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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

El club erótico de los martes (12 page)

BOOK: El club erótico de los martes
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—¿Mosy? —dijo cuando él cogió el teléfono. Podía oír el tractor al fondo y se imaginó que él estaba en pleno proceso de cosecha o algo similar—. ¿Va todo bien?

—Nop —dijo él con el tono monótono que utilizaba para expresar alegría, pena y todos los sentimientos intermedios—. Tengo problemas, y te afectan a ti.

Amos, como todos los hermanos pequeños de Margot, era sorprendentemente guapo hasta que abría la boca. No era sólo por el tono monótono. Su obsesión por la salud de sus vacas y sus cultivos, así como por el segundo advenimiento de Jesús, conseguía apagar el azul de sus ojos y el relieve de sus perfectos abdominales. Aun así, era un buen hombre, y mientras no viviera con ella, Margot le quería mucho.

—¡Ay, Dios mío! ¿Se encuentra mal papá? —preguntó Margot llena de pánico.

—No, él está bien. Soy yo —entonó Amos.

—¡Ay, Mosy! ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás malo? No puedes estarlo. Tú nunca te pones malo.

—¡Ay Allie, me estoy muriendo!

Cuando su hermano dijo «Ay, Allie», se estaba refiriendo a la propia Margot. Sus hermanos nunca habían aceptado su cambio de nombre, y «Allie» tenía la propiedad de transportarla de vuelta a casa en un instante. Pero esas mismas sílabas también le sirvieron para echar el freno a mitad de camino, pues no quería verse arrastrada por todas las cosas de las que ya había escapado. La monótona declaración de su hermano sobre su muerte inminente le hizo desear no haberle devuelto la llamada telefónica urgente.

—No te vas a creer lo que ha pasado. Adele me ha dejado —dijo.

—Ay, pobrecito —dijo Margot, imaginándose a la hermosa mujer sexy y llena de vida que se había casado con Amos escapando de los confines de la granja de su hermano—. Y encima en pleno verano.

—Y se ha llevado a los niños.

—Ay, cariño.

—Y ha cogido un tren.

—Pobre Mosy.

—Y se dirige a Nueva York —dijo su hermano, dejando que esta última información flotara en el aire hasta que Margot asimilara las consecuencias de los repentinos planes de viaje de su cuñada.

—¡Joder! —dijo Margot.

—¡Doña Allie Deslenguada! No quiero que hables así delante de mis niños.

—¡Niños!

—Exacto.

—¿Viene con los niños?

Se dijeron más cosas, la mayoría improperios por parte de Margot. No obstante, el hecho de que su cuñada se dirigía, incluso mientras discutían, directa como una bala a la ciudad de Nueva York con los niños en tropel no tenía vuelta de hoja.

—¿Cuándo va a llegar?

—En cuatro horas.

—¡Joder! —repitió Margot a la vez que colgaba el teléfono. Ese fin de semana había rebajas en Henri Bendel y una exposición de obras en venta restringida a personas con invitación en una escuela de diseño. Había trabajado duro para conseguir una de esas invitaciones. Y tenía una entrada para el ballet. Salió disparada de su despacho e interrumpió a su asistente.

—Sé que cuando empezaste en este trabajo te prometí que no habría asuntos personales, pero necesito urgentemente un favor personal muy sencillo, y te agradecería sobremanera que me lo hicieras —dijo Margot a su asistente.

—Lo que necesites, Margot —dijo su asistente levantando la mirada de la novela que estaba leyendo. Por un momento, Margot se preguntó si podría abusar de la amabilidad de ese joven, que era actor, para que entretuviera a su familia ese fin de semana. Se preguntó si tendría menos reparo en imponérselo si él fuera una mujer y ella un hombre. ¿Podría al menos pedirle que recogiera a sus parientes en la estación, dado que venían sin avisar y en mitad de su jornada laboral?

—¿Te importaría —empezó a decir Margot; luego hizo una pausa y continuó— ver si puedes conseguirme cuatro entradas más para el ballet? Los asientos de las cuatro nuevas deberían estar juntos, pero no hace falta que estén cerca del que ya tengo.

—Claro. No hay problema.

—Y supongo que estaré fuera el resto del día. Tengo que hacer algunos recados y luego ir a la estación de tren, pero no dudes en llamarme al móvil para cualquier cosa. ¿De acuerdo?

—Hecho —dijo él, y, deslizando un marcapáginas en su novela, empezó a gestionar el tema de las entradas.

Margot se dirigió corriendo a la tienda de ultramarinos para llenar su frigorífico vacío con la clase de comida que pensó que les podría gustar a su cuñada y a los niños, como podía ser mayonesa y queso de ese que venía en lonchas individuales plastificadas. Luego cogió un taxi a la estación y llegó allí antes que el tren. Esperó en el andén e intentó recordar los nombres de sus sobrinos, tres caras intercambiables con idénticos lamparones de mocos verdes y amarillos entre la nariz y el labio superior. Su cuñada, Adele, había sido una virgen hermosa y lozana el día de su boda. Luego, en sus primeros cuatro años de matrimonio, dio a luz tres niños. «Ahora mismo debe de estar tremebunda —pensó Margot—, con los pechos como sandías.» Margot buscaba con la mirada a una mujer del tamaño de una casa arrastrando con ella a tres pequeñas máquinas de hacer mocos.

—¿Tía Allie? —preguntó un niño justo delante de ella.

—¡Oh! —exclamó Margot ante la cara angelical que era una perfecta réplica de su hermano en su época de mayor belleza. Miró alrededor en busca de Adele, pero todo lo que vio fue niños pequeños. Por un momento, Margot sintió pánico de que Adele hubiera enviado a los niños solos.

—Se está acercando a Margot ahora mismo —dijo el más alto de los niños con una voz de mujer aguda y cansada. Margot miró un par de veces antes de admitir que el ser flacucho y apagado con vaqueros azules que estaba detrás de los tres niños sanos y vivaces era la que una vez fue su voraz cuñada, Adele. Margot tuvo la sensación de que los niños habían absorbido las energías de Adele.

—¿Qué tal estás, Margot? —empezó la conversación Adele con desgana—. Siento mucho importunarte así. Esta mañana me levanté muy temprano y empecé a hojear una revista mientras preparaba el desayuno, y a continuación estaba... yo... estaba...

Adele no pudo decirlo, pero evidentemente a continuación estaba... de camino a la estación con sus niños. Dado que Margot era probablemente la única persona que Adele conocía en la otra punta de cualquier vía de tren, Margot se convirtió en su destino.

—Vamos. Cogeremos un taxi. Ya me cuentas todo en el apartamento.

En el trayecto de vuelta al apartamento los tres niños fueron todo el tiempo con las narices pegadas a las ventanillas, observando sobrecogidos la ciudad y echando miradas esporádicas a su tía Margot, pues no podían creer que alguien que ellos conocían viviera ahí. Limpios y sin mocos, resultaban bastante encantadores.

—Qué bien se portan —se maravilló Margot cuando sus sobrinos se sentaron delante de su gran televisor.

—Bueno, porque está la tele puesta. Y están aturdidos por el viaje —dijo Adele—. Están un poco asustados.

—¿Y tú?

El silencio de Adele le pareció a Margot un buen momento para entrar en materia.

—Bueno, Adele, ¿por qué estás aquí?

Esa mañana, Adele se había despertado temprano. Preparó un buen desayuno de café, leche, tostadas, bacon y huevos para sus tres hijos. Mientras comían, empezó a hojear una revista de mujeres y daba la sensación, al menos se la dio a ella, de que todas las demás mujeres del planeta vivían en busca del orgasmo perfecto. Al hacer comparaciones, Adele pensó de repente que su vida era caca de vaca moldeada en un ciclo constante de lavado, cocina y limpieza. En el mundo de Adele, la mujer se acostaba cada noche exhausta, a veces con la ropa, y a veces sin siquiera limpiarse los detritos que tres niños pequeños y un marido despreocupado habían dejado en su blusa. En alguna otra parte del mundo las mujeres puntuaban sus orgasmos en una escala del uno al diez y llevaban sandalias de tacón alto salpicadas con brillantes. Así que esa mañana, en lugar de coger la autopista, Adele decidió dejar su vida, llevándose consigo las pocas cosas que necesitaba estrictamente para vivir. Esas pocas cosas se llamaban Harry, Eric y Amos hijo.

—No sé, Margot —dijo Adele desanimada—. Por lo general estoy bien siempre que me mantenga alejada de las revistas de mujeres. Ya sabes, las que tienen fotos donde todos consiguen más de lo que tú puedes haber deseado a lo largo de tu vida. Amos dice que son mensajeros del diablo, y a día de hoy creo que quizá tenga razón.

—Ay, cariño —dijo Margot mientras abría un paquete de galletas y las ponía en un plato. Adele extendió la mano para coger una, pero antes de llegar al plato tres niños pequeños irrumpieron en la cocina y se zamparon todas las galletas. Antes de que Margot pudiera pestañear, ya estaban otra vez delante de la tele.

—Están creciendo —dijo Adele, la mujer menguante.

De repente, Margot empezó a pensar en anuncios de revistas. El título que mejor se podría aplicar a Adele decía: «Qué hacer cuando tu clítoris ha decaído».

—Espero que nos permitas a mí y a los niños invitarte a comer —dijo Adele con dulzura—, y luego volveremos a casa.

Margot pensó en sus planes para el fin de semana, las maravillosas rebajas y tiendas que podría visitar si aceptara la proposición de Adele y la situara en el camino hacia su casa hoy mismo.

—En realidad, pensaba ir de compras —empezó a explicar Margot— a la juguetería precisamente esta tarde. Y no puedo imaginar qué iba a comprar sin unos niños que me ayuden a hacer una buena selección.

Adele pareció aliviada; y exhausta; y pequeña y carente de atractivo sexual.

—Estoy pensando en que comas y te eches una siesta mientras yo doy un paseo con mis sobrinos.

—No creo que puedas manejar a tres tú sola —dijo Adele lánguidamente—, y mucho menos en una juguetería.

—Por supuesto que puedo —dijo Margot echando un vistazo a los tres angelitos que estaban en el sofá—. Voy a prepararte una sesión de descanso y rejuvenecimiento mientras los niños y yo arrasamos la ciudad.

*

Margot había usado la frase «arrasar la ciudad» en sentido metafórico. Plantificada con tres niños pequeños en medio de una gran juguetería, lo pensó literalmente. Adele estaba en lo cierto. Necesitaba refuerzos. No podía llamar a ninguno de sus muchos colegas de trabajo. Sería una imposición inapropiada. Necesitaba llamar a una amiga, y teniendo en cuenta que sólo tenía dos para elegir, no resultó muy difícil decidir qué número marcar.

—Aimee —gimió Margot a través de su pequeño móvil, esperando que las migas y las manchas de chocolate que cubrían en ese momento el micrófono no interfirieran en la recepción. Le explicó la situación, prometió que sería una buena práctica para el propio futuro de Aimee y luego intentó no suplicar cuando añadió—: ¿puedes venir a ayudarme ahora?

—Claro que sí —dijo Aimee, encantada de que Margot la hubiera llamado. Colgó el teléfono, se olvidó de sus propios problemas y marcó la extensión de Brooke.

—Margot está metida en un marrón con tres niños en Times Square —le dijo a Brooke, intentando utilizar un tono que transmitiera diversión asegurada y no urgencia—. Necesita nuestra ayuda.

—¿Margot está en un bar en Times Square? —preguntó Brooke.

—No, en una juguetería.

—¿Qué narices está haciendo en una juguetería?

—Vayamos a comprobarlo.

—Mmmmm, vale —dijo Brooke, que se apuntaba a cualquier aventura que incluyera a tres niños. Aimee esperó a que estuvieran en el metro para explicarle a Brooke el motivo auténtico de la crisis de Margot, de modo que Brooke ya estuviera, en cierto modo, comprometida a ir.

—Qué leches —dijo Brooke, y entonces, dándole a Aimee un cálido apretón de manos, añadió—: vayamos a salvar a Margot.

*

El pequeño estaba llorando por un tren electrónico de mano que costaba más que un televisor de tamaño medio. Para Margot el problema no era tanto el precio de uno cuanto la insistencia de los otros dos niños por tener uno también ellos si se lo compraba al pequeño. Margot estaba a punto de ceder y soltar 700 dólares más de los que había pensado gastar ese día cuando al niño mayor se le escapó que papá no aprobaría ni le pondría muy contento que llegasen a casa siquiera con uno de esos juguetes.

Cuando Aimee y Brooke llegaron, vieron a los tres niños amontonados en torno a Margot, cada uno explicando sus necesidades individuales y urgentes. Se detuvieron unos pasos antes y contemplaron el desastre que se había desatado.

—¡Pero... pero... es tan bonito! —volvió a chillar el pequeño—. ¡Estoy seguro de que a papá le gustará en cuanto lo vea!

—¡Me estoy haciendo pis! —dijo el mediano por cuarta o probablemente décima vez consecutiva.

—¿Qué quieres decir con que no tienes barritas de desayuno en tu bolso? —preguntó el mayor a voz en grito, claramente ofendido ante la idea.

—Creo que no deberíamos separarnos —dijo Margot—. Si uno de nosotros tiene que hacer pis, tendremos que ir todos al baño de señoras.

—Yo no pienso entrar en el de señoras —le informó el niño mayor.

—A ver, chicos, vosotros no podéis estar solos en la tienda, y a mí me detienen si entro en el baño de caballeros, así que creo que vamos a entrar en el de señoras todos juntos —le dijo Margot.

—Antes me pongo a comer mierda en el corral que ir al baño de señoras —le gritó el niño.

«¡Guarro! ¡Guarro!», empezaron a gritar los otros dos niños, señalando a su hermano mayor como Donald Sutherland en la escena final de
La invasión de los ultracuerpos.

—Así que en esto consiste ser madre —dijo Aimee a Brooke.

—No te asustes, cariño —dijo Brooke—. Esto es como entrar en una película de miedo en la escena más espeluznante.

—Estoy preparada para el desafío. Vamos al rescate de Margot antes de que pierda alguna parte del cuerpo.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Aimee y Brooke avanzaron hacia Margot y sus queridos diablillos.

—Eh, qué te parece si te acompaño al baño —dijo Aimee, arrodillándose y usando su tono más dulce.

—¡Una extraña! ¡Una extraña! —gritó el pequeño aferrándose a la pierna de Margot, casi tirándola.

—No, no, Eric, ésta es mi amiga Aimee. Ella te puede llevar al baño. No pasa nada —le prometió Margot.

—No quiero ir al baño con ella —dijo el mediano—. ¡Quiero ir al baño con ella!

Margot y Aimee se giraron hacia donde estaba señalando el niño. Brooke, sorprendida, sonrió con alegría.

—Bueno, ¿quién tiene que hacer pis? —se ofreció Brooke.

Los tres niños levantaron la mano.

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