El Círculo Platónico (9 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: El Círculo Platónico
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—Un momento —interrumpió Ariosto—. ¿La ciudad se diseñó al completo desde su fundación? ¿De qué época estamos hablando?

—Según la teoría mencionada, hubo una fundación inicial en 1496 o 1497, cuando se diseñó un caserío sin mucho orden ni concierto en la zona de la iglesia de la Concepción, que se llamó
Villa de arriba
; posteriormente, en 1500, hubo otro rediseño de manzanas de planta rectangular en lo se denominó
Villa de abajo
, a partir de la plaza del Adelantado. Este segundo planeamiento fue el definitivo y en veinte años se desarrolló su trama por completo, y esta ha permanecido inalterada hasta hoy

—Entonces, si el círculo platónico se refiere a un perímetro que engloba el caserío inicial, llegamos a la conclusión de que …

—De que el nuncio está retenido en algún lugar del centro de La Laguna —se adelantó Hernández—, y que el mensaje es un desafío para encontrarlo.

—No quería decirlo, amigo mío —repuso Ariosto—, pero es lo que me temía.

—¿Qué fiabilidad le da usted a esa carta?

—En principio podría decir que poca, pero, por motivos que le explicaré más adelante, puede tratarse una pista, y una pista es mejor que ninguna.

—Pues creo que la Policía debería estar al tanto.

—Efectivamente, lo va a estar y de una forma inmediata. ¿Viene conmigo?

—¿Yo? Por nada del mundo… —Hernández sonrió maliciosamente—, me lo perdería.

15

La Laguna, sábado. 03:15 horas.

—Lo que usted diga, señor ministro…, sí, señor ministro…, por supuesto señor ministro.

Blázquez colgó el teléfono aliviado. La conversación con el ministro del Interior había sido corta pero intensa. En nombre del presidente del Gobierno de la Nación había dado la orden de movilizar a todos los efectivos municipales, y ya se había encargado de que las fuerzas de seguridad de la isla al completo estuvieran alertadas. Su última instrucción era la de estar atento al teléfono, ya que el mejor negociador de los servicios secretos llamaría en segundos para tratar de ponerse en contacto con el secuestrador.

—¡Ramos! —El jefe de Policía se giró y vio al subinspector apoyado en el quicio de la puerta—, trae aquí a la periodista, y que venga con su portátil.

Un minuto después, Sandra se encontraba sentada frente a Blázquez, con el ordenador apoyado en la parte exterior de la mesa y con el correo abierto. A su lado, Galán esperaba impaciente. En el pasillo, asomados al hueco de la puerta, observaban la escena Marta y Ramos.

—Señor Blázquez —dijo Sandra—, ¿dice usted que un especialista en negociar secuestros se va a poner en contacto con nosotros?

—Efectivamente, señorita —contestó el policía—. Las órdenes son claras: él le dictará lo que tiene que escribir en su correo y usted lo hará al pie de la letra. Ni más ni menos.

Sandra sintió el deseo de cortar al jefe ese tono de
aquí-man-do-yo
, ella no estaba bajo sus órdenes, pero se lo pensó mejor. No era el momento de crear una tensión innecesaria. En el fondo, le daba igual, les seguiría el juego mientras estuviera en primera fila de los acontecimientos. En realidad, no estaba cubriendo un reportaje,
era la protagonista
. Y eso le gustaba.

El teléfono sonó un par de veces antes de que el jefe lo descolgara. Tras un breve intercambio de saludos, Blázquez pulsó el botón de manos libres en el interfono, de forma que todos los presentes en el despacho pudieran tener acceso a la conversación. Se escuchó la voz del negociador, un poco distorsionada por la deficiente calidad del altavoz.

—La señorita periodista…, su nombre, por favor.

—Sandra Clavijo —respondió rápidamente—, del
Diario de Tenerife
.

—Su periódico es irrelevante… —la breve frase disgustó a Sandra y la predispuso de entrada contra el negociador—, escuche atentamente, Sandra. El primer paso es establecer contacto con el secuestrador, y por lo que me han comentado, el único medio es a través del correo electrónico, ¿no es así?

—Sí, así es. —Marta se dio cuenta del tono cortante de Sandra.

—Escriba el siguiente correo: «Las autoridades me comunican que están estudiando su petición a fin de llegar a un acuerdo razonable, pero que es imposible hacer efectivo el pago del rescate en tan corto periodo de tiempo. Por favor, amplíen el plazo al menos hasta que abran los bancos. Repito: amplíen el plazo». Envíelo.

Los dedos de Sandra volaron sobre el teclado. Tardó apenas veinte segundos.

—Ya está —dijo.

—Bien —contestó la voz del interfono—, esperemos unos segundos la respuesta. Del contenido de la misma podremos ahondar en el perfil psicológico del delincuente. Por lo que conocemos hasta este momento, podemos adelantar que se trata de un tipo calculador, que aparenta una gran seguridad en sí mismo, a todas luces falsa, con aires de megalómano. Un caso típico de secuestrador al que estamos acostumbrados.

—¿Y si no contesta? —Sandra notaba que se irritaba inconscientemente.

—Contestará, sé lo que hago.

Galán intercambió una mirada con Sandra.
Tranquila
, le estaba transmitiendo,
estos tipos son así. No hay otra alternativa que aguantarse
. O al menos así lo interpretó.

Pasaron cinco minutos. El correo permaneció inmutable.

—Creo que el secuestrador no está al otro lado —dijo Sandra.

—Lo que usted crea es irrelevante… —la metálica voz del negociador comenzaba a convertirse en odiosa—. Esperaremos tres minutos más. Esto indica que el delincuente está dudando, se siente inseguro, es el comienzo del derrumbamiento.

Sandra pensó que aquel listillo tenía más imaginación que un novelista. Los tres minutos pasaron lentamente, y nada ocurrió en la pantalla.

—Es el momento de meter presión —dijo el negociador—, escriba: «Le habla el presidente del Gobierno. Necesitamos que nos vuelva a enviar las instrucciones de pago. Si no lo hace, no podremos hacerlo. Repito: no podremos hacerlo».

Sandra escribió el dictado y envió el correo. Los cinco siguientes minutos se deslizaron a través del espeso muro de silencio que invadía el despacho. Nada ocurrió. S
eguro que el secuestrador se está derrumbando
, pensó Sandra, divertida.

—Ahora lo pondremos entre la espada y la pared —la voz del especialista carraspeó de nuevo en el altavoz—, escriba: «Debe darnos otro banco de destino. Es imposible contactar con el que ustedes no han facilitado. No está conectado a nuestro sistema interbancario. No podemos efectuar el pago. Repito: no podemos efectuar el pago».

Sandra cumplió su cometido. Pasaron otros tantos minutos interminables. De repente, saltó en la pantalla el anuncio de la llegada de un mensaje.

—¡Ha contestado! —gritó Sandra, entusiasmada—. ¡Es el secuestrador!

—¿Lo ve? —dijo el negociador—, ya se lo dije. Ábralo y léalo.

Sandra leyó mentalmente el mensaje en dos segundos. Después, preparando su voz para pronunciar correctamente cada palabra, lo volvió a leer en voz alta, con sumo deleite.

—«Les quedan dos horas y media. Están perdiendo el tiempo. Envíen a dormir al imbécil del negociador. Repito: al imbécil del negociador».

Las miradas se volvieron al aparato del intercomunicador, que permaneció en silencio. Sólo se escuchó, proveniente de la puerta, un comentario en voz baja, proferido por el subinspector Ramos.

—Hay que joderse.

16

Bolonia, Italia, hace veintisiete años.

Entrar en la sala del
Stabot Mater
era retroceder quinientos años en el tiempo. Llamada así por haberse representado allí por primera vez en marzo de 1842 dicha composición musical de Rossini —en la que actuó como director nada menos que Donizetti—, era en realidad el aula magna de la facultad antigua de Derecho —
la antica Università dei Legisti
—. La sala era espaciosa, aunque la recargada decoración de las paredes —llenas por completo de composiciones gratulatorias con toda clase de escudos, enseñas y emblemas desde el techo hasta los anaqueles repletos de libros que descansaban en la parte baja de los muros— la hacían parecer más pequeña de lo que era. Las luces del techo proporcionaban además una aureola dorada a todo el conjunto, que sorprendía siempre al visitante la primera vez que ponía el pie en ella.

Aquella aula con tanto sabor antiguo era la favorita de Ariosto, y por eso había insistido a sus compañeros para que acudieran con él a escuchar una conferencia que el famoso catedrático Enrico Cesi ofrecía en ella.
El arte de la guerra en Sun-Tzu
, era su título.

Ariosto no sabía cómo reaccionarían sus invitados ante una lección de humanidades. Todos eran de ciencias y posiblemente se aburrirían. Corría el riesgo de que se lo recriminaran posteriormente, pero era la única manera de poder entrar en la sala, generalmente cerrada, y atestiguar haber estado en ella. Como después tocaba la cena semanal, todos acudieron a la cita.

El profesor Cesi introdujo a sus oyentes en la biografía del autor chino del siglo VI antes de Cristo, así como en la controversia sobre la originalidad y autoría del texto. A continuación, desgranó el esquema de la obra, resaltando los puntos más importantes de cada capítulo. Terminó, pasada la hora de perorata, hablando de la influencia que dicho tratado militar había tenido a lo largo de la Historia.

Ariosto comprobó con consternación que Hoffmann, Duvalier y Cavalcanti bostezaban y miraban periódicamente sus relojes. Sin embargo, Maroni estaba completamente absorto y concentrado en las palabras del viejo maestro, lo que le sorprendió. El italiano parecía absorber al máximo el conocimiento que transmitía el catedrático. Con toda seguridad al día siguiente sacaría el libro del autor chino prestado de la biblioteca universitaria.

Una calurosa salva de aplausos acompañó al agradecimiento final del profesor. A continuación, el decano de Historia ofreció a los presentes iniciar una ronda de preguntas. Ariosto se sorprendió de que Maroni se levantara como un resorte y solicitara plantear la primera cuestión.


Professore
Cesi, —inició su intervención Maroni—, dice usted que la base de la obra de Sun-Tzu se centra en la máxima de que
«todo el Arte de la guerra se basa en el engaño. El supremo arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar»
. Si esta premisa se extendiera a la vida cotidiana actual, nos encontraríamos en un mundo de mentirosos. Pongamos un ejemplo, tengo a mi alrededor algunos de mis compañeros que han disfrutado de su lección, pero no están acostumbrados a conferencias tan largas y se encuentran cansados. Como son educados, se quedarán hasta el final, pero les gustaría irse ahora. Para ellos, en este momento, usted es el enemigo. Así, para abreviar el acto, si yo le dijera que la grúa municipal se ha llevado su automóvil, ¿dejaría usted de contestar a mis preguntas para comprobarlo?

—Me temo, señor —contestó el profesor— que imaginaría que usted está utilizando el engaño para conseguir su propósito, y previéndolo, no le haría el menor caso.

—En tal caso, le haré otra pregunta. A mi modo de ver, a Sun-Tzu le falta un detalle para completar sus enseñanzas. Al engaño yo añadiría otro elemento. No sólo hay que engañar al enemigo, sino que hay que hacerlo desconcertándolo, actuando de modo imprevisible. Haciendo exactamente lo contrario de lo que espera tu contrincante, jugando, claro, con la ventaja del conocimiento del adversario. A veces, se puede engañar hasta contando la verdad. De esa manera la victoria es total.

—Su apostilla es aceptable —al viejo académico aquel tipo empezaba a resultarle cargante—, pero temo que nuestro autor ya no pueda incluirla en su tratado —un rumor de sonrisas recorrió la sala—. Sin embargo, creo que su teoría del desconcierto no siempre puede aplicarse a todo tipo de engaños. Es como el asunto de la grúa, si el enemigo sabe que usted va a ser imprevisible, actuará en consecuencia previéndolo. Es decir, que no caerá en esa burda treta. Siguiente pregunta.

En aquel momento, el decano desconectó el micrófono del profesor para comentar unas frases con él en voz baja. Tras un breve cambio de impresiones, ambos asintieron y el presentador se dirigió a la audiencia.

—Señoras y señores, por motivos de agenda, al profesor Cesi le es imposible seguir contestando a sus preguntas. En nombre de esta facultad le doy las gracias a nuestro distinguido conferenciante por su aportación y a ustedes por su asistencia. Buenas tardes.

Ante la mirada sorprendida de los asistentes, los dos profesores se levantaron, dirigieron un saludo con la cabeza al público y salieron rápidamente por una puerta lateral. Los concurrentes comenzaron, entre murmullos, a salir de la sala. Cuando Ariosto llegó a la puerta se volvió y observó que Maroni permanecía todavía sentado en su silla, sonriendo.

—¿Qué haces Carlo? —le preguntó—. ¿Nos vamos?

—Un momento Luis, déjame disfrutar un poco más de mi victoria.

Ariosto se acercó y tomó de los dedos de Maroni un pequeño papel. En él observó que están anotadas dos series de números. Una matrícula de automóvil y el teléfono de los
Carabinieri
, sección de tráfico.

17

La Laguna, sábado. 03:20 horas.

La comisaría de la calle del Agua era un hervidero de personas entrando y saliendo de ella a la luz de las farolas cuando Olegario detuvo el
Mercedes
para que Ariosto y Pedro Hernández descendieran. El policía de la entrada tuvo que hacer la oportuna consulta telefónica, tras la cual permitió la entrada a ambos hombres, indicándoles la localización del despacho del inspector Galán. Tras deambular por los anodinos y fríamente iluminados pasillos del edificio se encontraron con que el despacho en cuestión, más pequeño de lo que esperaban, estaba ocupado por Sandra Clavijo y Marta Herrero, que estaban absortas observando la pantalla de un ordenador portátil.

—Ya te echábamos de menos, Luis —dijo Marta, saludándole al percatarse de su presencia—. Como ves, esto está revolucionado.

—Me imagino que no es para menos —respondió Ariosto—. ¿Cómo está, Sandra?

—Pues como todos, desvelada por completo. ¿Cómo se ha tomado el obispo la noticia?

—Por lo poco que pude hablar con él, está deshecho pero compuesto, si es posible emplear juntos estos términos antagónicos.

—¿Y tú, Pedro? ¿Qué haces por aquí?— preguntó Marta.

—Ariosto me ha pedido que le acompañe —respondió Hernández—. Tiene algo importante que contarles.

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