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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (33 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Lolita se bajó del landó con la ayuda de Carbonell. De forma instintiva, su mirada fue a posarse en los balcones miradores del viejo edificio donde habrían de entrar en busca de respuestas. El frontis resultaba bastante lúgubre, tan fantasmagórico como las reuniones que tenían lugar en el primer piso. Sintió un ligero estremecimiento recorriendo su espalda.

—¿Asustada? —inquirió Fernández-Luna, que nada más apearse del coche había reparado en el gesto temeroso de la viuda ante aquella supuesta prueba de magia sobrenatural.

—Un poco impresionada sí que estoy, todo hay que decirlo —admitió en voz queda. Sus manos temblaban ligeramente. El rúbeo color de sus mejillas desapareció para dar paso a una pronunciada lividez—. La sola idea de hablar con un difunto, en sí misma ya produce pavor.

—Sí… resulta un tanto espeluznante —añadió Carbonell, que se sentía igual de incómodo que su prometida.

—Pues yo sigo pensando que hay que temerles más a los vivos que a los muertos —sentenció el madrileño, rotundo, antes de señalar el portal—. ¿Subimos?

Con decisión, la viuda se aferró al brazo de Carbonell y enfiló hacia la entrada del edificio. No habían ido hasta allí para arrepentirse en el último momento.

En la portería, de techo bajo y escasamente iluminado, nacía una escalera que conducía a los pisos superiores. El suelo ajedrezado apenas se distinguía debido a la bascosidad que se acumulaba en la superficie y en sus rincones. Las humectantes paredes olían a moho y en las esquinas se entretejían nubes de telarañas.

—¡Bien! —exclamó Lolita, batiendo sus manos con patente nerviosismo—. ¡Ha llegado el momento que tanto esperaba!

—Tranquila, cielo. Todo irá bien.

Carbonell la cogió por la cintura. Juntos comenzaron a subir en completo silencio. Apoyándose en el pasamano, Fernández-Luna fue tras ellos. Un eco lejano de voces y rogativas procedentes del principal anticipaba el carácter esotérico que habría de vivirse aquella noche en el apartamento de
Yaya
Raquel.

Llegaron a la primera planta. Al final del oscuro corredor del descansillo se vislumbraba el hueco de una puerta. Estaba abierta. Apoyada en el quicio había una joven de cabellos largos y escarolados, vestida con una blusa y una falda de color negro. Nada más verlos, les hizo un gesto con la mano para que se diesen prisa.

—¡Vamos! ¡Apresúrense! —les apremió—. Doña Raquel acaba de finalizar la primera invocación. La ceremonia va a comenzar de un momento a otro.

Hicieron el amago de cruzar la puerta, pero el cuerpo de la muchacha se interpuso en su camino. Con mirada insinuante, casi lujuriosa, se dirigió al más joven de los hombres.

—Mi madre no suele cobrar a quienes vienen a visitarla, pero es de recibo mostrar gratitud por el gran servicio que presta. —Sonrió—. Basta con un pequeño donativo.

—¿Cuánto? —inquirió Carbonell, que ya comenzaba a sospechar que toda aquella parafernalia de médiums y espíritus escondía un inteligente negocio.

—Cinco pesetas.

Hurgándose en los bolsillos encontró un duro de plata. Se lo entregó en mano aun sabiendo que habrían de engañarles vilmente.

—Cinco pesetas… por cada uno —añadió ella, con total desfachatez.

El mallorquín farfulló algo ininteligible por lo bajo. Antes de que volviera a rebuscar en los fondillos del pantalón, Fernández-Luna le entregó a la joven un billete de diez pesetas. Fue a cogerlo, pero el policía retrajo la diestra.

—Por tu bien, y por el de tu madre, espero que la función merezca la pena —subrayó cada una de las palabras, como si se tratara de una sentencia.

Solo entonces permitió que cogiera el dinero, que fue a parar de inmediato al fondo de su breve escote.

—Quedaréis satisfecho. Os lo prometo.

Se echó a un lado, dejándoles pasar. Entraron en un angosto corredor de mugrientas paredes. Todo era suciedad y mal olor. Lo cierto es que el lugar no era muy recomendable para personas mínimamente aprensivas.

Al cabo de una eternidad llegaron al salón, provisto de una imponente chimenea, ahora apagada, en cuyo hueco se amontonaba la ceniza. Las paredes estaban pintadas de un color oscuro; tal vez leonado, casi pardo. De ellas colgaban diversos cuadros de carácter religioso representando a la Santísima Trinidad y a la Virgen María. Paradójicamente, además de muchos libros antiguos sobre micromagia, mentalismo, cartomancia y faquirismo, había también litografías de signos zodiacales, pentagramas, símbolos cabalísticos y demás representaciones de simbología esotérica, lo que propiciaba un ambiente de irrealidad acorde con la ceremonia. Todo estaba oscuro, tan solo un par de cirios colocados en el centro de la mesa iluminaban vagamente la estancia. Entre la penumbra pudieron ver a la médium, una mujer de aspecto demacrado que llevaba un pañuelo de seda con lentejuelas cubriéndole la cabeza. Tenía los ojos rasgados y la piel morena. Sentadas a su alrededor había cuatro personas: un matrimonio de avanzada edad, que hablaba en voz baja entre sí, y también dos caballeros de impoluta vestimenta.

Un individuo de enorme mostacho, que surgió de improviso de detrás de unas cortinas situadas al fondo de la habitación, les indicó un lugar donde poder sentarse entre los asistentes. Era Eulogio, el esposo de
Yaya
Raquel.

—Gracias por venir, caballeros —dijo la médium después de que ocuparan las sillas vacías que había alrededor de la mesa circular—. Presiento que la dama es el motivo principal de su visita. Tiene una pregunta que formularme, ¿no es verdad? —se le escapó una risita siniestra.

—Sí… es cierto. —Lolita palideció al momento—. ¿Cómo lo ha sabido?

—Yo sé muchas cosas, querida. —
Yaya
Raquel alzó ligeramente sus cejas—. Pero todo a su tiempo.

—¿Comenzamos ya? —inquirió uno de los caballeros de vestir impecable—. Mi amigo y yo llevamos aquí sentados cerca de una hora.

—¿No se ha dado cuenta? —preguntó a su vez la médium, con arrogancia—. Los esperábamos a ellos. Ahora, ustedes son siete… un número mágico que propiciará la asistencia de los difuntos a nuestra reunión.

—¡Dios mío! ¡Es cierto! —exclamó la dama que había acudido a la sesión de espiritismo en compañía de su esposo—. ¡Es una señal! ¡Un presagio de buena suerte!

Fernández-Luna hizo un esfuerzo para no reírse a carcajadas. Por lo visto, en aquel tugurio no había nadie en su sano juicio.

—Una advertencia antes de comenzar —les previno
Yaya
Raquel—. Mientras yo esté en trance, y el espíritu-guía se manifieste con sonidos o extraños movimientos, ninguno de ustedes podrá moverse de su lugar. Si sus manos se apartan de las de sus compañeros, aunque solo sea un instante, las almas de los muertos regresarán al limbo sin haber contestado sus preguntas. ¿Me han entendido? —Como ninguno de los presentes fue capaz de replicar, siguió hablando—. Todos ustedes han venido a mí por su propia voluntad, con la esperanza puesta en hablar con sus seres queridos, difuntos que ahora deambulan por ese mundo frío y hostil que nos aguarda tras la muerte —añadió con voz cavernosa, mirándolos uno a uno. El magnetismo de sus ojos fue calando en la voluntad de los presentes, obligándoles a tomar parte, involuntariamente, de aquella burda representación que pretendía llenar el vacío que dejaban los familiares al marcharse para siempre—. Si son capaces de creer en aquello que ven sus ojos, y anteponen la fe a la suspicacia, les aseguro que todo irá bien. Percibirán su presencia… Escucharán sus voces… Y durante unos segundos, volverán a reunirse con ellos.

Fernández-Luna observó por el rabillo del ojo cómo el otro caballero que había acudido a la ceremonia se revolvía en su asiento llevado por la impaciencia.

La espiritista continuó diciendo:

—Por favor, cójanse todos de la mano —les indicó, entrecerrando luego los párpados—. Procuren mantener la mente despejada, libre de pensamientos. Ahonden en el silencio interior de su alma e invoquen repetidamente el nombre de la persona con la que deseen contactar. —Le sobrevino un ligero estremecimiento que sacudió su cuerpo de arriba abajo. Todos lo notaron—. ¡Comuníquense con ellos! ¡Soliciten su presencia en esta reunión!

Como autómatas idiotizados, la pareja de burgueses de mediana edad se dejó arrastrar por el delirio. La fe ciega en lo sobrenatural les había sido inoculada en las venas; más aún, en lo más profundo de los tuétanos. Respiraban con dificultad. La piel de sus mejillas transpiraba copiosamente. Sus cabezas se mecían de un lado a otro como si fuesen ellos, y no
Yaya
Raquel, quienes estuviesen en trance. Susurraban palabras ininteligibles con los ojos cerrados, conjurando la presencia de las almas perdidas en el piélago de la noche eterna.

Desconcertados, Carbonell y su prometida intercambiaron una fugaz mirada de asombro. Para no distraer a nadie con su inexperiencia, decidieron integrarse en el juego guardando silencio y cerrando los ojos.

En cuanto a Fernández-Luna, bastante más escéptico que sus amigos, soslayó la mirada por toda la estancia, vagamente iluminada. El tipo de enormes bigotes permanecía medio oculto entre las sombras; muy quieto, junto a la chimenea, con las manos detrás de la espalda. Parecía esconder algo de forma subrepticia, un detalle que no se le pasó por alto al sagaz madrileño, ni tampoco a la pareja de caballeros que, al igual que él, analizaban con ojo avizor cualquier movimiento extraño que pudiera darse en el salón.

—¡Espíritu que acudes desde el limbo a nuestro mundo! —bramó la médium, en un exagerado tono de voz—. ¿Estás entre nosotros?

Nadie supo de dónde procedía aquel sonido,
pero
al instante se escuchó el tintineo de unas campanas tubulares seguido de un desesperado lamento. A Dolores se le escapó un pequeño grito de terror. Estaba completamente asustada.

—¡Azrail Baltazar Israel! —gritó de nuevo la espiritista, muy en su papel de intermediaria con las tinieblas—. ¡Tú que conduces a las almas de los muertos para que sean juzgadas, ven a mí! ¡Manifiéstate!

Fernández-Luna sintió un suave roce en la espalda. Alguien había pasado tras él de forma sigilosa, aprovechando la escasa luz que desprendían las velas. Al margen de la mesa y los rostros cadavéricos de los presentes, que recibían parcialmente el reflejo de la llama encendida, todo lo demás eran sombras y líneas a medio dibujar.

—Heme aquí… —Una voz gutural, desgarradora, y de algún modo distorsionada, surgió de la garganta de
Yaya
Raquel, que fingía haber sido poseída por uno de los espíritus conjurados—. Presto acudo a tu llamada.

—Dios bendito… —susurró Carbonell, pálido como la cera. Gotas de sudor corrían ya por su frente.

La representación de la médium, en verdad, resultaba extraordinaria. Aquel giro en la entonación había sorprendido a la gran mayoría.

—No he venido solo… Otros difuntos me acompañan. —El ente espectral continuó hablando por boca de la espiritista—. ¡Preguntad! ¡No tengáis miedo! —les exhortó—. Ellos os responderán.
Yaya
Raquel sacudió su cabeza y las lentejuelas del pañuelo brillaron fugazmente a la luz de las velas.

—¡Por Dios, que alguien diga algo! —profirió la encopetada señora, dirigiéndose a su marido.

El aludido se encogió de hombros. No quiso recordarle a su esposa que el hecho de estar allí se debía a su curiosidad y su afición al ocultismo, que estaba tan en boga entre las damas de la alta sociedad siguiendo la moda imperante en París. Cosas del aburrimiento, según él.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Lolita se atrevió a cruzar la frágil línea que separa el entorno terrenal del mundo de los muertos.

—Rodrigo, ¿estás ahí? —inquirió la joven viuda temblando de pies a cabeza—. Soy yo, Dolores… tu esposa.

El policía llegado de Madrid escuchó ligeramente un sonido metálico, como de engranajes, en una de las esquinas del salón. La mesa comenzó a moverse de un lado a otro, haciendo oscilar los cirios colocados en el centro. Se oyeron gritos y exclamaciones de asombro. Quienes seguían unidos por las manos sintieron un ligero estremecimiento por todo su cuerpo.

—Aquí estoy, Dolores… —gimió aquella voz, que parecía surgir del mismísimo infierno—. He venido a ti guiado por la luz.

—¿Dónde estás? ¿Puedes verme? —Lolita alzó la mirada unos centímetros, buscando a su difunto marido en el lóbrego vacío que se expandía por toda la habitación.

—Estoy frente a ti, querida.

Antes de que un inesperado soplo de aire apagase las velas, Fernández-Luna percibió de soslayo cómo Eulogio accionaba el pequeño resorte que había oculto tras su espalda. Un rostro fantasmagórico y refulgente surgió de la nada, muy cerca de
Yaya
Raquel. Era una faz indefinida, pálida, asexuada, de artificio, como una máscara teatral suspendida en el aire. Sus ojos brillaban en la oscuridad igual que dos teas ardientes. Estaban ante un alma en pena.

Como era de esperar, gran parte de los presentes gritaron impelidos por el terror. Sus voces atronaban todo el recinto, víctimas del mayor estupor. El madrileño sintió, inesperadamente, cómo el caballero que permanecía a su lado abandonaba la mesa y se ponía en pie. Guiándose en la oscuridad al igual que un felino, fue directo hacia la pared que había junto a la puerta de entrada. Las luces del salón se encendieron de inmediato, poniendo así al descubierto la parodia de los farsantes.

El semblante de aquel aparecido, que en realidad estaba embadurnado de cera blanca, pertenecía a la joven que les había cobrado la visita al entrar. Su vestido y cabellos de color negro dificultaban la visualización en la oscuridad. En cuanto al afecto aterrador, se debía a una pequeña luz colocada bajo el mentón, que distorsionaba las líneas de su rostro. Se quedó tan desconcertada que no supo reaccionar; ni ella ni sus padres.

El individuo que con su valiente iniciativa había desenmascarado al grupo de estafadores, gritaba en un idioma extranjero que Fernández-Luna reconoció de inmediato como el inglés. Hacía aspavientos con las manos, increpándoles con furia. Regresó a zancadas. Los asistentes a la ceremonia se alzaron de sus asientos al intuir que el ímpetu del caballero habría de declinar en violencia. Efectivamente, de un empellón consiguió derribar la mesa junto con las velas. Ocultos entre las patas pudieron ver un par de cables, disimulados bajo la alfombra, que iban conectados a un artilugio metálico. El trenzado eléctrico finalizaba en la pequeña palanca situada junto a la chimenea, justo en el lugar donde permanecía Eulogio en aquel momento.

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