El club erótico de los martes (2 page)

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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

BOOK: El club erótico de los martes
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Margot Hillsboro oyó hablar del club de Aimee en la oficina, y no tardó en olvidarlo hasta que vio a las mujeres entrar en la sala de reuniones sosteniendo manuscritos y salir una hora más tarde con abrazos y algunas lágrimas. «Me vendría bien algo así—pensó Margot—. Puedo escribir», se dijo: «He realizado con éxito la trayectoria para expresar mis ideas y razonamientos en un papel. Sin duda puedo escribir algo interesante y nuevo». Margot se devanó los sesos en busca de algún hilo del que poder tirar para desenmarañar su ingenio y mostrárselo a las mujeres del club de escritoras. Si tan sólo pudiera dar con alguna historia personal dramática, ella también podría ser receptora de algo de la calidez y simpatía que se desprendía de la sala de reuniones cada martes después de comer. Todavía estaba esperando a que la historia le viniera a la cabeza cuando el grupo de escritoras de Aimee comenzó la sesión de literatura erótica.

Con repentina inspiración, toda la fantasía fluyó de su bolígrafo, y Margot sólo tenía que transcribirla. Y entonces, manuscrito en mano, entró con atrevimiento —Margot sólo sabía cómo caminar con atrevimiento— en la sala de reuniones, interrumpió la recitación de Lux, se sentó y se unió al grupo sin haber sido realmente invitada a hacerlo.

—Si quieres, leerás después de mí porque casi he terminado —dijo Lux, y luego volvió a sumergirse en su obra emborronada y obscena.

—Sí, si a todas os parece bien —respondió Margot educadamente.

Y entonces... sí. Entonces cuando se corrió, soltó como un gruñido de felicidad
—continuó Lux leyendo su historia.

—Un gruñido de felicidad —dijo Brooke, dando vueltas a la frase en su boca, juzgando la calidad sexual y literaria. Lux la miró de arriba abajo con suspicacia y luego continuó.

Y entonces ese sonido es fuerte, vale, y entonces es como que pega una sacudida a toda la habitación. Y esta chica, como que le echa en cara que esté haciendo ese ruido, ¿vale?, porque ella sabe que él sabe que los vecinos pueden oírlo, de acuerdo, ¡ja, jal Y entonces lo dejan. Fin.

Lux dobló su historia por la mitad y se sentó de inmediato.

—Perdona, ¿ya está? —preguntó Brooks moviendo la cabeza como si no entendiera.

—Ya está —dijo Lux—. Fin, es lo que he dicho, fin. ¿Estás sorda o qué?

—Sí, eso es. Finito. ¿Alguien más tiene algo que leer? Margot, ¿estás lista? —dijo Aimee rápidamente, dispuesta a continuar y a apartarse de Lux y de sus pestilencias.

—¿De verdad has escrito «¡ja, ja!» en tu historia? ¿O era un recurso estilístico de la presentación? —preguntó Margot.

Lux se giró en su silla y miró a Margot, intentando adivinar si pretendía ser borde con esa pregunta. Margot tenía una leve sonrisa y una expresión sincera, y tras un instante, Lux llegó a la conclusión de que no había gato encerrado.

—He escrito «¡ja, ja!» —admitió Lux.

—Ahí lo tienes —presionó Aimee—. Gracias, Lux. ¿Alguien más tiene algo que leer?

—Un momento. Creo que se me ha escapado algo de tu historia —dijo Brooke a Lux.

—¿Cómo qué? —preguntó Lux, intentando no dar la impresión de estar tan a la defensiva como se sentía. Se había dirigido a esta sala por una razón. Si seguía respondiendo mal cada vez que se sintiera atacada, no conseguiría lo que quería de estas mujeres.

—Ella no se corre —dijo Brooke.

—No.

—¿Por qué?

—Porque no.

Las mujeres más mayores miraron con compasión a Lux, tan joven, tan guapa, tan estúpida.

—¿Tu personaje es frígido? —preguntó Brooke, ondeando ligeramente su melena rubia y perfecta conforme movía la cabeza con incredulidad.

—¡Sí, anda! Simplemente no es parte de la historia. Es como que no está en la mente del autor.

Lux empezó a doblar su manuscrito de nuevo. Cuando se convirtió en una cajita minúscula que no podía doblarse más, lo metió en su bolso naranja de flecos.

—De acuerdo —dijo Brooke—. Pero creo que en tu historia la chica tendría que correrse también. Sólo digo que mejoraría la historia. En primer lugar están todas las implicaciones feministas, pero además estará más equilibrado de esa forma. Quiero decir, si tienes en cuenta la arquitectura de la obra.

—No se corre —insistió Lux.

—¿Por qué?

—Porque hay cosas en el sexo que son más importantes que el sexo —dijo Lux. Y eso era todo lo que iba a decir al respecto.

Brooke se quedó un buen rato mirando a Lux. Masticó prolongada y tranquilamente las palabras de Lux, removiéndolas en su boca, saboreando la idea y contemplando a la persona que las había pronunciado. Brooke había sido debutante en Nueva York, en Palm Beach, y, por razones que no alcanzaba a entender, en Ginebra, Suiza. Todos aquellos vestidos blancos la aburrían. A Brooke le encantaba el color. La madre de Brooke la consideraba un patético fracaso por haber elegido una carrera como pintora en vez de una prometedora propuesta de matrimonio.

Lux se inquietó ante la mirada de Brooke. No le gustaba sentirse observada de esa forma. Había algo delicioso en ello, pero también algo aterrador. Quería decir «joder» o hacer alguna estupidez para hacerle pensar a Brooke que era menos de lo que realmente era, para conseguir que dejara de mirarla. Lux se apartó de la mesa y garabateó unas cuantas anotaciones en su cuaderno, que decían así:

Arquitectura de la obra: ¿qué coño es eso?

¿Brooke es tortillera?

No escribir más «¡ja, ja!»: ¿por qué?

Las orejas de Lux se iban enrojeciendo conforme escribía. ¿Era rabia? ¿Vergüenza? Aimee tenía la esperanza de que no estallara en la sala de reuniones.

«Esa era la razón por la que no había invitado a ninguna secretaria al club —se dijo Aimee—. No saben controlar sus emociones. No tienen sentido del humor ni de la ironía.» Aimee necesitaba emociones profundas e inteligentes e interacción personal para vivir, pero las necesitaba desde una distancia prudente. La seguridad y la distancia eran para ella lo que el arte aportaba al dolor para embellecerlo. En ese momento pensó que sería mejor dejar el tema de Lux aparte y seguir avanzando.

—Margot, da la sensación de que tienes una ardiente necesidad que compartir con el grupo. ¿Te gustaría hacerlo ya, antes de que explote?

—En realidad, sí. Soy Margot Hillsboro. Trabajo principalmente con sociedades y con contratos, aunque empecé con fondos de inversiones y patrimonios.

—Yo soy Brooke, una de las supervisoras del Departamento de Redacción.

—Sí, sí, todas sabemos quién eres —dijo Aimee con desdén. Se había convertido en asistente de abogados después de convencerse a sí misma de que nunca ganaría suficiente dinero trabajando como fotógrafa. Brooke, una vieja amiga de la Facultad de Bellas Artes, la ayudó a conseguir ese trabajo en Warwick. Como supervisora, Brooke se sentaba en una gran mesa presidiendo todas las minúsculas mesas de los empleados encargados del tratamiento de textos y resolvía sus problemas con los programas informáticos, con los abogados o con sus calendarios laborales.

Como asistente de abogados, el trabajo de Aimee era muy similar al de un abogado primerizo, sólo que a ella le pagaban una pequeña parte de ese salario, y tenía pocas posibilidades de ascenso. Brooke trabajaba a media jornada para aumentar su fondo de inversiones. Esto le permitía aceptar invitaciones de última hora a fiestas celebradas en lugares lejanos tales como Bali o Rumania. Aimee trabajaba a jornada completa para poder comer y pagarse el alquiler.

—Bien. Hum, he preparado esto por la mañana antes de ir al gimnasio. Es sólo una pequeña fantasía que he tenido repetidas veces —dijo Margot. Sacó su texto y leyó la primera frase perfectamente mecanografiada.

Había algo en los muebles que le inducían a desnudarse.

De todos los miembros del naciente club de literatura erótica de los martes, Margot era la mejor pagada: recibía un cheque de casi un cuarto de millón de dólares al año con una jornada laboral de entre sesenta y ochenta horas semanales. No tenía subordinados y era adicta a las compras. Cerca ya de la menopausia, vio que había un precipicio al final del camino, una gran caída. ¿Qué haría cuando ya no pudiera ir a trabajar? No era socia de Warwick & Warwick, no le pertenecía ninguna parte del negocio que había ayudado a construir, y por lo tanto no podía poseer o controlar el cien por cien de su vida. En algún momento de un futuro que todavía no vislumbraba le pedirían que dejara de ir a trabajar.

«Harás lo mismo que haces los fines de semana —le había dicho su madre—. Dejarás de trabajar y la vida será un continuo fin de semana.»

Durante toda su vida Margot había trabajado la mayoría de los fines de semana. En su tiempo libre buscaba ropa para el trabajo. Incluso en vacaciones o en viajes relámpago con algún amante llevaba siempre su maletín lleno de las distracciones necesarias para poder evadirse cuando las cosas se volvían monótonas o decepcionantes. El maletín era una bolsa mágica gracias a la cual inspiraba respeto, y que le proporcionaba autoestima y determinación, así como un piso de 4.000 dólares mensuales, un armario alucinante, un viaje interesante y un lifting de calidad. Atraía a sus amantes gracias al maletín. (El abogado rival fue una auténtica delicia una vez que el acuerdo quedó cerrado.) Los meses que pasaba sin el periodo la hacían recordar que con el tiempo todo se ralentiza. Ese pensamiento se tradujo en una nueva serie de entradas que enumerar en una lista con letra negrita mucho más grande que las demás, que leía así:

Encontrar un hobby/amante.

Intentar sentarme en silencio.

Hacer amigos mejores.

Esta pequeña fantasía sexual persistente, que se repetía como una letanía en su cabeza, la fantasía que estaba anulando otros pensamientos y resurgía en momentos inoportunos, se transformó en su primer intento de hacer nuevos amigos. Se imaginó que escribiendo sobre el tema podría matar dos pájaros de un tiro. Una breve sesión literaria en privado con nuevas amigas podría librarla de esa fantasía. Estaba equivocada.

Se encontraba en la esquina de la cocina
—empezó a leer Margot—
un armario chino de caoba grande y sofisticado al estilo Luis XIV de exquisita artesanía, con cristales de Baccarat y porcelana de Limoges.

Lux soltó su lima de uñas.

Lo había visto en varias cenas y reuniones nocturnas que habían desembocado en bebidas y en bromas ingeniosas. Y mientras ellos comentaban las ganancias del último trimestre o jugaban al bridge, ella a menudo se sorprendía a sí misma recorriendo con la mente ese gran mueble, y se preguntaba qué se sentiría al presionar sus nalgas desnudas contra él.

Miradas de confusión recorrían la sala donde sólo tendría que respirarse un interés silencioso. ¿Acaso era su obsesión erótica con los muebles demasiado fuerte para ellas? Ni siquiera había llegado a la parte fuerte, en la que ella apoyaba sus nalgas sobre la repisa saliente para que Trevor pudiera hacerle el amor. ¿Acaso no se creían que su culo pudiera caber en la repisa de un armario chino? ¿O es que simplemente era demasiado para ellas? Si eran tan mojigatas, ¿para qué molestarse en hacerlo erótico? Guardó las fichas cuidadosamente mecanografiadas en su falda. Levantó la mirada y vio que Lux la estaba observando.

—¿Va todo bien? —preguntó Margot—. No quisiera ofender.

—Va perfectamente —dijo Brooke—. Sigue leyendo.

Margot recorrió la sala con la mirada. Todos los ojos la observaban. Estaban esperando, incluso con impaciencia, a oír el resto de la historia. Margot continuó rápidamente.

La cocina era una maravilla arquitectónica, y él un cocinero excepcional. Una noche después del paté y el champán ella tiró el pudor por la borda y el sujetador al suelo conforme caminaba desnuda por las baldosas hacia los brazos abiertos de él.

Conforme escuchaba el revelador relato sexual de Margot en un mueble antiguo de precario equilibrio, Lux se preguntó si Margot había estado alguna vez en el apartamento de Trevor.

2

La barriga

La barriga crecía cada día más. Aimee, embarazada de siete meses, sujetó con una rodilla la puerta de su buhardilla, situada en el centro de la ciudad, mientras balanceaba un par de bolsas de la compra en un brazo y, al mismo tiempo, intentaba sacar la llave de la cerradura. No se movía. Ni siquiera estaba caliente. No había razón para que la cerradura quisiera tanto a la llave como para no soltarla. Aimee tiró de ella. Se movió. Maldijo. Lo llamó.

—Cariño, ven a ayudarme —le rogó. Su fotografía, despampanantes copias impresas de grandes dimensiones y calidad de archivo le respondieron diciendo: «No está aquí, cariño». Al final dejó las bolsas en el suelo y con las dos manos libres consiguió sacar lentamente la llave de la cerradura. Luego se tiró en la cama y lloró.

Ni siquiera cuando los sollozos amainaron se sintió mejor. Tendida sobre su barriga, el ácido subió hacia su esófago hasta que le quemó el fondo de la garganta. Cuando se tumbó de espaldas las lágrimas corrieron por sus orejas y la mucosidad recorrió su garganta hasta toparse con el ácido del esófago. La mucosidad debería anular el ácido, se dijo a sí misma, pero lo único que hacía era ahogarla. Tumbada de un lado oprimía algún nervio, mientras que tumbada del otro se le entumecían los pies. Al final se sentó en una silla junto a la mesa de la cocina, apoyó la cabeza en los brazos y lloró. Nadie la interrumpió. Finalmente, el hambre y la curiosidad secaron sus lágrimas. ¿Por qué no estaba en casa esa noche?

No había ninguna nota en el frigorífico. Ningún correo electrónico en su ordenador. Su parte del contestador automático sólo contenía un mensaje, y no era de él. La parte del contestador de él tenía quince mensajes. ¿Debería escucharlos? ¿Habría en ellos alguna voz risueña que Aimee pudiera filtrar a través de sus temores para descubrir su infidelidad? Aimee desenrolló el tirabuzón negro que tenía enroscado en el dedo y pulsó el botón de la parte del contestador que era de él.

Pitido. Un mensaje que decía que se había cancelado un trabajo. Otro pospuesto. Echa un vistazo al periódico. Hay un artículo sobre tu última exposición en Filadelfia. ¿Puedes volver a Tokio el mes que viene? Son cinco mil dólares a la semana. Ya han arreglado tu cámara. Ven a recogerla. No puedo estar en casa esta noche, cariño. Trabajo hasta tarde.

«Idiota —dijo en voz alta—. Me has dejado un mensaje en tu parte del contestador, pedazo de imbécil. ¿Cómo se supone que iba a oírlo?»

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