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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (55 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Bombeó un poco de agua de mar para llenar la pica de la cocina y se bañó los ojos con el tibio liquido. El agua olía a petróleo. Después continuó leyendo la sección titulada «Advertencias»:

Se advierte a los navíos que deben abstenerse de penetrar en una zona de aproximadamente unas 14,500 millas de la costa desde el este hasta el sursudoeste de Jaziret Halul, dada la presencia de instalaciones de perforación, pozos de petróleo, boyas de amarre y numerosos oleoductos submarinos.

En los alrededores se ha iniciado la explotación de tres yacimientos…

Hardin había salido del Banco de las Perlas junto al extremo sudoriental de una cadena de instalaciones de perforación y torres de extracción, que se extendía a lo largo de casi veinticinco millas hasta la isla de Halul. Siempre debía haber hombres trabajando en el yacimiento, tanto de día como de noche. Hardin siguió buscando en el manual, releyó varias veces la misma sección e intentó obligar a su agotado cerebro a absorber el mayor número posible de detalles.

Unas 17 millas al sur de Jazirat Halul se extiende un banco con una profundidad mínima media de 10,4 metros (34 pies). En la parte menos profunda de este banco aparece cartografiada una instalación de extracción abandonada de treinta metros de largo que no está iluminada. En cada una de las diversas estructuras de perforación hay instalado un faro y una bocina de niebla…

No debía preocuparse; el calado no sería un problema ahí fuera.

Aparejó un pequeño foque, pero dejó la vela mayor rizada. El foque le arrastraría a una velocidad suficiente y tenía más visibilidad sin el obstáculo de la vela mayor tapándole el cielo. Se divisaba un considerable movimiento de helicópteros y aeroplanos sobre el horizonte sur y Hardin entrevió los destellos de sus reflectores rastreando las aguas.

Una vela blanca era un blanco perfecto para un reflector. Ató un cabo al extremo de la driza del foque y lo tendió hasta la bañera donde lo aseguró en un lugar fácilmente accesible. Después inició un amplio bordo hacia estribor.

Por primera vez en los últimos tres meses no le preocupaba la velocidad. Estaba cerca de las vías marítimas —así se lo indicaban las luces de los petroleros— cerca de la ruta del
Leviathan
—dos horas de camino en el peor de los casos—, pero antes tenía que encontrar un escondrijo. Un lugar donde ocultar un barco de once metros durante doce horas. Un lugar que no habría podido describir. Un lugar que ni siquiera sabía si existía. Un lugar que le sería más fácil encontrar si avanzaba lentamente a dos o tres nudos entre la oscuridad rojiza que si se lanzaba a la carrera. Pero el tiempo jugaba en su contra. Le quedaban menos de diez horas de oscuridad para escudriñar los campos petrolíferos.

El comandante naval iraní y el capitán Ogilvy eran marinos de aguas azules, hombres acostumbrados a navegar en buques modernos de gran calado y ambos habían cometido el mismo error al juzgar el velero Nautor
Swan
y el hombre que lo pilotaba. El velero desplazaba menos de ocho toneladas y su peso era inferior al de unos cuantos eslabones de la cadena del ancla del
Leviathan
. En consecuencia, podía navegar en aguas de algo más de dos metros de profundidad, yendo cargado a plena capacidad. Pero, no obstante, era una embarcación diseñada para aguas profundas, un buque en miniatura con la quilla fija, y Hardin temía tanto la posibilidad de embarrancar como los otros dos marinos.

Ante la desagradable disyuntiva de volverse a adentrar en el Gran Banco de las Perlas o introducirse entre los malsanos campos petrolíferos, Hardin no veía más que una solución. Había dejado de navegar de una costa a otra. Había roto definitivamente con la tierra firme, que ahora le parecía más un obstáculo que un punto de destino. Su refugio estaba en el mar abierto. Los bajíos eran zona prohibida para él, el último lugar donde se le ocurriría buscar refugio y habría preferido cruzar un mar de agua ardiente antes que arriesgar el casco del velero navegando sobre otro arrecife.

Ya estaba muy cerca del campo petrolífero y agua ardiente parecía ser precisamente lo que le esperaba. El cielo aparecía festoneado de llamas que reducían el resplandor de las luces encendidas sobre las torres a unos pálidos puntitos blancos y el desagradable olor a gas se hizo tan intenso que empezó a temer que el viento le envenenara.

Una gigantesca bola de fuego se desprendió temblorosa de la punta de una torre situada a una milla de distancia y se enzarzó en una batalla con la noche, estrangulando la oscuridad. Las torres más próximas se recortaron contra su reflejo y proyectaron sus torturadas sombras sobre las aguas, como si fueran los cuerpos de las víctimas de un motín carcelario. Hardin se apartó del resplandor, temeroso de que la luz de las altas llamas pudiera revelar su presencia a la tripulación de un remolcador que pasaba por allí cerca.

El remolcador arrastraba una larga porción de oleoducto sostenida sobre pontones, y sugería la imagen de la descarnada espina dorsal de un dinosaurio. El barco, las figuras de los marineros coronadas de turbantes y el esquelético oleoducto recortaban intensas líneas negras sobre el mar y el cielo en llamas y las luces de navegación verdes y blancas del remolcador permanecieron sumergidas bajo el rojo hasta que hubo salido del campo de acción de la bola de fuego.

Hardin esperó que el apagado murmullo del motor del remolcador se desvaneciera en la oscuridad. Y luego cruzó, apresuradamente, las aguas encendidas, conteniendo el aliento hasta que hubo alcanzado la siguiente mancha oscura, una zona de varias millas de extensión que parecía desprovista de toda actividad. Al amparo de las sombras, divisó varios aviones que volaban muy bajo sobre el horizonte.

Encaró la proa del velero hacia una gran plataforma que había descubierto cuando salía del Banco de las Perlas. Su corona dorada todavía desprendía un cálido resplandor y toda la estructura relucía con el brillo de centenares de luces eléctricas que recubrían sus flacas piernas, se alineaban a lo largo de las plataformas superiores y se proyectaban a través de sus ventanas. Se aproximó hasta media milla de distancia y desde allí vio iluminarse repentinamente en el techó un gran charco de luz sobre el cual en seguida se posó un helicóptero de doble hélice.

Varios barcos llegaban y salían continuamente de la plataforma. Hardin soltó la driza del foque y dejó caer la vela. Un barco pasó zumbando por su lado, sin verle, y se esfumó en la noche. Hardin volvió a izar el foque y prosiguió su marcha hacia el noroeste, adentrándose en una selva de instalaciones de perforación.

Los equipos de hombres que trabajaban sobre las instalaciones de perforación indicaban que se trataba de un campo petrolífero de reciente inauguración. Algunas de las torres todavía no estaban terminadas. Otras, ya concluidas, se estremecían con las incesantes sacudidas de los brazos de las perforadoras. Un aislado pilar de fuego hendía el cielo a lo lejos. Hardin avanzó entre las estructuras de los pozos, virando para esquivar las luces, ocultándose de los hombres, buscando las sombras.

La cálida brisa le llegaba ahora del sur —la dirección del viento había estado cambiando a breves intervalos— y Hardin no escuchó el motor de la barcaza hasta que la tuvo a su lado. Varios estibadores iban sentados en la popa, con el cuerpo desmoronado de cansancio. Sus torsos desnudos, brillantes de sudor, reflejaban el resplandor rojizo del cielo. Hardin volvió a arriar la vela. La barcaza viró bruscamente cruzándose por delante de su proa y se introdujo en un canal iluminado. Hardin dejó el foque bajado y puso en marcha el motor, confiando que el murmullo casi constante de la maquinaria ahogaría el apagado ronroneo del motor diesel del velero funcionando a media velocidad.

Frente a él se alzaba una alta torre de extracción profusamente iluminada. Encaró la proa hacia el norte de la torre. El viento, que había rolado otra vez y volvía a soplar de popa, llevó hasta sus oídos el burbujeante sonido hueco de un remolcador que se acercaba por detrás, arrastrando varias altas barcazas vacías y seguido a corta distancia por un segundo remolcador.

Hardin puso rápidamente rumbo al sur, pero antes de que pudiera situarse en un nuevo curso que le llevara pasado la torre de bombeo, sobre la cual había una cuadrilla ocupada en descargar un barco de transporte, una barcaza y un remolcador surgieron amenazadores por su proa. Hardin volvió a virar hacia el norte y apagó el motor. Estaba en el centro de una franja de agua de doscientos metros de ancho entre la barcaza que se acercaba por un lado y la cadena de remolque que empezaba a darle alcance por el otro. Directamente frente a él tenia a los hombres que trabajaban sobre la torre de bombeo.

Se volvió a mirar hacia atrás y masculló una maldición. Abriéndose paso entre los remolcadores había aparecido un gran laúd navegando a la vela —totalmente fuera de lugar en el macabro campo de petróleo, una aparición de otro mundo y de otra época— que amenazaba con alcanzar al velero por la popa.

Hardin aceleró el motor y empezó a avanzar hacia un estrecho resquicio que se abría entre la cadena de barcazas arrastradas por el remolcador y la torre de bombeo. Cuando estuvo más próximo pudo distinguir las figuras de los hombres que trabajaban bajo el húmedo calor, izando las cajas de embalaje y rollos de alambre y manguera hasta el muelle de carga donde otros trasladaban el material a un montacargas abierto.

El remolcador que arrastraba las barcazas se deslizaba, a unos cincuenta metros de distancia, frente a una borrosa silueta almenada enmarcada por el distante resplandor de las antorchas. Hardin volvió la mirada hacia atrás y calculó el momento de su paso junto a la torre de bombeo a fin de coincidir con el laúd árabe. Aceleró la marcha. Los descargadores interrumpieron su trabajo y, tal como esperaba, dirigieron la mirada hacia el otro lado para contemplar la inverosímil aparición del barco de madera.

Hardin aminoró la marcha del motor a fin de reducir el ruido. Cuando estaba a unos cincuenta metros de la torre vio aparecer una manchita luminosa entre las sombras, detrás del desembarcadero, un descargador había hecho una pausa para fumar un cigarrillo. El hombre se volvió indolentemente hacia Hardin, mirando al vacío.

Al otro lado de la torre, el laúd se cruzó en el camino de la barcaza que se acercaba. El timonel le gritó indignado. Los insultos que brotaron en respuesta de la timonera del laúd provocaron explosiones de carcajadas entre los hombres que trabajaban en la torre. El descargador que fumaba el cigarrillo asomó la cabeza por la esquina para averiguar el origen de los gritos.

Las risas cesaron. El hombre volvió a sentarse con la espalda apoyada contra uno de los macizos soportes que cubrían todo el desembarcadero. Chupó con fuerza de su cigarrillo, exhaló el humo por la boca y volvió a contemplar el agua.

Hardin paró el motor. Sonidos distantes ocuparon su lugar. El velero continuó deslizándose un breve instante, cada vez más cerca del campo visual del descargador. El hombre estaba a menos de tres metros de él, tan próximo que Hardin alcanzó a distinguir que no era un árabe, sino un europeo de pelo rubio y cuerpo recubierto de una sólida capa adiposa. Hundió la cabeza entre los hombros como si empezara a adormilarse.

Hacia popa, Hardin escuchó el sonido del segundo remolcador que se aproximaba. ¿Las barcazas distraerían la atención del hombre, le despertarían tal vez, o crearían un fondo oscuro contra el cual destacaría todavía más nítidamente la blanca silueta de su velero?

Casi había llegado al otro lado de la torre, pero su avance era progresivamente más lento. Entonces el trabajador volvió la cabeza y Hardin se encontró deslizándose nuevamente hacia su campo de visión. La larga línea de barcazas arrastradas por el remolcador fueron acercándose lentamente hasta quedar a su misma altura por el lado de estribor.

Hardin empujó la palanca del gas y apretó el botón de arranque. El motor dio un par de vueltas, pero no llegó a arrancar. Entonces retrasó la palanca, intentando ponerlo en marcha pausadamente. Pero tampoco lo consiguió.

Las olas levantadas por la estela de la línea de barcazas empezaban a acercarse por detrás. Situó la palanca del motor en la posición normal de arranque y esperó el impulso de la primera ola diagonal. En el momento mismo en que ésta cubrió el escape, apretó el botón de arranque. Esta vez el motor se puso en marcha y el agua de la ola ahogó el sonido.

Hardin fue avanzando lentamente, alejándose de la torre de extracción. Cuando se volvió a mirar hacia atrás, el destello del cigarrillo se acentuó y luego describió un arco de círculo en su dirección. El hombre había tirado su colilla al agua. Después se levantó y estiró el cuerpo, todavía mirando en su dirección. A Hardin le pareció sentir el peso de su mirada perforando el velero. El hombre hizo una pausa en mitad del gesto de desperezarse, y quedó con los brazos extendidos como los de un arbitro al señalar una falta.

El hijo de perra le había visto.

Hardin empujó la palanca del motor. El velero salió despedido hacia delante. La figura del descargador fue haciéndose más y más pequeña hacia su popa. Un segundo hombre apareció por la esquina del muelle y empezó a gesticular enfadado. El otro volvió presuroso al trabajo, después de lanzar una última mirada de despedida por encima del hombro.

Con un profundo suspiro, Hardin enfocó la proa del velero hacia la siguiente bola de fuego situada a cuatro o cinco millas de distancia. Esta vez la llama bifurcada se proyectaba hacia el cielo como la lengua de un reptil. Numerosas torres de petróleo punteaban la distancia. Las más próximas se alzaban más altas que el palo del velero; sus estructuras en sombras evocaban el árido armazón de un rascacielos a medio construir. Las más lejanas formaban pequeños mojones negros que se recortaban sobre la base del cielo encendido.

Izó el foque y paró el motor.

El velero se adentró en una zona de aguas que fulguraban con el llamativo resplandor de una mancha de petróleo. El petróleo suspendido recubría la superficie de una capa brillante sobre la cual se reflejaban las siluetas como un espejo. La luz quedaba atrapada en su reverbero como los pies de una bailarina sobre una superficie de alquitrán reblandecido. Los reflejos veían retardado su rebote y cada rayo se veía obligado a describir una lenta pirueta que dejaba todos sus matices al descubierto. Los colores se separaban, se intensificaban, se multiplicaban. Lo que antes parecía rojo se transformó en un abanico de rojos —un arco iris sangrante—, carmesí, rojo cereza, rojo rubí, burdeos, magenta, cobre, caldera.

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