—¡Una furgoneta de tipo Isotermo! —exclamó Galán a su espalda, alarmado.
—¿Qué les pasa a esas furgonetas? —preguntó Morales, extrañado.
—Que no dejan entrar el aire exterior —respondió Ramos.
Galán se abalanzó sobre el cierre de la puerta trasera. Giró el manillar y la abrió. No estaba cerrada con llave. Una vaharada de aire caliente y viciado salió del interior del vehículo. El policía completó la apertura de la puerta y a pesar de la penumbra del interior del garaje, pudo ver a un hombre atado a una silla atornillada en el suelo de la cabina. Se encontraba exánime, con la cabeza caída sobre su hombro derecho. A pesar de los ojos cerrados y la falta de expresión, Galán lo reconoció al primer vistazo.
—¡Es el nuncio! —gritó, mientras saltaba al interior del vehículo—. ¡Ramos! ¡Llama a una ambulancia!
Galán tomó del cuello al hombre y le levantó un párpado. Le pareció que la pupila reaccionó algo, aunque había poca luz. Buena señal. Apoyó su índice en el cuello sudoroso e intentó detectar el pulso. No lo consiguió. Muy mala señal. De un tirón arrancó la tela adhesiva que cubría su boca. El hombre no reaccionó. Galán comenzó a ponerse nervioso, el estado del eclesiástico no le gustaba nada.
—¿Qué ocurre? —Preguntó Morales, temeroso—. ¿Respira?
—¡Maldita sea! —contestó el inspector—, no lo sé, creo que no.
La Laguna, sábado. 06:10 horas.
El automóvil conducido por la pareja de serbios burló fácilmente el control establecido por la Policía Nacional en la rotonda situada en el cruce entre el Camino de Las Mercedes y la vía de Ronda, giró a la derecha desde la plaza del Cristo hacia el camino El Bronco y después tomó por el de Laurel Jardina. Conocían las estrechas y numerosas carreteras secundarias que rodeaban la ciudad. En la tercera transversal de la calle Gonzaliánez estaba la casa alquilada por el siciliano.
Un edificio de dos plantas de un color que en su día fue rojo teja era testigo de que el asfalto finalizaba allí, en pleno campo. A los serbios les era indiferente el escaso gusto arquitectónico del constructor, así como la falta de simetría de algunas ventanas, la fealdad de una puerta de garaje metálica completamente oxidada y la incongruencia de un minúsculo balcón adornado por una pequeña balaustrada de yeso blanco, su único toque de distinción.
El moreno se apeó y abrió el candado que impedía el paso al amplio garaje multiusos de la casa, de paredes de bloques sin revestir, donde dormía el automóvil, pero con trazos de haber sido destinado en otros momentos de su vida a tendedero y a comedor comunitario.
El automóvil se introdujo en el edificio y la puerta se cerró tras él. El rubio bajó del coche y ambos hombres cambiaron sus uniformes de Protección Civil por ropa de calle común, lo más común posible.
—Dragan —dijo su compañero en serbio—, aquí nos separamos. Ha sido un buen trabajo, hermano.
Ambos hombres se abrazaron y acto seguido el rubio se colocó el casco y se subió a la moto negra. Le quedaba un buen trecho para llegar a la autopista del sur pasando por la Cruz del Carmen, la carretera hacia Taganana y bajar posteriormente a San Andrés. Un rodeo amplio para evitar las principales vías, donde con seguridad estaría apostada la policía.
—Yo saldré dentro de diez minutos —respondió el moreno. A él le tocaba escapar en transporte público—. Buena suerte.
Abrió la puerta del garaje lo suficiente para que la moto saliera. Después la cerró y se dirigió al automóvil. Accionó el tirador del maletero y éste se abrió. Levantó totalmente el capó trasero y observó con lascivia la figura que yacía en el fondo, inconsciente. Miró su reloj. Diez minutos. Todavía tenía tiempo de divertirse un poco.
***
Eladia Marrero vendía flores en el mercado de La Laguna, y por eso debía levantarse muy temprano todos los días, incluso los domingos. Las cultivaba en la huerta de su casa, en una transversal de la carretera de Las Mercedes, en plena vega lagunera, lo que hacía que aquel pedazo de terreno de doscientos metros cuadrados pareciera un vergel encastrado entre las desperdigadas casas unifamiliares y los campos sin cultivar que las rodeaban.
Eladia era muy escrupulosa en algunas cosas. Y una de ellas era vigilar para que en el vecindario no se colara ningún indeseable. Conocía a todos los habitantes en un radio de quinientos metros a la redonda, y estaba tranquila. Eran buena gente.
Por eso no le gustó nada que Paquito Concepción, que se había marchado con la familia a trabajar a los hoteles del sur, hubiera alquilado su casa a unos desconocidos. Que esos desconocidos pretendieran seguir siéndolo al negarse a confraternizar con los vecinos, fue la segunda cosa que no le agradó. Y la tercera, el trasiego de distintos vehículos que entraban y salían de esa casa.
A través de la ventana del cuarto de costura de su casa, que daba al este, se veía la casa de Paquito a unos cien metros de huertas y sembrados, y siempre que se levantaba, a las cinco y pico de la madrugada, había movimiento en ella. Luces encendidas y un continuo abrir y cerrar de la puerta del garaje. Hasta ahí podía resultar aceptable el asunto. Pero lo que le resultó extraño fue ver salir de aquella decrépita cochera a un coche de lujo, un
Audi
, según decía el Jonathan, su nieto, que se conocía las marcas de coches al dedillo. Otro día había salido una furgoneta congeladora, igual a otras que había visto en el mercado repletas de pescado congelado. Otro día, dos motos negras enormes, unas
Yamahas
, según el pequeño informante. Como sólo volvió una, Eladia sacó en consecuencia que la habían vendido. Aquellos inquilinos se estaban dedicando a la venta de vehículos usados.
Hasta ahí todo era aceptable. Pero lo que se salió de lo admisible fue ver entrar un coche de Protección Civil. La presencia de aquel automóvil en la vivienda colindante sólo podía obedecer a un robo, no cabía duda. Nadie se lleva uno de esos coches a su casa. Y para nada iba a permitir tener por vecinos a unos ladrones de coches.
Llamaría inmediatamente a Pepe Sánchez, el policía municipal vecino de su cuñada, y le contaría la extraña conducta de los ocupantes de la casa de al lado.
Vamos, aquello era lo último. Hasta ahí podíamos llegar.
***
—¿Se encuentran bien? —preguntó Ariosto.
Había arrancado la cinta adhesiva de la boca del primer policía local y la mitad de su bigote se había quedado impreso en la pegajosa tela para siempre. Unos golpes sordos en una puerta metálica en la planta baja le habían llevado a descubrir a cuatro hombres esposados y amordazados en un estrecho cuarto de contadores. Los oyó cuando la alarma dejó de sonar treinta segundos, como tomando fuerzas antes de reanudar su persistente ataque a los tímpanos de quienes estuvieran cerca.
—Sí, gracias —respondió el policía, sofocado—. Llame a nuestros compañeros, puede que se haya producido un robo, y no tenemos las llaves de las esposas.
—El robo se ha producido, aunque afortunadamente ha sido sólo parcial —respondió Ariosto, alzando la voz para que pudiera oírsele sobre el estruendo de la alarma—. Ahora mismo llamo a la policía. ¿Puede decirme algo de los ladrones?
—Uno iba disfrazado de Policía Nacional y otros dos de personal de Protección Civil. Estos últimos llegaron en un coche con sus distintivos.
El otro policía hacía gestos con la cabeza. Fue el segundo en sentir liberado su rostro tras pagar la correspondiente tasa de depilación facial.
—Había un cuarto hombre —dijo—, que vestía de negro, y que llegó más tarde. Después de eso nos cerraron la puerta y no vimos más.
—¿Oyeron o notaron algo más desde aquí?
—Me pareció oír los pasos de varias personas saliendo antes de que sonara la alarma. Después, la sirena no nos dejó escuchar nada más.
—Por cierto, ¿alguien sabe como desconectarla? —Preguntó Ariosto, visiblemente molesto.
***
—¡Hemos recuperado el pulso! —anunció Galán.
Más de una docena de policías, incluyendo al jefe Blázquez, se arremolinaban en torno al cuerpo del nuncio, que, sin más ceremonias, había sido desatado y tendido en el suelo de cemento pulido del garaje. Galán y Ramos se habían alternado para asistirlo con masaje cardíaco y respiración boca a boca. En el revuelo que se produjo en la entrada del edificio cuando llegó la noticia del hallazgo, Sandra y Pedro se colaron también en el aparcamiento, aunque se mantuvieron en un discreto segundo plano. Ahora, mientras todos dirigían su atención a lo que ocurría en el suelo, Sandra aprovechó para sacar un par de fotos con el móvil. Nunca se sabía.
Los policías se echaron a un lado cuando llegaron los sanitarios de la ambulancia del Servicio Canario de Salud, que prosiguieron, con diversos aparatos portátiles, la reanimación del prelado.
Los policías no podían ocultar su satisfacción, palmeándose las espaldas. Habían logrado encontrar al ilustre secuestrado a tiempo. Blázquez había salvado el cuello y se le notaba eufórico. Hasta los invitados se unieron a la celebración y Sandra y Pedro acabaron también entre besos y abrazos.
Los médicos estabilizaron al nuncio y lo llevaron en una camilla rodante a la ambulancia. Cuando el furgón amarillo arrancó en dirección al hospital, todos suspiraron de alivio. Ya en la calle, Sandra se acercó a Galán y le comentó el contenido del último mensaje del secuestrador. En ese momento sonó su móvil. Era Ariosto.
—Querida Sandra, después le cuento —dijo su amigo, con tono alarmado—. ¿Está con Galán? Es que su móvil estaba fuera de cobertura. ¿Me lo pasa, por favor?
—Antonio al habla —dijo el policía al ponerse al teléfono—. Hemos recuperado al nuncio. Vivo.
—Gracias a Dios —respondió Ariosto—. Siento aguarle la fiesta, Antonio, pero ha surgido otro problema. Tengo la convicción de que los mismos secuestradores han asaltado el convento de Santo Domingo y han robado una pieza de la exposición.
Ariosto no pudo ver la transmutación del rostro de Galán a medida que le daba detalles de lo ocurrido en el convento. El relato finalizó en un par de minutos.
—Repita eso, por favor —insistió el policía—. ¿Han huido en un coche de Protección Civil? Un momento, Luis.
Galán apartó el teléfono y gritó en voz alta, de modo que lo oyeran todos los concurridos en la calle.
—¿Alguien sabe algo del robo de un vehículo de Protección Civil?
Todos se miraron, extrañados. Era una pregunta fuera de contexto en aquel momento. Del fondo del grupo surgió un motorista de la Policía Local, que se acercó al inspector.
—Yo he recibido la denuncia de una vecina de Las Mercedes, que había visto un coche con esos distintivos en una casa vecina y sospechaba que había sido robado. Pero he llamado al garaje del parque móvil y me han dicho que no falta ninguno.
—¿Sabes la dirección de la casa? —preguntó Galán.
—Sí, claro. Yo vivo cerca.
—Llévame allí ahora mismo, por favor —pidió Galán, que se dirigió a la moto del policía con la clara intención de subirse a ella.
—Pero…, no llevas casco —apuntó el municipal.
—Pues ponme una multa, pero llévame, ¡ahora! ¡No hay tiempo que perder!
***
Olegario volvía al centro de la ciudad desde la casa de doña Enriqueta dando un rodeo por el norte. Como Ariosto no estaba en el coche, el chófer conducía escuchando ilegalmente la frecuencia de la radio de la Policía Local, que era la más fácil de interceptar. Su jefe no se lo hubiera permitido, pero ahora no estaba en el automóvil.
Había pasado el semáforo del cruce del pasaje de Concepción Salazar con la carretera de Tejina, dejando un enorme y oscuro parque a su izquierda, cuando escuchó una conversación extraña. Un policía preguntaba a los del depósito municipal de vehículos si faltaba alguno de los de Protección Civil. Había recibido la denuncia de un posible robo cerca del Camino de Las Mercedes. Aquella dirección estaba muy cerca, y nada de lo que estaba ocurriendo aquella noche era casual. No perdía nada por echar un vistazo.
Olegario decidió cambiar la dirección de su vehículo al llegar a dicho Camino, realmente una carretera estrecha de más de cinco kilómetros de longitud. Giró a la izquierda y tomó la dirección del monte de Las Mercedes, que daba nombre a toda aquella zona. Se detuvo en un control policial en el cruce con la rotonda de la Vía de Ronda, que pasó una vez exhibida su documentación personal. Continuó en línea recta por el Camino otro kilómetro, hasta llegar a una bifurcación. A la izquierda giraba el Camino de Las Mercedes, y a la derecha comenzaba el Camino Jardina. Se detuvo, dudando unos segundos. Unos doscientos metros más allá, la luz del faro delantero de una motocicleta de alta cilindrada le llamó la atención. La moto provenía de un ramal a su derecha y giró hacia el norte, en dirección al monte.
Un destello de reconocimiento brilló en las pupilas del chófer. No se lo pensó dos veces, metió la primera marcha y comenzó a seguir la motocicleta, esbozando una ligera sonrisa.
***
Ariosto había vuelto a la sala de exposiciones. Quería estar allí una vez más antes de que llegara la Policía Científica y se adueñara de aquel espacio. Era preciso revisar los detalles del robo. Algo debía habérsele pasado por alto al ladrón. Sabía que su contrincante era muy inteligente, pero era humano, y como tal, podía haber cometido algún fallo. Inspeccionó la urna que cubría la cruz. Había sido forzada con un instrumento metálico punzante. Se veía la marca en la base donde estaba apoyada.
No habían intentado desconectar la alarma. Le fascinaba la seguridad de los asaltantes de que nadie acudiría cuando saltase. Entraron, forzaron el cristal protector y se llevaron la Cruz. Tan campantes.
Pero no, había algo que no le cuadraba a Ariosto. Estaba seguro de que un detalle importante se le estaba escapando, y no daba con él.
Volvió a repasar mentalmente los acontecimientos paso a paso. Los ladrones actuaban a cara descubierta. Estaban convencidos de que nadie podría impedir su plan. Ni su huida.
La huida.
Tal vez en este punto estuviera la cuestión que le atormentaba. Los policías esposados escucharon pasos antes, justo antes, de que sonara la alarma.
¿Qué significaba aquello?
Ariosto le dio varias vueltas al asunto. Sólo había una respuesta. La mayoría de los asaltantes se fueron antes de que se forzara la urna. El que robó la Cruz actuó solo. Sus cómplices ya se habían marchado. Y esa persona era Maroni. No había duda, después de lo que había pasado aquella noche, de que se trataba de él. Por ello, tenía que ponerse en su papel. Pensar como Maroni.