—¡Virgen, los cojones! —gritó papá—. ¡María era una dulce tía judía que se quedó preñada!
El servicio se interrumpió y se produjo un silencio sepulcral. Todo el mundo lo miro azorado. El coro al completo se giró al unísono, boquiabierto. Incluso el cura se quedó sin palabras, estupefacto. En el rostro de papá apareció una sonrisa de satisfacción.
—¡Y ese Jesucristo es el hijo bastardo más privilegiado del mundo!
El sacristán nos acompañó hasta la calle con expresión severa. De camino a casa, papá me rodeó el hombro con su brazo, para consolarme.
—Niña, si tu novio alguna vez se mete bajo tus bragas y de pronto te encuentras con que ya tienes tu propia familia, jura que fue una Inmaculada Concepción y empieza a hablar por ahí sobre los milagros —dijo—. Luego sólo tendrás que pasar la bandeja de las limosnas el domingo.
A mí no me gustó que papá dijera esas cosas, traté de soltarme y separarme de él, pero él me sujetó con más fuerza.
Cuando llegamos a casa, tratamos de calmar a papá. Mamá le dio uno de sus regalos: un mechero de bronce de los años veinte, con forma de perro terrier escocés. Papá lo encendió un par de veces, balanceándose, y luego lo sostuvo en alto para ponerlo a la luz y examinarlo.
—Iluminemos de verdad esta Navidad —dijo, metiendo la mano con el mechero en el abeto. Las agujas resecas de las ramas se encendieron de inmediato. Las llamas alcanzaron al resto de las ramas con un chisporroteo. Los adornos de Navidad explotaron por el calor.
Durante unos instantes, nos quedamos demasiado atónitos como para hacer algo. Mamá gritó que trajéramos mantas y agua. Pudimos extinguir el fuego, pero para ello tuvimos que derribar el árbol, destrozando casi todos los adornos y estropeando nuestros regalos. Papá se quedó sentado en el sofá, riendo y diciéndole a mamá que le acababa de hacer un favor porque los árboles eran símbolos de los cultos paganos.
Cuando el fuego se extinguió y los restos del árbol quemado quedaron esparcidos por el suelo, nos limitamos a permanecer allí de pie. Nadie trató de retorcerle el pescuezo a papá, de gritarle y ni siquiera de señalarle que había arruinado la Navidad que su familia había pasado semanas planeando, la Navidad que se suponía iba a ser la mejor que hubiéramos tenido nunca. Cuando papá enloquecía, cada uno de nosotros teníamos nuestra propia manera de decir «apaga y vámonos», y eso fue lo que hicimos esa noche.
Esa primavera cumplí diez años, pero en casa los cumpleaños no eran nada especial. A veces mamá ponía unas velas sobre un helado y cantábamos todos
Cumpleaños feliz.
En ocasiones, nos hacían un pequeño regalo —un cómic, un par de zapatos o un paquete de ropa interior—, pero casi con la misma frecuencia con que lo hacían, también se olvidaban del día de nuestros cumpleaños.
Así que fue una gran sorpresa cuando, el día que cumplí los diez, papá me llevó al patio de atrás y me preguntó qué era lo que más quería en el mundo.
—Es una ocasión especial, teniendo en cuenta que acabas de llegar a los dos dígitos —dijo—. Creces condenadamente rápido, Cabra Montesa. Antes de que me dé cuenta, te vas a independizar, y si hay algo que pueda hacer por ti, antes de que te marches, quiero que me lo digas.
Sabía que papá no hablaba de comprarme un regalo extravagante, como un poni o una casa de muñecas. Me preguntaba qué podía hacer él, ahora que casi era una persona mayor, para que mis últimos años de niña fueran lo que quería que fueran. Había una cosa que deseaba de verdad, algo que sabía que nos cambiaría la vida a todos, pero me daba miedo pedirla. Sólo de pensar en decirlo en voz alta me ponía nerviosa.
Papá notó mi vacilación. Se arrodilló para mirarme a mi altura.
—¿De qué se trata? —preguntó—. Venga, di lo que sea.
—Es una cosa grande.
—Tú limítate a pedirlo, niña.
—Me da miedo.
—Ya sabes que si es humanamente posible, te lo conseguiré. Y si no es humanamente posible, moriré intentándolo.
Levanté la vista hacia las delgadas nubes arremolinadas en el cielo azul de Arizona. Con los ojos clavados en esas nubes distantes, respiré hondo y dije:
—¿Crees que podrías dejar de beber?
Papá guardó silencio. Bajó la mirada hacia el suelo de cemento, y, cuando se giró hacia mí, en sus ojos había una expresión herida, como la de un perro al que le han dado un puntapié.
—Debes de estar espantosamente avergonzada de tu viejo —dijo.
—No —respondí enseguida—. Pero creo que mamá estaría mucho más contenta. Además, tendríamos más dinero.
—No tienes que explicarme nada —replicó papá. Su voz era apenas un susurro. Se puso de pie, se dirigió hacia el jardín y se sentó bajo los naranjos. Le seguí y me senté a su lado. Iba a cogerle la mano, pero antes de que pudiera estirar el brazo dijo—: Si no te importa, cariño, creo que me gustaría quedarme sentado aquí solo durante un rato.
• • •
Esa misma mañana papá me dijo que durante los próximos días se quedaría en su habitación. Quería que le evitásemos, que nos quedáramos fuera jugando. Todo fue bien ese primer día. Pero al segundo, cuando volví a casa de la escuela, oí un terrible gemido procedente de su dormitorio.
—¿Papá? —le llamé. No hubo respuesta. Abrí la puerta.
Papá estaba atado a la cama con cuerdas y cinturones. No sé si se lo había hecho él mismo o si mamá le había ayudado, pero se sacudía con violencia, pataleando y tratando de liberarse de sus ataduras, mientras aullaba:
—¡No! ¡Basta! ¡Ay Dios mío!
Su rostro estaba grisáceo y empapado en sudor. Lo llamé de nuevo, pero ni veía ni oía. Me dirigí a la cocina y llené de agua una jarra vacía de zumo de naranja. Me senté con la jarra al lado de la puerta de papá, por si tenía sed. Mamá me vio y me ordenó salir a jugar. Le dije que quería ayudar a papá. Ella replicó que no había nada que pudiera hacer, pero de todas maneras me quedé delante de la puerta.
El delirio de papá siguió durante días. Cuando volvía a casa de la escuela, agarraba la jarra de agua, ocupaba mi puesto ante la puerta y esperaba allí hasta que era hora de dormir. Brian y Maureen jugaban fuera y Lori se mantenía alejada, en el otro extremo de la casa. Mamá pintaba en su estudio. Nadie hablaba demasiado de lo que sucedía. Una noche, cuando cenábamos, papá lanzó un grito especialmente horrible. Miré a mamá, revolviendo su sopa como si fuera una noche cualquiera, y entonces estallé.
—¡Haz algo! —le grité—. ¡Tienes que hacer algo para ayudar a papá!
—Tu padre es el único que puede ayudarse —respondió mamá—. Sólo él sabe cómo combatir a sus propios demonios.
Después de casi una semana, los delirios de papá desaparecieron, y nos pidió que fuéramos a hablar con él a su habitación. Se apoyaba en una almohada que le mantenía medio incorporado, más pálido y delgado de lo que jamás le había visto. Agarró la jarra de agua que le ofrecí. Sus manos temblaban tan intensamente que le costó trabajo sostenerla, y al beber, el agua le resbaló por el mentón.
Unos días más tarde papá se levantó y pudo andar un poco, pero no tenía apetito, y todavía le temblaban las manos. Le comenté a mamá que tal vez cometí un tremendo error, pero dijo que a veces uno tiene que enfermar antes de poder curarse. Al cabo de pocos días, papá ya parecía casi normal, salvo que se mostraba titubeante, inseguro, como si se hubiera vuelto tímido. Nos sonreía mucho y nos apretaba los hombros, a veces apoyándose sobre nosotros para enderezarse.
—Me pregunto cómo será nuestra vida a partir de ahora —le dije a Lori.
—La misma —replicó ella—. Ya ha intentado dejarlo antes, pero nunca puede aguantar mucho tiempo.
—Esta vez lo logrará.
—¿Cómo lo sabes?
—Es el regalo que me ha hecho.
• • •
Papá pasó el verano recuperándose. Durante muchos días permaneció sentado, leyendo, bajo los naranjos. A principios del otoño había recuperado casi todas sus fuerzas. Para celebrar su nueva vida de abstemio, y poner distancia entre él y los bares, decidió que el clan de los Walls debería hacer un largo viaje de acampada al Gran Cañón. Evitaríamos a los guardabosques y encontraríamos una cueva en algún lugar, a lo largo del río. Nadaríamos, pescaríamos y asaríamos nuestros pescados en una hoguera. Mamá y Lori pintarían y papá, Brian y yo treparíamos por los precipicios y estudiaríamos los estratos geológicos del cañón. Como en los viejos tiempos. No iríamos a la escuela, dijo papá. Él y mamá nos enseñarían mejor que esos maestros con cerebros-de-mierda.
— Tú, Cabra Montesa, podrás hacer una colección de piedras, unas piedras como nunca has visto en tu vida —me aseguró.
A todos nos encantó la idea. Brian y yo estábamos tan entusiasmados que dimos saltos en medio del salón. Empaquetamos mantas, comida, cantimploras, utensilios de pesca, la manta color lavanda que Maureen llevaba a todas partes, papel y lápices para Lori, el caballete, el lienzo y los pinceles y pinturas de mamá. Lo que no entró en el maletero del coche lo atamos en el techo. También llevamos el lujoso equipo de tiro con arco de mamá, hecho con incrustaciones de maderas nobles, porque, según dijo papá, uno nunca sabe con qué clase de animales salvajes se puede tropezar en los lugares más recónditos del cañón. Nos prometió a Brian y a mí que, cuando regresáramos, sabríamos disparar flechas con ese arco como un par de auténticos indios. Si es que alguna vez regresábamos. Demonios, tal vez decidiéramos quedarnos a vivir en el Gran Cañón.
Salimos a la mañana siguiente, muy temprano. Cuando llegamos al norte de Phoenix, dejando atrás todas las urbanizaciones de chalés adosados, el tráfico se hizo menos denso y papá empezó a ir más rápido.
—No hay mejor sensación que el movimiento —afirmó.
Al poco rato, estábamos en el desierto; los postes de teléfono pasaban como locos a nuestro lado.
—Eh, Cabra Montesa —gritó papá—. ¿A qué velocidad crees que puedo hacer que vaya este coche?
—Más rápido que la velocidad de la luz —respondí. Me incliné sobre el asiento delantero y miré cómo subía la aguja del cuentakilómetros. Íbamos a ciento cincuenta kilómetros por hora.
—Vas a ver cómo hacemos saltar la aguja —dijo papá.
Podía verle mover la pierna para pisar el acelerador. Bajamos las ventanillas, y los mapas, los papeles de dibujo y la ceniza de los cigarrillos empezaron a revolotear enloquecidamente alrededor de nuestras cabezas. La aguja del cuentakilómetros sobrepasó los ciento sesenta, el último número que marcaba, y avanzó sobre el espacio en blanco posterior. El coche vibró enloquecido, pero papá no levantó el pie del acelerador. Mamá se cubrió la cabeza con los brazos, diciéndole que aminorara, pero lo único que consiguió fue que pisara el acelerador todavía más a fondo.
De pronto, sentimos un repiqueteo debajo del coche. Miré hacia atrás para asegurarme de que no se había caído ninguna pieza importante, y vi que se formaba una nube de humo gris detrás de nosotros. En ese mismo instante, un vapor blanco que olía a hierro salió de los lados del capó y se coló por las ventanillas. La vibración se intensificó y, con un ruido de golpeteo metálico como una tos, el coche perdió velocidad. De pronto, empezamos a ir a paso de tortuga. Luego el motor se quedó completamente muerto. Seguimos avanzando en silencio unos cuantos metros por el impulso, hasta que se detuvo.
—Ahora sí que la has hecho buena —dijo mamá.
Nosotros y papá nos bajamos y empujamos el coche a un lado de la carretera mientras mamá se hacía cargo del volante. Papá levantó el capó. Me quedé mirando cómo él y Brian examinaban el motor engrasado y humeante, enumerando las partes del mismo. Luego fui a sentarme en el coche con mamá, Lori y Maureen.
Lori me echó una mirada airada, como si fuera culpa mía la avería del coche.
—¿Por qué estás siempre animándole a que haga de las suyas? —preguntó.
—No te preocupes —le dije—. Va a repararlo.
Estuvimos allí sentadas un buen rato. Podía ver en la lejanía las águilas ratoneras volando muy alto en círculo, y me recordaron al ingrato
Buster.
Tal vez debería haber sido más indulgente con él. Con su ala rota y toda una vida comiendo carroña de animales atropellados en la carretera, probablemente tenía muchas razones para ser desagradecido. Demasiada mala suerte puede producir una mezquindad permanente en el espíritu de cualquier criatura.
Finalmente, papá bajó el capó.
—Puedes repararlo, ¿verdad? —pregunté.
—Por supuesto —asintió—. Si tuviera las herramientas necesarias.
Tendríamos que posponer momentáneamente nuestra excursión al Gran Cañón, nos dijo. Ahora nuestra prioridad número uno era volver a Phoenix para conseguir las herramientas adecuadas.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Lori.
Hacer autoestop era una opción, señaló papá. Pero resultaría bastante difícil encontrar un coche con suficiente espacio para cuatro niños y dos adultos. Aunque como éramos todos tan atléticos, y puesto que ninguno de nosotros era un quejica, no resultaría problemático volver andando a casa.
—Estamos a casi ciento treinta kilómetros —anunció Lori.
—Así es —admitió papá.
Si hacíamos algo más de cinco kilómetros por hora, ocho horas al día, conseguiríamos llegar en tres días. Tendríamos que dejar todo en el coche, menos la manta color lavanda de Maureen y las cantimploras. Eso incluía las flechas y el arco con incrustaciones de mamá. Como mamá estaba muy apegada a su equipo de tiro con arco, regalo de su padre, papá nos hizo ocultarlo a Brian y a mí en una acequia de regadío. Luego volveríamos y lo recuperaríamos.
Papá llevaba a Maureen en brazos. Para animarnos, iba cantando
un, dos, tres, cuatro,
pero mamá y Lori se negaron a avanzar al ritmo marcado por él. Al final se dio por vencido y guardamos silencio; sólo se oía el crujido de nuestros pies sobre la arena y las piedras, y el viento azotando el desierto. Después de caminar lo que nos pareció un par de horas, llegamos a un motel por el que habíamos pasado un minuto o dos antes de que se estropeara el coche. De vez en cuando pasaba un coche a toda velocidad, y papá le hacía señas con el pulgar, pero no paró ninguno. Hacia el mediodía, un enorme Buick azul con parachoques cromados relucientes aminoró la marcha y se puso a nuestro lado. Una señora con peinado de peluquería bajó la ventanilla.
—¡Pobre gente! —exclamó—. ¿Están bien?
Nos preguntó a dónde íbamos, y cuando le dijimos que a Phoenix, se ofreció a llevarnos. El interior del Buick estaba tan frío por el aire acondicionado, que se me puso carne de gallina en las piernas y los brazos. La señora nos dijo a Lori y a mí que repartiéramos Coca-Colas y bocadillos que había en una nevera a nuestros pies. Papá dijo que no tenía hambre.