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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

El club erótico de los martes (22 page)

BOOK: El club erótico de los martes
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—Acaba de irse —dijo el recepcionista.

—Puede llamarle a este número —dijo su agente.

—¡Tú tener
the wrong number, you idiot
! —balbuceó un hombre exasperado la tercera vez que ella llamó al número de Tokio que se suponía que era el de su móvil.

Todos sabían dónde estaba, pero nadie podía conseguir que se pusiera al teléfono en persona. Durante dos días le estuvieron dejando mensajes y esperando su llamada. Al final del segundo día, Margot y Brooke volvieron al hospital y se llevaron a Aimee a casa.

—Llamará —prometió Aimee mientras Margot la metía en la cama. Brooke se había ido a su casa y Margot estaba planeando pasar allí la noche.

—No tienes por qué hacerlo —dijo Aimee.

—Quiero hacerlo —sonrió Margot a su amiga. Llevó la televisión y el reproductor de DVD al cuarto de Aimee y casi se ahoga cuando ésta le pidió que pusiera toda la saga de El Señor de los Anillos.

—No se lo digas a Brooke —rió Aimee—. Cree que soy adicta.

—Ahora puedes hacer lo que te haga feliz —dijo Margot, dándole a Aimee un beso en la frente—. Pero si pones esa película otra vez, me voy a la otra habitación a leer el periódico.

—Vete a casa. Estaré bien.

—¿Sabes qué? No tengo nada más que hacer —le confesó Margot—. Me gusta estar aquí contigo. Quiero decir que resulta agradable. Voy a sentarme aquí a leer unas cosas que tengo que preparar para el trabajo. En un par de horas haré la cena. Si necesitas cualquier cosa, dame un grito.

Margot encendió los aparatos y le dio a Aimee el mando de la tele. Conforme salió de la habitación, oyó el sonido de la flauta dulce contralto que marcaba el inicio de otro viaje a la Tierra Media. Pasado aproximadamente un minuto, Aimee apagó la televisión y llamó a Margot.

—Eh, Margot, ¿te vienes aquí conmigo a charlar?

18

Ocupada…

Carlos estaba sentado en el apartamento de Lux, rodeado de latas de pintura brillante color blanco satén, masturbándose. Había desarrollado toda una técnica de masturbación en la que entraba en juego el gel que utilizaba su hermana para el pelo. El aceite de maíz era más barato y mucho mejor para él y para la piel de su verga, pero era más pesado de transportar. El producto pegajoso para el pelo se calentaba más con la fricción de su mano, pero si lo usaba muy a menudo le provocaba sarpullido. Sin embargo, al estar contenido en un tubo muy manejable, era el fluido por excelencia para masturbarse fuera de casa. Tumbado sobre la cubierta, Carlos meneaba suavemente con una mano el tronco del pene mientras con la otra se subía la camiseta hasta dejarla enrollada a la altura de sus pezones. Cuando sus bolas empezaron a contraerse, su esfínter se tensó y su respiración se fue acelerando cada vez más. Cuando llegó al culmen del placer, ralentizó el movimiento de su mano y se obligó a parar. Carlos nunca se corría cuando se masturbaba.

«¡Ooooooooh!», gimió Carlos, cayendo en posición fetal sobre el suelo del nuevo apartamento de Lux. Había estado pensando en ella, así que fue particularmente difícil controlar su deseo de esparcir esperma por todo el suelo. Lux, su primera chica, la primera cuyos hombros él había presionado hacia bajo hasta que sus rodillas se habían doblado y su boca había estado a la altura de su entrepierna, se había mantenido fuera de su alcance durante cuatro años. Joseph le rajaría o le borraría del mapa si volvía a mezclarse con ella. Carlos dio por sentado que todo se debía a su extraña desaprobación casi católica de la sexualidad de su única hermana, y que no tenía nada que ver con el hecho de que le hubiera retorcido el dedo meñique hasta fracturárselo, provocando que el hueso le atravesara la piel.

Estaba tendido hecho un ovillo en el suelo de madera noble de un apartamento que no sabía que pertenecía a Lux, intentando recuperar el control de sí mismo y el recuerdo de su piel. Quería acabar de pintar las franjas antes de que subiera demasiado la temperatura. Quizá la llevara al cine si el «Viejo Pájaro», como le gustaba llamar a Trevor, la dejaba salir por una noche.

La llave hizo clic en la cerradura y Carlos se levantó de un salto.

—¡Eh! ¿Qué pasa con la cadena? —gritó Lux desde fuera.

—¡Ya voy! —respondió Carlos, sin pensar realmente en lo que decía. Carlos metió con cuidado su pene aún rígido en sus calzoncillos y se puso el mono. Abrió cuidadosamente tres latas de pintura y las puso sobre la mesa antes de ir hacia la puerta.

—¿Quién crees que va a venir a por ti? —preguntó Lux, señalando la cadena de seguridad con su taza de café.

—Tengo esa costumbre —dijo Carlos, descorriéndola y abriendo la puerta—. Joder, estás preciosa —exclamó cuando ella entró.

—Salir de Guatemala para meterse en Guatepeor —le dijo Lux, a sabiendas de que no lo entendería. Le daba igual lo que dijera, y rara vez la escuchaba, lo cual le había dado siempre la libertad de hablar a sus anchas—. ¿Crees que digo muchas palabrotas? —fue la segunda incongruencia que salió de su boca.

Carlos no respondió. Escuchaba su parloteo a la espera de la única frase que tenía sentido para él. Sólo entonces respondería.

—¡Joder, Carlos! —dijo al entrar en el cuarto de estar.

—¿Qué? —respondió él.

—¡Son las once! ¿Qué has hecho en toda la mañana?

—Primero, ir a por la pintura. Luego tuve que encontrar las llaves, y entonces, cuando abrí la primera lata no tenía buena pinta, así que abrí unas pocas más y tampoco tenían buena pinta, así que estaba a punto de llamarte cuando has entrado.

Lux miró la pintura.

—¿Qué le pasa?

—Es blanca.

—Ya.

—Creí que tenía que ser... roja.

«Es extraño ser jefe —pensó Lux—. Carlos miente más que habla, pero, ¿qué puedo hacer yo?»

—No —dijo Lux—. Blanca está bien.

—Vale. Entonces empiezo, a menos que quieras tumbarte en la cubierta y que yo me ponga encima de ti, y no hace falta ni que me toques, nena, esta vez me dedicaré plenamente a ti. Mmm, sí, ya puedo sentirte en mi boca.

Carlos le enseñó su lengua entrando y saliendo de su boca, moviéndola como la cola de una serpiente cascabel, y la punta se acentuó asemejándose a la de un estilete, prometiendo una danza de precisión e intensidad a la que, según la experiencia de Lux, sólo podría hacerle competencia un hidromasaje de WaterPik.

Lux miró cómo Carlos continuaba trabajando los músculos de la lengua.

*

Trevor le había prestado a Lux un libro antiguo y extraño llamado
The Inferno
y le enseñó a interpretar sus palabras. Lo devoró, riendo toda la noche mientras leía.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le preguntó Trevor. Estaba recostado junta a ella en la cama, leyendo una biografía de una leyenda del deporte y respondiendo a las frecuentes preguntas de Lux sobre vocabulario y maravillándose del placer que le brindaba la lectura.

—Está escrito de forma extraña —le dijo Lux—. Pero en realidad tiene sentido una vez que conoces el código.

El Limbo le parecía una estupidez y una injusticia, había declarado Lux, pero se deleitaba con las descripciones de personas perversas en el infierno que sufrían castigos proporcionales a sus pecados: los mentirosos quedaban cubiertos de mierda hasta las narices, vientos incesantes abatían a los amantes por haber antepuesto el deseo a la razón. Opinaba que eran buenas desde una perspectiva cómica. Aun así, aquí, en el cuarto de estar de su nuevo apartamento, mirando fijamente el movimiento rápido de la lengua de su ex novio, Lux descubrió la llamada del abismo infernal.

«Carlos —pensó—, Caaaarloos. Carlos y ese dulce beso de melocotón podrían recorrer todo mi cuerpo y borrar la experiencia tan desastrosa que acabo de tener con Trevor. Todo eso podría desaparecer con el envenenamiento de Carlos y su lengua de serpiente. Podría arquear mi espalda y rebuznar como una mula durante veinte minutos o más, y el fluido de saliva lavará toda la tensión de mis músculos y de mi mente y bajará por mi muslo. Yo no pertenezco a Trevor —regateó consigo misma—. Sólo quiero vivir en su casa hasta que pueda comprar otro apartamento. Necesito como mínimo alquilar esta casa durante doce meses antes de pagar la entrada de otra. Y el presidente Clinton dijo que si se usaba sólo la boca no era un acto sexual.»

*

—No —dijo Lux a Carlos—, eres asqueroso.

—¿Qué?

—Mete esa cosa otra vez en tu boca antes de que cuaje la pintura.

—La pintura no cuaja.

—Lo hará si pegas en ella esa cosa larga y repugnante. El inquilino viene mañana y aún nos quedan las franjas. Así que vamos.

—Zorra mandona —dijo Carlos, y entonces le enseñó de nuevo la lengua de serpiente.

—Vas a sacarle el ojo a alguien con esa cosa, ¿y qué será de ti entonces?

—El Viejo Pájaro debe de haber olvidado dónde vive el conejo y por eso te mete la lengua en el ojo. Pobre, pobre conejito.

Lux se rió.

—Lo que tú digas, pero pinta. Tengo que devolver las llaves mañana a las nueve, y no quiero que la casa huela a pintura.

—¿Qué más te da que huela a pintura?

—Porque quiero hacer un buen trabajo para que me contraten otra vez. Es un buen sueldo, y no ha resultado tan duro.

—Porque he hecho yo todo el trabajo.

Él había hecho casi todo el trabajo. Sabía cómo poner la cinta de pintor para que la pintura color marfil de las paredes formara líneas rectas y nítidas cuando se juntara con el blanco brillante del techo y la franja. Él encontró al chico que rehízo a buen precio los suelos de madera noble el fin de semana. Por quince dólares la hora más comida, Carlos había sido su mulo de carga durante seis semanas.

—Has hecho un buen trabajo, Carlos. Si me encargan otro, te volveré a llamar.

—Vale. Sí. ¿Crees que conseguirás otro?

—Eso espero.

—¿Pagarás otra vez en negro?

—Sí.

—Vale, pero tienes que hacerlo sin decírselo a Jonella, porque ella y el ayuntamiento no hacen más que sacarme dinero con lo de la manutención del niño.

—Se te van a caer los dientes —dijo Lux en sentido metafórico.

—Sí, claro —dijo Carlos mientras dejaba de prestar atención y ponía en funcionamiento el filtro que le alertaba cuando ella decía algo que tenía que ver con él. Carlos sumergió una brocha limpia en la lata de pintura blanca brillante. Esa chica estaba zumbada. En todo el tiempo que había pasado con ella Carlos podría escribir un libro con todos los disparates que había dicho, si hubiera llegado a escuchar.

Lux observó cómo trabajaba. Los inquilinos harían la mudanza el lunes. En un año habría recuperado sus ahorros más 30.000 dólares más como mínimo. Su abogado le dijo que podía comprar otra propiedad en este momento empleando el valor de este apartamento como pago inicial del otro piso, pero le parecía demasiado descabellado. En realidad no entendía lo que él había querido decir. Y, dado que su abogado cobraba por horas, Lux había tenido la intención de pedirle a Trevor que le explicase los detalles sobre el valor de la propiedad esa mañana, y lo habría hecho si él no se hubiera comportado de forma tan odiosa y posesiva.

La había llamado al móvil cuatro veces en la media hora que había tardado en cruzar el parque que separaba su piso del de él. Primero para disculparse, luego para suplicarle y después para llorar. La cuarta vez no cogió la llamada.

Cuando Aimee dijo que Trevor estaba enamorado de ella y la quería para él, le había parecido una tontería. Pero entonces Brooke lo confirmó. Lux pensaba que le gustaba a Trevor y que éste la quería por el sexo, pero nada más. Él tenía tan poco interés en estar con ella para siempre como ella en ser su mujer. Ella había planeado vivir en su piso, tener diversión, sexo, cena y conversación hasta que él se cansara de ella y le pidiera que se marchara. Brooke le había advertido de que todo eso era una estratagema. Y el comportamiento de hoy lo demostraba. Lux sintió que tenía que actuar, y rápido, si quería salvar su vida. Creía que tenía que salir de ahí antes de que fuera demasiado tarde.

«¡Ay, qué conejito más mono tiene mi Lux! —estaba cantando Carlos a voz en grito y desafinando desde la otra habitación—. Y voy a poner mi boca alrededor de él en cuanto acabe de pintar esta franja, que debería ser en menos de diez minutos.»

«Por qué no —pensó Lux—. No pertenezco a nadie más que a mí.» Esperó hasta que él casi hubo terminado su trabajo. Entonces se quitó los zapatos.

—Voy a probar la ducha para asegurarme de que funciona —le gritó a Carlos a sabiendas de que recibiría la noticia con entusiasmo.

Asomó la cabeza por la habitación donde Carlos estaba pintando para ver si la había oído. Estaba quitando la cinta y envolviendo la lona.

—Te he dejado un cheque en la mesa, Carlos. Voy a probar la ducha. Hasta ahora.

Cerró la puerta, se quitó los pantalones y los dejó hechos un gurruño delante de la puerta. Luego hizo un segundo montón con los calcetines. La ropa interior se quedó aparte. A continuación una camiseta, una chaqueta y, finalmente, colgó su sujetador en el pomo de la puerta del cuarto de baño antes de meterse en la ducha.

Carlos introdujo el cheque en su bolsillo y a continuación pasó por encima de los zapatos de Lux, de sus calcetines, pantalones y ropa interior. Estaba pensando en lo que iba a hacerle en la ducha, en cómo iba a coger las pequeñas manos de Lux con una de las suyas e iba a ponerlas sobre la cabeza de ella, en cómo iba a dejar que el agua recorriera su cuerpo mientras él chupaba su pezón y tocaba su clítoris. Cómo iba a provocarla y lamerla y hacerla esperar hasta que le suplicara que la penetrara hasta el fondo.

Estaba pasando por encima de su camiseta y su chaqueta cuando vio su móvil sobresaliendo del bolsillo. Lo cogió y pensó en la posibilidad de llamar a Jonella. La traería aquí y así él podría tocar el clítoris de Lux con la lengua mientras Jonella se estrechaba los pechos haciéndolos rebotar de esa forma que le enloquecía. Puede que incluso empezara con Jonella mientras Lux esperaba y miraba. Puede que se pusiera con las dos a la vez, por los viejos tiempos. Mientras cotejaba las distintas combinaciones e intentaba recordar dónde había dicho Jonella que iba a estar hoy, el móvil de Lux sonó.

—¿Quién? —preguntó Carlos al primer tono.

—Eh... bueno... soy Trevor. ¿Está Lux disponible?

—No, Viejo Pájaro —cacareó Carlos por el minúsculo teléfono—. Ocupada.

19

El puñetazo

Fue la sangre la que le derrotó. Una minúscula mancha de sangre que saltó de la nariz de Trevor a la blusa de la persona inadecuada. Si no fuera por la sangre, todo podría haber salido bien.

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