendador, que al fin no era una criatura inexperta, conoció pronto que amaba a Lucía y que de ella era amado; pero, pensando en su edad y en el idilio de D. Carlos, no se atrevía a declarar su amor, si bien le manifestaba con su constante solicitud en servir a Lucía.
Ella no atinaba, entre tanto, a comprender la timidez del Comendador, a quien juzgaba enamorado.
De aquí que se dijesen toda clase de requiebros y finezas, que literalmente podrían tomarse por efecto de amistad tiernísima, pero que ocultaban el fervoroso espíritu de verdadero amor.
Don Fadrique, a más de sus años, creía tener otro inconveniente, que en su delicadeza no le permitía aspirar a ser amado de Lucía. Este otro inconveniente era su pobreza; pero Lucía, precisamente por esa pobreza y por el motivo que la había causado, amaba y admiraba más al Comendador. El descuidado desdén, la alegre calma y el nada trabajoso ni lamentado abandono con que D. Fadrique se había desprendido de más de cuatro millones, valían más de mil en la poética y generosamente de Lucía.
Ésta llegó a veces a preguntar a su tío (sabido es que tenía el defecto de ser muy preguntona) que por qué no se casaba.
Cuando el tío le contestaba que porque era viejo, Lucía le aseguraba que era mozo o que estaba mejor que los mejores mozos. Cuando el tío contestaba que porque era pobre, Lucía afirmaba que la paga de oficial retirado era más que suficiente; que además la chacha Ramoncica estaba poderosísima con lo que había ahorrado, e iba a dejarle por heredero, y que, por último, podía casarse con una rica.
Todo esto lo decía Lucía con mil rodeos y disimulos; pero el Comendador, si bien lo comprendía, juzgaba aún que ella podía engañarse y tomar por amor otros sentimientos de respeto y afección casi filial; por donde no hallaba justo ni honrado prevalerse tal vez de una alucinación de aquella linda muchacha para lograr lo que consideraba una felicidad para él.
En esta situación se hallaban Lucía y el Comendador la noche en que se celebró la boda de Clara y de D. Carlos en casa de D. Valentín.
El Comendador estuvo alegre, aunque hondamente conmovido, en aquella solemne ocasión, en que una persona tan querida de su alma se unía con lazo indisoluble al hombre que debía hacerla dichosa.
Don José y Doña Antonia se volvieron temprano a su casa.
Lucía permaneció al lado de Clara hasta más tarde. También se quedó con ella el Comendador.
Juntos y solos volvieron ambos a la casa. La noche estaba hermosísima, la calle silenciosa y solitaria, el ambiente tibio y perfumado, el cielo lleno de estrellas y sin luna.
Lucía iba callada, contenta, pensando en la ventura de su amiga.
No estaba D. Fadrique menos soñador e imaginativo.
El tránsito de una casa a otra era cortísimo; pero, sin reflexionar, le alargaron ellos, parándose en medio de la calle y contemplando la bóveda inmensa del firmamento, como si quisiesen interrogar a las eternas luces, que allí fulguraban, sobre la suerte de los recién casados y quizá sobre la propia suerte.
Lucía, dando un suspiro dijo al fin:
—¡No lo dude V… serán muy felices!
—Alégrate sólo y no estés envidiosa —respondió el Comendador—; tú hallarás también un hombre que te merezca, que te ame y a quien ames tú con toda la energía de tu corazón.