El cero y el infinito (30 page)

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Authors: Arthur Koestler

BOOK: El cero y el infinito
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—No te imagines que tú entiendes —dijo—. Dios sabe lo que tendría en la cabeza cuando dijo esto. El Partido les ha enseñado a todos ustedes a ser astutos, y todo aquel que se vuelve demasiado astuto pierde la decencia. No está bien que se encojan de hombros —prosiguió con cólera—. Ahora ocurre en el mundo que la decencia y el talento están reñidos, y cualquiera que elija uno de ellos tiene que prescindir del otro. No es bueno para el hombre pensar demasiado las cosas, y por eso está escrito: "Que tus palabras sean: sí, sí; no, no; porque cualquiera que dijese más que esto, hace mal."

Se dejó caer en el colchón y volvió la cabeza, para no ver la cara que ponía su hija. Hacía tiempo que no la había contradicho con tanta energía, y esto podía dar lugar a algo malo, desde que se le había metido en la cabeza que necesitaba el cuarto para ella y para su marido. Uno tenía que ser astuto en esta vida, porque después de todo era muy duro a su edad tener que ir a la cárcel o verse obligado a dormir a la intemperie debajo de los puentes. Pero había que elegir: o conducirse decentemente, o con habilidad, por que las dos cosas no podían ser.

—Le voy a leer a usted el final de la audiencia —anunció la hija.

El fiscal había acabado el interrogatorio de Rubashov. A continuación, el acusado Kieffer fue preguntado una vez más, y repitió sus afirmaciones precedentes sobre el proyectado asesinato en todos sus detalles. "...Interrogado por el presidente si deseaba hacer alguna pregunta a Kieffer, ya que tenía este derecho, el acusado Rubashov contestó que renunciaba a ello. Con esto concluyó la audiencia de los testigos, y el juicio se suspendió. Luego, al reanudarse, el fiscal empezó a hacer el resumen...".

El viejo Vassilij no escuchaba el discurso del fiscal. Se había vuelto hacia la pared y se había dormido. No supo desde cuánto tiempo había estado durmiendo, ni cuántas veces su hija echó aceite a la lámpara, ni las veces que llegó con el dedo al final de una columna y volvió a empezar con la siguiente. Sólo despertó cuando el fiscal, resumiendo su alegato, pidió la pena de muerte. Tal vez la hija había cambiado el tono de voz al final, o quizás había hecho una pausa; sea como fuere, Vassilij estaba despierto otra vez cuando ella llegó a la última frase del discurso del fiscal público, que estaba impresa en un tipo negro y bien destacado:

"Pido para esos perros rabiosos la pena de muerte."

Entonces se permitió a los acusados decir sus últimas palabras.

"...El procesado Kieffer se levantó, y dirigiéndose a los jueces, pidió que se le perdonara la vida en consideración a su juventud. Admitió la bajeza del crimen, procurando atribuir la responsabilidad total a su instigador, Rubashov. Al hacer esto empezó a tartamudear agitadamente, provocando así las risas de los espectadores, que fueron reprimidas con rapidez por el presidente.

Después se permitió hablar a Rubashov...".

El periodista pintaba aquí con vivos colores cómo el procesado Rubashov "examinó al público con ojos febriles, y no encontrando ni una sola cara que demostrase piedad o simpatía, dejó caer la cabeza con desesperación".

Las palabras finales de Rubashov fueron breves, con lo que se intensificó la desagradable impresión que había producido toda su conducta ante el tribunal.

"Ciudadano presidente —declaró el acusado Rubashov—. Hablo aquí por última vez en mi vida.

La oposición se encuentra batida y destrozada, y si me preguntase a mí mismo: '¿por qué voy a morir?', no sabría qué contestarme. No existe nada por lo que valga la pena morir, si uno muere sin arrepentirse y sin haberse reconciliado con el Partido y el Movimiento ante el país, ante las masas y la totalidad del pueblo. Las mascaradas políticas, las farsas de las conspiraciones y disputas ha terminado. Estábamos políticamente muertos antes de que el ciudadano fiscal pidiese nuestra cabeza. Desgraciados de los vencidos a quienes la historia convierte en polvo. No tengo que ofrecer más que una sola justificación, ciudadanos jueces: no evité responsabilidades, ni busqué que todo esto fuese fácil para mí mismo. La vanidad y los últimos restos de orgullo me susurraban: 'Muere en silencio, no digas nada'; o 'muere con un rasgo noble, con un conmovedor canto de cisne en los labios; vuelca tu corazón y desafía a tus acusadores'. Hubiese sido más fácil para un viejo rebelde.

Pero vencí la tentación. Con eso mi tarea ha terminado. He pasado y queda saldada mi cuenta con la historia. Pedir misericordia sería un escarnio y una mofa para todos. No tengo nada más que decir."

"...Después de una breve declaración, el presidente leyó la segunda sentencia. El Tribunal Supremo de la justicia Revolucionaria ha condenado a los procesados a la máxima pena: fusilamiento y confiscación de bienes."

El viejo Vassilij miró el clavo mohoso encima de su cabeza y murmuró:

—Hágase tu voluntad. Amén.

Y se volvió hacia la pared.

2

Todo había terminado, y Rubashov sabía que antes de la medianoche habría dejado de existir.

Daba vueltas por la celda, a la que había regresado luego del estruendo de la vista pública; seis pasos y medio hasta la ventana y seis pasos y medio de vuelta. Cuando se detuvo para escuchar, en la tercera baldosa negra a partir de la ventana, el silencio entre las cuatro paredes blanqueadas se le venía encima como en las profundidades de un pozo. No comprendía aún por qué todo había quedado tan tranquilo, dentro y fuera, pero sabía que ya nada vendría a perturbar su paz.

Mirando hacia atrás, podía recordar con precisión el momento en que esta bendita quietud se había abatido sobre él. Había ocurrido en la vista, antes de comenzar su último discurso. Estaba creído de que había hecho desaparecer por el fuego los últimas vestigios de egoísmo y vanidad de su ser consciente, pero en aquel momento, cuando sus ojos escudriñaban las caras del público, encontrando únicamente indiferencia y escarnio, había sentido por última vez deseo de un mendrugo de piedad, como si, helándose, hubiese deseado calentarse con sus propias palabras. Había sentido otra vez la tentación de hablar de su pasado, de alzarse una vez más y desgarrar la red en que lo habían envuelto Ivanov y Gletkin; de gritar a sus acusadores como Dantón: "¡Habéis puesto vuestras manos sobre mi vida entera; ojalá se levante para desafiaron...!" ¡Oh, qué bien se sabía el discurso de Dantón ante el Tribunal Revolucionario; se lo había aprendido cuando muchacho y podía repetirlo palabra por palabra: "Necesitáis ahogar en sangre la República. Hasta cuándo las únicas huellas de la libertad deberán estar grabadas en las losas de las tumbas? La tiranía está en pie, ha arrojado el velo, lleva la cabeza alta y marcha sobre nuestros propios cuerpos."

Las palabras habían quemado su lengua, pero la tentación no había durado más que un momento; después, cuando empezó a pronunciar su último discurso, la campana del silencio se había hundido otra vez sobre él. Reconoció que era demasiado tarde.

Demasiado tarde para andar otra vez el mismo camino, para hollar una vez más en las sepulturas de, sus propias huellas; las palabras no podían deshacer nada.

Demasiado tarde para todos ellos. Cuando llegase la hora de aparecer por vez postrera ante el mundo, ninguno de ellos podría convertir la barra de los acusados en una tribuna; ninguno de ellos podría desgarrar el velo que cubría la verdad, revelándola al mundo, ninguno de ellos podría devolver la acusación a sus jueces, como Dantón.

Los había que estaban silenciosos por el miedo, como Labio Leporino; otros que esperaban salvar su cabeza; otros, por último, arrancar a sus mujeres o a sus hijos de las garras de los Gletkin.

Los mejores de ellos guardaban silencio para prestar este último servicio al Partido, dejándose sacrificar como otras tantas víctimas expiatorias y, además, aun los mejores tenían una Arlova sobre su conciencia. Todos estaban demasiado ligados a su pasado, presos en la red que ellos mismos tejieron, según las leyes de su propia ética y lógica retorcidas; todos eran culpables, aunque no de los hechos de los que los acusaban. No había retirada posible para ellos, y su salida del escenario tuvo lugar con estricto apego a las reglas de su extraño juego. El público no esperaba cantos de cisne de ninguno de ellos. Tenían que conducirse con sujeción a lo que mandaba el libreto, y su papel era de aullar como los lobos en la noche...

En consecuencia, todo había terminado, y no quedaba nada más que hacer. Ya no tenía que aullar con los lobos; había pagado y su cuenta estaba saldada. Estaba como el hombre que perdió su sombra, liberado de toda atadura. Había seguido todos sus pensamientos hasta su conclusión lógica y obrado en consecuencia hasta el mismo final; las horas que le quedaban pertenecían al interlocutor silencioso, cuyo dominio empezaba justamente donde el raciocinio lógico acababa. Lo había denominado: "ficción gramatical", con ese rubor de hablar en primera persona del singular que el Partido inculcaba a sus discípulos.

Rubashov se detuvo delante de la pared que lo separaba del número 406. La celda estaba vacía desde la partida de Rip van Winkle; se quitó los lentes, miró alrededor furtivamente y transmitió: "5-4, 3-5".

Se quedó escuchando con un sentimiento de rubor infantil, y llamó otra vez: "5-4, 3-5".

Siguió escuchando, y otra vez repitió los mismos signos. La pared permaneció muda. Hasta entonces nunca había transmitido conscientemente la palabra "Yo". Probablemente nunca.

Escuchaba. Los golpes se desvanecieron sin resonancia ni respuesta.

Rubashov continuó paseando por la celda. Desde que la campana del silencio se había hundido sobre él, estaba dándole vueltas a ciertas cuestiones que hubiera querido resolver antes de que fuera demasiado tarde. Eran cuestiones bastante ingenuas, referentes al significado del sufrimiento, o más exactamente, a la diferencia entre el sufrimiento que tiene algún sentido y el sufrimiento insensato. Era evidente que sólo el sufrimiento con sentido era inevitable, en tanto que estaba enraizado en la fatalidad biológica. Por el contrario, todo sufrimiento con origen social era un simple accidente, y, por lo tanto, absurdo y sin objeto. El único fin de la Revolución había sido la abolición del sufrimiento evitable. Pero había resultado que la abolición de esta segunda clase de sufrimiento era sólo posible al precio de un temporario y enorme aumento en la suma total del primero.

Por consiguiente, la cuestión se planteaba así: ¿Estaba aquella operación justificada?

Evidentemente lo estaba si se refería uno al género humano en abstracto; pero aplicada al "hombre" en singular, a la cifra "5-4, 3-5", al ser humano real de carne y hueso, el principio conducía a una consecuencia absurda. Cuando muchacho, había creído que trabajando para el Partido encontraría respuesta a todas las preguntas de esta especie. El trabajo había durado cuarenta años, y ahora volvía a la perplejidad original de su juventud. El Partido le había tomado cuanto él había ofrecido, pero nunca le había proporcionado ninguna respuesta. Ni tampoco lo hacía el interlocutor silencioso, cuyo mágico nombre había golpeado en la pared de la celda vacía; se hacía el sordo a las preguntas directas, por muy urgentes que fuesen.

A pesar de eso, había algunos procedimientos para acercarse a él. A veces respondía inesperadamente a una melodía, o al simple recuerdo de ella, o a las manos plegadas de la Pietà, o a ciertas escenas de su juventud. Como un diapasón respondía a ciertas vibraciones, y una vez que arrancaba se producía ese estado que los místicos llamaban "éxtasis" y los santos "contemplación"; el más grande y serio de los psicoanalistas modernos había reconocido ese estado como un hecho real, y lo llamaba "sentido oceánico". Indudablemente, la personalidad se disolvía como un grano de sal en el mar; pero, al mismo tiempo, ese mar infinito parecía estar contenido en el grano de sal, que no podía localizarse ya ni en el tiempo, ni en el espacio. Era un estado en el que el pensamiento perdía su dirección y empezaba a dar vueltas en círculo, como la aguja de una brújula en el polo magnético; hasta que, por último, se soltaba de su eje y se lanzaba libremente al espacio, como un rayo de luz en la noche; hasta parecía que todos los pensamientos y sensaciones, hasta la misma alegría y el dolor, eran solamente las rayas del espectro del mismo rayo de luz, desintegrándose en el prisma de la conciencia.

Rubashov daba vueltas por su celda. En sus buenos tiempos se hubiera ruborizado por estas infantiles meditaciones, pero ahora no se avergonzaba, porque cuando la muerte se aproxima, la metafísica se torna real. Se detuvo ante la ventana e inclinó la frente contra el vidrio. Sobre la torrecilla de la ametralladora podía verse un trozo de cielo azul. Era un azul pálido, y le recordaba aquel particular azul que veía en el parque de su padre, cuando, siendo niño, se tendía sobre la hierba a mirar los álamos balancearse con lentitud contra el cielo. Aparentemente, bastaba un trozo de cielo azul para originar el "sentido oceánico". Había leído que, según los últimos descubrimientos en astrofísica, el volumen del mundo era finito, aunque el espacio no tenía límites, y se contenía en sí mismo, como la superficie de una esfera. Nunca había sido capaz de entender eso, pero ahora sentía un urgente deseo de comprender. También recordaba dónde lo había leído; durante su primera detención en Alemania, los camaradas habían logrado entrar de contrabando un ejemplar del órgano del Partido, que se imprimía ilegalmente; en la primera hoja venían tres columnas acerca de una huelga en una fábrica de hilados, y en la parte baja de una de ellas, seguramente para llenar un hueco, habían impreso en letra menuda el descubrimiento de que el universo era finito; pero como faltaba la mitad de la página, nunca había podido saber lo que seguía.

Rubashov estaba de pie junto a la ventana, golpeando la pared con sus lentes. Cuando era muchacho había tenido intención de estudiar astronomía, pero durante cuarenta años sólo estuvo haciendo otra cosa. ¿Por qué no le había preguntado el fiscal: "Ciudadano Rubashov, ¿qué sabe usted del infinito?" No hubiese sido capaz de contestar, y allí, allí estaba el verdadero origen de la culpa. ¿Podía haberla mayor?

Después de haber leído esa información periodística, en la soledad de su celda y con las coyunturas todavía lastimadas del último día de tormento, había caído en un extraño estado de exaltación; lo había invadido el "sentido oceánico". Había sentido luego vergüenza de sí mismo. El Partido no aprobaba tales estados, calificados de misticismo pequeño burgués o refugio en la torre de marfil. También los llamaba "una deserción del trabajo de la lucha de clases". El "sentido oceánico" era contrarrevolucionario.

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