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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El caballero del rubí (17 page)

BOOK: El caballero del rubí
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—Recordad todos —prosiguió Sparhawk— que no reaccionarán ante las heridas como lo haría la gente normal. Cercioraos bien de acabar con ellos para que no os ataquen por la espalda cuando os concentréis en el siguiente. Partamos.

La pelea fue breve y brutal. Tan pronto como Sparhawk y sus compañeros surgieron del bosque en atronadora carga, los soldados eclesiásticos de impasible semblante dirigieron sus monturas hacia ellos, con las espadas en alto. Cuando mediaban unos cincuenta pasos entre ambos, Sparhawk, Kalten, Tynian y Ulath bajaron las lanzas, dispuestos a arremeter. El impacto inicial fue terrible. El soldado que embistió Sparhawk fue desarzonado por la lanza que se clavó en su pecho y lo traspasó de lado a lado. Sparhawk refrenó súbitamente a
Faran
para no romper el asta, la arrancó del cadáver y prosiguió en la acometida. Habiendo quebrado la lanza en el cuerpo de otro soldado, desenvainó la espada. Cercenó el brazo de un tercer enemigo y luego le hundió la hoja en la garganta. Ulath, que había roto la lanza con el primer ataque, había clavado el trozo que aún le quedaba en la mano al segundo contrincante y después había vuelto al uso del hacha, con la cual descabezó limpiamente a otro soldado. Tynian había horadado el vientre de un soldado y lo había rematado con la espada antes de pasar a otro. La lanza de Kalten se había hecho pedazos al chocar con un escudo, tras lo cual se había visto hostigado por dos contendientes hasta que Berit había llegado al galope y le había partido a uno la cabeza de un hachazo. Kalten dio cuenta del otro con una amplia estocada. Los soldados supervivientes se agolpaban caóticamente a su alrededor. Sus mentes emponzoñadas por la impasibilidad eran incapaces de reaccionar con celeridad suficiente ante la embestida de los caballeros de la Iglesia. Sparhawk y sus amigos los rodearon, apiñándolos, para luego matarlos uno a uno.

Kalten bajó del caballo y caminó entre los soldados tendidos sobre la ensangrentada hierba. Sparhawk volvió la cabeza cuando su amigo se dispuso a hincar sistemáticamente la espada en cada cuerpo.

—Sólo quería asegurarme —explicó Kalten, envainando la hoja y montando de nuevo—. Ninguno de ellos hablará de nosotros ahora.

—Berit —ordenó Sparhawk—, id a buscar a Sephrenia y los niños. Nosotros vigilaremos desde aquí. Oh, otra cosa. Será mejor que cortéis también nuevas lanzas, pues hemos acabado con las que teníamos.

—Sí, sir Sparhawk —respondió el novicio, antes de dirigirse otra vez hacia el bosque.

Sparhawk miró en derredor y vio un hoyo disimulado por la maleza a corta distancia.

—Ocultémoslos —propuso, posando la vista en los cadáveres—. No nos sería beneficioso dejar una huella tan clara de nuestro paso.

—¿Han huido todos sus caballos? —preguntó Kalten, paseando la mirada por los contornos.

—Sí —respondió Ulath—. Los caballos siempre escapan durante las refriegas.

Arrastraron los mutilados despojos al socavón y los arrojaron bajo los arbustos. Cuando ya habían concluido, Berit regresó con nuevas lanzas sujetas de través en la silla, acompañado de Sephrenia, Talen y Flauta. La estiria mantenía los ojos apartados de la encarnada hierba donde había tenido lugar la batalla.

Se demoraron escasos minutos en fijar los hierros a las astas y luego partieron al galope.

—Ahora sí que estoy hambriento de veras —se quejó Kalten.

—¿Cómo podéis decir eso? —se indignó Sephrenia con tono de repugnancia.

—¿Qué he dicho? —preguntó Kalten a Sparhawk.

—No importa.

Los días siguientes transcurrieron sin incidentes, pese a lo cual Sparhawk y los demás vigilaban cuidadosamente a sus espaldas mientras galopaban. Cada noche se cobijaban en lugares emboscados y encendían discretos ruegos bien disimulados. Y entonces el nublado cielo cumplió al fin su promesa y descargó una constante llovizna que los acompañó mientras seguían en dirección noreste.

—¡Fantástico! —exclamó sarcásticamente Kalten, levantando la mirada al plomizo firmamento.

—Limitaos a rogar para que llueva a raudales —le aconsejó Sephrenia—. El Buscador ya debe de estar otra vez en camino, pero no podrá seguir nuestro olor si lo ha barrido la lluvia.

—Supongo que no había pensado en eso —reconoció.

Sparhawk desmontaba periódicamente para cortar una rama de una especie concreta de un arbusto, que depositaba luego en el suelo apuntando hacia donde se dirigían.

—¿Por qué continuáis haciendo eso? —inquirió al cabo Tynian, arrebujándose en su chorreante capa azul.

—Para indicar a Kurik el camino que hemos tomado —repuso Sparhawk, subiendo a caballo.

—Muy ingenioso, pero ¿como sabrá él debajo de qué arbusto ha de mirar?

—Siempre es la misma clase de mata. Kurik y yo así lo establecimos hace mucho tiempo.

El cielo continuó descargando una deprimente lluvia que todo lo empapaba. Era difícil encender fogatas y mantener su lumbre. De vez en cuando pasaban cerca de un pueblo lamorquiano y de alguna que otra granja apartada. Las gentes permanecían en su mayoría al aire libre y el ganado que pastaba en los campos aparecía mojado y abatido.

No se hallaban lejos del lago cuando Bevier y Kurik se reunieron con ellos una tarde en que la implacable lluvia caía casi horizontalmente en el suelo a causa de la violencia del viento.

—Dejamos a Ortzel en la basílica —informó Bevier, enjugándose el agua del rostro—. Después fuimos a casa de Dolmant y lo pusimos al corriente de lo que sucede aquí en Lamorkand. Coincidió en que la agitación tiene probablemente el fin de arrancar a los caballeros de la Iglesia de Chyrellos. Hará cuanto pueda para impedirlo.

—Estupendo —replicó Sparhawk—. Me agrada la idea de que queden inutilizados todos los esfuerzos de Martel. ¿Habéis tenido algún contratiempo?

—Nada de importancia —respondió Bevier—. Aunque los caminos están invariablemente patrullados y Chyrellos está atestado de soldados.

—Y todos los soldados son leales a Annias, ¿me equivoco? —dedujo agriamente Kalten.

—Hay otros candidatos al archiprelado, Kalten —señaló Tynian—. Si Annias lleva sus tropas a Chyrellos, resulta razonable que los demás hagan lo propio.

—De ningún modo nos interesa que se libre una lucha abierta en las calles de la ciudad santa —reflexionó Sparhawk—. ¿Cómo está el archiprelado Clovunus? —preguntó a Bevier.

—Está debilitándose a ojos vista, me temo. La jerarquía ya no puede siquiera ocultar su estado a la plebe.

—Ello no hace sino incrementar la urgencia de nuestra misión —infirió Kalten—. Si Clovunus muere, Annias se pondrá en marcha y, llegado ese momento, ya no necesitará el tesoro elenio.

—Apresurémonos pues —instó Sparhawk—. Todavía queda un día hasta el lago.

—Sparhawk —observó con tono crítico Kurik—, habéis dejado que se os oxide la armadura.

—¿De veras? —Sparhawk levantó su empapada capa negra y miró un tanto sorprendido las láminas enrojecidas por el orín.

—¿No habéis podido encontrar la botella de aceite, mi señor?

—Tenía otros asuntos en que pensar.

—Sin duda.

—Lo siento. Ya lo haré.

—No sabríais por dónde empezar. No apliquéis vuestra ignorancia en la armadura, Sparhawk. Yo me ocuparé de ella.

Sparhawk miró en derredor a sus compañeros.

—Si a alguien se le ocurre hacer un comentario malicioso al respecto, habrá una pelea —advirtió con aire amenazador.

—Antes moriríamos que ofenderos, mi señor Sparhawk —prometió Bevier con absoluta seriedad en el rostro.

—Os lo agradezco —repuso Sparhawk, antes de espolear el caballo y atravesar una nueva cortina de agua, con un crujir de su herrumbrosa armadura.

Capítulo 8

El antiguo campo de batalla del lago Randera, en la zona norte de Lamorkand central, les pareció aún más desolado de lo que esperaban. Era un vasto erial de tierra removida con pequeños montículos de barro amontonado por doquier. En el suelo había grandes socavones y zanjas llenas de agua cenagosa que, con la prolongada lluvia, habían convertido el terreno en un auténtico tremedal.

Kalten permanecía a caballo junto a Sparhawk, mirando con impotencia el fangoso campo que parecía extenderse hasta el horizonte.

—¿Por dónde comenzamos? —preguntó, evidenciando el desconcierto por la enormidad de la tarea que les aguardaba. Sparhawk recordó algo.

—Bevier —llamó.

—¿Sí, Sparhawk? —contestó, aproximándose, el caballero arciano.

—Dijisteis que habéis llevado a cabo un estudio de historia militar.

—Sí.

—Dado que ésta fue la más grande batalla jamás librada, supongo que dedicaríais algún tiempo a ella, ¿no es así?

—Desde luego.

—¿Creéis que podríais localizar el área aproximada donde combatieron los thalesianos?

—Dadme unos minutos para orientarme. —Bevier cabalgó lentamente por el cenagoso campo, escrutándolo en busca de alguna marca en el terreno—. Allí —indicó, apuntando hacia una colina próxima, medio borrosa en la brumosa llovizna—. Allí fue donde las tropas del rey de Arcium resistieron a las hordas de Otha y sus sobrenaturales aliados. A pesar de la furia de los ataques, mantuvieron sus posiciones hasta la llegada de los caballeros de la Iglesia. —Entrecerró los ojos, mirando la lluvia con aire pensativo—. Si no me falla la memoria, el ejército del rey Sarak de Thalesia bajó rodeando la orilla oriental del lago en una maniobra de flanqueo.

—Al menos eso restringe un poco las posibilidades —se animó Kalten—. ¿Estarían los caballeros genidios con las huestes de Sarak?

Bevier negó con la cabeza.

—Todos los caballeros de la Iglesia habían sido reclutados en la campaña de Rendor. Cuando tuvieron noticia de la invasión de Otha, navegaron hasta Cammoria por el mar Interior y después vinieron a marchas forzadas aquí. Llegaron al campo por el sur.

—Sparhawk —advirtió Talen en voz baja—, por allí. Unas personas intentan esconderse detrás de ese gran montón de tierra…, ése con el tocón de un árbol medio volcado a un lado.

Sparhawk consideró prudente no volverse.

—¿Has podido observarlos?

—No sabría decir qué clase de gente son —respondió el chico—. Están completamente cubiertos de barro.

—¿Llevaban algún tipo de arma?

—Palas mayormente. Creo que un par de ellos llevaban ballestas.

—Lamorquianos entonces —dedujo Kalten—. Nadie más utiliza esa arma.

—Kurik —consultó Sparhawk a su escudero—, ¿cuál es el alcance efectivo de una ballesta?

—Doscientos pasos con posibilidades de acertar blanco. A partir de ahí, todo es cuestión de suerte.

Sparhawk miró en torno a sí, tratando de aparentar indolencia. El terraplén se hallaba tal vez a cincuenta metros de distancia.

—Iremos por ese lado —anunció en voz lo bastante alta para ser escuchada por los ocultos buscadores de tesoros. Alzó una mano protegida con guantelete de acero y señaló al este—. ¿Cuántos había, Talen? —preguntó quedamente.

—Yo he visto ocho o diez. Podrían ser más.

—Mantenlos vigilados, pero sin que se note demasiado. Si alguno se dispone a levantar la ballesta, avísanos.

—De acuerdo.

Sparhawk emprendió un trote y los cascos de
Faran
hollaron el suelo levantando salpicaduras de fango diluido.

—No miréis atrás —recomendó a los otros.

—¿No sería más aconsejable ir al galope ahora? —inquirió Kalten con voz tensa.

—No hay que darles a entender que los hemos visto.

—Esto me pone los nervios de punta —murmuró Kalten, moviendo su escudo—. Tengo una sensación terriblemente inquietante entre los omóplatos.

—Yo también —confesó Sparhawk—. Talen, ¿hacen algo?

—Sólo mirarnos —repuso el muchacho—. De vez en cuando veo asomarse una cabeza.

Prosiguieron al trote, chapoteando en el barro.

—Casi estamos a salvo —observó Tynian con intranquilidad.

—La lluvia está arreciando en torno a esa colina —informó Talen—. No creo que puedan vernos ya.

—Estupendo —se congratuló Sparhawk, exhalando un bufido de alivio—. Aminoremos el paso. Es evidente que no estamos solos aquí y no conviene arriesgarnos a topar con algo.

—Qué nervios —comentó Ulath.

—Sí, ¿verdad? —convino Tynian.

—No veo por qué os preocupabais vos —señaló Ulath, mirando la maciza armadura deirana de Tynian—, teniendo en cuenta la cantidad de acero que os envuelve.

—Disparada de cerca, una ballesta es capaz de penetrar incluso esto —aseguró Tynian, golpeando con el puño el peto de su armadura, que resonó casi como una campana—. Sparhawk, la próxima vez que habléis con la jerarquía, ¿por qué no les sugerís que declaren ilegal el uso de las ballestas? Me he sentido como si estuviera desnudo.

—¿Cómo soportáis el peso de esa armadura? —le preguntó Kalten.

—Penosamente, amigo mío, penosamente. La primera vez que me la pusieron, me desplomé y tardé una hora en volver a ponerme en pie.

—Mantened los ojos abiertos —los previno Sparhawk—. Una cosa son los buscadores de tesoros lamorquianos y otra bien distinta los hombres controlados por el Buscador; si había apostado a esos individuos en las proximidades del bosque, es casi seguro que haya dispuesto algunos también aquí.

Continuaron chapaleando entre el cieno, mirando con cautela a su alrededor. Sparhawk volvió a consultar el mapa, resguardándolo de la lluvia con la capa.

—La ciudad de Randera se encuentra más allá de la ribera oriental del lago —indicó—. Bevier, ¿constaba en alguno de los libros que consultasteis si los thalesianos la habían ocupado?

—Esa parte de la batalla aparece un tanto oscura en las crónicas que leí —respondió el caballero de capa blanca—. Una de las pocas referencias a ella afirma que los zemoquianos ocuparon Randera en la fase inicial de la campaña. Desconozco por completo si los thalesianos tomaron medidas al respecto.

—Seguramente no lo hicieron —declaró Ulath—. Los thalesianos nunca hemos sido buenos sitiadores. No tenemos paciencia para eso. El ejército del rey Sarak probablemente evitó iniciar un asedio.

—Puede que esto sea más sencillo de lo que pensaba —se alegró Kalten—. La única zona en que debemos buscar va de Randera a la punta sur del lago.

—No alimentes grandes esperanzas, Kalten —lo disuadió Sparhawk—. Es con todo una gran extensión. —Tendió la mirada hacia el lago, atravesando la llovizna—. La orilla del lago parece arenosa y la arena mojada es mejor para cabalgar que el fango. —Volvió grupas y condujo la comitiva hacia el lago.

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