Los singulares rumores que había oído por medio mundo, en aquel momento le tocaban de cerca, invadiéndola con una sensación de irrealidad. Existían límites físicos. No podía existir un ciervo volante de medio metro de largo. ¿O sí podía? Rhin era toda entomóloga en aquel momento. La lógica y la experiencia entraron en escena. Era una cuestión que podía aprobar o desaprobar. «A menos de un bloque de distancia», había dicho Ramón. Chen-Lhu no desearía apartarla tan pronto de Joao Martinho.
—Iremos con usted, no faltaba más —dijo Rhin.
—Desde luego —confirmó Chen-Lhu.
Rhin tomó el brazo de Martinho.
—Muéstreme ese fantástico insecto, señor Martinho.
Martinho puso una de sus manos sobre la de Rhin y notó una sensación electrizante de afecto. «Una mujer realmente turbadora», pensó.
—Es usted una mujer tan encantadora que el solo pensamiento de que ese ácido pudiera…
—Pronto saldremos de toda duda —dijo Chen-Lhu—. ¿Nos quiere indicar el camino, señor Martinho?
Éste dejó escapar un suspiro de resignación. ¡Eran tan testarudos los no creyentes! Pero aquélla era la oportunidad para encumbrar con ineluctable evidencia lo que casi todos los bandeirantes sabían ya. Sí, Chen-Lhu, director de distrito de la OEI, llegaría a Brasil. Ya estaba allí y ahora iría con él a verlo con sus propios ojos. De mala gana, Martinho transfirió el brazo de Rhin a Chen-Lhu.
—Procure mantener a la encantadora señorita Kelly en la retaguardia. A veces los rumores tienen terribles aguijones.
—Se tomarán las necesarias precauciones —afirmó Chen-Lhu.
Los hombres de Martinho ya se habían dirigido hacia la salida del cabaret. Joao les siguió, ignorando el rumor entrecortado de la clientela del «Achigua» al verles salir.
Acompañando a Chen-Lhu hacia la calle, Rhin observó minuciosamente el aspecto de los bandeirantes. No daban la impresión de hombres que se doblegaran fácilmente; más bien se les veía dispuestos a luchar contra cualquier enemigo. Así debería ser.
La noche se transformó en un resplandor blanco-azulado, debido a las luces potentes transportadas por el gran camión de los bandeirantes. Un enorme gentío vestido con atuendos de muchas naciones y variadas regiones del Brasil se dirigía desde el «Achigua» hacia la plaza.
Martinho se dio prisa, llevando a sus hombres hacia el lugar del suceso. Al llegar les abrieron paso, oyéndose frases de reconocimiento.
—Es Joao Martinho y los hombres de sus Irmandades.
—… la Piratininga con Benito Alvarez.
—Joao Martinho…
Una vez en la plaza, un camión blanco de los bandeirantes de Hermosillo dirigió los faros hacia la fuente del centro. Ya se hallaban allí otros camiones y vehículos oficiales. El camión blanco de los Hermosillo era un gran ingenio mecánico debidamente equipado para su labor en las tierras del interior, y recién llegado de su faena, a juzgar por su aspecto. Los brazos mecánicos, laterales y frontales estaban manchados de barro. Se distinguía fácilmente de los otros por esa peculiaridad.
Martinho observó el resplandor de los faros del camión y se adelantó hacia el cordón policial que mantenía a raya a la muchedumbre. Tras él iban sus hombres.
—¿Dónde está Ramón? —preguntó.
Vierho se le acercó para responderle:
—Ramón ha ido con Thomé y con Lon. No veo a ese bicho.
—Mira —indicó Martinho.
La multitud era contenida alrededor de la plaza, a unos cincuenta metros de la fuente central, que arrojaba al aire sus arcos de agua resplandeciente. Frente a la multitud estaba un círculo enlosado, con sus mosaicos decorados con representaciones gráficas de pájaros del Brasil. Dentro del círculo enlosado se elevaba un borde de unos diez centímetros que daba la vuelta completa a otro círculo de veinte metros de diámetro de verde césped, con la fuente en el centro. Entre los mosaicos y la fuente, el césped mostraba unos parches amarillos de hierba chamuscada. Martinho señaló con el dedo aquellos parches, uno por uno.
—Sí, es ácido —murmuró Vierho.
Los proyectores luminosos se centraron repentinamente sobre algo movedizo situado en medio de la fina lluvia del borde de la fuente. Un murmullo sibilante recorrió la multitud como una ráfaga de viento.
—Bien, ahí está —indicó Martinho—. ¿Y ahora querrán creerlo los oficiales de la OEI, tan reacios a todo?
Mientras hablaba, un chorro de líquido burbujeante se arqueó desde aquel pequeño monstruo hacia la fuente y más allá, sobre el césped.
La multitud emitió un susurro de sorpresa.
Martinho se dio cuenta de un rumor creciente a su izquierda, y se volvió para ver a un médico que salía de entre la multitud que circundaba la fuente del centro de la plaza. El médico se volvió hacia la multitud, al otro lado del camión de Hermosillo, elevando sobre su cabeza la cartera de mano.
—¿Quién es el herido? —preguntó Martinho.
—Es Alvarez —repuso un policía a su espalda—. Ha intentado hacerse con esa… cosa, pero lo ha hecho sólo con un rifle rociador y un sencillo escudo. Ese escudo no sirve contra la rapidez del ciervo volador. Le ha dado a Alvarez en el brazo.
Vierho advirtió que Martinho señalaba a la multitud tras el policía. Rhin Kelly y Chen-Lhu cruzaron la fila de los mirones, quienes les cedieron el paso al reconocer la insignia de la OEI.
—Señor Martinho —dijo Rhin haciendo una seña con la mano—, ¡esa cosa es imposible! Tiene por lo menos setenta y cinco centímetros de largo. Debe de pesar tres o cuatro kilos.
—¿No lo cree viéndolo con sus propios ojos? —preguntó Vierho.
—Déjenos pasar, por favor —rogó Chen-Lhu al policía que había descrito el daño sufrido por Alvarez.
—¿Eh? ¡Ah, oh, sí!
Y se abrió el cinturón policial.
Chen-Lhu se detuvo junto al jefe bandeirante, miró a Rhin y después a Martinho.
—Yo tampoco lo creo. Daría cualquier cosa por echarle las manos encima a esa cosa.
—¿No lo cree? —preguntó Martinho.
—Creo que se trata de una especie de autómata. ¿No le parece, Rhin?
—Tiene que ser algo así.
—¿Cuánto apostaría usted? —preguntó Martinho.
—Diez mil cruceiros.
—Por favor, mantenga a buen recaudo a la encantadora doctora Kelly —indicó Martinho—. ¿Dónde paran Ramón y el camión de las Irmandades? —preguntó a Vierho—. Vamos, encuéntralos. Quiero nuestro escudo de magnaglass y un rifle rociador modificado.
—En seguida, jefe.
—Vamos, de prisa. Ah, sí…, y trae también una botella grande para muestras.
Vierho suspiró y se dispuso a obedecer.
—¿Qué dice usted que es esa cosa? —preguntó Chen-Lhu.
—No tengo que decirlo.
—¿Quiere dar a entender que es una de esas cosas que nadie, excepto los bandeirantes, parece ver en las tierras del interior?
—No niego lo que veo con mis propios ojos.
—¿Por qué será que nosotros no vemos nunca tales especimenes? Eso es algo que me pregunto con frecuencia…
Martinho tragó saliva en un esfuerzo para no estallar de cólera. ¡Valiente tipo estúpido, allí en la seguridad que le daba la zona Verde! Ponía en duda lo que los bandeirantes conocían como hechos reales.
—¿No le parece una pregunta interesante? —insistió Chen-Lhu.
—Ya hemos tenido bastante suerte con escapar con vida —masculló irritado Martinho.
—Cualquier entomólogo le diría que tal estructura viviente es una imposibilidad física —dijo Rhin.
—El material no soportaría semejante estructura a través de tal suerte de actividad —opinó Chen-Lhu.
—Sí, ya veo que los entomólogos necesitan mostrarse correctos —apostilló Martinho.
Rhin le miró fijamente. Aquel colérico cinismo la sorprendió. Martinho atacaba sin quedarse a la defensiva. Actuaba como un hombre que creía en aquella imposibilidad de la fuente y que realmente era un insecto gigante. Pero en el cabaret había argumentado de forma opuesta.
—Ha visto muchas cosas en la selva, ¿eh? —dijo Chen-Lhu.
—¿No se ha fijado en la cicatriz que Vierho tiene en la mejilla?
—¿Y qué prueba una cicatriz?
—Hemos visto… lo que hemos visto.
—¡Pero un insecto no puede tener ese tamaño! —protestó Rhin.
Y la joven volvió su atención a la oscura criatura, que se movía en una fantástica danza por el borde de la fuente, detrás de la cortina de agua.
—Así se me ha informado —repuso Martinho. Imaginó entonces los informes llegados de Serra dos Pareéis. Mántidos de tres metros de altura… Ya conocían la opinión existente en contra. Rhin y todos los entomólogos querían defender su postura. Los insectos no podían producir estructuras vivientes de semejante tamaño. ¿Era posible que aquellas cosas fueran unos autómatas? ¿Quién construiría tales cosas? ¿Y por qué?
—Debe de tratarse de una simulación mecánica de alguna especie —opinó Rhin.
—Pero el ácido que arrojan es auténtico —dijo Chen-Lhu—. Mira los parches amarillos de la hierba.
Martinho recordó entonces que su propio entrenamiento básico estaba de acuerdo con las opiniones de Rhin y de Chen-Lhu. Incluso había negado frente a Vierho la existencia de los mántidos gigantes. Sabía en que forma los rumores habían formado ya una montaña. En aquellos días en las zonas Rojas quedaba muy poca gente, aparte de los bandeirantes. El plan de Restablecimiento fue de lo más eficiente. Tampoco podía negarse que muchos bandeirantes eran analfabetos, hombres supersticiosos atraídos sólo por la aventura y el dinero. Martinho meneó la cabeza. Se hallaba presente, allá en el Goiás, el día en que Vierho sufrió la quemadura del ácido. Había visto…, lo que había visto. Y ahora, la criatura de la fuente.
El rugido sibilante de los motores le despertó de sus especulaciones mentales. El sonido crecía cada vez con mayor intensidad. Ramón colocó el camión de las Irmandades en posición, detrás del vehículo de los Hermosillo. Se abrieron las puertas traseras y Vierho saltó.
—Jefe, ¿por qué no usamos el camión? Ramón podría colocarlo casi encima y…
Martinho le indicó que callase, y se dirigió a Chen-Lhu.
—El camión no tiene suficiente capacidad de maniobra. Ya vio la rapidez que tiene esa cosa.
—Todavía no nos ha dicho lo que es.
—Lo diré cuando lo tenga encerrado en una botella de muestras —repuso Martinho.
Vierho se le aproximó, comentando:
—Pero el camión podría darnos…
—¡No! El doctor Chen-Lhu desea un ejemplar completo y vivo. Traed varias bombas de espuma. Lo atraparemos con nuestras propias manos.
Vierho suspiró, se encogió de hombros y volvió a la parte trasera del camión, hablando brevemente con alguien del interior. Un bandeirante empezó a entregar el equipo solicitado.
Martinho se dirigió a un policía de los que acordonaban a la multitud.
—¿Podría usted difundir un mensaje a todos los vehículos que tenemos enfrente?
—Por supuesto, señor.
—Quiero que apaguen las luces. No quiero quedar deslumbrado por sus faros. ¿Comprende?
—Lo harán inmediatamente, señor.
Se volvió y comunicó la orden a los oficiales de policía.
Martinho se dirigió a la parte trasera del vehículo, tomó un rifle rociador, examinó el cilindro de la carga, lo extrajo y tomó otro. Cargó el arma y comprobó su puesta a punto.
—Vamos, tened a mano la botella de muestras hasta que inmovilicemos… esa cosa. Ya la pediré.
Vierho sacó un escudo dotado de una pantalla de dos centímetros de espesor y resistente al ácido, fabricada con magnaglass y montada sobre un aparato móvil manual de dos ruedas. Una abertura frontal permitía el uso del rifle.
Un bandeirante entregó dos trajes protectores de fibra de vidrio, igualmente resistentes al ácido. Martinho se enfundó uno de ellos y comprobó los cierres. Vierho se colocó el otro.
—Podría utilizar a Thomé —dijo Martinho.
—No tiene mucha experiencia, jefe.
Martinho aprobó con un gesto y comenzó a examinar las bombas de espuma y el equipo auxiliar. Colocó varias cargas de repuesto en fila sobre el escudo.
Todo se produjo en silencio y con rapidez, producto de la experiencia. La multitud expectante que les rodeaba, tras el camión, adoptó el mismo silencio. Sólo se escuchaba el suave murmullo de las conversaciones.
—Está todavía ahí en la fuente, jefe —informó Vierho.
Tomó el control del escudo y se dirigió al enlosado de mosaicos. La rueda derecha se detuvo en el dibujo del cuello de un cóndor del mosaico dibujado en las losas. Martinho puso el rifle en la abertura.
—Sería mucho más fácil si sólo hubiera que matarlo.
—Esos bichos son más rápidos que el diablo —dijo Vierho—. Esto no me gusta, jefe. Si ese bicho rodea el escudo… —Y señaló a la manga del traje protector—. Esto es como intentar detener la corriente con una tela metálica.
—Procura que no se escurra tras el escudo.
—Lo haré lo mejor que pueda, jefe.
Martinho estudió a aquella fantástica criatura tras la cortina de agua de la fuente.
—Alcánzame una linterna potente. Puede que se deslumbre. Vierho dejó el escudo y volvió al camión. Regresó en seguida con una linterna colgando de su cinturón.
—Vamos —ordenó Martinho.
Vierho activó los motores del escudo rodante, surgiendo del aparato un zumbido sordo. Lo dirigió hacia delante y pasó por encima del borde circular y hacia el césped.
Un chorro de ácido salió disparado de aquella criatura, formando un arco sobre la fuente, y quedó aplastado sobre la hierba a diez metros frente a ellos. Un humo aceitoso y blanquecino surgió del césped achicharrado y pronto quedó desvanecido por la brisa nocturna. Martinho se fijó en la dirección de la brisa, y dispuso el escudo teniendo en cuenta aquel factor. Al momento surgió otro chorro de ácido, que cayó más o menos a la misma distancia.
—Nos quiere decir algo, jefe —bromeó Vierho. Se fueron aproximando lentamente al pequeño monstruo, cruzando uno de los parches amarillentos de la hierba.
De nuevo volvió a surgir el chorro de ácido desde el borde de la fuente. El ácido quedó aplastado sobre la hierba y esta vez un olor picante y terrible les invadió.
Un murmullo sordo y prolongado surgió de la muchedumbre que rodeaba la plaza.
—Esa gente está loca manteniéndose tan cerca —observó Vierho—. Si ese bicho acometiera…
—Alguien lo mataría de un buen balazo —dijo Martinho—. Y adiós al ciervo volante.