Read El club de los viernes se reúne de nuevo Online

Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (10 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Ella es mi única amiga de verdad —reconoció Catherine, que a menudo hablaba de Georgia en presente—. Las demás me toleran por ella. Pero a Georgia le caigo bien, le caigo muy bien. Ella ve mi parte buena.

—Exactamente —coincidió James—. Es una susurradora de personas. Te hace mejor de lo que eres.

—Aunque también puede ser muy mala —le recordó Catherine.

—Sí —afirmó James—. Pero eso también me gusta. No cabe confusión.

—Se le da bien tomar decisiones —dijo Catherine—. Como esa vez, cuando las dos trabajábamos en el Dairy Queen y rompí la máquina de los granizados y...

Y seguían, dale que dale. Llevaban ya más de cinco años con variaciones de la misma conversación, desde los «Recuerdas cuando» hasta los pequeños contratiempos que les habían acontecido durante la semana —perder el tren, romper un plato—, cuya repetición podría parecer aburrida y que, sin embargo, era necesario compartir con alguien. Puedes llegar a sentirte muy aislado si piensas que no hay nadie a quien le importe que te hayas cortado con un papel.

Dejaban en la puerta todos los «tendrías que»... Tendrías que pasar página. Tendrías que sentirte mejor. Tendrías que dejarlo. En cambio, forjaron una asociación secreta, más poderosa si cabe porque era clandestina. Estaba su relación pública —siempre cordial— y luego, la intensidad de su conexión íntima.

Esto es de lo que hablaban: de la incapacidad de James para salir con alguien durante más de tres meses («No quiero enviar el mensaje equivocado de que mis intenciones son serias», decía). Del color de la pintura que Catherine había elegido para el comedor («Sé que todo el mundo dice que el rojo estimula el apetito, pero a mí me hace pensar en animales muertos», dijo, explicando por qué había optado por un anaranjado intenso). De su convicción, tras todas sus primeras citas, de que todas las nuevas relaciones tenían posibilidades de amor («Tenías razón —admitía después de cada ruptura, ya fuera dramática o rutinaria—. Era un tipo odioso»). Del descontento de James en su trabajo como vicepresidente de diseño de los hoteles V —era un buen cargo, pero él se sentía coartado desde el punto de vista creativo— y de su firme opinión de que tenía que quedarse como estaba por el bien de Dakota. Pareció prestar mucha atención cuando Catherine insistió en que se había enamorado por teléfono de su importador de vinos italiano («Es por su manera de preguntarme cómo estoy —declaró emocionada—. Y esa voz... es para morirse. Me flaquean las piernas cuando lo veo en el identificador de llamadas»). Se quejaban de su incapacidad compartida de pasar más de dos semanas sin soñar con Georgia, y del hecho de que ambos siguieran muriéndose por un cigarrillo cuando llevaban más de veinte años sin fumar.

James escuchó con atención cuando Catherine le contó que su ex marido, Adam, se había casado otra vez y que su esposa y él iban a tener un hijo.

—Lo vi en el dichoso periódico —había dicho Catherine con amargura—. Lo odio a muerte. ¿Por qué tendría que ser feliz?

—¿Y quién dice que es feliz? —James intentaba animarla, pero alzó una mano al ver su expresión—. Hay quien lo tiene todo, aun cuando no se lo merece. Así son las cosas. Y a veces hay quien no lo tiene.

Ninguno de los dos tuvo que explicarle al otro en qué categoría habían entrado ellos.

James no se rió cuando ella insistió, muy seria, en que iba a escribir una novela policíaca titulada
Los muertos no vuelven a casarse,
sobre un asesino en serie que mata a hombres prominentes que son crueles con sus esposas.

—Y el asesino, además, roba sus mascotas y se las da a niños solitarios que las cuidarán con amor —anunció Catherine haciendo un ademán para dar énfasis a sus palabras.

—A mí me parece una buena idea —respondió James—. Estoy disponible para leer unas páginas en cualquier momento.

A cambio, ella le había contado los pormenores de ganarse a la abuela escocesa y lo ayudó a confeccionar un álbum de fotos de Georgia y Dakota para llevárselo como un obsequio. Con el sueldo de James, Dakota había podido ver a su bisabuela con mucha más frecuencia que nunca desde que Georgia falleciera, aunque ahora la anciana se desenvolvía con más lentitud y tenía una asistenta interna para hacerle la comida y encargarse de la casa. Con todo, la mujer se aferraba con tenacidad a la granja en Escocia y cada vez que hablaba con Dakota por teléfono prometía solemnemente que sólo la sacarían de allí con los pies por delante.

En resumen, Catherine y James dejaban los cumplidos y la cháchara en la puerta y pasaban a hablar de todo y de cualquier cosa, ya fuera de sexo, de trabajo o del tráfico, o hasta de lo que habían cenado la noche anterior: no había ningún tipo de restricciones. Y, sobre todo, hablaban de Georgia.

—Esa mierda de seguir adelante no nos sirve —decía Catherine con voz ahogada cuanto más avanzada estaba la noche. Decía lo mismo cada vez—. Pero al menos nos lo guardamos para nosotros. No puede decirse que pongamos esos mensajes tipo «In Memoriam, feliz cumpleaños» en los anuncios por palabras.

Sus emociones con respecto a la amiga y la amada que habían perdido parecían estar presentes constantemente, como un guijarro diminuto metido en el zapato e imposible de sacar. Lo notaban siempre, ejerciendo presión, rozando, haciendo daño. Sin embargo, esa misma molestia llegó a ser tranquilizadora de tan familiar. La reconocían, el uno en el otro y la aceptaban. Por consiguiente, esto ya supuso un alivio en sí mismo.

—Quizá tendríamos que acostarnos juntos —sugirió Catherine en una ocasión—. Ya sabes, sexo loco y desenfrenado. Con muchos jadeos, resoplidos y gemidos. Total, así es como hacemos frente a todo.

El hecho de que estuviera mirando por la ventana mientras masticaba un rollito de primavera con aire ausente dejó claro que no lo decía completamente en serio.

—Sí, de acuerdo —asintió James—. El año que viene por estas mismas fechas.

—¿Sabes una cosa? —dijo Catherine, que apartó la mirada de una pareja que salía discutiendo de un taxi a la noche lluviosa de Nueva York y sintió una punzada de envidia, aunque sólo fuera por la unión que entrañan las discusiones—. En realidad, es lo único que se me ocurre que la traería de vuelta seguro. Si durmieras conmigo ella vendría hasta aquí y te patearía el culo.

—¿A mí? ¿Y tú qué? ¡Tú eres la instigadora!

—¡Ja! —exclamó Catherine—. Georgia te encontraba irresistible. ¿Cómo podría resistirme a tus encantos, a la manera en que masticas la carne de buey y el brécol y te los echas en la camisa continuamente? No eres tan perfecto, señor James Foster. No sabes comer.

—¿No sé comer? ¿Eso pensaba ella? ¿Que era irresistible?

Y así pasaron al siguiente nivel de su relación: contando todas las cosas secretas que Georgia había dicho del otro. Lo bueno y lo malo, lo sorprendente y lo que ya sabían. Repasaban minuciosamente todas las conversaciones que recordaban, compartían todos los detalles y el resultado proporcionaba una nueva dimensión a todo. De pronto, Catherine supo a ciencia cierta que Georgia pensaba que el color de pelo que llevaba antes parecía demasiado artificial y James descubrió que a Georgia nunca le había gustado su traje azul marino de raya diplomática. Y en lugar de hacer que se sintieran ofendidos o enojados, las revelaciones reportaron un nuevo deleite: aprender y comprender más aún a Georgia. Era como encontrar un tesoro oculto, una cámara llena de información que podían pasar por el tamiz y, al hacerlo, tener la sensación de que ella estaba viva. Casi allí mismo. Inalcanzable sólo por unos centímetros.

Aquellas cenas se convirtieron en una adicción emocional. Una obsesión con el recuerdo y con la pena. Pero, por encima de todo, hacían que se sintieran capaces de funcionar el resto del tiempo, de estar disponibles para Dakota, de ser profesionales en su vida laboral, de tener devaneos, vida sexual y relaciones casi amorosas. Todo porque de vez en cuando podían soltar la verdad, podían abandonarse al dolor y hablar de él honesta y completamente.

A nadie le pareció extraño que Anita tejiera un chaleco tras otro para su difunto marido; les parecía una muestra de devoción. Pero Catherine y James sabían que el mundo no sería indulgente con ellos. Eran más jóvenes. Se suponía que tenían que ligar.

—Gracias por no hacerme sentir como un bicho raro.

Catherine apuró su segundo whisky. James sabía perfectamente que ella lloraría si dejaba que se tomara una tercera copa, aquella a la que ambos se referían como un «G.W.», un Georgia Walker. Ese poco más de alcohol que te empuja a rebasar el límite de tus inhibiciones y garantiza las lágrimas.

A veces, lo que se necesitaba era un buen llanto.

—Te las devuelvo.

De vez en cuando, James se preguntaba qué habría pensado su hija sobre estos tejemanejes. Una vez le sugirió que cortaran un pedazo de pastel de cumpleaños para Georgia y se encontró con tal mirada de incredulidad que afirmó que había sido un lapsus. Y se preguntaba también cómo se sentiría Dakota si supiera que Catherine y él estaban tan unidos. Por una parte, a ella parecía gustarle que James hubiera entablado una sólida relación con Anita y Marty, y con sus abuelos, y siempre se moría de ganas de salir con Catherine. Pero daba la impresión de que ella veía todo aquello como algo suyo. Era su mundo, un mundo que había compartido con su madre y, en tanto que a él se le permitía visitarlo, nunca pudo residir allí de verdad. No pudo formar parte de él del todo. En cambio, James y Dakota habían forjado su propia relación, habían aprendido a ser padre e hija. Aunque estaban unidos, seguía existiendo cierta frialdad entre ellos, y a James le preocupaba que fuera así siempre. Él nunca podría llenar el vacío que había dejado su madre en su corazón. Y los años de instituto fueron difíciles. Nunca estaba seguro al cien por cien de lo que debía hacer.

—¿Sabes que creo que eres el único hombre que no ha sido nada más que un amigo para mí? —se aventuró a decir Catherine, que sin duda estaba dando vueltas a la idea de un G.W. mientras agitaba los cubitos de hielo casi derretidos del fondo del vaso.

—Tengo que decir lo mismo de ti —contestó James, y sacudió un poco la cabeza al pensarlo—. Si la primera vez que te vi en la tienda de Georgia, con esos aires de señora de la casa y los labios tan llenos de colágeno que parecía que te hubiera picado una abeja, me hubieran dicho que te convertirías en mi confidente... —hizo una pausa, inspiró profundamente y soltó el aire despacio—. ¡Joder, esta vida es una mierda!

—Más o menos —dijo Catherine en tono afable, y se reclinó en su asiento, mientras con aire distraído daba golpecitos en la mesa con un paquete de edulcorante Sweet'N Low. Y entonces sugirió una cosa que nunca había considerado seriamente en todos los años que hacía que Georgia ya no estaba—: Me gustaría que vinieras conmigo a un sitio —le dijo a James.

Lo manifestó con voz monótona y soltó un suspiro. La noche había sido larga y la verdad era que los whiskys no habían servido de mucho. Los comentarios que hizo K.C. en la fiesta de Darwin la habían fastidiado, sin duda.

«Yo no tenía planeado convertirme en una divorciada a quien se le muere su mejor amiga —pensó—. Pero apúntame en la lista. Aquí estoy.»

—Creo que ha llegado el momento de acudir a un grupo de apoyo para personas en duelo —anunció Catherine, que sacó una hoja de papel del bolso. La imprimió hacía meses, la dobló en un cuadrado y se la guardó—. Creo que ya es hora de que nos enfrentemos a la realidad de que Georgia no va a venir a cenar.

Capítulo 8

Son cosas que pasan. Es lo que dice la gente cuando no tiene nada mejor que ofrecer. Cuando empezaron las contracciones, Darwin estaba dando su clase de introducción a los estudios femeninos como cualquier otro miércoles del semestre. En un primer momento pensó que se había puesto de parto antes de tiempo y se entusiasmó. Al considerarlo de nuevo, también entendió que tal vez se hubiera puesto de parto antes de tiempo y se alarmó. Todavía faltaba mucho para salir de cuentas; sólo estaba de treinta y dos semanas.

—Hoy vamos a terminar pronto —anunció, agarró el bolso y salió del aula sin mirar atrás.

Hizo una parada en el baño, llamó a Dan y tomó un taxi para visitar al obstetra. Al cabo de unas horas, Darwin estaba oficialmente obligada a guardar reposo en cama.

Aunque no es que reposara mucho, claro. Tenía la cama entera para ella, puesto que Dan dormía en el sofá a fin de dejarle más espacio para que se relajara. Pero ¿quién podía dormir en momentos como ése? Por otra parte, lo cierto es que no conseguía estar cómoda de ninguna manera.

Se temía que se pusiera de parto prematuramente, antes de que los bebés tuvieran los pulmones desarrollados del todo. Ahora no podía alterarse demasiado o sus hijos tendrían que tomar el tren para ir a la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales. O algo peor.

No había hecho falta que nadie se lo explicara. En su lista de preocupaciones tenía apuntada esta posible complicación, en los primeros puestos.

Así pues, Darwin no se resistió a quedarse tumbada de lado, con una almohada entre las piernas, esperando. Y esperando un poco más. Aceptó que, durante cierto tiempo, no vería más paisaje que el de los dos pasos que mediaban del salón al baño.

Antes de las pérdidas, la idea que tenía respecto al descanso en la cama había sido completamente distinta.

¿No sería maravilloso, pensaba a menudo, que le mandaran guardar reposo y Dan le ofreciera vasos de leche orgánica y le practicara ilimitados masajes en los pies? Dormitaría, trabajaría con el ordenador portátil y quizá incluso viera una película de arte y ensayo en el DVD.

Pero lo que obtuvo en realidad fue una mezcla de aburrimiento y frustración, combinada con un sentimiento de incompetencia y preocupación.

Antes de las pérdidas había seguido acometiendo las cosas de lleno, enseñando, arrastrando su trasero regordete arriba y abajo por las escaleras del metro, yendo a clases de estiramientos cuando hubiera preferido echar un sueñecito. Siempre estaba ocupada: todo formaba parte del nuevo mito del embarazo, en el que las mujeres parecían delgadas como lápices excepto por sus vientres como balones de baloncesto y mantenían un paso vivo hasta el momento de dar a luz. Lo último que Darwin quería admitir era que algo la estaba situando en desventaja, y trabajó con diligencia durante todo su embarazo. No, no trabajó en exceso. Pero tampoco se rezagó. No estaba dispuesta a que sus colegas utilizaran su agotamiento en su contra, devanándose los sesos en artículos brillantes mientras ella veía otro episodio de A Baby Story.

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

La Guerra de los Dioses by Margaret Weis & Tracy Hickmnan
The Perfect Pathogen by Mark Atkisson, David Kay
IN FOR A PENNY (The Granny Series) by Naigle, Nancy, Browning, Kelsey
Fatal Greed by Mefford, John W.
The Green Line by E. C. Diskin
The Chrysalid Conspiracy by A.J. Reynolds
The Second Forever by Colin Thompson
Newlywed Dead by Nancy J. Parra
Out Stealing Horses by Per Petterson, Anne Born