Read El castillo en el bosque Online
Authors: Mailer Norman
—Me has dado tanta buena información —dijo—. Tan nueva y estimulante, querido y respetado padre. —Se dio una palmada en la frente—. Confieso que quizás haya sido excesiva para mi cabeza ignorante. He cometido un error. Ahora lo sé. Pero creo que debía dejar la colmena al sol, sí, durante unos minutos, no más, lo reconozco, para que se calentaran los panales. Hizo tanto frío anoche. Para ser primavera, ¡qué frío! Espero que no haya sido un error terrible.
Oía el sonido de su voz, perdiendo cada asidero que pudiera darle una apariencia de virilidad. ¡Tan estridente!
—Tienes que perdonarme, padre. Mi error es indignante. No hay disculpa que baste.
Sabía que no bastaba. Un macizo frente frío había caído sobre Alois padre, oscuro como las profundidades de la suspicacia.
—Piensa en esto, Alois —dijo el padre, suavemente—. Nuestras abejas, todas las abejas, hacen su trabajo obedeciendo las normas. —Dirigió al chico una mirada que le hizo desviar la suya—. No tienen paciencia con las perezosas ni las débiles. O las tan egoístas que no recuerdan sus deberes.
Agarró a Alois por la barbilla. Clavó los ojos en los de su hijo. Le pellizcó la barbilla, con un pulgar y un índice tan rígidos como las pinzas de unos alicates. Pero el dolor repuso al chico. Der Alte le tenía más respeto a él, Alois hijo, que a aquel hombre, su padre, que le estaba pellizcando el mentón. Este pensamiento apareció en sus ojos y se le quedó grabado en la expresión. Cuando concluyó, Alois padre tuvo que reconocer que el altercado había representado un gran desgaste. El hijo hasta había osado sostenerle la mirada.
Si bien esto hería su conciencia de padre, no era sino un anticipo. Llegó el turno de Klara. Había recibido una carta de su madre que destruía toda la confianza incierta que Klara otorgó antes a la carta de su padre. En cuanto leyó la palabras de la madre, se preguntó cómo podía haber pensado, siquiera por un instante, que Alois había cambiado.
Por supuesto, escribir una carta era un calvario para Johanna. Klara lo sabía. Desde los nueve años, ella era la que contestaba a las pocas cartas que llegaban a la casa de Spital. Pero ahora, como para hacer hincapié en la importancia de aquel especial acto epistolar, Johanna redactó toda una página llena de paradas y sacudidas sumamente penosas. Primero insistía en enumerar las virtudes de Alois. Era tan despierto, era listísimo, eso se lo podía asegurar ella a todo el mundo. Y era un chico de buen ver, eso también lo decía. Alois incluso le despertaba antiguos recuerdos de su padre, tu marido, el tío Alois, cuando tu tío era tan joven, tan atractivo, un buen mozo, tan responsable. En aquellos años.
«Klara, te digo», escribía ahora, «me tiene preocupada. ¿Qué te hemos enviado? Alois es un salvaje. Un salvaje, Klara, y te lo devolvemos. No hay más remedio, sí. Ahora Johann tiene que contratar a otro jornalero. El nuevo es un borrachín. Le pagamos un sueldo a un borracho. Eso hemos perdido mandando de vuelta a Alois, pero, Klara, este zángano es mejor que él. Ya no tenemos tanto miedo.»
Klara fue a su costurero y sacó la carta que había escrito Johann Poelzl. Alois se la había dado el día de su llegada. Registró el estante más alto de un aparador en busca de una antigua carta de su padre, una que ella se había tomado la molestia de envolver en una cinta. Enviaba su bendición por el nacimiento de Edmund. En cuanto miró la carta, supo que la hoja de papel que le había entregado Alois se parecía mucho a la letra de su padre Johann, pero no era la misma.
Klara no le dijo nada a Alois padre. No hasta bastante después de la cena. Una vez acostados, él había empezado a quejarse del chico.
—No consigo que haga algo de provecho —dijo Alois—. Le hablo y no reacciona como me gustaría. Sale a caballo. No quiero preocuparme, pero lo hago. Puede meterse en un lío. Se ve con chicas al otro lado de la colina. En parte quizás sea culpa mía por mi decisión de no plantar patatas esta primavera. Ahora no hay un trabajo serio para él.
Fue entonces cuando ella le habló de la carta de su madre. Él asintió. Se limitó a asentir.
—¿Qué vas a decir? —preguntó ella.
—Lo pensaré —dijo él—. Debo tomarme mi tiempo. El siguiente paso podría ser importante.
Ella estaba furiosa. No pudo dormir. Era como si hubiera una chinche correteando por la ropa de cama. Si Alois no iba a reprender a su hijo, tendría que hacerlo ella. Pero no se sentía con ánimos. Era hijo de Alois, al fin y al cabo.
La noche siguiente, no mucho después de la cena, Alois hijo empezó a comportarse como si supiera que había llegado otra carta. Es la mejor explicación que se me ocurre de por qué le cascó un huevo en la cabeza a Adi.
La razón era sencilla. Su chica, Greta Marie, le había mostrado más aún aquella tarde lo que era en el fondo: una vaca insulsa. Así que le hormigueaba la necesidad de un nuevo intento. De algo nuevo. Tras las ganas que había tenido de darle una tunda a Greta, Alois se aproximó a Angela. Su hermana cloqueaba otra vez con las gallinas, recogía los huevos que ponía cada una como si fueran lingotes de oro: huevos feos, sucios, manchados de gallinero. Así que le cogió uno del cesto. Sólo para oírle gritar. Pero cuando Angela gritó, él se dispuso a romperle el huevo en la cabeza. Sólo que no pudo. Era su única hermana, ¿tenía alguna otra? Repuso el huevo en el cesto. Sin embargo, fue una acción muy costosa. Pero allí estaba Adi, agazapado al alcance de la mano, la pequeña hiena fétida. Nada más regresar de su galope con Ulan, había visto a Adi tumbado en el suelo del granero, dando alaridos, en otra de sus rabietas.
Alois lo levantó del suelo y le obligó a ponerse de pie.
—Cállate —le dijo.
—Intenta callarme —dijo Adi.
Alois sabía que el crío iría llorando junto a su madre. Siempre lo hacía. Adi tenía madre, mientras que él no la tenía. Por consiguiente, tuvo que transigir con el mocoso. Era una tregua.
Sin embargo, al final de la tarde, Angela estaba hablando a las gallinas como si fueran bebés, y Adi miraba a Alois con desdén. Se sentía seguro en su lado de la tregua. «Intenta callarme.»
Alois cogió un huevo del cesto de Angela, lo aplastó contra la cabeza de Adi y se ocupó de restregarle la yema y las esquirlas de la cáscara.
Adolf aulló. Fue como si hubiera previsto aquella especie de agarrada. De inmediato él mismo se puso a estrujarse el pelo pringado el tiempo que hizo falta para bañarse la palma de la mano con parte de la yema salpicada. Que se limpió en la camisa. Como no le dejó una mancha lo bastante grande, Adolf sacó otro huevo del cesto de Angela —¡qué grito lanzó ella!— y se lo cascó encima de la cabeza, la cara y la camisa, y a renglón seguido empezó a dar alaridos tan fuertes como si Alois le hubiera dado patadas en la espinilla. Después salió disparado del establo en busca de su madre. Se oyeron grandes voces, tan estridentes como una catástrofe.
Klara llegó corriendo, arrastrando a Adolf de la mano, y empezó su diatriba antes de llegar junto a ellos. Intentaba hablarle de la carta a Alois, pero lo escupió todo en un orden inconexo. Le dijo que sus mentiras eran peores que la suciedad que dejaban los cerdos en una pocilga.
—Ellos tienen disculpa. Son cerdos. Tú no tienes ninguna. Eres un animal. Eres un cerdo. Eres pura mugre.
Ni ella daba crédito a sus propias palabras. Tan fuertes eran. Para su sorpresa, Alois empezó a sollozar. En todo aquel asunto, hasta entonces él no había tenido una idea real de hasta qué punto quería amar a Klara y de cuán profundamente ella le detestaba. Sí, secretamente él había pensado que en realidad ella le apreciaba, sí, más que a Alois padre. Se sintió sucio. Para su ego era como la pérdida de un ser querido. No lo soportaba. Los sollozos cesaron tan de repente como habían brotado. Él los contuvo. Dejó de llorar al momento, asintió formalmente y se alejó. No sabía adónde le llevaría el mundo ni cuándo, pero comprendió que no podía quedarse en Hafeld. No podía. No por mucho tiempo. Tenía que despedirse de todos y de todo allí, en especial de su caballo. ¿O debería robarlo?
Esta última idea le quedaba grande. Pero se contentó con saber que, en aras de su dignidad futura, no se marcharía hasta que estuviera listo para devolver el golpe. La ocasión llegaría de un modo u otro. Llegaría pronto.
Todos guardaron silencio durante la cena, incluso Paula, a la que Klara sostenía contra el pecho. Alois padre estaba visiblemente preocupado. Había recibido algunas picaduras más que la una, dos y, de cuando en cuando, tres que se había resignado a soportar la mayoría de los días: eran simplemente gajes del oficio. Aquella noche no sólo tenía poco que decir, sino que apenas se percató de que los demás estaban callados.
Aguardaba la hora de acostarse. Últimamente Klara había empezado a tratarle las picaduras y él lo agradecía. Era muy diestra. Era delicada. Extraía los aguijones sin torpeza. Él no tenía que sufrir los pedacitos de púa que se le quedaban dentro de la piel durante la noche. Si se hacía mal la cosa, notaba que se habían dejado una aguja dentro. Una herida diminuta pero real, preparada para hincharse. A veces incluso parecía algo personal, como si siguiera doliendo por pura maldad. Pero Klara sabía aproximarse a la piel donde asomaba la punta y extraerla mediante una suave presión.
Cuando se acostaron, Alois esperaba que le mitigara los dolores. Pero aquella noche tuvo que aguardar. Primero ella le describió el desbarajuste que había armado Alois, lo del huevo y la cáscara. Él no quiso escucharlo.
—Ach
—dijo—, cría mala sangre que siempre tomes partido por Adi.
—¿Qué dices? Dime algo bueno que podamos esperar de Alois.
—No —dijo él—, tienes que escucharme. Tenemos que buscar un equilibrio. Hay que intentarlo. Un buen equilibrio entre los dos y todo se calmará. Ahí está el secreto.
Un silencio. Le siguió otro más profundo.
—Lo intentaré —dijo ella por fin.
Su instinto la empujaba a reducir aquel espacio entre ellos. De lo contrario, la diferencia aumentaría. Pero ¿debía creer que su marido estaba en lo cierto? El joven Alois se comportaba como Fanni. Sólo que diez veces peor de lo que Fanni había intentado. Sí, ¿sería posible? ¿Habría dejado ella una maldición?
Ciertamente tuvieron que sobrellevar malos presagios durante no pocas noches. Alois hijo siguió dando muestras de sus habilidades durante los últimos días de junio, y haciendo el trabajo justo para ganarse el derecho a cabalgar con Ulan. El chico cumplía bien sus tareas, mantenía las colmenas limpias, sabía cuándo y dónde trasladar las bandejas. Incluso sabía localizar a la reina y la metía en la jaula sin utilizar el tubo de cristal. Lo hacía con los dedos, como Der Alte.
Ahora, en la mesa de la cena, los silencios de Alois hijo pesaban sobre todos. Ningún miembro de la familia le contrarió aquellos días, ni siquiera su padre, aunque estaba claro que éste, a su pesar, se sentía comprensivo con el chico. Comprendía muy bien un lado del Alois hijo. Montando a Ulan, debía de sentirse tan ufano como un oficial en una de las mejores calles de Viena. Pero Alois también sabía lo que se estaba incubando debajo. Si, de momento, el caballo era prioritario, no tardarían en serlo las chicas. El padre lo sabía tan bien como si fuera su esperma el que se removía en su propio interior. ¡Aquellas revelaciones! Nada era mejor que el momento en que una mujer te abría las piernas. ¡La primera vez! Si tenías buen ojo para las pequeñas diferencias, sabías el doble de ella que lo que podías averiguar en su cara. Alois padre lo atestiguaba. ¡El órgano femenino! Quienquiera que hubiese diseñado aquella forma sin duda había hecho un trabajillo pícaro. (Era lo más cerca que Alois había estado nunca de admirar la obra del Creador.) Un despliegue tan maravilloso de carnes y jugos —semejante panoplia carnal en miniatura—, aquel muestrario de pasadizos, cavernas y labios. Alois, desde luego, no era un filósofo, y no habría sabido hablar del devenir (el estado de existencia en que el ser de repente se siente a la intemperie), pero de todas formas le habría dado una propina a Heidegger. ¡El devenir es, sí, exactamente, cuando una mujer se abre de piernas! Alois se sentía un poeta. ¿Cómo no? Eran pensamientos poéticos.
Dejémoslo así: si Alois hubiera podido hablar con su hijo, habría tenido un montón de cosas que decirle. Pero nunca se atrevería a hablarle de estas cuestiones. Habiendo sido un guardián de la frontera, es decir, un policía, ni siquiera podía confiar en sus hijos. Un buen policía tenía que manejar la confianza como si fuera una peligrosa botella de ácido. Revelar tus pensamientos más íntimos a otras personas era como pedirles que traicionaran tu confianza.
Con todo, si hubiera podido hablar con el joven Alois, se habría apresurado a informarle de que no había nada mejor que ser un mozo interesado por las chicas —puestos a ello, él, su padre, podría contarle los mejores episodios— , «pero, muchacho, debo prevenirte de lo siguiente: las jovencitas pueden ser peligrosas. A menudo son angelicales, a lo mejor unas cuantas, pero no es con ellas con quien tienes que vértelas. Son los padres de esos ángeles, o los hermanos. Incluso puede ser un tío. Un día estuve a punto de recibir una paliza del tío de una chica. Yo estaba ya crecido, pero él era más grande. Tuve que disuadirle hablando. Lo mismo que harás tú. Seguro que sabrás escabullirte por medio de palabras, joven Alois, pero es una facultad que sólo surte efecto en una población de buen tamaño o, mejor que en ningún sitio, en una ciudad. Aquí, en Hafeld y Fischlham, no será tan fácil; la gente de campo puede ser peliaguda».
Habría tenido cantidad de cosas que decirle a su hijo. Ojalá hubieran podido confiar el uno en el otro. Esto le entristecía. Debo decir, sin embargo, que sin duda cabría considerarlo culpa suya. ¿Había algo que le importase más que mantener su autoridad?
Por tanto, no tendría la generosidad de ofrecer los consejos básicos. Pero de haber podido hacerlo, le habría dicho a su hijo: «Disfruta de todas las mujeres que puedas, pero sé consciente del precio. Sobre todo en el campo. Escúchame, hijo», le habría dicho, «los campesinos no saben qué hacer con su cabeza. Tienen fuertes las espaldas, pero su vida... año tras año es la misma. Están hartos de aburrirse. Entonces empiezan a pensar en los desmanes que han cometido con ellos. Óyeme lo que te digo, hijo: ¡mucho ojo! No pongas en un aprieto a una chica. Llegado el momento, no estés tan seguro de que sabrás negar que eres el que la ha dejado preñada. A veces eso no funciona.»