El coleccionista (42 page)

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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
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La ambulancia está aparcada justo enfrente de mi casa. En la acera hay marcas de plástico junto a unas gotas de sangre. Nos acercamos al patio trasero, donde seis personas están echando una ojeada, todos ligeramente desenfocados. Todas las luces de mi casa están encendidas y han colocado un par de focos en el exterior. Mis vecinos están contemplándolo todo por encima de las cercas.

Jane Tyrone está colgada igual que cuando la vi por última vez. Tiene una soga alrededor del pecho y por debajo de los brazos, mientras que el otro extremo pasa por detrás de la chimenea del tejado, vuelve a bajar para levantar el peso del cadáver y está atado a una pata del banco de picnic. Imagino a Adrian subiéndola hasta allí, como un escalador. Nadie debió de verlo por encima de la verja. Siempre muy lentamente, el cuerpo de la chica rota más o menos unos cien grados mientras la cuerda gira sobre su eje, llega a un tope y luego empieza a rotar en la dirección opuesta. El cuerpo está hinchado y apenas tiene piel, tan solo unos pedazos, lo que queda a la vista es la carne e incluso algunas zonas en las que no hay ni siquiera carne. Tiene un amplio corte en el pecho, debió de abrírselo con la pala al desenterrarla. Está desnuda, pero cubierta de tierra. Algunas partes de ella se mueven levemente y veo que tiene el interior lleno de bichos. Lo que queda de la cara es oscuro y le cuelga, la piel restante está suelta y los dedos y las manos parecen guantes dos tallas más grandes de lo necesario.

—¿Alguien ha visto algo? —pregunto.

—Mucha gente oyó el disparo —dice Schroder—, y la mayoría de ellos salieron a sus ventanas a mirar. Tenemos muchas descripciones coincidentes que encajan con Adrian Loaner, junto con la descripción del coche.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo lo que hemos podido conseguir. Al menos esta vez no se llevó todos tus expedientes.

—Recuérdame que se lo agradezca —digo—. O sea que no sabemos nada más de lo que ya sabíamos, ¿es eso lo que me estás diciendo?

—No es cierto. Sabemos que está obsesionado contigo.

—¿Y no podría alguien bajarla de allí? —digo, señalando a la chica muerta con la barbilla.

—Todavía no.

—Dios, Carl, ya lleva suficiente tiempo allí arriba.

—Todavía no, Tate. Ya sabes cómo van estas cosas.

—Maldita sea —digo cuando me sobreviene otra náusea y tengo que agacharme para no perder el equilibrio.

—¿Estás bien?

—No, no estoy bien —digo en un tono de voz que no solo suena cabreado, sino que intenta sonar así—. Antes te he llamado porque quería contarte algo. Maldita sea, era importante.

—Ya lo recordarás.

Cierro los ojos. Odio que la gente diga eso, pero todavía odio más olvidar algo que estoy a punto de decir antes de que pueda decirlo. Y ahora tengo exactamente esa sensación. Cierro los ojos aún con más fuerza con la esperanza de que eso me ayude a recordar. Estoy en el jardín, hablando por teléfono con Schroder, pensando en Emma Green, en Grover Hills, en lugares en los que Adrian podría tener escondida su colección. Grover Hills… durante un tiempo Christchurch utilizó ese lugar para mantener ocultos a los enfermos mentales, hasta que un día se dieron cuenta de que iban a necesitar centenares de clínicas como esa y decidieron clausurar las tres que había y soltar a todo el mundo.

Las tres que había…

¡Todas a poca distancia en coche las unas de las otras!

Abro los ojos de golpe. Todos los músculos de mi cuerpo se tensan llenos de energía.

—Ya sé dónde está —le digo, casi agarrando a Schroder y sacudiéndolo, aunque sin llegar a hacerlo.

—¿Qué?

—Emma Green. Eso es lo que quería decirte. Sé dónde está.

—¿Dónde?

—Voy contigo —digo mientras me dirijo al coche de Schroder. Durante los dos últimos minutos han aparecido un par de furgonetas más con eslóganes de cadenas de televisión impresos en los laterales. Vuelvo a sentir náuseas—. Y tendremos que librarnos de esos buitres —digo mientras asiento en dirección a las camionetas.

—Tú te quedas aquí, Tate. Dime, ¿cuál es tu teoría?

Abro la puerta del pasajero y subo al coche.

—Vamos —le digo, haciendo caso omiso a sus palabras—. Y pide refuerzos. Vamos a necesitarlos.

44

Su madre solía decir que solo las chicas lloran y que cuando bajaba al sótano y volvía con lágrimas en los ojos, eso lo convertía en una chica. Él nunca lo creyó así. Siempre creyó que lo que lo convertía en una chica era lo que a veces le hacían esos dos camilleros, cuando lo desnudaban o cuando lo trataban como a una chica, aunque no está seguro de cuál de las dos cosas era. Pero ahora mismo está llorando. Ha detenido el coche ya lejos del vecindario de Tate y se agarra la pierna con fuerza mientras las lágrimas brotan por sus ojos en abundancia. No solo llora debido al dolor, también llora de frustración. Nada le sale bien. Siempre tiene que luchar para conseguirlo todo en esta estúpida vida y no parece que las cosas vayan a cambiar. ¿Por qué no podría tenerlo todo más fácil como le pasa al resto de la gente?

¿Por qué no gusta a la gente?

Tiene las manos cubiertas de sangre. En el coche no hay nada con lo que pueda vendarse la herida y si se quitara los pantalones para hacerlo quedaría casi desnudo. Le pica la pierna, pero la herida está demasiado tierna para rascarse. Baja la cabeza y contempla el agujero, las lágrimas se funden con la sangre e imagina que vuelve a estar en su habitación de Grove y camina por el cuarto, contando los pasos, dando preferencia a los pasos pares sobre los impares, empezando con el pie izquierdo y acabando con el derecho. Luego piensa en los gatos, en los chicos que se mearon encima de él y que lo pegaron y luego imagina que los entierra y los vuelve a desenterrar y acaba con sus vidas del mismo modo que ellos arruinaron la suya.

Las lágrimas empiezan a remitir y la presión que siente en el pecho de tanto sollozar, también. Le cuelgan los mocos de la nariz y se los limpia con la mano, olvidándose de la sangre por un momento hasta que se mancha la cara. Empieza a llorar de nuevo. La vida no es justa. Nunca lo ha sido y nunca lo será.

Le duele la pierna, pero ya no sangra tanto. Tiene los pantalones completamente empapados de sangre. No puede quedarse en esa cuneta toda la noche. Se seca las manos en la tapicería del asiento del pasajero, arranca el motor y empieza a conducir, despacio pero no demasiado, porque no quiere atraer la atención de la policía. La sangre se ha encharcado en el interior de su zapato y se oye una especie de chapoteo cada vez que pisa el acelerador. La herida es seria, pero sabe que si fuese muy seria ya habría perdido el conocimiento o habría muerto desangrado. No tiene ni idea de lo que debe hacer con la herida, ni cómo curársela. Hasta el momento, cuando se había hecho un corte serio se lo había vendado una de las enfermeras o su madre, y desde que había salido de Grove no había tenido la necesidad de que lo visitara un médico o una enfermera. A quien necesita es a su madre, cualquiera de ellas, pero una está muerta y la otra también. Nunca ha sentido esa pérdida tanto como ahora. Está solo de verdad, no tiene a nadie que lo cuide, se ha quedado sin madres, sin gente mayor, su mejor amigo lo dejó por una chica que ni siquiera es real y a los del centro de reinserción nunca llegó a caerles simpático, del mismo modo que al noventa y nueve por ciento de la gente tampoco conseguía caerles simpático.

Incluyendo a Cooper.

La amistad es algo muy simple para los demás, pero no para él. Y se estaría comportando como un ingenuo si creyera que Cooper realmente quiere ser amigo suyo. Aunque Cooper ha acertado con lo de la policía. Empieza a conducir, se dirige a casa, sin estar muy seguro de si Cooper lo ayudará, intentando desesperadamente pensar en otra opción. Cada giro le provoca dolor al cambiar el pie del acelerador al freno. No hay mucha gente por la calle, al menos no en los barrios residenciales de la periferia. La gente no sale mucho de noche. Él aprendió que no debía hacerlo. Por la noche, no quería salir por nada del mundo fuera de las paredes del centro de reinserción. Podría ir al hospital. No podría entrar, pero sí conseguir que una de las enfermeras saliera a atenderlo. Al principio no querría, pero conseguiría que lo hiciera. Podría apuntarla en la cabeza con la pistola y ella no se negaría. El problema es que alguien podría verlo. El hospital es un lugar público. Entonces, ¿qué?

—¿Por qué no quisiste ayudarme? —dice, dirigiéndose a su segunda madre. Si lo hubiera ayudado desde el principio, nada de esto habría sucedido. Se hace a un lado de la carretera, detiene el coche y piensa, piensa que la única persona que lo ayudaría es alguien que no lo conozca ya, alguien que todavía no se haya formado una opinión respecto a él.

45

Nos dividimos en dos equipos. Esta vez Schroder me deja acompañarlo. Nos dirigimos a Eastlake House llenos de entusiasmo y determinación mientras el otro equipo se dirige a Sunnyview Shelter. Sabemos que Adrian Loaner tiene una pistola, por lo que nos acompañan unidades especializadas en delincuentes armados. El trayecto nos lleva fuera de la ciudad, más allá de la cárcel y los campos cosechados y llenos de ganado a pesar de que no se ven en la oscuridad. En la autopista hay pocas farolas, tan solo destacan las líneas blancas aunque desgastadas del centro de la calzada, las que evitan que el tráfico que avanza en un sentido choque frontalmente con el que va en sentido opuesto. Las luces rojas y azules brillan encima de los coches, es una sucesión de vehículos unida por la misma prisa y las luces advierten a cualquiera que vaya por delante de nosotros de que debe apartarse de nuestro camino.

Schroder va armado, como todos los demás excepto yo. Nunca lo había visto conducir tan rápido y el dolor de cabeza y las náuseas que aún siento no lo agradecen precisamente. Llegamos a un tramo por asfaltar pero Schroder apenas aminora, hasta que las carreteras se convierten en un laberinto. Todos esos caminos de tierra parecen iguales y el GPS del salpicadero del coche de Schroder no parece tener mucho más claro que nosotros dónde se halla Eastlake. Al final, todos los coches patrulla aminoran y la mayoría de nosotros salimos de los vehículos y esperamos en la cuneta mientras las luces de las sirenas nos colorean la piel, primero de rojo, luego de azul, y acabamos por fundirnos en un tono purpúreo. La prisa y la frustración son evidentes, se nota en la manera en la que todo el mundo empieza a echar pestes sobre lo difícil que resulta encontrar cualquier sitio por la zona. Podríamos haber llamado a los medios de comunicación y limitarnos a seguirlos. El aire es cálido y bochornoso, aunque más fresco que en la ciudad. Toda una comunidad de mariposas de la luz, tal vez mil o más, revolotean frente a los faros de los coches y, de vez en cuando, alguna se desvía y nos da en la cara. Sacamos varios mapas, intercambiamos impresiones y finalmente nos decidimos a tomar una dirección. Schroder vuelve a tomar la iniciativa y seguimos sentados en silencio mientras él conduce, hasta que unos minutos más tarde se detiene a unos cien metros de un camino de entrada bordeado por robles. Apaga las luces, el resto de vehículos las apagan también y nos siguen en fila india. La noche se ha vuelto más oscura. A esta distancia de la ciudad no hay contaminación lumínica y las estrellas brillan con una claridad espectacular. Una luz pálida se proyecta sobre los campos, procedente de una luna que dentro de pocos días será llena y que permite distinguir ciertas formas en esos campos: postes de cercas, árboles y objetos negros del tamaño de un coche que podrían ser cualquier cosa.

—Espera aquí —dice Schroder.

—¿Me tomas el pelo?

—Lo digo en serio. Si sales del coche te dispararé yo mismo.

—No me obligues a suplicarte. Maldita sea, Carl, si estás aquí es gracias a mí.

—Tal vez tengas razón. Deberías ponerte en la línea de fuego. El papeleo que acarrearía valdría la pena solo para librarme de ti.

Miro a través del parabrisas mientras la unidad especializada avanza lentamente. Son seis personas con protecciones oscuras como la noche que desaparecen de la vista diez metros por delante de mí. Schroder va hacia el maletero y se pone un chaleco antibalas. Cuando salgo del coche me da otro para mí. Paso los brazos por las aberturas y me lo abrocho bien. Ya fuera del coche, puedo sentir la tensión en el aire y sin duda me sumo a ese clima de gatillo fácil que se respira. Si hay algún espantapájaros en los campos, corre peligro de recibir un disparo. Emma Green se encuentra en alguna parte de ese edificio, tiene que estar allí. Y si no, estará en Sunnyview.

Sigo al equipo junto a Schroder, que lleva una pistola bien agarrada con las dos manos, pero con cada paso me quedo un poco rezagado debido a mi rodilla. Cuando llegan al camino de entrada ya me han sacado veinte metros y me siento frustrado. El pavimento es de tierra compactada y puedo notar el calor a través de las suelas de los zapatos. La unidad que va en cabeza se divide: dos hacia la izquierda, dos hacia la derecha y dos hacia delante. Schroder me espera y luego sigue a los dos que van hacia delante a mi ritmo, hasta que nos detenemos a unos veinticinco metros de la puerta. El edificio se alza ante nosotros iluminado por la luna, con su aspecto pálido y desvencijado, la fachada cubierta de una hiedra tan negra que parece una retahíla de agujeros practicados en las paredes. A juzgar por su aspecto, es el típico lugar al que preferirías entrar armado con crucifijos y agua bendita. No hay ningún coche frente a la casa. Uno de los equipos rodea el edificio y puedo oír una voz procedente del auricular que lleva Schroder en una oreja, pero no acierto a distinguir lo que dice. Lo presiona con un dedo para oírlo mejor y escucha con atención mientras ladea levemente la cabeza.

—No hay ningún coche detrás —me dice.

—Eso no significa que no estén allí —digo—. Podría significar simplemente que Adrian ha salido y aún no ha vuelto.

—Bueno, si está en camino lo atraparemos. Tenemos a dos unidades ocultas unas manzanas más atrás. No es posible que alguien llegue hasta aquí sin que lo detengan antes en algún control.

El equipo central llega a la puerta. Uno de ellos se hace a un lado, medio agazapado, y apunta con su arma hacia delante mientras el otro usa un ariete para abrir la puerta más rápido que si tuviera la llave y el ruido resuena por los campos. Se encienden las linternas y el equipo desaparece. Se oye el sonido de sus pasos mientras se adentran en el edificio rápidamente. Yo quiero unirme a ellos, pero Schroder me retiene poniéndome una mano en el hombro.

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