El caballero inexistente (3 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El caballero inexistente
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Súbitamente se detuvo. Un joven apareció de repente de entre un seto, allí en la altura, y lo miraba. Estaba armado sólo con una espada y llevaba el pecho ceñido por una leve coraza.

—¡Oh, caballero! —exclamó—. ¡No quería interrumpiros! ¿Es para la batalla que os ejercitáis? Porque habrá batalla con las primeras luces de la mañana, ¿verdad? ¿Permitís que haga ejercicios con vos? —Y, tras un silencio—: Llegué al campamento ayer… Será la primera batalla, para mí… Es todo tan distinto de como me esperaba…

Agilulfo estaba ahora de través, con la espada apretada contra el pecho, los brazos cruzados, protegido todo él tras el escudo.

—Las disposiciones para un posible encuentro armado, decididas por el mando, son comunicadas a los señores oficiales una hora antes del comienzo de las operaciones —dijo.

El joven se quedó algo confundido, como frenado en su arrebato, pero, una vez vencido un ligero balbuceo, recomenzó, con el calor de antes:

—Es que yo, veréis, he llegado ahora… para vengar a mi padre… Y quisiera que vosotros los más viejos me dijerais, por favor, qué debo hacer para encontrarme en la batalla frente a ese perro pagano del argalif Isoarre, sí, precisamente él, y partirle la lanza en las costillas, tal como él hizo con mi heroico progenitor, que Dios lo tenga en su gloria, ¡el difunto marqués Gerardo de Rosellón!

—Es muy sencillo, muchacho —dijo Agilulfo, e incluso en su voz había ahora un cierto calor, el calor de quien conociendo al dedillo los reglamentos y escalafones goza demostrando su propia competencia y también confundiendo la desprevención ajena—, tienes que hacer una súplica a la Superintendencia de Duelos, Venganzas y Manchas al Honor, especificando los motivos de tu solicitud, y se estudiará la mejor manera de ponerte en condiciones de que obtengas la satisfacción deseada.

El joven, que esperaba al menos algún indicio de admirada reverencia al pronunciarse el nombre de su padre, se quedó apesadumbrado más por el tono que por el sentido de aquella salida. Luego trató de meditar sobre las palabras que el caballero le había dicho, pero para negarlas en su interior y mantener vivo su entusiasmo.

—Pero, caballero, no son las superintendencias lo que me preocupa, comprendedme, es que me pregunto si en la batalla el valor que siento, el ensañamiento que me bastaría para destripar no a uno sino a cien infieles, e incluso mi arrojo con las armas, porque estoy bien adiestrado, ¿sabéis?, digo que si allí en aquella gran refriega, antes de haberme orientado, no sé… Si no encuentro a ese perro, si se me escapa, quisiera saber qué es lo que hacéis vos en estos casos, caballero, decidme, cuando en la batalla está en juego un asunto vuestro, algo absoluto para vos, para vos sólo…

Agilulfo respondió secamente:

—Me atengo estrictamente a las disposiciones. Hazlo tú también así y no te equivocarás.

—Perdonadme —dijo el muchacho, y estaba allí como pasmado—, no quería importunaros. Me habría gustado hacer algunos ejercicios de espada con vos, ¡con un paladín! Porque, sabéis, yo soy bueno en la esgrima, pero a veces, por la mañana temprano, los músculos están como entumecidos, fríos, no van como uno quisiera. ¿No os pasa también a vos?

—A mí no —dijo Agilulfo, y ya le volvía la espalda, se marchaba.

El joven se encaminó hacia el campamento. Era la hora incierta que precede al alba. Se notaba entre los pabellones un primer movimiento de gente. Ya antes de diana el estado mayor estaba en pie. En las tiendas de los mandos y los furrieles se encendían las antorchas, que contrastaban con la media luz que se filtraba del cielo. ¿Era de verdad un día de batalla, este que comenzaba, como ya corría la voz desde la noche anterior? El recién llegado era presa de la excitación, pero una excitación distinta de la que se esperaba, de la que lo había llevado hasta allí; o mejor: era un ansia de volver a encontrar tierra bajo los pies, ahora que parecía que todo lo que tocaba sonaba a vacío.

Encontraba paladines ya encerrados en sus corazas brillantes, en los esféricos yelmos empenachados, el rostro cubierto por la celada. El muchacho se volvía para mirarlos y le entraban ganas de imitar su porte, su orgullosa manera de girar por la cintura, como si coraza, yelmo y hombreras fueran una sola pieza. ¡Y aquí estaba él, entre los paladines invencibles, dispuesto a emularlos en la batalla, con las armas en la mano, a convertirse en uno de ellos! Pero los dos que estaba siguiendo, en lugar de montar a caballo, iban a sentarse detrás de una mesa repleta de papeles: eran sin duda dos grandes comandantes. El joven corrió a presentarse a ellos:

—Soy Rambaldo de Rosellón, bachiller, ¡del difunto marqués Gerardo! ¡He venido a enrolarme para vengar a mi padre, muerto como un héroe bajo las murallas de Sevilla!

Aquellos dos se llevan las manos al yelmo emplumado, lo levantan separando la babera de la gola, y lo posan sobre la mesa. Y bajo los yelmos aparecen dos cabezas calvas, amarillentas, dos caras con la piel un poco blanda, todo bolsas, y unos bigotes esmirriados: dos caras de escribientes, de viejos funcionarios chupatintas.

—Rosellón, Rosellón —dicen, recorriendo unos rollos con los dedos humedecidos de saliva—. ¡Pero si ya te inscribimos ayer! ¿Qué quieres? ¿Por qué no estás con tu sección?

—Nada, no sé, esta noche no he conseguido coger el sueño, el pensamiento de la batalla, yo debo vengar a mi padre, sabéis, tengo que matar al argalif Isoarre y de este modo procurar… Sí: la Superintendencia de Duelos, Venganzas y Manchas al Honor, ¿dónde está?

—Apenas ha llegado, éste, ¡y oye con lo que sale! Pero ¿qué sabes tú de la superintendencia?

—Me lo ha dicho ese caballero, cómo se llama, el de la armadura toda blanca…

—¡Uf! ¡Sólo nos faltaba él! ¡Qué manía de meter en todo la nariz que no tiene!

—¿Cómo? ¿No tiene nariz?

—En vista de que a él la sarna no le pica —dijo el otro desde detrás de la mesa—, no encuentra nada mejor que rascarles la sarna a los demás.

—¿Por qué no le pica la sarna?

—¿Y en qué sitio quieres que le pique si no tiene ningún sitio? Ese es un caballero que no existe…

—Pero ¿cómo que no existe? ¡Yo lo he visto! ¡Existía!

—¿Qué has visto? Chatarra… Es uno que existe sin existir, ¿entiendes, cabeza de chorlito?

Nunca el joven Rambaldo hubiera imaginado que las apariencias pudieran revelarse tan engañosas: desde el momento en que había llegado al campamento descubría que todo era distinto de lo que parecía…

—¡Así que en el ejército de Carlomagno se puede ser caballero con tantos nombres y títulos y, además, combatiente de pro y celoso oficial, sin necesidad de existir!

—¡Para el carro! Nadie ha dicho: en el ejército de Carlomagno se puede etcétera. Sólo hemos dicho: en nuestro regimiento hay un caballero así y así. Eso es todo. Lo que puede existir o dejar de existir en líneas generales, no nos interesa a nosotros. ¿Entendido?

Rambaldo se dirigió al pabellón de la Superintendencia de Duelos, Venganzas y Manchas al Honor. Ya no se dejaba engañar por las corazas y los yelmos emplumados: comprendía que detrás de aquellas mesas las armaduras ocultaban hombrecillos enjutos y polvorientos. ¡Y aún gracias si dentro había alguien!

—¡Así que quieres vengar a tu padre, marqués de Rosellón, de grado general! Veamos: para vengar a un general, el procedimiento mejor es quitar de en medio a tres comandantes. Podríamos asignarte tres que fueran fáciles, y asunto terminado.

—No me he explicado bien: es Isoarre el argalif al que debo matar. ¡Fue él en persona quien derribó a mi glorioso padre!

—Sí, sí, lo hemos entendido, pero echar abajo a un argalif no vayas a creer que sea algo tan sencillo… ¿quieres cuatro capitanes?, te garantizamos cuatro capitanes infieles antes de mediodía. Mira que cuatro capitanes se dan por un general de división, y tu padre era general de brigada solamente.

—¡Buscaré a Isoarre y lo destriparé! ¡A él, sólo a él!

—Tú acabarás arrestado, no combatiendo, ¡puedes estar seguro! ¡Reflexiona un poco antes de hablar! Si te ponemos dificultades para Isoarre, es que habrá motivos para ello… Si nuestro emperador, por ejemplo, tuviese con Isoarre alguna negociación en curso…

Pero uno de aquellos funcionarios, que había estado hasta entonces con la cabeza hundida en los papeles, se alzó regocijado:

—¡Todo resuelto! ¡Todo resuelto! ¡No hay necesidad de hacer nada! Para qué venganza, ¡no hace falta! Oliverio, el otro día, creyendo a sus dos tíos muertos en batalla, ¡los vengó! ¡Por el contrario se habían quedado borrachos debajo de una mesa! Nos encontramos con estas dos venganzas de tío de más, un buen lío. Ahora todo se arregla: una venganza de tío nosotros la contamos como media venganza de padre: es como si tuviéramos una venganza de padre en blanco, ya ejecutada.

—¡Ah, padre mío! —Rambaldo desvariaba.

—Pero ¿qué te pasa?

Habían tocado diana. El campamento, al alba, pululaba de gente armada. Rambaldo habría querido mezclarse con aquella multitud que poco a poco tomaba forma de pelotones y compañías encuadradas, pero le parecía que aquel chocar de hierro era como un vibrar de élitros de insectos, un chisporroteo de cáscaras secas. Muchos guerreros estaban encerrados en el yelmo y la coraza hasta la cintura, y bajo la falda asomaron las piernas en calzones, porque quijotes y grebas se esperaba a estar en la silla para ponerlos. Las piernas, bajo ese tórax de acero, parecían mas delgadas, como patas de grillo; y la forma que tenían de mover, cuando hablaban, las cabezas redondas y sin ojos, y también de mantener replegados los brazos con el estorbo de codales y mandiletes era de grillo o de hormiga; y del mismo modo todo su trajín parecía un confuso pateo menudo de insectos. En medio de ellos, los ojos de Rambaldo fueron buscando algo: era la blanca armadura de Agilulfo que esperaba volver a encontrar, quizá porque su aparición habría vuelto más concreto el resto del ejército, o bien porque la presencia más sólida que había hallado era precisamente la del caballero inexistente.

Lo descubrió bajo un pino, sentado en el suelo, colocando pequeñas piñas según un dibujo regular, un triángulo isósceles. A esas horas de la madrugada, Agilulfo tenía siempre necesidad de dedicarse a un ejercicio de exactitud: contar objetos, ordenarlos en figuras geométricas, resolver problemas de aritmética. Es la hora en que las cosas pierden la consistencia de sombra que las ha acompañado en la noche y vuelven a adquirir poco a poco los colores, pero mientras tanto atraviesan algo así como un limbo incierto, apenas rozadas y casi aureoladas por la luz: la hora en que menos seguros estamos de la existencia del mundo. Él, Agilulfo, tenía siempre necesidad de sentir frente a sí las cosas como un muro macizo al que contraponer la tensión de su voluntad, y sólo así conseguía mantener una segura conciencia de sí mismo. Si en cambio el mundo a su alrededor se esfumaba en lo incierto, en lo ambiguo, también él se sentía ahogar en esta mórbida penumbra, sin conseguir que aflorase del vacío un pensamiento claro, un impulso decidido, un pundonor. Se sentía mal: eran ésos los momentos en que creía desfallecer; a veces sólo a costa de un esfuerzo extremo lograba no disolverse. Entonces se ponía a contar: hojas, piedras, lanzas, piñas, cualquier cosa que tuviera delante. O a ponerlas en fila, a ordenarlas en cuadrados o en pirámides. El dedicarse a estas ocupaciones exactas le permitía vencer el malestar, absorber el descontento, la inquietud y el marasmo, y recobrar la lucidez y compostura habituales.

Así lo vio Rambaldo, mientras con movimientos absortos y rápidos disponía las piñas en triángulo, luego en cuadrados sobre los lados del triángulo, y sumaba con obstinación las piñas de los cuadrados de los catetos comparándolas con las del cuadrado de la hipotenusa. Rambaldo comprendía que aquí todo avanzaba con rituales, convenciones, fórmulas, y debajo de esto, ¿qué había, debajo? Se sentía presa de un azoramiento indefinible, al saberse fuera de todas estas reglas del juego… Luego, su deseo de tomar venganza de la muerte de su padre, y este ardor por combatir, por enrolarse entre los guerreros de Carlomagno, ¿no era también un ritual para no hundirse en la nada, como ese quitar y poner piñas del caballero Agilulfo? Y oprimido por la turbación de tan inesperadas cuestiones, el joven Rambaldo se lanzó al suelo y estalló en llanto.

Sintió que algo se le posaba en los cabellos, una mano, una mano de hierro, aunque ligera. Agilulfo estaba arrodillado junto a él.

—¿Qué tienes, muchacho? ¿Por qué lloras?

Los estados de desfallecimiento o desesperación o furor de los otros seres humanos le daban inmediatamente a Agilulfo una calma y una seguridad perfectas. El sentirse inmune a los sobresaltos y angustias que sufren las personas existentes lo llevaba a tomar una actitud superior y protectora.

—Perdonadme —dijo Rambaldo—, quizá es cansancio. No he conseguido pegar ojo en toda la noche, y ahora me encuentro perdido. Si pudiera adormecerme al menos un momento… Pero ya es de día. Y vos, que también os habéis quedado despierto, ¿cómo os las arregláis?

—Yo me encontraría perdido si me adormeciera aunque sólo fuera un instante —dijo bajito Agilulfo—, mejor dicho, ya no volvería a encontrarme por nada, me perdería para siempre. Por eso paso muy despierto cada instante del día y de la noche.

—Debe ser desagradable…

—No. —La voz se había vuelto seca, fuerte.

—Y la armadura, ¿no os la quitáis nunca de encima?

Volvió a murmurar:

—No hay un encima. Quitar o poner para mí no tiene sentido.

Rambaldo había alzado la cabeza y miraba en las fisuras de la celada, como si buscara en aquella oscuridad el destello de una mirada.

—¿Y cómo puede ser?

—¿Y cómo puede ser, si no?

La mano de hierro de la armadura blanca estaba posada todavía en los cabellos del joven. Rambaldo la sentía apenas posar sobre su cabeza, como una cosa, sin que le comunicase ningún calor de proximidad humana, fuera consoladora o fastidiosa, y sin embargo advertía una especie de tensa obstinación que se propagaba por él.

III

Carlomagno cabalgaba a la cabeza del ejército de los francos. Llevaban una marcha de aproximación; no había prisa; no se caminaba muy rápido. En torno al emperador se agrupaban los paladines, que frenaban por la brida a los impetuosos caballos; y con aquel caracolear y mover acompasadamente sus argénteos escudos se alzaban y bajaban como branquias de un pez. A un largo pez todo escamas se parecía el ejército: a una anguila.

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