Read El caballo y su niño Online
Authors: C.S. Lewis
—Oye, Bri, ¿no dijiste algo sobre el desayuno?
—Sí, lo dije —contestó Bri—. Creo que encontrarás algo en las alforjas. Están allá en ese árbol donde las colgaste anoche, o más bien dicho esta mañana temprano.
Registraron las alforjas y el resultado fue alentador: un pastel de carne, apenas un poquito rancio; unos pocos higos secos y un trozo de queso fresco; un frasquito de vino, y algo de dinero; unos cuarenta crecientes en total, que era más de lo que Shasta había visto en toda su vida.
Mientras Shasta se sentaba, muy adolorido y con gran cuidado, con su espalda apoyada en un árbol y comenzaba a comerse el pastel, Bri tomó unos cuantos bocados más de hierba para acompañarlo.
—¿No será robo usar ese dinero?
—Oh —dijo el caballo, mirándolo con su hocico lleno de hierba—, nunca había pensado en eso. Un caballo libre y un caballo que habla no puede robar, por supuesto. Pero creo que es correcto. Somos prisioneros y cautivos en un país enemigo. Ese dinero es el botín, despojos. Además, ¿cómo vamos a conseguir comida para ti sin él? Supongo que, como todos los humanos, tú no comerás alimentos naturales como pasto y avena.
—No puedo.
— ¿Has probado alguna vez?
—Sí, pero no lo puedo tragar. Tú tampoco podrías si fueras yo.
—Son criaturas tan raras, ustedes los humanos —comentó Bri.
Cuando Shasta terminó su desayuno (que era lejos el mejor que había probado jamás) Bri dijo:
—Creo que me daré un buen revolcón antes de ensillarme de nuevo —y así lo hizo—. Esto está bueno. Está muy bueno —agregó, restregando su lomo en el pasto, agitando sus cuatro patas al aire—. Deberías darte uno tú también, Shasta —dijo bufando—. Es lo más refrescante que hay.
Shasta soltó la carcajada, diciendo:
—¡Qué divertido te ves patas arriba!
—No me veo nada de divertido —dijo Bri.
Pero de repente se puso de costado, levantó la cabeza y miró fijamente a Shasta, resollando un poco.
—¿Es cierto que me veo divertido? —preguntó con voz ansiosa.
—Sí, es cierto —respondió Shasta—. Pero ¿qué importa?
—¿No crees, no es cierto —dijo Bri—, que puede que sea algo que los caballos que hablan nunca hacen? ¿Un tonto truco de payaso que me enseñaron los caballos mudos? Sería atroz saber a mi regreso a Narnia que he aprendido un montón de vulgares malas costumbres. ¿Qué piensas, Shasta? Dímelo francamente, no me escondas tus sentimientos. ¿Tú crees que los verdaderos caballos libres, los que hablan, se revuelcan?
—¿Cómo podría saberlo yo? De todos modos, yo no me preocuparía de eso si fuera tú. Primero tenemos que llegar allá. ¿Sabes el camino?
—Conozco mi camino a Tashbaan. Después viene el desierto. Oh, nos arreglaremos en ese desierto de alguna manera, no tengas miedo. Y luego tendremos a la vista las montañas del norte. ¡Imagínate! ¡A Narnia y al Norte! Nada nos podrá detener. Pero me gustaría que ya hubiéramos dejado atrás Tashbaan. Ambos estaremos más seguros lejos de las ciudades.
—¿No podemos evitarlas?
—No sin alejarnos mucho hacia el interior, lo que nos llevaría por tierras de cultivo y caminos principales; y yo no conocería la ruta. No, sólo nos queda avanzar a paso de tortuga por la costa. Acá arriba en las colinas no encontraremos más que ovejas y conejos y gaviotas y algunos pastores. Y a propósito, ¿qué te parece que partamos?
A Shasta le dolieron terriblemente las piernas mientras ensillaba a Bri y se subía a la montura, pero el caballo fue bondadoso con él y anduvo a paso suave toda la tarde. Al llegar el crepúsculo bajaron por escarpadas sendas hasta un valle donde encontraron un pueblecito. Antes de entrar en él, Shasta desmontó y fue a pie a comprar pan y unas pocas cebollas y rábanos. El caballo trotó por los campos al anochecer y se reunió con Shasta al otro lado. Este fue desde entonces su plan habitual noche por medio.
Fueron unos días grandiosos para Shasta, y cada día mejor que el anterior a medida que se endurecían sus músculos y se caía con menos frecuencia. Hasta el final de su entrenamiento Bri seguía repitiendo que montaba como un saco de papas.
—Y aun si ahí estuviéramos fuera de peligro, jovencito, me avergonzaría de que me vieran contigo en un camino principal.
Mas a pesar de sus rudas palabras, Bri era un profesor muy paciente. Nadie puede enseñar a montar tan bien como un caballo. Shasta aprendió a trotar, a ir a medio galope, a saltar, y a mantenerse en su silla aunque Bri se detuviera bruscamente en seco o hiciera un viraje inesperado a la izquierda o a la derecha, lo que, según le contó Bri, era algo que tenías que hacer a cada instante en una batalla. Y entonces, claro, Shasta le rogaba que le contara de batallas y guerras en que Bri había llevado al Tarkaan. Y Bri le contaba las marchas forzadas y los vadeos en los ríos rápidos, y las cargas y las fieras luchas entre las caballerías, en las que los caballos de guerra peleaban igual que los hombres, pues eran todos feroces potros entrenados para morder y dar coces y pararse en dos patas en el momento adecuado a fin de que el peso del caballo y el del jinete cayeran sobre la cimera de un enemigo al golpear con la espada o el hacha de combate. Pero Bri no quería hablar de guerras con la frecuencia que Shasta hubiese deseado.
—No hablemos de eso, jovencito —decía—. Sólo eran guerras del Tisroc y yo combatí en ellas como un animal esclavo y mudo. ¡Dame las guerras de Narnia, donde pelearé como un caballo libre en medio de mi propia gente! De esas guerras sí que valdrá la pena hablar. ¡Narnia y el Norte! ¡Brahaha! ¡Bruhú!
Muy pronto Shasta aprendió que cuando escuchaba a Bri hablar de esa manera debía prepararse para un galope.
Después de viajar por semanas y semanas, cruzando tantas bahías y cabos y ríos y aldeas que Shasta ya no podía recordar cuántos, hubo una noche de luna en que comenzaron a viajar por la tarde, luego de dormir durante el día. Dejaron atrás las lomas e iban atravesando una vasta llanura; había una selva a unos mil metros de distancia a su izquierda. El mar, oculto por bajas dunas, estaba casi a la misma distancia a su derecha. Habían avanzado despacio durante una hora más o menos, a veces trotando y a veces caminando, cuando Bri se detuvo repentinamente.
— ¿Qué pasa? —preguntó Shasta.
—Ssssh —dijo Bri, estirando el cuello y moviendo nerviosamente sus orejas— ¿Oíste algo? Escucha.
—Parece que va otro caballo, entre nosotros y el bosque —dijo Shasta luego de escuchar por un minuto.
—
Es
otro caballo —dijo Bri—. Y eso es lo que no me gusta.
—¿No será probablemente sólo un campesino que vuelve a casa tarde? —sugirió Shasta bostezando.
—¡No me digas eso a mí! —exclamó Bri—.
Ese
no es un campesino a caballo. Tampoco es el caballo de un campesino. ¿No lo conoces por el sonido? Ese caballo tiene calidad. Y va montado por un verdadero equitador. Te diré lo que es, Shasta. Hay un Tarkaan a la orilla de aquel bosque. No va en su caballo de guerra, es demasiado liviano para serlo. En una yegua fina sangre, diría yo.
—Bueno, pero se ha detenido ahora, sea lo que sea —dijo Shasta.
—Tienes razón —dijo Bri—. ¿Y por qué tiene que parar justo cuando nosotros paramos? Shasta, hijo mío, estoy seguro de que alguien nos sigue paso a paso.
—¿Qué haremos? —preguntó Shasta en un murmullo más bajo que antes—. ¿Crees que nos podrá ver y escuchar?
—No con esta luz mientras nos quedemos muy quietos —contestó Bri—. ¡Pero mira! Viene una nube. Voy a esperar hasta que tape la luna; luego bajaremos a la derecha lo más rápido que podamos, hasta la playa. Podremos escondernos entre las dunas si sucede lo peor.
Esperaron hasta que la nube cubrió la luna y entonces, primero al paso y después a un suave trote, se dirigieron a la playa.
La nube era más grande y espesa de lo que parecía al comienzo y pronto la noche se hizo más oscura. Justo cuando Shasta se decía: “Ya debemos haber llegado cerca de esas dunas”, su corazón dio un vuelco porque de repente, de esa oscuridad allá adelante, vino un ruido aterrador: un largo y gruñente rugido, melancólico y absolutamente salvaje. De inmediato Bri hizo un brusco viraje y principió a galopar hacia el interior otra vez a toda velocidad.
—¿Qué es eso? —jadeó Shasta.
—¡Leones! —repuso Bri, sin acortar el paso ni volver la cabeza.
Después, sólo hubo galope por un buen rato. Por fin cruzaron chapoteando un ancho y profundo río y Bri se detuvo al otro lado. Shasta se dio cuenta de que estaba temblando, sudado de arriba abajo.
—Puede ser que esa agua haya despistado a la bestia —jadeó Bri cuando logró recuperar algo de su aliento—. Podremos caminar un poco ahora.
Cuando iban al paso Bri dijo:
—Shasta, estoy avergonzado de mí mismo. Estoy tan asustado como cualquier mudo caballo calormene. Realmente lo estoy. No me siento en absoluto un caballo que habla. No me importan las lanzas, ni las espadas, ni los arcos, pero no puedo soportar... esas criaturas. Creo que voy a trotar un rato.
Cerca de un minuto más tarde, sin embargo, se puso a galopar otra vez, y no es de extrañarse. Pues el rugido recomenzó, esta vez a su izquierda proveniente del bosque.
—Son dos —gimió Bri.
Después de galopar durante varios minutos sin escuchar ningún otro rugido de los leones, Shasta dijo:
—¡Oye! El otro caballo viene galopando al lado de nosotros. Sólo a un tiro de piedra más allá.
—Tanto me-mejor —resolló Bri—. Montado por Tarkaan... tendrá una espada... protegernos.
—¡Pero, Bri! —exclamó Shasta—. Igual nos puede matar un león que ser capturados. O
yo
puedo ser capturado. Me colgarán por robar un caballo.
Sentía menos miedo a los leones que Bri porque jamás había visto uno; Bri sí.
Bri sólo dio un bufido como respuesta, pero viró violentamente a su derecha. Y curiosamente el otro caballo parecía estar virando a la izquierda, de modo que en pocos segundos el espacio entre ellos se ensanchó bastante. Pero en cuanto esto sucedió, sintieron rugir de nuevo a los dos leones, uno tras otro, uno a la derecha y el otro a la izquierda, y los caballos comenzaron a acercarse. Lo mismo hicieron, aparentemente, los leones. El rugir de las bestias a cada lado se oía ya horriblemente cercano y parecía que seguían el galope de los caballos con toda facilidad. Entonces la nube se alejó. La luz de luna, asombrosamente brillante, iluminó todo como si fuera pleno día. Los dos caballos y los dos jinetes galopaban cuello con cuello y rodilla con rodilla como si fuera una carrera. Claro que Bri dijo (después) que jamás se había visto en Calormen una carrera tan magnífica.
Shasta se dio por perdido y empezó a preguntarse si los leones te matarían rápido o si jugarían contigo como el gato juega con el ratón, y si dolería mucho. Al mismo tiempo (uno a veces hace esto en los momentos más pavorosos) se daba cuenta de todo. Vio que el otro jinete era una persona muy menuda y delgada, vestida con malla (la luna se reflejaba en la malla) y montaba estupendamente bien. No tenía barba.
Algo plano y reluciente se abrió ante ellos. Sin que Shasta tuviera tiempo de adivinar qué era, hubo una gran zambullida y sintió la boca casi llena de agua salada. La cosa reluciente resultó ser una larga ensenada.
Ambos caballos iban nadando y el agua le llegaba a Shasta hasta las rodillas. Hubo un furioso rugido tras ellos y al volverse a mirar, Shasta vio una enorme silueta peluda y terrible agazapada a la orilla del agua; pero una solamente. “Debemos habernos zafado del otro león”, pensó.
Al parecer el león no consideró que su presa mereciera una mojada; como sea, no hizo el menor intento de meterse al agua en su persecución. Los dos caballos, uno al lado del otro, estaban ya en medio de la cala y podían ver claramente la orilla de enfrente. El Tarkaan aún no decía una palabra. “Pero ya lo hará —pensaba Shasta—, en cuanto hayamos llegado a tierra. ¿Qué voy a decir? Tengo que empezar a inventar una historia.”
De pronto, repentinamente, dos voces hablaron a su lado.
—Ay, estoy
tan
cansada —dijo una.
—Cállate, Juin, y no seas tonta —dijo la otra.
“Estoy soñando —pensó Shasta—. Hubiera jurado que ese otro caballo habló.”
Poco después los caballos ya no iban nadando sino caminando y muy pronto, con gran ruido de agua chorreando de sus flancos y colas y un fuerte crujido de guijarros bajo ocho cascos, salieron en la playa más apartada de la ensenada. El Tarkaan, para gran sorpresa de Shasta, no mostró ningún interés en hacer preguntas. Ni siquiera miró a Shasta y parecía ansioso por instar a su caballo para que siguiera de largo. Bri, sin embargo, se interpuso de inmediato en el camino del otro caballo.
—Bruhuhá —resopló—. ¡Quieta! Te
escuché.
No sacas nada con fingir, señora.
Yo
te escuché. Eres un caballo que habla, un caballo narniano igual que yo.
—¿Y qué tiene que ver contigo si ella lo es? —dijo el extraño jinete furioso, llevando la mano a la empuñadura de su espada. Pero la voz que pronunció esas palabras había dicho algo a Shasta.
—¡Pero si es sólo una niña! —exclamó.
—¿Y qué te importa a ti que yo sea
sólo
una niña? —dijo bruscamente la desconocida—. Tú eres sólo un niño: un niñito grosero y vulgar, un esclavo probablemente, que ha robado el caballo de su amo.
—Eso es lo que
tú
dices —dijo Shasta.
—El no es un ladrón, pequeña Tarkeena —dijo Bri—. Por último, si es que ha habido algún robo, puedes igualmente decir que yo lo robé a él. Y aunque no sea asunto mío, no puedes esperar a que me cruce con una dama de mi propia raza en este país extraño sin hablar con ella. Es muy natural que así lo haga.