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Authors: Nassim Nicholas Taleb

El cisne negro (49 page)

BOOK: El cisne negro
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Sólo cincuenta años

Volvamos a la historia de mi vida en los negocios. Fijémonos en la gráfica de la figura 14. En los últimos cincuenta años, los diez días más extremos en las Bolsas representan la mitad de los beneficios. Diez días en cincuenta años. Y mientras tanto, lo único que hacemos es estar de cháchara.

Es evidente que quienquiera que exija algo más que el elevado número de seis sigma como prueba de que las Bolsas pertenecen a Extremistán necesita que le revisen la cabeza. Son muchos los artículos en que se demuestra la inadecuación de la familia gaussiana de distribuciones y la naturaleza escalable de las Bolsas. Recordemos que, a lo largo de los años, yo mismo he realizado estadísticas retrospectivas y prospectivas sobre 20 millones de conjuntos de datos, las cuales me hicieron despreciar profundamente a cualquiera que hablara de las Bolsas desde la perspectiva gaussiana. Pero a las personas les cuesta dar el salto hasta las consecuencias de este conocimiento.

Lo más extraño es que la gente de negocios normalmente coincide conmigo cuando me oyen hablar o escuchan mis tesis. Pero al día siguiente regresan al despacho y vuelven a las herramientas gaussianas tan enraizadas en sus costumbres. Sus mentes dependen del dominio, de modo que pueden practicar el razonamiento crítico en una conferencia, sin hacerlo en el despacho. Además, las herramientas gaussianas les proporcionan números, que siempre son «mejor que nada». La consiguiente medición de la incertidumbre futura satisface nuestro deseo de simplificar, aunque ello suponga constreñir en un único número cuestiones que son demasiado ricas para que puedan ser descritas de este modo.

Figura 14. Si eliminamos los diez mayores movimientos de un día de la Bolsa de Estados Unidos durante los últimos cincuenta años, observamos una inmensa diferencia en tos beneficios; y, pese a ello, las finanzas convencionales consideran que estos saltos de un día son meras anomalías. (Ésta es sólo una de las muchas pruebas. Aunque resulta muy convincente tras una lectura superficial, hay otras mucho más convincentes desde un punto de vista matemático, por ejemplo la incidencia de los sucesos de 10 sigma.)

La traición del empleado

Terminaba el capítulo 1 con la crisis bursátil de 1987, lo que me permitió abordar de forma agresiva mi idea del Cisne Negro. Inmediatamente después del crac, cuando afirmé que quienes utilizaban las sigmas (es decir, las desviaciones típicas) como medida del grado de riesgo y de la aleatoriedad eran unos charlatanes, todo el mundo coincidió conmigo. Si el mundo de las finanzas fuera gaussiano, un episodio como el crac (más de veinte desviaciones típicas) se produciría varios miles de millones de veces lo que abarca la vida del universo (observemos el ejemplo de la altura del capítulo 15). Según las circunstancias de 1987, las personas aceptaron que los sucesos raros tienen lugar y son la principal fuente de incertidumbre. Ocurría sencillamente que no estaban dispuestas a abandonar el método gaussiano como principal herramienta de medición (»Oye, que no tenemos nada más»). La gente quiere un número al que anclarse; pero los dos métodos son lógicamente incompatibles.

Aunque entonces no lo sabía, 1987 no fue la primera vez que la idea de lo gaussiano demostraba ser una locura. Mandelbrot propuso lo escalable a la clase dirigente de la economía en torno a 1960, y les demostró que en aquel entonces la campana de Gauss no se ajustaba a los precios. Pero una vez que remitió su apasionamiento, se dieron cuenta de que deberían aprender de nuevo su oficio. Uno de los influyentes economistas de la época, el difunto Paul Cootner, escribió: «Mandelbrot, como antes el primer ministro Churchill, no nos prometió la utopía, sino sangre, sudor, gran esfuerzo y lágrimas. Si tiene razón, casi todas nuestras herramientas estadísticas son obsoletas [o] carecen de sentido». Yo propongo dos correcciones a la declaración de Cootner. Primera, sustituir casi todas por todas. Segunda: no estoy de acuerdo con lo de la sangre y el sudor. La aleatoriedad de Mandelbrot me parece considerablemente más fácil de entender que la estadística convencional. Quien se inicie desde cero en este negocio, que no se apoye en las viejas herramientas teóricas, y que no confíe demasiado en la certidumbre.

Cualquiera puede llegar a presidente

Y ahora una breve historia del Premio Nobel de Economía, que el Banco de Suecia estableció en honor de Alfred Nobel, quien tal vez, según su familia, que desea que se dejen de otorgar los premios, esté hoy revolviéndose en su tumba. Un activista miembro de la familia llama al premio un golpe de relaciones públicas por parte de los economistas que pretenden situar su campo a una altura que no se merece. El premio ha recaído en pensadores de gran valor, hay que reconocerlo, como el psicólogo empírico Daniel Kahneman y el reflexivo economista Friederich Hayek. Pero la comisión ha caído en la costumbre de conceder premios Nobel a quienes «aportan rigor» al proceso con la seudociencia y las falsas matemáticas. Después del crac bursátil premiaron a dos teóricos, Henry Markowitz v William Sharpe, quienes construyeron modelos hermosamente platónicos sobre una base gaussiana, contribuyendo con ello a lo que se llama teoría de la cartera de valores moderna. Sencillamente, si se eliminan sus supuestos gaussianos y se tratan los precios como escalables, sólo queda pura palabrería. La Comisión de los Nobel podría haber comprobado los modelos de Sharpe y Markowitz —funcionan como esos remedios de charlatanes que se venden en Internet—, pero parece que en Estocolmo nadie pensó en ello. La comisión tampoco nos pidió a los profesionales nuestra opinión; en lugar de ello, se apoyó en un proceso de investigación académico que, en algunas disciplinas, puede estar corrompido hasta la médula. Después de aquel premio, predije: «En un mundo en que estos dos obtienen el Nobel, puede ocurrir cualquier cosa. Cualquiera puede llegar a presidente».

Así pues, el Banco de Suecia y la Academia Nobel son responsables en gran medida de haber refrendado el uso de la teoría gaussiana en la cartera de valores moderna, ya que ambas instituciones la consideran un perfecto enfoque para cubrirse las espaldas. Los vendedores de software han vendido métodos «avalados por premios Nobel» por millones de dólares. ¿Cómo podría equivocarse uno con su uso? Lo extraño es que todos los que habitan el mundo de los negocios sabían de partida que la idea era un fraude, pero la gente se acostumbra a estos métodos. Se dice que Alan Greenspan, presidente del banco de la Reserva Federal, espetó: «Prefiero la opinión del operador de Bolsa a la del matemático». Entretanto, se empezó a extender la teoría de la cartera de valores moderna. Voy a repetir lo que sigue hasta que me quede afónico: lo que determina el sino de una teoría en la ciencia social es el contagio, no su validez.

Fue más tarde cuando me di cuenta de que los catedráticos de finanzas formados en los métodos gaussianos acaparaban las facultades de Económicas y, por consiguiente, los másteres en administración de empresas; sólo en Estados Unidos producían cerca de cien mil estudiantes al año, todos con el cerebro lavado por una falsa teoría sobre la cartera de valores. No había observación empírica que pudiera detener la plaga. Parecía mejor enseñar a los estudiantes una teoría basada en lo gaussiano que no enseñarles teoría alguna. Parecía más «científico» que darles lo que Robert C. Merton (hijo del sociólogo Robert K. Merton del que hablamos antes) llamaba la «anécdota». Merton escribió que antes de la teoría de la cartera de valores, las finanzas eran «una serie de anécdotas, reglas generales y manipulación de los datos contables». La teoría de la cartera de valores permitía la «posterior evolución desde este popurrí conceptual a una rigurosa teoría económica». Para darnos cuenta del grado de gravedad intelectual implícito, y para comparar la economía neoclásica con una ciencia más honesta, consideremos esta afirmación del padre de la medicina moderna, Claude Bernard, del siglo xix: «De momento, hechos; pero después, con aspiraciones científicas». Habría que mandar a los economistas a la Facultad de Medicina.

De modo que el método gaussiano
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impregnó nuestras culturas empresarial y científica, y expresiones como sigma, varianza, desviación típica, correlación, R cuadrado y la epónima ratio de Sharpe, todas ellas vinculadas a lo gaussiano, invadieron la jerigonza. Si leemos un folleto sobre fondos de inversión mobiliaria, o la publicidad de un fondo de protección, lo más probable es que, entre otra información, nos ofrezcan alguna especie de resumen cuantitativo que supuestamente mide el «riesgo». Esta medida estará basada en alguna de las palabras anteriores derivadas de la curva de campana y similares. Hoy, por ejemplo, la política de inversión en fondos de pensiones y la elección de los fondos las investigan «consultores» que parten de la teoría de la cartera de valores. Si surge algún problema siempre pueden alegar que se basaron en un método científico estándar.

Más horror

Las cosas empeoraron mucho en 1997. La academia sueca concedió otra ronda de premios Nobel basados en el método gaussiano a Myron Scholes y Robert C. Merton, que habían mejorado una vieja fórmula matemática y la habían hecho compatible con las grandes teorías existentes sobre el equilibrio financiero general, de ahí que resultara aceptable para la clase dirigente de la economía. La fórmula ahora era «usable». Tenía una larga lista de «precursores», entre los que figuraba el matemático y jugador Ed Thorp, que había escrito el éxito de ventas Beat the Dealer, sobre cómo ganar en el blackjack, pero la gente creía que Scholes y Merton habían inventado esa fórmula, cuando de hecho se limitaron a hacerla aceptable. Con esa fórmula me ganaba yo la vida. Los operadores de Bolsa, que siempre parten de los detalles para llegar a la teoría, conocen sus trucos mejor que los académicos, a fuerza de pasarse las noches preocupados por sus riesgos; con la salvedad de que algunos de ellos sabían expresar sus ideas en términos técnicos, de modo que yo sentía que los representaba. Scholes y Merton hicieron que la fórmula dependiera del método gaussiano, pero sus «precursores» no la sometían a tal tipo de restricción.
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Los años posteriores al crac me resultaron entretenidos, desde el punto de vista intelectual. Asistí a conferencias sobre finanzas y matemáticas de la incertidumbre; ni una sola vez me encontré con un conferenciante, fuera o no premio Nobel, que supiera lo que decía cuando hablaba de la probabilidad, de modo que con mis preguntas podía conseguir que alucinaran. Ellos «trabajaban a fondo en las matemáticas», pero cuando les preguntabas de dónde sacaban las probabilidades, su explicación ponía de manifiesto que habían caído en la falacia lúdica: había esa extraña cohabitación de destrezas técnicas y falta de comprensión que se da entre quienes son admitidos en un determinado campo del saber sin demasiados méritos por su parte. Ni una sola vez recibí una respuesta inteligente ni que reflejara más de lo que en ella misma se contenía. Dado que ponía en entredicho por completo sus empeños, es comprensible que me llevara todo tipo de insultos: «obsesivo», «comercial», «filosófico», «ensayista», «ocioso», «repetitivo», «profesional» (en la academia, se considera un insulto), «académico» (en el mundo de los negocios, se considera un insulto). Ser el blanco de airados insultos no está tan mal; uno se puede acostumbrar enseguida a ello y centrarse en lo que no se dice. Los operadores bursátiles están formados para vérselas con las diatribas. Si trabajas en la caótica Bolsa, alguien que esté de muy mal humor porque pierde dinero puede maldecirte sin parar hasta que se le resientan las cuerdas vocales, luego se olvida de ello j, una hora después, te invita a su fiesta de Navidad. Así que uno se hace inmune a los insultos, sobre todo si aprende a imaginar que la persona que los profiere es una variante de un ruidoso simio que apenas sabe controlarse. Para imponer nuestros argumentos, basta con mantener la compostura, sonreír y centrarse en analizar a quien habla, no su mensaje.

Un ataque personal contra un intelectual, no contra una idea, es altamente halagador. Indica que la persona no tiene nada inteligente que decir sobre nuestro mensaje.

Después de escuchar una de mis charlas, el psicólogo Philip Tetlock (el estudioso del trabajo de los expertos de quien hablábamos en el capítulo 10) dijo que le había impresionado la presencia de un agudo estado de disonancia cognitiva entre el público. Pero la forma en que las personas resuelven esta tensión cognitiva puede variar mucho, ya que golpea en el mismo núcleo de todo lo que se les ha enseñado y en los métodos que practican, y además se dan cuenta de que seguirán practicándolos. Era sintomático que casi todos los que denostaban mis ideas atacaran una forma deformada de ellas, por ejemplo «todo es aleatorio e impredecible» en vez de «es en gran medida aleatorio», o que se sintieran confundidos al mostrarme que la curva de campana funciona en algunos ámbitos físicos. Algunos incluso tuvieron que cambiar mi biografía. En una mesa redonda que se celebró en Lugano, Myron Scholes cayó en un estado de ira, y lúe a buscar una versión modificada de mis ideas. Yo veía el dolor en su rostro. Una vez, en París, un destacado miembro de la clase dirigente de las matemáticas que había invertido parte de su vida en una minúscula subsubpropiedad de lo gaussiano estalló, en el preciso momento en que yo mostraba las pruebas empíricas del papel de los Cisnes Negros en la Bolsa. Scholes se puso rojo de ira, le costaba respirar y empezó a lanzarme insultos por haber desacralizado aquella institución, por no tener pudeur, para dar mayor fuerza a sus insultos, gritaba: «¡Soy miembro de la Academy of Science!». (Al día siguiente se agotó la traducción francesa de mi libro.) Mi mejor anécdota versa sobre Steve Ross, un economista considerado intelectualmente superior a Scholes y Merton y con fama de exquisito discutido r, que refutó mis ideas apuntando a pequeños errores o aproximaciones en mi exposición tales como: «Markowitz no fue el primero que...», con lo cual certificaba que no tenía respuesta para mi tesis principal. Otros que habían dedicado gran parte de su vida a estas ideas recurrieron al vandalismo en la Red. Los economistas suelen invocar un extraño razonamiento de Milton Friedman según el cual los modelos no tienen por qué basarse en supuestos realistas para ser aceptables, con lo que se les da permiso para producir representaciones matemáticas de la realidad gravemente defectuosas. El problema, claro está, es que estas gaussianizaciones no tienen unos supuestos realistas y no producen resultados fiables. No son ni realistas ni predictivas. Observemos también un sesgo mental que yo encuentro en este caso: las personas confunden un suceso cuya probabilidad es pequeña, por ejemplo, de una en veinte años, con un suceso que ocurre periódicamente. Creen que están seguras si sólo se hallan expuestas a él cada diez años.

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