Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
Así pues, el llanto, a la vista de todo el mundo en la iglesia, hubo de convivir con inhibiciones persistentes. Los sollozos cesaban cada vez que rememoraba el cuerpo de Alois en la Gasthaus Steifer, y sólo pudo llorar en serio al pensar en lo atroz que había sido para Der Alte morir solo y que no le encontraran durante varias semanas. Habida cuenta de estos impedimentos, estuvo muchas veces al borde del hipo.
Klara se sentó al lado de Adolf en aquella ocasión, pero su sensibilidad materna, nunca muy alejada de la telepatía, captó que su hijo pensaba en abejas. Recordó cómo Adolf hablaba en Hafeld a las cajas Langstroth las noches en que Alois estaba en la taberna de Fischlham. Se preguntó si podría al menos depositar una corona sobre la colmena vacía que aún perduraba al fondo de la casa de Leonding. La última y pequeña colmena de Alois sólo les había dado una rentabilidad escasa, pero en Hafeld, siguiendo las viejas costumbres de Spital y Strones, ella se había obstinado en hablar a las colmenas y contarles lo que acontecía en la familia. En su infancia le habían dicho que daba mala suerte no hablar con tus abejas. Ellas esperaban esta atención. Pero si tenías el infortunio de ver a un enjambre posarse en una planta muerta, caramba, entonces iba a morir un miembro de tu familia.
Cuando Alois instaló en Leonding la colmena nueva, ella le había hablado de esta práctica y le preguntó si le gustaría que ella les hablara. Él se rio.
—Le vería sentido si se tratara de una auténtica casa de abejas como la que tenía Der Alte. Cuando has hecho una gran inversión evitas cualquier cosa que la ponga en peligro. Así que, por supuesto, unas supersticiones no hacen daño, ¿y cómo saber que no ayudarán? Pero si insistes, suéltales un discurso a las abejas y cuéntales todo lo que se puede saber de nosotros. Intentarán transmitir estos chismes a los periódicos —dijo, y la sonora hilaridad por su propia broma bastó para que ella se arrepintiera de habérselo dicho.
Klara se acordó de que, sólo seis meses antes, Alois había maldecido amargamente cuando su colmena se alejó volando. Había sido el fin de aquella empresa en Leonding. El sueño infeliz que él había tenido en Hafeld seis años atrás de que sus abejas le abandonarían se había cumplido en el verano de 1902.
En el funeral, medio año después, ella estaba convencida de que aquella deserción de las abejas había contribuido a provocarle la hemorragia pulmonar. Lo sabía. Alois había tenido miedo de trepar al árbol donde ellas se habían congregado. De hecho, sabía en qué árbol se habían instalado, pero fingió que lo ignoraba. Sí, Klara lo sabía. Fue porque él no se sentía capaz de subir a un árbol. Por tanto, para compensarlo, había optado por bajar al sótano todo el cargamento de carbón. ¡Qué acción más estúpida! La desilusión de Alois con Adolf, su desengaño con respecto a Paula... No, no debía rememorar todo esto, ni por un momento. ¡Ni atreverse a pensar en Edmund! Pestañeó ahuyentando una pena insondable. Había que llorar decentemente en un funeral, y ella tenía ganas de gritar.
El panegírico del sacerdote resultó aceptable. Klara había decidido no decirle nada de lo irreligioso que era su marido, aun cuando sabía que él debía de haber oído muchos rumores. De todos modos, aquel cura hizo una descripción digna del servicio prestado por Alois al imperio. Lo cual, dijo el cura, también podría ser deseo de Dios.
Más tarde, después del funeral, cuando la gente acudió a visitar la Garden House, Klara intentó convencerse de que la congoja de Adolf era sincera. De nuevo optó por decidir que había amado a su padre. Era sólo que los dos habían estado demasiado ensimismados en su orgullo respectivo, y éste tenía por fuerza que convertirse en animadversión. Eran hombres. La cólera era natural en ellos. Pero por debajo había amor. Un amor que no podía expresarse fácilmente. Sin embargo, en años venideros, volutas de pena vagarían por el alma de Adolf, una pesadumbre que poseería toda la ternura de una bruma. Así lo había decidido Klara.
Si bien la ceremonia tuvo lugar un día glacial en que las carreteras estaban heladas, los árboles pelados y los cielos oscuros, prácticamente todas las personas que conocían en Leonding habían asistido, así como los colegas del difunto del servicio aduanero de Linz. Karl Wesseley se había desplazado desde Praga. Habló con Klara un ratito y dijo:
—Oh, nos chinchábamos sin misericordia,
Frau
Hitler, y cómo nos reíamos. Alois, como sabe, adoraba la cerveza y yo prefería el vino. «No eres más que un austriaco», le decía yo, «y por eso bebes cerveza como un alemán, pero nosotros los checos somos tan civilizados que disfrutamos el vino.» Cómo bromeábamos.
«Ach!
Vosotros los checos», me decía entonces él, «sois crueles con las uvas. Las pisoteáis con vuestros sucios pies y cuando las pobres están agriadas por semejante maltrato les añadís azúcar y os las dais de entendidos. Sorbéis el zumo agrio y el azúcar y procuráis no hacer muecas. La cerveza, por lo menos, se hace con cereales. No tiene sentimientos tan tiernos.» —Se reía al contárselo a Klara—. Su marido sabía hablar. Lo pasábamos bien juntos.
Mayrhofer mencionó el día horrible en que tuvo que informar a Alois de que su hijo estaba encarcelado.
—Querida
Frau
Hitler —dijo—, desperté por la noche y me reprendí yo mismo por haber sido portador de ese mensaje. El
Linzer Tages Post
también publicó una necrológica.
Embargados por la más honda pesadumbre, nosotros, en nuestro propio nombre y en nombre de todos sus familiares, anunciamos la defunción de nuestro querido e inolvidable marido, padre, cuñado y tío Alois Hitler, alto funcionario de las Aduanas del Real Imperio, jubilado, que falleció el sábado, 3 de enero de 1903, a las diez de la mañana, a los 65 años de edad, y súbita y apaciblemente se quedó dormido en el Señor.
En el cementerio, la lápida de Alois mostraba su fotografía protegida por un marco de cristal, y debajo había la siguiente inscripción:
AQUÍ DESCANSA EN EL SENO DE DIOS
ALOIS HITLER
ALTO FUNCIONARIO DE ADUANAS Y PADRE DE
FAMILIA
FALLECIÓ EL 3 DE ENERO DE 1903, A LOS 65
AÑOS
Adolf decidió que su madre era una hipócrita criminal. ¡Vaya que sí honraba la memoria de su marido! ¡O sea que «Descansa en el seno de Dios»! Lo único que quedaba de su padre era su foto descansando en un marco depositado sobre la lápida del cementerio, con el cristal del marco protegiendo el retrato de la cólera del clima, el pelo de Alois muy corto, sus ojillos saltones, tan redondos y brillantes como los de un pájaro, y sus patillas como las de Francisco José. Sí, allí yacía un hombre que había servido a su emperador, pero ¿cómo podía decir alguien que descansaba en el seno de Dios?
A Klara, sin embargo, la reconfortó la reseña que el
Linzer Tages Post
dedicó al funeral:
Hemos sepultado a un buen hombre; bien podemos decirlo de Alois Hitler, Alto Recaudador, jubilado, del Servicio de Aduanas Imperial, que hoy ha sido trasladado aquí, a su última morada.
Estaba muy orgullosa de esta reseña. No era una esquela. El diario lo había publicado por su cuenta, el periódico con mayor tirada de la Alta Austria. La leyó y releyó. Las frases revivían cada momento del funeral. Volvía a ver a Adolf llorando y experimentó un consuelo considerable. Se dijo a sí misma: «Amaba a su padre, después de todo», y tuvo que asentir con la cabeza para reafirmar el pensamiento.
Klara recibía todos los años una pensión del gobierno que ascendía a la mitad del sueldo anual de Alois. Además se pagarían otras sumas a los hijos cuando cumpliesen dieciocho años. El total bastaría para darles una vida desahogada.
Hasta Adolf tuvo que reconocer que había cierta sensatez en los comentarios de Alois sobre la seguridad de una familia. Desde luego, en aquel momento no le habría gustado tener que ponerse a trabajar.
Había otras compensaciones. Cursando en la Realschule la mitad de su tercer año, Adolf vio que una serie de alumnos eran menos hostiles. ¿Se debería a la muerte de su padre? Libre de la ira de Alois, también se sentía más a gusto con sus estudios y pronto se acostumbró a responder a sus profesores, sobre todo a un instructor de edad mediana, especialmente desdichado, que se ocupaba de enseñar religión varias horas por semana.
Adolf dedujo que debía de ser el pariente pobre de alguien que tenía suficiente influencia en la escuela p ara que le ofreciesen aquel trabajo. Herr Schwamm era triste y liento y por eso enseñaba religión allí.
Una mañana, durante el recreo, Adolf oyó que un alumno les hablaba a otros de un clérigo medieval, San Odón, que fue obispo de Cluny.
—Tengo un hermano que estudia latín —dijo el chico—, y me dio la primera lección:
«Inter faeces et urinam nascimur.»
Apenas se hubo traducido esto, Adolf sufrió una conmoción y luego se quedó extasiado. ¡Qué lenguaje tan fuerte! ¡Una auténtica fuerza! Estaba tan emocionado que se atrevió a ir al Museo de Anatomía de Linz en cuanto terminaron la clases. Logró entrar mintiendo sobre su edad y pudo ver un pene y una vagina modelados en cera, así como hombres y mujeres desnudos, de tamaño natural e igualmente de cera. El latín le latía en el pensamiento. ¡Nacer entre pis y mierda! Era lo que siempre había supuesto. El sexo era sucio.
Por otra parte, su descripción de la visita le hizo más popular entre algunos compañeros, que preguntaron una y otra vez los detalles. Esto le alentó a acosar al profesor, empecinándose en pronunciar la frase del obispo de Cluny. Herr Schwamm fingió que no comprendía. Algunos alumnos se reían ya con disimulo.
—El latín no se farfulla —declaró el profesor—. Tu forma de recitar esas palabras carece de toda autoridad.
—Entonces tengo que decirlo en alemán —contestó Adolf. Frunció el ceño, tragó saliva, consiguió enunciar—:
Zwischen Kot und Urin sind wir geboren.
Herr Schwamm tuvo que enjugarse los ojos. Se le habían llenado de lágrimas.
—Nunca había oído semejante porquería —acertó a decir, antes de precipitarse fuera del aula. Adolf disfrutó de treinta segundos de felicidad. Chicos que le habían ninguneado todo el año le daban palmaditas en la espalda. «Eres un machote», le decían.
Por primera vez en su vida, toda la clase le aplaudió de pie. Uno tras otro se levantaron. Pero después dos monitores entraron para escoltarle hasta el despacho del director, Herr Doktor Trieb.
—Si no estuviéramos tan cerca del final de curso, y si la escuela no hubiera hecho tantos esfuerzos en mejorar tus pésimas calificaciones, te expulsaría sin más — dijo el director— . En estas circunstancias, optaré, en cambio, por asumir que la muerte de tu muy llorado padre puede haber sido un factor que explique tu conducta intolerable. Acepto, por tanto, tu presencia en la escuela durante otro semestre, siempre que ese comportamiento no se repita. Naturalmente, pedirás disculpas a Herr Schwamm.
La entrevista resultó curiosa. Herr Schwamm dio a Adolf una lección inolvidable: que no sabemos nada de una persona hasta que se observa la fuerza de un hombre débil.
Herr Schwamm vestía su mejor traje para la ocasión y fue al grano. No trató de mirar a Adolf a los ojos, pero alcanzó a decir, con un tono más severo del que empleaba en clase:
—No hablaremos del motivo por el que te encuentras aquí. Insistiré, en cambio, en que leas en voz alta la oración siguiente.
Dicho lo cual, mostró un texto a Adolf. Las palabras estaban escritas en letras mayúsculas y en una página de buen papel de tela.
PLENA MAJESTAD GLORIOSA, TE SUPLICAMOS QUE NOS LIBRES DE LA TIRANÍA DE LOS ESPÍRITUS INFERNALES, DE SUS TRAMPAS, SUS MENTIRAS Y SU MALDAD FEROZ. OH, PRÍNCIPE DEL SEÑOR CELESTIAL, ARROJA AL INFIERNO A SATANÁS Y A TODOS LOS MALOS ESPÍRITUS QUE VAGAN POR EL MUNDO TRATANDO DE CAUSAR LA PERDICIÓN DE LAS ALMAS. AMÉN.
—Sabes a quién se reza esta plegaria? —preguntó Herr Schwamm.
—¿No es al arcángel San Miguel, señor?
¡Por supuesto! Era una oración que conocía de sobra. En el monasterio de Lambach la había repetido cada mañana en la misa. Además, aún conservaba una imagen de sí mismo tambaleándose sobre un taburete, con el vestido de Angela colgado de los hombros.
—Si, al arcángel San Miguel, señor —respondió, y hasta sintió un eco de su primera erección. Schwamm era luterano y no sabía, por tanto, que aunque aquella oración había poseído antaño una fuerza extraordinaria para Adolf, ahora le resultaba conocida. La leyó en voz alta sin ningún temor. Su voz, en efecto, resonó con fuerza.
Las breves palabras que Herr Schwamm había preparado sobre los fuegos y los peligros del infierno ahora parecían nimias. De hecho, sentía de nuevo una lastimosa ineptitud delante de aquel alumno joven y huraño, una repetición más de infelices desenlaces. Qué pocas cosas salen como uno espera.
Dijo unas cuantas frases para expresar que le complacía advertir «un lado sobrio en ti, joven Hitler», y se detuvo al borde del tartamudeo.
—Me disculpo muy abyectamente de mis actos de ayer, Herr Schwamm —contestó Adolf, y no fue en absoluto abyecto.
El profesor volvió a sentirse al borde de las lágrimas. Mantuvo la compostura indicando a Adolf con un pequeño gesto que podía retirarse.
En cuanto estuvo al otro lado de la puerta, Adolf se puso furioso. A aquellos hipócritas habría que llevarlos a rastras a ver la vagina de cera del Museo de Anatomía.
En realidad estaba preparando el discurso para sus compañeros cuando le rodearan en el recreo para averiguar lo que había pasado.
«Bueno», les diría, «la verdad es que he tenido que contenerme con el pobre Schwamm.»
Era el final de una tarde de marzo cuando salió de la escuela, pero entabló con algunos de sus nuevos amigos una batalla con bolas de nieve que no concluyó hasta la puesta de sol. Repetía sin cesar las palabras «optimismo, fuego, sangre y acero», y le produjo un placer inmenso que también las repitieran los tres alumnos de su bando en aquel ensayo de batalla improvisada y gélida. Que él supiera, las palabras no procedían de un libro, sino que le habían brotado de la garganta: «¡Optimismo, fuego, sangre y acero!» (¿Repetía lo que yo le había puesto en la lengua? No siempre recuerdo cada inspiración que he insuflado a un cliente.)
Dejémoslo en que Adolf cogió su volumen de Treitschke al llegar a casa y pronto empezó a memorizar el fragmento siguiente:
Dios ha dado a todos los alemanes la tierra como posible hogar, y esto significa que llegará un tiempo en que habrá un caudillo del mundo entero, un dirigente que será la encarnación, la personificación de un poder muy misterioso que uncirá al pueblo con la invisible majestad de la nación.