Authors: Lloyd Alexander
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil
El rostro de Fflewddur había palidecido y Eilonwy se tapó la boca con la mano. Acurrucado en el rincón, Gurgi temblaba de un modo lamentable. Pese a que había sido él quien lo había encontrado, no lanzaba alegres chillidos de triunfo y, en vez de fanfarronear, se encogía sobre la paja como intentando fundirse en ella.
—Sí, bueno…, supongo que realmente se trata del caldero —replicó Fflewddur, tragando saliva con dificultad—. Por otra parte —añadió con voz esperanzada—, quizá no sea el caldero. Ellas dijeron que tenían un montón de ollas y marmitas por aquí. Quiero decir…, bien, deberíamos asegurarnos antes de cometer un error.
—Es el Crochan —dijo Taran—, he soñado con él. Y aunque no hubiera soñado con él lo reconocería, pues puedo sentir el mal que esconde.
—Yo también —musitó Eilonwy—. Está lleno de muerte y sufrimiento. Comprendo muy bien que Gwydion quiera destruirlo. —Se volvió hacia Taran—. Tenías mucha razón al querer buscarlo sin pérdida de tiempo —añadió Eilonwy estremeciéndose—. Retiro todo lo que he dicho. El Crochan debe ser destruido lo más pronto posible.
Sí —suspiró Fflewddur—, me temo que se trata del mismísimo Crochan. Oh, ¿por qué no una linda teterita en vez de este feo y enorme trasto? Sin embargo — prosiguió, aspirando una honda bocanada de aire—, ¡robémoslo! ¡Un Fflam jamás vacila!
¡No! —gritó Taran, extendiendo la mano para detener al bardo—. No podemos robarlo y llevarlo con nosotros en pleno día…, y tampoco debemos quedarnos aquí, pues de lo contrario sabrían que lo hemos encontrado. Volveremos con los caballos cuando haya anochecido y nos lo llevaremos. Por el momento, será mejor que volvamos al establo y actuemos como si nada hubiera ocurrido.
Los compañeros se apresuraron a volver al establo; una vez lejos del Crochan, Gurgi recobró un poco el ánimo.
—¡El hábil Gurgi lo encontró! —dijo—. ¡Oh, sí, él siempre encuentra lo perdido! ¡Ha encontrado antes cerditas y ahora encuentra el gran caldero en el que se cuecen maldades y brebajes! ¡El buen amo honrará al humilde Gurgi!
Pese a todos sus gritos, su rostro seguía lleno de miedo. Taran le propinó unas palmadas en el hombro, intentando tranquilizarle.
—Sí, viejo amigo —le dijo—, más de una vez nos has ayudado. Pero nunca hubiera imaginado que esconderían el Crochan en un gallinero vacío bajo un montón de paja sucia. —Agitó la cabeza—. Pensaba que lo guardarían mucho mejor…
—Al contrario —dijo el bardo—, son muy listas. Lo ocultaron en el primer sitio donde todos hubieran mirado, sabiendo que era tan fácil encontrarlo que a nadie se le hubiera ocurrido buscar en él.
—Quizá —dijo Taran, frunciendo el ceño —. O quizá… —añadió, incapaz de dominar el miedo que se agitaba en su interior— quizá pretendían que lo encontráramos.
Una vez en el establo, los compañeros intentaron dormir: la noche, cada vez más próxima, les traería una labor dura y peligrosa. Fflewddur y Gurgi cayeron en un sopor intranquilo; Eilonwy se acurrucó envuelta en su capa y se tapó con un poco de paja. Taran estaba demasiado nervioso e inquieto para que le resultara posible cerrar los ojos. Se quedó sentado en silencio; en las manos tenía un gran rollo de cuerda que había encontrado entre sus ya parcos arreos. Habían decidido colgar el caldero entre los dos caballos y partir de los pantanos con rumbo al seguro refugio del bosque, donde podrían destruir el Crochan.
En la cabaña no se veía ninguna señal de vida; al anochecer, no obstante, se encendió de pronto una vela en la ventana. Taran se puso en pie silenciosamente y, con gran cautela, salió del establo. Moviéndose entre las sombras, se abrió paso hasta la pequeña vivienda y atisbo por la ventana. Permaneció ante ella durante un instante, atónito e incapaz de moverse. Luego se volvió y echó a correr para reunirse con los otros, tan de prisa como podían llevarle sus pies.
—¡Las he visto ahí dentro! —murmuró, despertando al bardo y a Gurgi—. ¡No son en absoluto como antes!
—¿Qué? —exclamó Eilonwy—. ¿Estás seguro de no haber dado con otra cabaña distinta?
—Claro que no —le replicó Taran—. Si no me crees, ve y echa una mirada. No son iguales que antes. Hay tres, sí, pero son distintas. Una cardaba lana; otra estaba hilando y la tercera tejía.
—Bueno… —dijo el bardo—, supongo que es un buen modo de distraerse. No hay gran cosa que hacer, en medio de estos horribles pantanos.
—Tendré que verlo con mis propios ojos —afirmó Eilonwy—. No hay nada extraño en tejer, pero, aparte de eso, no entiendo nada de lo que has dicho.
Con Taran guiándoles, los compañeros fueron cautelosamente hasta la ventana. Todo era tal y como les había dicho. En el interior de la cabaña había tres figuras muy ocupadas, pero ninguna de ellas se parecía a Orddu, a Orwen ni a Orgoch.
—¡Son preciosas! —murmuró Eilonwy.
—Había oído historias sobre viejas arpías que intentaban hacerse pasar por hermosas doncellas —susurró el bardo—, pero jamás había oído hablar de hermosas doncellas intentando hacerse pasar por viejas arpías. No lo encuentro natural y no me importa confesar que me pone bastante nervioso. Creo que haríamos mejor cogiendo el caldero y largándonos.
—Ignoro quiénes son —dijo Taran—, pero me temo que su poder es mucho más grande del que podemos imaginar. No entiendo cómo, pero nos hemos encontrado con algo…, no sé de qué se trata. Me da miedo y me inquieta. Sí, debemos apoderarnos del caldero tan pronto como podamos, pero deberíamos esperar hasta que se durmieran.
—Si duermen —dijo el bardo—. Después de lo que he visto, no me sorprendería nada…, ni siquiera que durmieran colgadas de los pies durante toda la noche, como los murciélagos.
Durante largo tiempo, Taran temió que el bardo estuviera en lo cierto: quizá las brujas no precisaran dormir. Los compañeros montaron turnos de guardia para vigilar la cabaña, y la luz no se apagó hasta casi despuntar el alba. Taran, con el ánimo torturado, decidió esperar un poco más; muy pronto oyeron sonoros ronquidos dentro de la cabaña.
—Ahora deben de ser como antes —observó el bardo—, no puedo imaginar a unas bellas damas roncando de tal modo. No, ésa es Orgoch. Reconocería ese ronquido en cualquier sitio.
Bajo las sombras tranquilas de esa falsa luz que precede a la aurora, los compañeros volvieron rápidamente al gallinero; una vez en él, Eilonwy corrió el riesgo de encender su juguete.
El Crochan seguía en su rincón, oscuro y lleno de fatídicos presagios.
—Aprisa —les ordenó Taran, cogiéndolo por el mango—. Fflewddur y Eilonwy, agarrad las asas; Gurgi, levántalo por el otro lado. Lo sacaremos de aquí y lo llevaremos hasta los caballos para atarlo. ¿Listos? Ahora, haced fuerza todos a la vez.
Los compañeros se esforzaron al máximo y a punto estuvieron de caer al suelo. El caldero no se había movido.
—Es más pesado de lo que pensaba —dijo Taran—. Probad de nuevo.
Se dispuso a mover las manos para agarrar con más fuerza el mango, y descubrió que no podía soltarlas del caldero. Espoleado por el miedo, intentó apartarlas del metal, pero todo era en vano.
—Yo diría… —murmuró el bardo—, yo diría que me he enganchado con algo.
¡Yo también! —exclamó Eilonwy, luchando para liberar sus manos.
¡Y Gurgi está atrapado! —aulló el aterrado Gurgi—. ¡Oh, pena, oh, dolor! ¡No puede moverse!
Los compañeros se agitaron desesperadamente, luchando contra su mudo enemigo de hierro. Taran se debatió y tiró del caldero hasta acabar sollozando y falto de fuerzas. Eilonwy se había derrumbado, agotada, con las manos aún pegadas a la gruesa anilla de hierro. Taran intentó nuevamente liberarse, pero el Caldero le tenía bien agarrado.
Una figura ataviada con un camisón apareció en el umbral.
—¡Es Orddu! —exclamó el bardo— ¡Acabaremos siendo sapos, estoy seguro!
Orddu, parpadeando a causa del sueño y con un aspecto aún menos aseado que de costumbre, entró en el gallinero. Detrás de ella venían las otras dos brujas, también ataviadas con largos camisones de dormir y con la cabellera enmarañada cubriéndoles la espalda en una masa de hirsutos mechones. Habían adoptado nuevamente su forma de viejas y ahora en nada se parecían a las doncellas que Taran había visto al espiar por la ventana.
Orddu levantó por encima de su cabeza un candil chisporroteante y contempló a los compañeros.
—¡Oh, los pobres corderitos! —exclamó—. ¿Qué han hecho, qué han hecho? ¡Intentamos advertirles sobre el feo Crochan, pero los gansitos testarudos no quisieron escucharnos! Oh, vaya, vaya —cloqueó apenada—, ¡ahora se han pillado los deditos en él!
—¿No crees que deberíamos prender ya el fuego? —dijo Orgoch con un graznido apagado. Orddu se volvió hacia ella.
—Cállate, Orgoch —le riñó—, qué idea tan horrible… Es demasiado pronto para desayunar.
—Nunca es demasiado pronto —musitó Orgoch.
—Mírales —prosiguió Orddu con voz cariñosa—. Son tan encantadores cuando están asustados… Parecen pajarillos desplumados.
—¡Orddu, nos has engañado! —gritó Taran—. ¡Sabías que encontraríamos el caldero y lo que sucedería entonces!
—Pues claro que sí, polluelo mío —le replicó Orddu con voz melosa—. Pero sentíamos mucha curiosidad por ver lo que haríais cuando lo encontraseis. ¡Y ahora que lo habéis encontrado, ya lo sabemos!
Taran luchó desesperadamente por liberarse. Pese al terror que sentía, echó la cabeza hacia atrás para mirar a Orddu con aire desafiante.
—¡Matadnos si queréis, arpías malvadas! —gritó—. ¡Sí, habríamos robado el caldero y luego lo habríamos destruido! ¡Y volveré a intentarlo mientras me quede vida!
Taran se lanzó furiosamente contra el inamovible Crochan e intentó de nuevo con todas sus fuerzas levantarlo del suelo. Todo fue en vano.
—Me encanta ver como se enfadan. ¿A ti no te ocurre igual? —murmuró Orwen con expresión feliz a Orgoch.
—Ten cuidado —le aconsejó Orddu a Taran—, o acabarás haciéndote daño con tanto tirar y empujar. Te perdonamos que nos hayas llamado arpías —añadió con indulgencia—. Ahora estás inquieto, pobre polluelo, y eres capaz de soltar lo primero que se te ocurra.
—¡Sois unas criaturas malvadas! —exclamó Taran—. Haced de nosotros lo que os plazca, pero tarde o temprano seréis vencidas. Gwydion sabrá cuál fue nuestro destino. Y Dallben…
—¡Sí, sí! —gritó Gurgi—. ¡Lo descubrirán, oh, sí! ¡Y entonces habrá grandes combates y mandobles!
—Queridos pollitos míos —le replicó Orddu —, seguís sin entender nada, ¿verdad? ¿Malvadas? Vaya, benditos sean vuestros pequeños corazoncitos desbocados, no somos malvadas.
—Me costaría bastante calificar todo esto como «bueno» —murmuró el bardo—. Al menos, desde mi punto de vista personal.
—Naturalmente que no —le dijo Orddu—. No somos ni buenas ni malas: sencillamente, nos interesan las cosas tal y como son. Y en este momento la cosa es, aparentemente, que el Crochan os ha pillado.
—¡Y no os preocupa! —chilló Eilonwy—. ¡Eso es mucho peor que ser malvadas!
—Claro que nos preocupa, querida mía —le dijo Orwen intentando calmarla—. Lo que ocurre es que no nos importa del mismo modo que a vosotros o, más bien, que la preocupación no es un sentimiento que realmente pueda tener cabida en nuestra naturaleza.
—Vamos, vamos —dijo Orddu—, no os torturéis con tales asuntos. Hemos estado hablando sin parar y tenemos algunas noticias agradables para vosotros. Sacad el Crochan de aquí, hace mucho calor y estamos demasiado apretados: luego os las contaremos. Adelante —añadió—, ahora ya podréis levantarlo.
Taran miró a Orddu con desconfianza, pero pese a todo se arriesgó a empujar el caldero. Éste se movió, y entonces Taran descubrió que sus manos habían quedado libres. Con bastante trabajo, los compañeros consiguieron alzar el pesado Crochan y sacarlo del gallinero.
El sol estaba sobre el horizonte. Depositaron el caldero en el suelo y se apartaron a toda prisa de él. Los rayos luminosos del amanecer tiñeron el negro hierro de un color rojo sangre.
—Sí, como decía —prosiguió Orddu mientras Taran y sus camaradas se frotaban doloridos los brazos y las manos—, hemos estado hablando de ello y hemos llegado a un acuerdo al que incluso Orgoch ha dado su conformidad…, bueno, si realmente queréis el Crochan, os lo podéis llevar.
—¿Vais a permitir que lo cojamos? —exclamó Taran—. Después de todo lo que habéis hecho, ¿vais a…?
—Así es —le contestó Orddu —. El Crochan es inútil…, salvo para crear Nacidos del Caldero. Arawn ha hecho que no sirva para nada más, como ya podréis imaginar. Es una pena, pero así son las cosas… Y puedo aseguraros que los Nacidos del Caldero son la última especie de criaturas que desearíamos ver paseando por aquí. Hemos decidido que para nosotras el Crochan no es más que un estorbo. Y, dado que sois amigos de Dallben…
—¿Nos entregáis el Crochan? —preguntó Taran, asombrado.
—Será un placer aceptarlo, señoras mías —dijo el bardo.
—Calma, calma, patitos —les interrumpió Orddu —. ¿Daros el Crochan? ¡Oh, caramba, no! Nosotras nunca damos nada. Para conseguir una cosa hay que ganársela. Pero os ofrecemos la oportunidad de comprarlo.
—Ay, me temo que no tenemos ningún tesoro que entregaros a cambio —dijo Taran, abatido.
—Oh, sería imposible esperar que pagarais tanto como Arawn —le replicó Orddu —, pero estoy segura de que podréis hallar algo con que retribuirnos. Oh, digamos que…, ¿quizá el viento del norte encerrado en una bolsa?
—¿El viento del norte? —exclamó Taran—. ¡Eso es imposible! ¿Cómo podéis ni soñar que…?
—Muy bien —dijo Orddu—, no queremos poneros demasiadas dificultades. Entonces, que sea el viento del sur: es mucho más pacífico.
—¡Os burláis de nosotros! —exclamó Taran, enfadado—. El precio que pedís está más allá de lo que cualquiera de nosotros puede pagar.
Al oírle, Orddu pareció vacilar.
—Quizá tengas razón —acabó admitiendo—. Bueno, entonces algo más personal. ¡Ya lo tengo! —dijo con expresión radiante—. Danos… ¡el día de verano más hermoso que puedas recordar! ¡No me dirás que eso también es difícil, pues ese día es tuyo y de nadie más!
—Sí —dijo Orwen, excitada—, una hermosa tarde veraniega, llena de luz y olores que inviten a echar la siesta…
—No hay nada tan dulce como la tarde veraniega de un corderito joven y tierno —murmuró Orgoch relamiéndose.
—¿Cómo os lo podría dar? —protestó Taran—. O, si a eso vamos…, ¿cómo podría daros el día que fuera, cuando están…, bueno, están dentro de mí y no sé dónde? ¡No podéis sacarlos de mi interior! Quiero decir que…