—¿Quién eres? —preguntó lord Alfred con voz atronadora—. ¿Cómo osas perturbar la noche más solemne del año?
El Hombre Verde hizo un giro completo sobre sí mismo, y la flauta desapareció en algún lugar de la jungla de hojas y armadura que lo cubría. Sturm oyó el débil eco de la música en el hueco de la escalera, eco que se repitió hasta que la melodía llegó más allá del alcance de su oído.
—Soy Vertumnus —dijo el intruso, con un tono bajo y dulce—. Soy el cambio de estaciones, y soy la morada final de los años pasados.
—Y el campanario para mil murciélagos —gruñó Derek, pero una gélida mirada de lord Gunthar hizo enmudecer al joven.
—¿Y qué es lo que… mi señor Vertumnus quiere de nosotros en este Yuletide? —La actitud del Juez Supremo era tensa, ceremoniosa, y sus dedos jugueteaban sobre el dorado pomo de la espada.
—Quiero discutir un tema que me es muy querido y me toca muy de cerca —anunció Vertumnus, que se sentó en el suelo sin la menor ceremonia. Se quitó el yelmo; un fulgor verde llameó en sus sienes.
Sturm frunció el entrecejo, nervioso. Sabía que los hechiceros oscuros eran magos del regocijo, que impelían a sus víctimas a ser menos severas, menos adustas. Y, por último, menos buenas. Entonces, cuando te tenían perdido en risas y cantos, te…
Ignoraba lo que te hacían. Pero lo que quiera que fuera, te destruía.
—Vosotros, los solámnicos, os reunís como búhos en estos salones cuando muere el año —dijo Vertumnus—, ululando acerca de tiempos oscuros y pasados, y lo bajo que ha caído el mundo desde las Eras de los Sueños y del Poder. Mirad a vuestro alrededor… La Torre del Sumo Sacerdote es una sala de espejos. Podéis veros a vosotros mismos desde todos los ángulos y situaciones, pavoneándoos y aderezándoos y admirando vuestra propia vanidad.
—Con tu venia, lord Alfred —interrumpió Gunthar, con la espada medio desenvainada—. Pido tu permiso para mostrar a este…, este
pastizal
la salida, y quizás el camino más corto montaña abajo.Vertumnus esbozó una sonrisa amenazadora; su rostro curtido por el viento se arrugó como la corteza de un viejo vallenwood. Los estandartes ondearon al impulso de una brisa cálida, ajena a la estación.
—Que nunca se diga —anunció con calma; el tenue susurro de su voz era audible, inexplicablemente, hasta en los rincones más apartados de la inmensa sala— que mientras haya a mano una espada o maza o lanza, lord Gunthar recurre a las palabras, el sentido común o la diplomacia.
—Tu locuacidad no te servirá de nada, Vertumnus —amenazó Gunthar, sin darse cuenta del insulto.
Lord Silvestre se limitó a reír. Incorporándose en medio de crujidos de armadura y murmullos de hojas, Vertumnus agitó la flauta como si fuera una batuta en dirección a la mesa principal, al sillón vacío. Fue un gesto jocoso pero perturbador, incluso obsceno. Los caballeros más viejos dieron un respingo, y varios de los más jóvenes desenvainaron la espada. Con calma, sin apresurarse, Vertumnus se volvió hacia ellos con donaire, blandiendo la flauta como si fuera un sable. El instrumento emitió un silbido fantasmagórico al agitarlo en el aire, y Sturm lo contempló fascinado.
—Volviendo a mi tema: hay un asiento donde nadie se sienta —observó Vertumnus—. Ni invitado, ni pordiosero, ni huérfano, ni forastero; nadie a quien hayáis jurado proteger y defender por el Código y la Medida. Y el sillón está vacío esta noche y todas las demás; un asiento para el papagayo y el pájaro carpintero.
Lord Alfred miró ceñudo a Vertumnus, que continuó con serenidad:
»
Pues el Código que juráis en este nido de juramentos es inflexible y juicioso en la profundidad de la noche —afirmó el extraño personaje, cuyos salvajes ojos contemplaron con fijeza el sillón vacío—. Pero no tenéis alegría en su cumplimiento. Incluso esta fiesta lo pone de manifiesto.—¿Quién eres tú, extranjero, para cuestionar nuestra alegría y nuestras fiestas? —bramó lord Alfred—. Un montón de hojas, remiendos y harapos, que se atreve a burlarse del sillón reservado a Huma.
Gunthar y Stephan se volvieron súbitamente hacia las sombras y de nuevo se giraron bajo la cambiante luz, con una expresión indescifrable en el rostro. De pronto lord Alfred salió de detrás de la mesa, apuntando con el dedo al Hombre Verde y dirigiéndose a él con una voz que por lo general reservaba para los caballos, los subordinados y los escuderos inexpertos e indisciplinados.
—¿Quién eres tú para cuestionar nuestras costumbres, la milenaria espera del cumplimiento de nuestros sueños? Tú, pedazo de…
¡ensalada andante bullanguera!—¡Viejo! —replicó Vertumnus, abalanzándose sobre el Juez Supremo y deteniéndose a escasos centímetros de él—. ¡Hueco pectoral dorado! ¡Yelmo huero y pendón ondeante! ¡Simulacro de leyes y ausencia de justicia! ¡Tarja de prestamista! ¡Asno aplicado de docto hocico, forrajeando honor en un erial! ¡Si un soplo profético pasara a tu lado, lo confundirías con la flatulencia de uno de tus hermanos!
Sturm sacudió la cabeza. La extraña sarta de insultos era demasiado imaginativa, casi un dislate, como si se tratara de un duelo de bardos o, lo que era peor, una pelea de gorriones. Lord Alfred Markenin era el Juez Supremo de la Orden Solámnica y, por ende, se le debía tratar con respeto, deferencia y sumisión; pero el Hombre Verde barbotaba una lluvia de injurias sobre él, y el caballero, pasmado y estupefacto, sólo consiguió abrir y cerrar la boca, sin articular ningún sonido.
Alrededor de Sturm, todos sus compañeros tamborilearon los dedos y tosieron, desviando la mirada a las ventanas o a las vigas. Para ser una pandilla de jóvenes a los que les encantaban la guasa y las peleas, los escuderos estaban también muy quietos y callados. De vez en cuando, sonaba alguna risa nerviosa en las sombras, pero ninguno de los escuderos se atrevía a mirar a sus compañeros y, por supuesto, ninguno osaba hablar.
Lord Stephan se adelantó, con un súbito brillo divertido en los ojos. Sturm frunció el entrecejo, temeroso, pues el anciano también era algo extravagante y se mofaba de los caballeros jóvenes por su estricta observancia del Código y se reía de las extralimitaciones de la Medida, según la cual incluso la gramática y los modales en la mesa estaban estipulados estrictamente, como mandamientos divinos esculpidos en piedra.
Había sido una herida en la cabeza, sufrida hacía unos sesenta años en algún remoto paso de Neraka, lo que lo había dejado algo trastornado y lo había vuelto retorcido e irrespetuoso. Parecía disfrutar con este destemplado intercambio; carraspeó, y Sturm comprendió, con creciente bochorno, que el anciano se disponía a intervenir.
—¿Y qué haces aquí con nosotros, lord Vertumnus? —preguntó el viejo caballero, cuya voz era todavía firme a pesar de sus ochenta y cinco años—. ¿Qué quieres de nosotros, si somos unos hipócritas y unas máscaras de justicia? No veo que te acompañen viudas, ni huérfanos. ¿Qué has hecho
tú
por los pobres y los desterrados y los desafortunados?—De momento, te he hecho hacer esa pregunta —repuso Vertumnus con una sonrisa taimada—. Eres un viejo zorro, Stephan, con más sabiduría de la que un sabueso sería capaz de encontrar en esta sala repleta de cabezas hueras. Sin embargo, el zorro viejo vuelve sobre sus huellas, rastreando su propio olor hasta recorrer el bosque en círculos, sin llegar a ninguna parte.
—¿Poesía, en lugar de sagacidad, lord Vertumnus? —replicó Stephan, con la blanca barba encrespada como espuma de mar, mientras se colocaba directamente enfrente del Hombre Verde, en medio de gruñidos y crujidos de rodillas. Vertumnus no retrocedió; ni siquiera parpadeó.
—Lo que haga por los huérfanos no es de tu incumbencia —respondió con calma—. Pues ello no cambia el estado ruinoso de las tierras de Solamnia, los pueblos que desaparecen, el fuego y el hambre, esos nuevos y execrables dragones. Ningún huérfano aquí presente me echaría algo en cara a
mí.
No. Secundaría mi protesta. —Hizo una pausa y sus oscuros ojos recorrieron la sala—. Es decir, si es que hubiera algún huérfano. Pero no veo ninguno.«Estás equivocado, lord Silvestre», pensó Sturm mientras movía un pie para dar un paso adelante.
Pero, no. Había dicho «huérfanos».
—Además —continuó Vertumnus—, yo no he jurado protegerlos.
Una antorcha parpadeó, a punto de apagarse, en un hachero próximo a Sturm Brightblade, y Vertumnus se llevó de nuevo la flauta a los labios.
La melodía se remontó, triste y evocadora, y en ella Sturm creyó escuchar algo otoñal y moribundo, y un tiempo imposible ya desaparecido. Era una música sutil, melancólica, y las hojas muertas giraron arremolinadas por el salón, como fantasmas amarillos, ocres y rojos invocados por un hechicero.
«
Es un hechicero —pensó Sturm—. Sus palabras tienen doble sentido y habla con acertijos. No lo escuches. No hagas caso.»Vertumnus avanzó otro paso hasta quedar cara a cara con el anciano caballero; sus ojos se encontraron sin ira, e intercambiaron palabras tan quedas que ni siquiera lord Alfred, que estaba a sólo dos pasos de distancia de lord Stephan, pudo escuchar lo que se había dicho. Entonces el Hombre Verde se meció sobre sus talones y rompió a reír, en tanto que, de manera inexplicable, brotó follaje de lord Stephan Peres.
Pimpollos, zarcillos y ramas florecieron en la armadura del anciano caballero, de modo que las hojas se entrelazaron con su barba y los tallos se le enredaron en los dedos. Vertumnus retrocedió hacia el centro de la sala y de nuevo hizo sonar su flauta; esta vez era una alegre tonada estival, y el elegante caballero que había servido muchos años como intendente del desaparecido Sumo Sacerdote floreció ahora suavemente con cientos de florecillas azules, y un tropel de mariposas amarillas descendieron de alguna parte de las vigas y se posaron alegremente sobre lord Stephan Peres.
—¡Basta ya! —bramó lord Gunthar, mientras se adelantaba con los puños levantados.
Pero las patas de su mesa estaban echando brotes también y unas raíces nudosas serpentearon y se le enredaron en los tobillos, frenando su avance hacia el centro del salón. Stephan gesticuló, pero el significado de su ademán se perdió entre las flores. Vertumnus eludió con un grácil giro la carga del caballero, y Gunthar se estrelló contra la mesa donde estaban sentados los hermanos Jeoffrey; el encontronazo lanzó en todas direcciones cristalería, vajilla y caballeros. El joven Jack, que al parecer se había metido bajo la mesa en busca de las sobras del banquete, salió gateando para ponerse a salvo, lejos del mueble caído que empezaba a echar raíces en el suelo, en tanto que de los oscuros tablones brotaban ramas y yemas. Alguien apartó de un empellón a Sturm.
—¡Por el Código y la Medida! —gritó lord Boniface, abalanzándose con precipitación hacia el centro de la sala. Su espada estaba desenvainada y su escudo dispuesto; sus azules ojos brillaron con temple de acero ante la inminencia del combate. Vertumnus giró veloz sobre sus talones, guiñó un ojo al caballero, y después se volvió para hacer frente a la embestida de uno de los hermanos Jeoffrey, a la par que Boniface se iba de bruces al suelo ya que sus calzas, misteriosamente, se le habían bajado a los tobillos.
El primer Jeoffrey vaciló un instante, reconsiderando la situación, y entonces se desmayó. Vertumnus, en silencio, se encaramó de un salto a otra mesa, eludiendo las manos del segundo Jeoffrey, que de repente se encontró enraizado al suelo como un retoño de árbol. El joven caballero gritó y una quietud ominosa se adueñó de la sala; una docena de hombres dispuestos al ataque se quedó paralizada mientras su único adversario bailaba sobre un solo pie en lo alto de la mesa, con la flauta en los labios para empezar a tocar otra vez.
«¡Es ignominioso!», pensó Sturm. Era una afrenta intolerable. Sus ojos se encontraron con los de Derek y, sin apenas reparar en lo que hacía, se adelantó mientras desenvainaba su espada corta. Aparte de la del abochornado Boniface, la suya era la única arma desnuda en el salón. El acero jamás se había teñido con sangre.
Vertumnus se giró para ponerse de cara al muchacho y cesó de bailar. Una fugaz expresión apesadumbrada le ensombreció el semblante, y después asintió con la cabeza. Como accediendo a algo de mala gana, bajó de la mesa y, poniendo a un lado la flauta, desenvainó su enorme espada y avanzó hacia el centro del salón. Los Caballeros de Solamnia estaban enraizados e indefensos en medio de la verde frondosidad de mesas rotas. Atisbando entre hojas y sombras, observaron a los espadachines girar uno en torno al otro, el Hombre Verde y el joven inexperto, aun sin madurar.
Sturm comprendió de golpe, y demasiado tarde, que su oponente lo superaba con mucho. Vertumnus poseía la soltura natural de un espadachín experto, y el arma pareció cobrar vida en su mano. Mientras giraban en círculo, habló al muchacho con palabras tan suaves e insinuantes como un soplo de viento, y los ojos prendidos en los de Sturm.
—Desiste, chico —susurró Vertumnus, con los oscuros ojos relucientes—. Desconoces el bosque que estás a punto de traspasar, donde el acero fracasa contra la oscuridad y los espinos…
—¡Basta de poesía! —gruñó Sturm—. ¡Por Brightblade y por la Orden! —Al menos, haría un gran alarde.
Pero su arremetida fue insegura y lenta. Vertumnus la frenó con facilidad.
—¿Por
Brightblade y
la Orden? —siseó el extraño hombre, que de repente se encontraba detrás del muchacho. Sturm trastabilló al girar para darle la cara—. ¿Por la Orden que está putrefacta, como una úlcera infectada? Por un padre…, tu padre…, a quien no incumbía el honor solámnico?—¿A quién no incumbía? —Tanto la voz como la mano de Sturm temblaron. Vertumnus se apartó de él, con la mirada prendida en las puertas del salón de consejos, en la escalinata, en la noche invernal. Sturm creyó oír a Derek soltar una risita—. ¿A quién no incumbía? ¿Qué quieres decir…?
La sombría mirada de lord Silvestre se volvió hacia él, feroz y casi depredadora. Con un veloz giro de muñeca, la espada de Vertumnus pasó entre la insegura guardia de Sturm, tan fulgurante y fugaz como un rayo, y se hincó profundamente en su hombro izquierdo.
Aturdido, falto de aliento, Sturm cayó de rodillas. El hombro, el pecho, el corazón le ardieron con un fuego verde, con un dolor lacerante. Los oídos le zumbaban como si tuviera en ellos un coro de mosquitos entonando un canto fúnebre y amenazador.
«Así que esto es morir. Me estoy muriendo. Muriendo», pensó, en medio de su confusión. De repente, el dolor remitió, dejó de ser insoportable, tornándose sordo y persistente a medida que, para consternación de Sturm, la herida del hombro se cerraba rápida y limpiamente y la sangre que manchaba su blanca túnica ceremonial perdía color y desaparecía. Pero el dolor profundizó en su carne, agudo y ardiente, tan constante como el zumbido de sus oídos.