El castillo en el bosque (43 page)

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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Sí, Adi lo comprendió y por la noche le trabajé la mente hasta que este concepto se convirtió en una certeza igual a una de esas avenidas bien pavimentadas del pensamiento que siempre están preparadas para un tráfico mental pesado. Muchas noches yo habría de decirle una y otra vez que Alois hijo estaba separado de la familia para siempre.

Alois padre no me fue de poca ayuda. En diciembre ya había redactado un nuevo testamento. Estipulaba que, después de su muerte, el hijo llamado Alois sólo recibiría de la herencia el mínimo prescrito por la ley. «Cuanto menos mejor», añadía. Como el acto de redactar un testamento resucitaba su sentido, largo tiempo desarrollado, de un procedimiento oficial correcto, agregó: «Lo cual se declara con pleno reconocimiento de la seriedad de dicho acto para un padre. En mis tiempos de oficial jefe de aduanas de la corona, garantizo que me familiaricé con la responsabilidad siempre inherente a decisiones tan graves.»

Con lo cual, tras haber terminado la reescritura de su testamento, silbó para que acudiese Adi y le leyera pasajes en voz alta.

4

Su decisión de hacer un nuevo testamento la tomó después de haber sabido que podría vender la granja. El comprador se lo había enviado Herr Rostenmeier, que incluso había ofrecido buenos consejos a Klara.

—Querida
Frau
Hitler —le dijo—, sólo hay una razón por la que su granja encontrará un comprador: por su buen aspecto. ¿No fue ése el motivo exacto de que su marido la comprara?

—No diré que eso no deba ser verdad —dijo Klara. (Para ella, esta observación equivalía a coquetear con Herr Rostenmeier.)

—Sí —dijo él—, está bien que lo reconozca. Creo que podrán vender la granja a personas con menos experiencia agrícola que ustedes, pero... —levantó un dedo— más acaudaladas, ¿no? Tienen que tener paciencia. No tardará en aparecer una de esas personas pudientes. Y cuando aparezca, hágame el favor de enviármela. Yo seré su amigo. Yo sabré contestar a todas las preguntas que haga.

Apareció el rico buscador de casa, le gustó el aspecto de la granja y la tierra, sabía aún menos que Alois de los escollos de la agricultura y la venta se celebró. Aunque el precio no constituía una ganancia real, tampoco sufrió Alois la pérdida que había temido. Lo irreversible de la transacción le convenció además de que cualquier sueño de vivir sus últimos días en una granja debían arrinconarse junto con toda esperanza de que el hijo primogénito le proporcionase todavía algún motivo de orgullo. No, ahora le correspondía a Adi. Ni por asomo era tan ágil ni tan fuerte como Alois, ni tampoco tan bien parecido, pero sí tan despierto, quizás, y obediente. Obediente sí era. Llamarle con el silbato se había vuelto un placer. La reacción era rápida.

Sin embargo, Alois guardaba en su corazón el equivalente de una fotografía. Aún había noches en que se sentaba en el banco de roble y cavilaba sobre la caja Langstroth que había construido para él. Daba una palmadita en el asiento como para recordar el sonido del cachete que solía dar a la caja de madera en los viejos tiempos, sí, una bonita y contundente bofetada para alborotar a las abejas.

Desde entonces había llovido mucho. La Historia (para quienes han vivido tanto tiempo como yo) rara vez se recuerda como algo fascinante. Es un auténtico vivero de mentiras. Es la única razón por la que yo recomendaría la vida de un demonio a posibles aspirantes. Sabemos muchísimo sobre cómo ocurre, cómo ocurre realmente. ¿Quién querría perder semejantes riquezas? Con todo, no es inconcebible que esto sea exactamente lo que yo he hecho al revelar mi relación con el Maestro. Quizás la perversidad de nuestra naturaleza diabólica guarde alguna relación con esa curiosa naturaleza humana que se abre camino hacia la existencia entre los obstáculos de la orina y excrementos, pero más tarde sueña todas las noches con una vida noble.

LIBRO XI
El abad y el herrero
1

En el verano de 1897, tras la venta de la propiedad de Hafeld, la familia se trasladó al Gasthof Leingartner, en Lambach, donde viviría hasta el final de año. Habiendo dejado atrás las responsabilidades de la granja, Alois comenzó su jubilación auténtica, que deparó unos cambios pequeños pero sorprendentes. Por ejemplo, no le interesaban las cocineras y las criadas del Gasthof. Peor aún, ellas no mostraban el menor interés por él. Ni a él le importaba.

Incluso yo diría que estaba temporalmente satisfecho. En la medida en que podía afectar a nuestros designios con respecto a Adi, yo vigilaba de cerca las modestas actividades de Alois. Para mi sorpresa, adoptó un interés de propietario por el sabor medieval de Lambach y disfrutaba recorriendo sus calles. La ciudad tenía una población de no más de mil setecientas personas, pero podía jactarse de un monasterio benedictino fundado en el siglo XI, y de una iglesia, Paura, que había sido construida con forma de triángulo y tres torres, tres puertas y tres altares. Debo decir que Paura produjo un efecto extrañísimo en los pensamientos de Alois.

Había empezado a preguntarse si, cientos de años antes, no habría vivido allí una vida anterior. ¿Percibía un oscuro atisbo de una existencia previa? No descartó la idea. Sin duda explicaría sus cualidades viriles más osadas.
Der Ritter Alois von Lambach!

Si se me pregunta una vez más cómo puedo conocer esta reacción cuando Alois, al fin y al cabo, no es mi cliente, reiteraré que en determinadas ocasiones podemos entrar en los pensamientos de humanos que tienen una estrecha relación con alguna persona a nuestro cargo. Tuve acceso, por lo tanto, a las divagaciones de Alois sobre la reencarnación, y había llegado a creerla posible. Decidió que mucha gente no creía que dejaría de existir.

Debo decir que para Alois tal idea era estimulante. La reencarnación era muy imaginable y, en consecuencia, él, Alois, debía de haber sido un caballero sumamente licencioso. Esta posibilidad le puso de un humor excelente. Lo que necesitaba, precisamente, eran ideas nuevas. Te mantenían a salvo de las arenas movedizas de la vejez, decidió ahora.

2

El imperativo que se había impuesto de tener pensamientos inéditos tal vez explique la acogida que dio al deseo de Adi de formar parte del coro infantil del monasterio benedictino. Klara apenas pudo creer que su marido dijese que sí. En realidad, poco había faltado para que advirtiera al niño de que no se lo preguntase, pero después se preguntó ella misma: ¿y si Dios quería que Adi cantara en aquel coro? Ella no pensaba inmiscuirse en lo que quizás fuese un designio del Señor.

Así que el joven Adi, con humildad espiritual, abordó a Alois y logró decirle que los monjes le habían dicho que tenía una buena voz. Con el permiso paterno para quedarse después de las clases podría ensayar.

Si alguien hubiera preguntado a Alois por qué se avino a permitir que un hijo suyo estudiase con monjes y curas, habría tenido preparada la respuesta. «He hecho averiguaciones concienzudas», habría dicho, «y esos benedictinos dirigen la mejor escuela de Lambach. Como deseo que Adi prospere en la vida, he decidido enviarle allí, con independencia de todas las demás objeciones que conservo.»

Adi se encariñó con la escuela. Pronto los monjes le tuvieron por uno de sus mejores alumnos, y él lo sabía. Por su parte, Alois estaba encantado con sus notas. El chico no sólo cursaba las doce asignaturas exigidas sino que obtenía la calificación más alta en cada curso, lo cual era más que suficiente para que el padre se mostrara benévolo.

—Permíteme que te diga —dijo— que cuando era joven yo también me vi adornado con una buena voz. Fue un don de mi madre. Una vez fue solista en la parroquia de Doellersheim.

—Oh, sí, padre —dijo Adi—. Me acuerdo de lo bien que cantaste cuando llegamos a Hafeld desde Linz.

—Sí —dijo Alois—, las viejas tonadas vuelven. ¿Te acuerdas de aquella que disgustaba a tu madre?

—Sí —dijo Adi—. Decía todo el tiempo:
«Ach,
no es para niños.» Se rieron. El recuerdo impulsó a Alois a cantar lo mismos versos:

Fue el mejor que en la vida he tenido,

en los malos tragos y los buenos pasos,

el tambor nos llamaba a la batalla,

él a mi derecha al borde de la raya.

Una bala nos pasó silbando,

¿a quién venía apuntando?

La vida a él le ha quitado

y ahí yace ensangrentado.

Alois se rio y Adi le imitó. Se acordaban. Aquí era donde Klara había exclamado: «No, no es para niños.» La voz de Alois se tornó más resonante aún.

Amigo, dije, no puedo aliviar tu cuita,

pero en la vida eterna tenemos una cita,

Mein guter Kamerad, mein guter Kamerad.

Alois declaró a continuación, con la voz enronquecida de cantar:

—Sí, te daré permiso. Te lo doy porque ya creo en tus futuras posibilidades. Hay que premiarte por la brillantez que has mostrado en tu nueva escuela.

Para sus adentros, Alois pensaba: «Por supuesto, no le alentaré a que se interne demasiado en ese camino. Más le valdrá no acabar como un cura inmundo.»

Adi, sin embargo, se preguntaba si algún día sería monje o, aún mejor, abad. Le encantaban los hábitos blancos, y su imagen del cielo titiló en la luz que entraba por los rosetones. Le emocionaba hasta las lágrimas oír el «Grosser Gott Wir Loben Dich»:

Santo Dios, alabamos tu nombre, infinito es tu vasto dominio, sempiterno es tu reino... Llena los cielos de tu resplandor, santo, santo, santo Señor.

Mientras cantaba yo le estaba animando a que creyera que podría alcanzar la jefatura de todos aquellos monjes y ostentar la autoridad en una mano y el misterio en la otra. De hecho, tenía un modelo. El abad de aquel monasterio era el hombre más imponente que Adi había conocido nunca. Era alto, de pelo gris plateado y expresión sublime. Para Adi era tan guapo como un rey.

Un día, solo en la habitación del Gasthof que compartía con Angela, descolgó de su percha el vestido más oscuro de su hermana y se lo puso encima como una especie de túnica. Después se subió a un taburete. Sabía que tenía que hablar en voz baja para que no le oyeran en el pasillo, pero estaba embelesado por el sermón que había entreoído en misa, así como por la oración al arcángel San Miguel, que repetía todos los días. Absorbía aquellos sonidos y gozaba del momento en que estaría solo en el bosque, hablando a los árboles.

Primero se sintió compelido a pronunciar el sermón que había precedido al rezo.

—Estas llamas del infierno —dijo— lamerán cada poro de tu cuerpo. Derretirán tus huesos y tus pulmones. Tu garganta desprenderá un olor fétido. El hedor de tu cuerpo será horripilante. Es el fuego que no se apaga nunca.

Se tambaleó en el taburete. La fuerza de las palabras le habían producido vértigo. Tuvo que dar una bocanada antes de repetir la oración.

—Gloriosa majestad, te suplicamos que nos libres de la tiranía de los espíritus infernales, de sus trampas, sus mentiras y su maldad furibunda... Oh, príncipe de la hueste celestial, arroja a Satanás y a todos los espíritus malignos que vagan por el mundo persiguiendo la perdición de las almas, amén.

Estaba muy emocionado. Hice lo posible para que creyera que estaba recibiendo una señal de lo alto. Pero entonces, para estropearlo todo —¿habría otras fuerzas presentes?—, tuvo la primera erección real de su joven vida. Pero a la vez se sintió como una mujer. Debió de ser el olor del vestido de Angela. De modo que se despojó de él, saltó del taburete y hasta dio unas patadas al vestido antes de recogerlo, lo olió de nuevo y sufrió una turbación abominable. Se seguía sintiendo una mujer.

Fue en aquel momento cuando supo que tenía que hacer lo que hacían otros alumnos. Tenía que imitarles. Debía empezar a fumar. Había respirado la humareda de la pipa de Alois desde que era un bebé, pero ahora tenía que volver a sentirse viril, exclusivamente. Ya no más de aquel mitad y mitad.

3

En la entrada del monasterio había una gran esvástica esculpida en la piedra de la puerta arqueada. Era el escudo de armas de un abad anterior llamado Von Hagen, que había sido abad superior en 1850, y Von Hagen debió de haber disfrutado de la proximidad con su propio nombre: una cruz gamada que se denominó
Hakenkreuz.

Me apresuro a decir que no hay que ver grandes cosas en esto. La esvástica de Von Hagen estaba tallada con delicadeza y no brindaba una sugerencia llamativa de las falanges que habrían de desfilar bajo aquel símbolo. No obstante, allí estaba: una cruz gamada.

El día de su noveno cumpleaños, Adi estaba solo y fumando un cigarrillo en el arco de entrada. Pero no estuvo solo mucho tiempo. El más malo de los curas que le daban clase, un prelado conocido por su paso cauteloso, sorprendió a Adolf en flagrante delito. El clérigo confiscó inmediatamente el cigarro (unas hebras de tabaco de pipa de Alois enrolladas en papel de periódico) y lo pisoteó en el suelo. Lo hizo con el frenesí de quien aplasta cucarachas.

Adi tuvo ganas de llorar.

—Es posible —oyó que le decían— que el demonio haya entrado en ti. Si es así, morirás muy desdichado.

Y esbozó una sonrisa malvada. Invocaba los poderes de anatema que había adquirido en el curso de los años.

En cuanto Adi fue capaz de hablar dijo:

—Oh, padre, sé que he obrado mal. Siempre lo he detestado. No volveré a probar el tabaco.

Sin embargo, en aquel momento tuvo que bajar corriendo a la hierba que había al otro lado de los escalones de piedra de la entrada, donde vomitó en el acto. La imprecación del cura le había transmitido un alma tan árida que no podía respirar. La larga nariz del hombre parecía tan malévola como sus labios, tan delgados como el filo de un cuchillo. En todo este tiempo, mientras sufría toda una serie de sentimientos atroces, Adi estaba ya calculando cómo obtener el perdón del abad. Sabía que le mandarían a aquel augusto despacho en cuanto dejase de vomitar.

Ante el abad, rompió a llorar otra vez. Tuvo la inspiración de decir que no quería que aquel acto abominable interfiriese en su anhelo de ser sacerdote. Declaró lo mucho que quería arrepentirse. Cuando terminó, el abad le dijo:

—Bueno, aún puede ser que algún día seas un buen clérigo.

En la sincera voz de Adi resonó la plena inspiración de una mentira rotunda. El sabor de un anatema había sido bastante. Estaba ya desengañado para siempre del deseo de ordenarse sacerdote. Sólo mantuvo intacta su admiración por el abad.

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