Longfellow entró en la biblioteca, llevando tímidamente un regalo. Se trataba de una bolsa con broche, con una orla.
—Por favor, siga sentado, profesor Ticknor —lo apremió.
Ticknor ofreció cigarros, los cuales, por sus envoltorios cuarteados, parecían haber sido ofrecidos y rechazados a lo largo de muchos años de recibir a huéspedes infrecuentes.
—Mi querido señor Longfellow, ¿qué trae usted ahí?
Longfellow colocó la bolsa en el escritorio de Ticknor.
—Algo que he creído le gustaría ver. A usted más que a nadie.
Ticknor se lo quedó mirando con interés. Sus ojos negros eran impenetrables.
—Lo he recibido esta mañana de Italia. Lea la carta que lo acompañaba.
Longfellow se la alargó a Ticknor. Era de George Marsh, de la Comisión del Centenario de Dante, en Florencia. Marsh escribía para asegurar a Longfellow que no debía preocuparse porque la comisión florentina aceptara su traducción del
Inferno
.
Ticknor empezó a leer:
—«El duque de Caietani y la comisión recibirán agradecidos la primera traducción norteamericana del gran poema como la contribución más adecuada a la solemnidad del centenario, y al mismo tiempo como un merecido homenaje del Nuevo Mundo a una de las más altas glorias del país de su descubridor, Colón». ¿Por qué no se siente usted seguro? —preguntó Ticknor, pensativo.
Longfellow sonrió.
—Supongo que, a su manera amable, el señor Marsh está dándome prisa. Pero ¿no se dice que Colón no era precisamente puntual?
—«Por favor, acepte de nuestra comisión —continuó leyendo Ticknor—, como signo de aprecio por su próxima contribución, una de las siete bolsas que contienen las cenizas de Dante Alighieri, tomadas tardíamente de su tumba de Ravena».
Esto coloreó con un desvaído tono carmesí, causado por el placer, las mejillas de Ticknor, y sus ojos se dirigieron a la bolsa. Sus mejillas ya no alcanzaban la sombra rojo intenso que, en contraste con su cabello oscuro, hacía que en su juventud la gente lo tomara por español. Ticknor soltó el broche, abrió la bolsa y se quedó mirando lo que podía haber sido polvo de carbón. Pero Ticknor dejó escurrirse un poco entre sus dedos, como el peregrino cansado que por fin alcanza el agua bendita.
—Durante muchos años pareció que yo buscaba por toda la amplitud de la tierra colegas eruditos que estudiaran a Dante, con poco éxito —dijo Ticknor. Tragó saliva con dificultad, mientras pensaba: «¿Durante cuántos años?»—. Traté de enseñar a numerosos miembros de mi familia hasta qué punto Dante hizo de mí un hombre mejor, pero fui escasamente comprendido. ¿Se dio usted cuenta, Longfellow, de que el año pasado no hubo un club o sociedad en Boston que no celebrara el tricentenario del nacimiento de Shakespeare? Pero ¿cuántos, fuera de Italia, consideran que este año, el seiscientos aniversario del nacimiento de Dante, merece ser destacado? Shakespeare nos ayuda a conocernos; Dante, con su disección de todos los demás, nos brinda el conocimiento de unos a otros. Hábleme de las incidencias de su traducción.
—Usted puede ayudarnos —dijo Longfellow—. Hoy empieza una nueva fase de nuestra lucha.
—Ayudar. —Ticknor pareció paladear la palabra como pudiera hacerlo con un nuevo vino, y luego rechazarlo con disgusto—. ¿Ayudar a qué, Longfellow?
Longfellow se echó atrás, sorprendido.
—Sería necio tratar de detener algo así —dijo Ticknor sin simpatía—. ¿Sabía usted, Longfellow, que he empezado a regalar mis libros? —Señaló con su bastón de ébano los anaqueles que rodeaban la estancia—. Ya llevo donados casi
tres mil
volúmenes a la nueva biblioteca pública, uno a uno.
—Un magnífico gesto, profesor —comentó Longfellow sinceramente.
—Uno a uno hasta temer que no me quede ninguno para mí. —Empujó la lujosa alfombra con el brillante cetro negro. Su cansada boca hizo una mueca mitad sonrisa, mitad signo de enfado—. El primer recuerdo de mi vida es la muerte de Washington. Cuando mi padre llegó a casa ese día no podía hablar, tan abrumado se sentía por la noticia. Yo estaba aterrorizado porque él se mostrara tan afectado, y rogué a mi madre que enviara en busca de un médico. Durante algunas semanas, todos, incluso los niños más pequeños, llevaron brazaletes negros. ¿Se ha parado a pensar que si mata a una persona es usted un asesino, pero que si mata a un millar es un héroe, como Washington? En otro tiempo, yo pensaba asegurar el futuro de nuestros ambientes literarios mediante el estudio y el aprendizaje, mediante el respeto a la tradición. Dante abogaba porque su poesía tuviera continuidad más allá de él mismo, en un nuevo hogar, y durante cuarenta años yo me afané por él. El sino de la literatura profetizado por el señor Emerson se ha hecho realidad con los acontecimientos que usted describe… La literatura que alienta vida y muerte, que puede castigar y absolver.
—Sé que usted no puede aprobar lo que ha sucedido, profesor Ticknor —dijo Longfellow, pensativo—. Dante desfigurado, utilizado como herramienta para el crimen y la venganza personal.
Ticknor hizo chocar sus manos.
—Longfellow, nos encontramos, en definitiva, con un texto antiguo convertido en un poder actual, ¡un poder capaz de juzgar ante nuestros propios ojos! No; si lo que usted ha descubierto es verdad, cuando el mundo sepa lo que ha ocurrido en Boston (aunque sea dentro de diez siglos), Dante no quedará desfigurado, no se verá manchado ni arruinado. Será reverenciado como la primera auténtica creación del genio norteamericano, ¡el primer poeta que liberó el poder mayestático de toda literatura sobre los incrédulos!
—Dante escribió para apartarnos de los tiempos en que la muerte era incomprensible. Escribió para infundirnos esperanza en la vida, profesor, cuando ya no nos queda; para que sepamos que nuestra existencia y nuestras plegarias no le son indiferentes a Dios.
Ticknor suspiró desmañadamente y apartó la bolsa ribeteada de oro.
—No olvide su regalo, señor Longfellow.
Longfellow sonrió.
—Usted fue el primero en creer que era posible.
Y colocó la bolsa con las cenizas en las viejas manos de Ticknor, que la agarraron codiciosamente.
—Yo ya soy demasiado viejo para ayudar a alguien, Longfellow —se excusó Ticknor—. Pero ¿me permitirá que le dé un consejo? Usted no anda detrás de Lucifer; ése no es el culpable que usted describe. Lucifer permanece completamente mudo cuando Dante por fin se lo encuentra en el helado Cocito, suspirando y sin habla. ¿Sabe? Así es como Dante triunfa sobre Milton. A nosotros se nos antoja que Lucifer es asombroso e inteligente, aunque podemos vencerlo; pero Dante lo pone más difícil. No. Usted anda tras de Dante; Dante decide quiénes deben ser castigados, adónde han de ir y qué tormentos sufren. Es el poeta quien toma esas medidas, aunque, al presentarse como el viajero, trate de hacérnoslo olvidar. Y nosotros creemos que él es otro testigo inocente de la obra de Dios.
Mientras tanto, en Cambridge, James Russell Lowell veía fantasmas.
Acomodado en su poltrona, con la luz invernal fluyendo en el interior de la estancia, tenía una clara visión del rostro de Maria, su primer amor, fielmente retratada. «Con el tiempo —repetía—. Con el tiempo…» Estaba sentada con Walter sobre su rodilla y animaba a Lowell con estas palabras: «Mira qué chico tan hermoso y fuerte se está haciendo».
Fanny Lowell le dijo que parecía estar en trance, e insistió a su marido para que se acostara. Mandaría en busca de un médico, o del doctor Holmes, si lo deseaba. Pero Lowell la ignoró porque se sentía muy feliz. Abandonó Elmwood por la puerta de atrás. Pensaba en cómo su pobre madre, en el asilo, solía asegurarle que cuando más contenta se sentía era durante sus ataques. Dante dijo que la mayor tristeza la producía rememorar la felicidad pasada, pero Dante se equivocaba en su formulación; estaba
mortalmente equivocado
, pensó Lowell. No hay felicidades comparables en intensidad a nuestras tristezas y pesares. Alegría y tristeza eran hermanas, y muy semejantes entre ellas, como dijera Holmes, y nada arrancaba lágrimas como ambas, que lo hacían por igual. El pobre bebé de Lowell, Walter, el último hijo muerto de Maria, su heredero con todos los derechos, le parecía algo palpable mientras caminaba por las calles tratando de no pensar en nada, en nada más que en la dulce Maria; en nada más. Pero ahora la presencia espectral de Walter no era tanto una imagen como un incierto sentimiento que se proyectaba sobre él como una sombra, que estaba en él, del mismo modo que una mujer encinta siente la presión de la vida en su estómago. También pensó que veía a Pietro Bachi pasar junto a él en la calle y que lo saludaba y se mofaba de él, como diciéndole: «Siempre estaré aquí para recordarle su fracaso». Usted nunca luchó por nada, Lowell.
—¡Usted no está aquí! —murmuró Lowell.
Un pensamiento acudió a su cabeza: si inicialmente no hubiera estado tan seguro de la culpabilidad de Bachi, si hubiera compartido mínimamente el nervioso escepticismo de Holmes, habrían encontrado al asesino y Phineas Jennison podría seguir vivo. Y entonces, antes de que le pidiera un vaso de agua a uno de los tenderos de la calle, vio ante sí un brillante abrigo blanco y una alta chistera deslizándose alegremente a lo lejos, con el apoyo de un bastón con guarnición de oro.
Phineas Jennison.
Lowell se restregó los ojos. Tenía bastante conciencia de su estado mental como para desconfiar de su vista, pero podía ver a Jennison chocando con los hombros con algunos transeúntes, mientras otros lo evitaban y le dirigían extrañas miradas. Era corpóreo. De carne y hueso.
Estaba vivo…
Lowell trató de gritar ¡Jennison!, pero tenía la boca demasiado seca. La visión lo invitaba a echar a correr pero, a la vez, le ataba las piernas. «¡Oh, Jennison!» Al mismo tiempo, recuperó su recia voz y los ojos empezaron a derramar lágrimas. «Phinny, Phinny, estoy aquí. ¡Estoy aquí! Jemmy Lowell, ¿me ve? ¡Aún no le he perdido!».
Lowell corrió entre los peatones y echó el brazo por encima de los hombros de Jennison. Pero el sujeto se volvió hacia él y Lowell se enfrentó a la cruel realidad. Llevaba el sombrero y el abrigo confeccionados por el sastre de Phineas Jennison, empuñaba su brillante bastón; sin embargo, se trataba de un anciano desastrado, con el rostro sucio, sin afeitar y deforme. Al abrazarlo, Lowell sintió que temblaba.
—Jennison —dijo Lowell.
—No me detenga, señor. Necesitaba calentarme…
El hombre dijo ser el vagabundo que había descubierto el cadáver de Jennison, después de nadar hasta el fuerte abandonado desde una isla cercana donde había un asilo de beneficencia. Encontró unos hermosos vestidos cuidadosamente doblados y amontonados en el suelo del almacén donde colgaba el cuerpo de Jennison, y se hizo con algunas prendas.
Lowell recordó y sintió agudamente el gusano que le extrajeron, solo en su escarpado y salvaje camino, devorando su interior. Sintió también el agujero que le había quedado, y que había liberado todo lo que estaba retenido en sus entrañas.
El campus de Harvard estaba silenciado por la nieve. Lowell buscó inútilmente a Edward Sheldon, a quien había enviado una carta la noche del jueves, después de verlo en compañía del fantasma, reclamando la inmediata presencia del estudiante en Elmwood. Pero Sheldon no respondió. Varios estudiantes que lo conocían llevaban unos días sin verlo. Otros, al cruzarse con Lowell, le recordaron su clase, a la que llegaba con retraso. Cuando entró en el aula, en el edificio principal de la universidad, un espacioso local que en otro tiempo albergó la capilla, dirigió su saludo habitual: «Caballeros y estudiantes…» A esta fórmula le seguían las acostumbradas y ensayadas risas de los estudiantes.
Pecadores
: así era como los ministros congregacionalistas de su infancia solían empezar. Su padre, que para un niño era la voz de Dios. También el padre de Holmes.
Pecadores
. Nada podía sacudir tanto la sincera piedad del padre de Lowell como su confianza en un Dios que compartía su fuerza.
—¿Soy yo el tipo adecuado de hombre para guiar a la ingenua juventud? ¡Ni por asomo! —Lowell se oyó a sí mismo decir estas palabras cuando llevaba pronunciado un tercio de una clase sobre el
Quijote
—. Y, por otra parte —reflexionó—, ser profesor no es bueno para mí, moja mi pólvora, como si mi mente, al encenderse, prendiera una involuntaria mecha en lugar de saltar a la primera chispa.
Dos estudiantes preocupados trataron de agarrarlo por el brazo cuando estuvo a punto de caer. Lowell se acercó a trompicones a la ventana y sacó la cabeza fuera, con los ojos cerrados. En lugar de experimentar la fresca caricia del aire, como esperaba, notó un inesperado golpe de calor, como si el infierno le cosquilleara la nariz y las mejillas. Se alborotó los bigotes en forma de colmillos y también los encontró calientes y húmedos. Al abrir los ojos, vio un triángulo de llamas allá abajo. Lowell se arrastró fuera del aula y bajó las escaleras de piedra del edificio principal de la universidad. Una vez en el campus de Harvard, una fogata ardía vorazmente.
Rodeándola, un semicírculo de hombres de porte majestuoso contemplaba las llamas con gran atención. Estaban arrojando al fuego los libros de un gran montón. Eran ministros locales, unitaristas y congregacionalistas, miembros de la corporación de Harvard, y unos pocos representantes de la Mesa de Supervisores de Harvard. Uno tomó un folleto, lo estrujó y lo tiró como si fuera una pelota. Todos aplaudieron cuando dio en las llamas. Lowell echó a correr hasta allí y, apoyándose en una rodilla, rescató el folleto. La cubierta estaba demasiado chamuscada para leerla, así que lo abrió por la portada:
En defensa de Charles Darwin y su teoría evolucionista
.
Lowell no pudo sostenerlo más. El profesor Louis Agassiz estaba frente a él, al otro lado de la hoguera, con el rostro borroso e inclinado a causa de la humareda. El científico agitó amistosamente ambas manos.
—¿Cómo sigue su pierna, señor Lowell? Ah, esto…, esto es para no perdérselo, señor Lowell, aunque es una lástima echar a perder buen papel.
El doctor Augustus Manning, tesorero de la corporación, contemplaba la escena desde una ventana que se distinguía a través del vapor, situada en el Gore Hall, la biblioteca de la universidad, un edificio de granito grotescamente gótico. Lowell se apresuró hacia la maciza entrada y atravesó la nave, agradecido porque a cada zancada recuperaba la compostura y la razón. En el Gore Hall no estaban permitidas las bujías ni las luces de gas, por el peligro de incendio, de modo que las salas y los libros estaban penumbrosos como el invierno.