Authors: Lloyd Alexander
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil
»Pienso también —prosiguió Morgant—que debería enviarse un contingente de mis guerreros para proteger nuestra retirada. A cambio, ofrezco a estos tres —dijo, señalando a Taran, Adaon y Ellidyr— un lugar entre nuestros jinetes cuando ataque. Si he leído bien en sus rostros, preferirán eso a ser mantenidos en reserva.
—¡Sí! —gritó Taran, apretando su espada—. ¡Unámonos al ataque! Gwydion meneó la cabeza.
—El plan se realizará tal como lo había dispuesto. Montad, de prisa: ya hemos perdido mucho tiempo.
En los ojos del rey Morgant ardió brevemente una chispa.
—Se hará como mandéis, señor Gwydion.
—¿Qué sucedió? —le preguntó en un murmullo Fflewddur a Taran—. No pensarás decirme que la culpa no fue de Ellidyr, aunque no sé cómo. Puedo darme cuenta de que lo suyo es causar problemas, y no consigo imaginarme en qué estaba pensando Gwydion cuando lo trajo con nosotros.
—La culpa es igualmente mía —dijo Taran—. No me porté mejor que él: tendría que haber contenido mi lengua. Algo que con Ellidyr —añadió—es bastante difícil.
—Sí —suspiró el bardo, contemplando su arpa—. Yo tengo una dificultad bastante parecida a la tuya.
Durante todo el día siguiente la columna avanzó con extremada cautela, pues entre las nubes se veía volar ya a los gwythaints, los temibles pájaros mensajeros de Arawn. Cuando faltaba poco para el anochecer, el sendero empezó a bajar hacia una angosta hondonada cubierta de pinos y maleza; Gwydion se detuvo al llegar a ella. Delante se alzaban los lúgubres acantilados de la Puerta Oscura, dos montañas gemelas que ardían con un resplandor carmesí bajo el sol agonizante.
Hasta el momento el grupo no se había encontrado con ningún Nacido del Caldero. Taran lo atribuyó a la buena suerte, pero Gwydion no dejaba de fruncir el ceño, preocupado.
—Temo más a los Nacidos del Caldero cuando no puedo verles —dijo Gwydion, después de haber convocado a los guerreros junto a él—. Estuve a punto de creer que habían abandonado Annuvin, pero Doli os trae noticias que preferiría no verme obligado a revelaros.
—Me hizo volver invisible y tuve que ir a explorar, eso es lo que me hizo —le contó Doli en un furioso murmullo a Taran—. Cuando entremos en Annuvin, tendré que hacer lo mismo otra vez. ¡Buf! ¡Ya siento las orejas como si tuvieran un enjambre de avispas dentro!
—Prestadme atención todos —prosiguió Gwydion—. Los Cazadores de Annuvin andan por aquí.
—Me he enfrentado a los Nacidos del Caldero —exclamó osadamente Taran—. Estos guerreros no pueden ser más terribles que ellos.
—¿Eso crees? —le replicó Gwydion con una seca sonrisa—. Yo les temo en gran manera. Son tan implacables como los Nacidos del Caldero, y su fortaleza es aún mayor que la de éstos. Siempre van a pie, pese a lo cual son veloces y están dotados de enorme resistencia. La fatiga, el hambre y la sed tienen escaso significado para ellos.
—Los Nacidos del Caldero no mueren —dijo Taran—. Si esos otros son hombres mortales, será posible acabar con ellos.
—Son mortales —contestó Gwydion—, aunque me niego a llamarles hombres. Entre los guerreros que han traicionado a sus camaradas, ellos pertenecen a lo más bajo: son asesinos que han cometido sus crímenes sólo por el placer de cometerlos. Para satisfacer su propia crueldad han escogido voluntariamente el reino de Arawn y le han jurado alianza con una promesa de sangre que ni siquiera ellos pueden romper.
—Sí —añadió Gwydion—, se les puede matar. Pero Arawn les ha convertido en una hermandad de asesinos y les ha dado un terrible poder. Van siempre en pequeñas bandas, y en sus grupos la muerte de un hombre no hace sino aumentar el poder de los demás.
»Evitadles —les advirtió Gwydion—. No les presentéis batalla si es posible rehuirla, pues cuantos más logréis abatir más fuerza ganará el resto. A medida que su número disminuye, su poder se fortalece. Ahora, buscad un sitio resguardado y dormid —les ordenó—. Nuestro ataque debe llevarse a cabo esta noche.
Taran estaba inquieto y apenas si logró obligarse a cerrar los ojos. Cuando al fin los cerró fue para caer en un sueño ligero y nervioso del que despertó con un sobresalto, que le hizo buscar a tientas su espada. Adaon, que ya estaba despierto, le indicó mediante una seña que guardara silencio. La luna brillaba en lo alto con un frío resplandor. Los guerreros del rey Morgant se movían como sombras. Se oyó el débil tintineo de un arnés y el susurro de una espada al ser desenvainada.
Doli, que se había vuelto invisible, iba ya hacia la Puerta Oscura. Taran encontró al bardo asegurando la preciada arpa a su espalda.
—Realmente, dudo mucho que vaya a necesitarla —admitió Fflewddur—. Por otra parte, nunca se sabe lo que puedes acabar haciendo. ¡Un Fflam siempre está listo!
Coll, que estaba a su lado, se acababa de poner un casco puntiagudo que le quedaba un poco estrecho. Ver al viejo guerrero, de tan valeroso corazón, con ese casco que a duras penas parecía capaz de proteger su calva cabeza, hizo que a Taran le invadiera una súbita melancolía. Abrazó fuertemente a Coll y le deseó mucha suerte.
—Bueno, muchacho —dijo Coll, guiñándole el ojo—, no temas. Volveremos antes de que te hayas dado cuenta; luego partiremos hacia Caer Dallben y la misión se habrá cumplido.
El rey Morgant, cubierto con una gruesa capa negra, se detuvo junto a Taran.
—Me habría honrado contándote entre mis hombres —dijo—. Gwydion me habló un poco de ti y eso me hizo observarte. Soy un guerrero y sé reconocer el buen temple.
Era la primera ocasión en que Morgant le hablaba directamente; Taran quedó tan sorprendido y lleno de placer que ni consiguió tartamudear una respuesta antes de que el jefe de guerreros se alejara en su montura.
Taran vio a Gwydion montado en Melyngar y corrió hacia él.
—Déjame ir contigo —volvió a suplicarle—. Si fui lo bastante hombre como para sentarme junto a ti en el consejo y llegar hasta tan lejos, también lo soy para cabalgar con tus guerreros.
—¿Tanto amas el peligro? —le preguntó Gwydion—. Antes de que llegues a ser un hombre —añadió con voz amable—, deberás aprender a odiarlo. Sí, e incluso a temerlo, como hago yo. —Tendió la mano y sus dedos apretaron los de Taran—. Mantén la bravura de tu corazón. Tu coraje será puesto a prueba muy pronto.
Decepcionado, Taran se apartó de él. Los jinetes se desvanecieron más allá de los árboles y el bosquecillo pareció quedar vacío y desolado. Melynlas, atado junto a los demás corceles, lanzó un breve relincho quejumbroso.
—Esta noche será muy larga —dijo Adaon, con los ojos clavados en las sombras que envolvían las negras estribaciones de la Puerta Oscura—. La primera guardia la harás tú, Taran; la segunda Ellidyr, hasta que se oculte la luna.
—Así tendrás más tiempo para soñar —dijo Ellidyr lanzando una carcajada burlona.
—Esta noche no tendrás ocasión de buscar pelea con el pretexto de mis sueños —le replicó Adaon sin enfadarse—, pues compartiré vuestras dos guardias. Duerme, Ellidyr —añadió—; si no piensas dormir, al menos guarda silencio.
Ellidyr, irritado, se envolvió en su capa y se acostó en el suelo junto a Islimach. La yegua resopló levemente e inclinó la cabeza, frotando con su hocico el rostro de su amo.
La noche era muy fría. La escarcha centelleaba ya sobre los resecos cañizos y una nube pasó lentamente ante la luna. Adaon desenvainó su espada y fue hasta donde terminaban los árboles. La blanca luz lunar se reflejaba en sus ojos, que brillaban como dos estrellas. Permaneció allí, silencioso, con la cabeza levantada como una criatura salvaje del bosque.
—¿Crees que ya han entrado en Annuvin? —susurró Taran. —Deberían llegar muy pronto —respondió Adaon. —Ojalá Gwydion me hubiera dejado acompañarle —dijo Taran con cierta amargura—. Si me hubiera dejado ir con Morgant, al menos…
—No desees tal cosa —se apresuró a decir Adaon, con una expresión preocupada en el rostro.
—¿Por qué no? —le preguntó Taran, perplejo—. Me habría sentido muy orgulloso de acompañar a Morgant. Después de Gwydion, es el mayor guerrero de Prydain.
—Es un hombre valiente y fuerte —accedió Adaon—, pero me preocupa. En el sueño que tuve la noche antes de marcharnos le vi rodeado por un círculo de guerreros que cabalgaban lentamente. La espada de Morgant estaba rota y lloraba sangre.
—Quizá eso no tenga ningún significado —sugirió Taran, intentando con sus palabras tanto tranquilizarse como calmar a su compañero—. ¿Acaso es siempre cierto que… que tus sueños contengan la verdad?
Adaon sonrió.
—La verdad está en todas las cosas, si eres capaz de entenderlas bien.
—Nunca me dijiste lo que habías soñado sobre los demás —prosiguió Taran—. Sobre Coll, sobre el buen Doli… y, si a eso vamos, sobre ti mismo.
Adaon no le contestó. Se quedó callado y se volvió nuevamente hacia la Puerta Oscura.
Con la espada desenvainada, cada vez más preocupado, Taran fue hacia los confines del bosquecillo.
La noche transcurrió con pesada lentitud y ya casi había llegado el momento de que montara guardia Ellidyr cuando Taran oyó un ruido en la espesura. Alzó bruscamente la cabeza y el sonido se esfumó. Ahora ya no estaba demasiado seguro de haberlo oído realmente. Contuvo el aliento y esperó, con el cuerpo rígido y envarado.
Adaon, cuyo oído era tan agudo como su vista, lo había percibido también y no tardó ni un segundo en aparecer junto a él.
Taran creyó ver un destello luminoso. Una rama crujió cerca de ellos. Lanzando un grito, Taran blandió su espada y dio un salto en esa dirección. Un rayo de luz dorada le deslumbró y un chillido indignado resonó en sus oídos.
—¡Baja esa espada! —gritó Eilonwy—. Cada vez que tropiezo contigo estás jugando con ella o amenazando al primero que ves.
Taran retrocedió confundido; en ese mismo instante, una figura oscura apareció de repente junto a Ellidyr, que se incorporó de golpe con la espada desenvainada y cortando el aire con un silbido.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —aulló Gurgi—. ¡El irritado señor hará pedazos la pobre y tierna cabeza de Gurgi con sus tajos y mandobles!
Trepó rápidamente a un pino hasta media altura y, una vez a salvo en su refugio, agitó el puño hacia el atónito Ellidyr.
Taran cogió del brazo a Eilonwy y la hizo entrar en la protección del bosquecillo. Tenía la cabellera en desorden y sus ropas estaban rotas y manchadas de barro.
—¿Qué has hecho? —exclamó—. ¿Quieres que nos maten a todos? ¡Apaga esa luz!
Le quitó de las manos la esfera resplandeciente y empezó a darle vueltas, intentando sin éxito extinguir su brillo.
—Oh, nunca aprenderás a usar mi juguete —le dijo Eilonwy con impaciencia.
Recuperó la bola dorada, la posó en la palma de su mano y la luz se esfumó.
Adaon, que había reconocido a la muchacha, le puso la mano en el hombro, lleno de ansiedad.
—Princesa, princesa… no debiste seguirnos.
—Claro que no —dijo Taran enfadado—. Debe volver de inmediato. No es más que una loca, cabeza de chorlito y&hellip
—Nadie la ha llamado y nadie la necesita aquí —dijo Ellidyr, que se había acercado mientras tanto. Se volvió hacia Adaon—. Por una vez, el porquerizo da muestras de buen sentido: que esa pequeña tonta vuelva a sus cacharros de cocina.
Taran se volvió en redondo.
—¡Contén tu lengua! He tolerado los insultos que me has dirigido en bien de nuestra misión, pero no pienso dejar que ofendas a otra persona.
La espada de Ellidyr pareció saltar hacia adelante y Taran alzó también la suya. Adaon se interpuso entre ellos y extendió las manos.
—Basta, basta —les ordenó—. ¿Tan ansiosos os encontráis de hacer brotar la sangre?
—¿Tengo que escuchar los reproches de un porquerizo? —replicó Ellidyr—. ¿Debo permitir que una criada me cueste la cabeza?
—¡Criada! —aulló Eilonwy—. Bueno, pues puedo decirte que…
Gurgi, mientras tanto, había bajado cautelosamente del árbol y, medio corriendo, medio saltando, se había colocado detrás de Taran.
—¡Y esto! —Ellidyr rió amargamente, señalando a Gurgi—. ¡Esta… esta cosa! ¿Es quizá la bestia negra que tanto te había alarmado, soñador?
—No, Ellidyr, no lo es —murmuró Adaon, casi con tristeza.
—¡Éste es Gurgi, el guerrero! —exclamó osadamente Gurgi, asomando tras el hombro de Taran—. ¡Sí, sí! ¡El listo y valiente Gurgi, que se reúne con su amo para protegerle de dolorosas heridas y batacazos!
—Cállate —le ordenó Taran—, ya nos has causado bastantes problemas.
—¿Cómo lograsteis alcanzarnos? —le preguntó Adaon—. Yendo a pie…
—Bueno, no íbamos a pie… —dijo Eilonwy —, al menos, no todo el camino. Los caballos se nos escaparon hace muy poco rato.
—¿Qué? —chilló Taran—. ¿Cogisteis caballos de Caer Dallben y luego los perdisteis?
—Sabes perfectamente bien que se trataba de nuestros caballos —declaró Eilonwy—, los que Gwydion nos regaló el año pasado. Y no los perdimos. Fueron más bien ellos quienes nos perdieron a nosotros. Nos detuvimos solamente un segundo para que bebieran, y esos tontos animales huyeron al galope. Supongo que se asustaron. Creo que no les gustó encontrarse tan cerca de Annuvin, aunque puedo decirte con toda sinceridad que a mí no me molesta ni pizca.
»De todos modos —acabó diciendo—, no debes preocuparte por ellos. Cuando los vimos por última vez iban en línea recta hacia Caer Dallben.
—Y eso mismo harás tú —dijo Taran.
¡No lo haré! —exclamó Eilonwy—. Lo estuve pensando un buen rato después de que os fuerais: lo pensé durante un rato tan largo que os dio tiempo de cruzar el campo de un lado a otro. Y me decidí: no importa lo que digan los demás, lo justo es lo justo. Si tú puedes ir en esta misión, yo también; es así de sencillo.
¡Y fue el inteligente Gurgi quien encontró el camino! —afirmó Gurgi con orgullo—. ¡Sí, sí, entre bufidos y soplidos! Gurgi no permite que la buena y amable princesa vaya sola, ¡oh, no! Y el leal Gurgi nunca deja atrás a sus amigos —añadió, con una mirada de reproche dirigida a Taran.
—Ya que habéis llegado tan lejos —dijo Adaon—, bien podéis esperar a Gwydion. Aunque quizá su modo de tratar a dos bergantes como vosotros no llegue a ser de vuestro agrado. Al parecer —añadió, contemplando con una sonrisa el harapiento atuendo de la princesa—, vuestro viaje ha sido más duro que el nuestro. Descansad un poco y refrescaos con algo de bebida y comida.