Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
—¿Acechonas?
—Putas.
Sentí un rudo placer en hablarle de ese modo, como si aquello me devolviera la iniciativa que ella parecía empeñada en controlar. Angélica de Alquézar no lo sabía todo, al cabo. Y a fin de cuentas, por muy vestida de hombre y muchas agallas que tuviera, en Madrid y de noche yo estaba en mi elemento, y ella no. La espada que pendía de mi cinto no era un adorno.
—Ah —dijo.
Eso me dio a plomo. Enamorado, sí. Hasta la gola. Pero no menguado. Y no estaba de más, concluí, ponerlo en claro
—Decidme qué os proponéis, y qué pinto en esto.
—Luego —repuso, y echó a andar, decidida.
No me moví. Tras un corto trecho ella se detuvo, volviéndose.
—Contádmelo —insistí— o seguís sola.
—No seréis capaz.
Se me encaraba desafiante en su indumento masculino, silueta negra, una mano al descuido en el cinto donde llevaba atravesado el puñal. Era mi turno: conté hasta diez y luego volví la espalda y caminé decidido. Seis, siete, ocho pasos. Maldije en mis entrañas, desgarrándome el corazón. Ella me dejaba ir, y yo no podía volver atrás.
—Esperad —dijo.
Me detuve, aliviado. Sus pasos sonaron acercándose, su mano se apoyó en mi brazo. Cuando me giré hacia ella, un reflejo de luna entre dos aleros clareaba sus ojos frente a los míos. Creí sentir su olor: pan tierno. Por mi vida que olía a pan tierno.
—Necesito escolta —apuntó.
—¿Y por qué yo?
—Porque no puedo fiarme de otro.
Sonó sincero. Sonó a mentira. Sonó a cualquier cosa probable o improbable, posible o imposible; y lo cierto es que me daba igual cómo sonara. Ella estaba cerca. Mucho. Si hubiera alzado una de mis manos habría tocado su cuerpo. Rozado su rostro.
—He de vigilar a un hombre —dijo.
La contemplé, atónito. Qué hacía una menina de palacio en plena noche y peligros de Madrid, vigilando a un hombre. Por cuenta de quién. La siniestra imagen de su tío el secretario real me pasó por la cabeza. Me estaba enredando de nuevo, comprendí. Angélica era la sobrina de uno de los enemigos mortales del capitán Alatriste; la niña-moza que me había llevado tres años atrás a las cárceles de la Inquisición y al pie de la hoguera —Debéis de tomarme por estúpido.
Se quedó callada, el óvalo de su rostro como una mancha pálida en las sombras. Seguía el reflejo lunar en sus pupilas. Comprobé que se acercaba un poco más, y más todavía. Su cuerpo estaba tan próximo que la guarnición de su puñal se me clavaba en la cadera.
—Una vez os dije que os amo —susurró.
Y me besó en la boca.
Una ventana iluminada y un hacha de luz sucia, humeante, puesta en una argolla de la pared junto a la puerta de la taberna del Perro, era la única luz de la calleja. El resto estaba a oscuras, de modo que era fácil disimularse en las sombras, junto a la tapia en ruinas que daba a un huertecillo abandonado. Nos situamos allí, desde donde veíamos la puerta y la ventana. Al extremo de la calle, entre las tinieblas próximas a la calle de Tudescos, se movían los bultos de dos o tres pecatrices que echaban el anzuelo con poca suerte. De vez en cuando, hombres solos o en grupo entraban y salían de la taberna. Dentro se oían voces y risas, y a veces el canto de una copla o el aire de una chacona a la guitarra. Un borracho tambaleante vino a aliviarse a nuestro rincón; le di un susto de muerte cuando, sacando la daga, se la puse entre los ojos y le dije que se fuera enhoramala con su vejiga a otra parte. El borracho debió de tomarnos por gente ocupada en comercios carnales, y sin replicar nada se alejó dando bordos. Terquísima de mí, Angélica de Alquézar sofocaba la risa, divertida.
—Nos toma por lo que no somos —dijo—. Ni hacemos.
Parecía encantada con todo aquello: el lugar inadecuado, la hora, el peligro. Tal vez también conmigo, quise creer. Con mi presencia. De camino hacia allí habíamos visto pasar de lejos a la ronda nocturna: un alguacil y cuatro corchetes con rodelas y espadas, que caminaban alumbrándose con un farol. Eso nos obligó a dar un rodeo; primero, porque el uso de espada por un mozo de mis años, casi en el límite requerido por las premáticas, podía ser tomado a mal por la justa. Pero había algo más serio que mi toledana: el traje de hombre de Angélica no habría superado el escrutinio de los corchetes; y tal suceso, simpático y novelero en el tablado de un corral de comedias, podía tener graves consecuencias en la vida real. El uso de ropas de hombre por las mujeres estaba prohibido con rigor. Incluso muchas veces censuróse representar así en el teatro; y sólo se permitió a quienes interpretaban papeles de mujeres solteras ofendidas o deshonradas; que, como las Petronila y Tomasa de
La Huerta de Juan Fernández
o la Juana del
Don Gil de las calzas verdes
de Tirso, la Clavela de
La francesilla
de Lope y otros sabrosos personajes de ocurrencias semejantes, tenían como excusa ir en procura de su honor y del matrimonio, y no se disfrazaban por vicio, capricho o putería:
No te finjas tan helado.
Yo os quiero desengañar;
que soy sirena de mar,
de medio abajo, pescado.
En fin. Mojigatos e hipócritas aparte —luego se llenaban las mancebías, pero ésa es otra historia—, no resultaba ajena a ese celo indumentario la presión de la Iglesia, que a través de confesores reales, obispos, curas y monjas, de los que siempre estuvimos más abastecidos que de chinches y garrapatas una posada de arrieros, procuraba, por la salvación de nuestras almas, que el diablo no hiciese de las suyas; hasta el punto de que ir vestidas de hombre llegó a considerarse agravante a la hora de mandar mujeres a la hoguera en los autos de fe. Pues hasta el Santo Oficio tomaba cartas en este asunto, como lo hacía —y lo sigue haciendo, pardiez— en tantos otros de nuestra desdichada España.
Pero no era desdicha lo que yo sentía aquella noche, escondido en las sombras frente a la taberna del Perro junto a Angélica de Alquézar. Estábamos sentados sobre mi capa, aguardando, y a veces nuestros cuerpos se rozaban. Ella miraba la puerta de la taberna, yo la miraba a ella, y a veces, cuando se movía, el hacha que chisporroteaba enfrente iluminaba el perfil de su rostro, la blancura de la piel, algunos cabellos rubios que escapaban bajo la gorra de fieltro. El ajustado jubón y las calzas dábanle el aspecto de un paje joven; pero esa impresión quedaba desmentida cuando un resplandor más intenso iluminaba sus ojos: claros, fijos, resueltos. En ocasiones parecía estudiarme con mucho sosiego y penetración, hasta el último recodo del alma. Y siempre, al final, antes de volverse de nuevo hacia la taberna, el lindo trazo de su boca se curvaba en una sonrisa.
—Contadme algo de vos —dijo de pronto.
Acomodé la espada entre mis piernas y estuve un rato azorado, sin saber qué decir. Al cabo hablé de la primera vez que la vi, casi una niña, en la calle de Toledo. De la fuente del Acero, de las mazmorras de la Inquisición, de la vergüenza del auto de fe. De su carta escrita a Flandes. De cómo pensaba en ella cuando nos cargaron los holandeses en el molino Ruyter y en el cuartel de Terheyden, mientras corría tras el capitán Alatriste con la bandera en las manos, seguro de que iba a morir.
—¿Cómo es la guerra?
Parecía atenta a mi boca. A mí o a mis palabras. De improviso me sentí adulto. Casi viejo.
—Sucia —respondí con sencillez—. Sucia y gris.
Movió la cabeza despacio, cual si reflexionara sobre eso. Luego pidió que siguiera contando, y el color sucio y gris quedó relegado a un rincón de mi memoria. Apoyé la barbilla en la cazoleta de la espada y volví a hablar de nosotros. De ella y de mí. Del encuentro que tuvimos en el alcázar de Sevilla y de la emboscada a la que me condujo junto a las columnas de Hércules. De nuestro primer beso en el estribo de su coche, momentos antes de que yo me batiera a vida o muerte con Gualterio Malatesta. Eso fue lo que dije, más o menos. Nada de palabras de amor, ni sentimientos. Sólo describí nuestros encuentros, la parte de mi vida que tenía que ver con ella, de la forma más ecuánime posible. Detalle a detalle, como la recordaba. Como no la olvidaría nunca.
—¿No creéis que os amo? —dijo de pronto.
Nos miramos fijamente durante siglos. Y la cabeza empezó a darme vueltas como si acabara de tomar un bebedizo. Abrí la boca para pronunciar palabras imprevisibles. Para besar, tal vez. No como antes había hecho ella en la plazuela de Santo Domingo, sino para imprimir en sus labios un beso mío, fuerte y largo, con ansias de morder y acariciar al mismo tiempo, y todo el vigor de la mocedad a punto de estallarme en las venas. Y ella sonrió a escasas pulgadas de mi boca, con la certeza serena de quien sabe, y aguarda, y convierte el azar del hombre en destino inevitable. Como si todo estuviera escrito antes de que yo naciera, en un viejo libro del que ella poseía las palabras.
—Creo… —empecé a decir.
Entonces su expresión cambió. Los ojos se movieron con rapidez en dirección a la puerta de la taberna, y yo seguí su mirada. Dos hombres habían salido a la calle, calados los sombreros, el aire furtivo, poniéndose las capas. Uno de ellos vestía un jubón amarillo.
Anduvimos tras ellos con cautela, a través de la ciudad en tinieblas. Procurábamos amortiguar el ruido de nuestros pasos mientras vigilábamos a distancia sus bultos negros, cuidando no perderlos de vista Por suerte iban confiados y seguían una ruta clara: de la calle de Tudescos a la de la Verónica, y por ésta al postigo de San Martín, que recorrieron a todo lo largo hasta San Luis de los Franceses. Allí se detuvieron para descubrirse ante un cura que salía, acompañado por un monaguillo y un paje de linterna, con la extremaunción para algún moribundo. Con la breve luz tuve oportunidad de estudiarlos: el del jubón amarillo se embozaba ahora hasta los ojos con sombrero y capa negros, usaba zapatos y medias, y al descubrirse al paso del sacerdote advertí que sus cabellos eran rubios. El otro llevaba una capa parda que la espada en gavia levantaba por detrás, chapeo sin pluma y botas; y mientras salía de la taberna del Perro rebozándose en el paño, yo había tenido ocasión de verle al cinto, amén de la espada ceñida sobre un coleto grueso, un par de lindas pistolas.
—Se diría gente de cuidado —le susurré a Angélica.
—¿Y eso os preocupa?
Guardé un silencio ofendido. Los dos hombres siguieron su camino, con nosotros detrás. Un poco más allá cruzamos entre los puestos de pan y los bodegones de puntapié, cerrados y sin un alma a la vista, de la red de San Luis, junto a la cruz de piedra que aún señalaba el lugar de una de las antiguas puertas de la ciudad. En la calle del Caballero de Gracia se detuvieron al amparo de un portal para esquivar una luz que venía en su dirección —al pasar junto a nosotros comprobamos que era una matrona acudiendo a un parto, alumbrada por el nervioso y apresurado marido—, y después caminaron de nuevo, buscando el disimulo de los sitios menos iluminados por la luna. Les fuimos detrás un buen trecho entre calles oscuras, rejas con celosías y persianas bajas, gatos sobresaltados por nuestro paso, alguna advertencia lejana de «agua va», aceitosas luces de candil junto a hornacinas con vírgenes o santos. En la boca de un callejón oyóse dentro ruido de aceros: alguien reñía muy empeñado, y los dos hombres se detuvieron a escuchar; mas no debió de interesarles el lance, pues reemprendieron camino. Cuando Angélica y yo llegamos al callejón, una sombra embozada pasó corriendo, espada en mano. Me asomé con precaución. Rejas y macetas. Al fondo oí quejarse. Envainé la de Juanes —la aparición del fugitivo me había hecho meter mano como un rayo— y quise ir en socorro del doliente; pero Angélica me agarró del brazo.
—No es asunto nuestro.
—Alguien puede estarse muriendo —protesté.
—Todos moriremos un día.
Y dicho eso anduvo decidida tras los dos hombres que se alejaban, obligándome a seguirla por la ciudad en tinieblas. Que así era la noche de Madrid: oscura, incierta y amenazadora.
Los seguimos hasta que entraron en una casa de la calle de los Peligros en su tramo alto, el más angosto, a media distancia entre la calle del Caballero de Gracia y el convento de las Vallecas. Angélica y yo nos quedamos en la calle, indecisos, hasta que ella sugirió que nos apostáramos bajo un soportal. Fuimos a sentarnos en un poyete disimulado tras una columna de piedra. Como refrescaba un poco le ofrecí mi capa, que había rechazado en dos ocasiones. Ahora aceptó, a condición de que nos cubriera a ambos. Así que la extendí sobre sus hombros y los míos, lo que hizo que nos acercáramos más. Yo estaba como pueden imaginar vuestras mercedes: apoyaba las manos en la guarnición de mi espada, con la cabeza aturdida y una exaltación interior que me impedía hilar dos pensamientos seguidos. Ella, con lindo despejo, se mantenía atenta a la casa que vigilábamos. La sentí más tensa, aunque serena y dueña de sí; algo admirable en una moza de su edad y condición. Conversamos en voz baja, tocándonos con los hombros. Siguió negándose a contarme qué hacíamos allí.
—Más tarde —respondía cada vez.
El techo del soportal ocultaba la luna, y su rostro estaba en sombras: sólo un perfil oscuro a mi lado. Noté el calor de su cuerpo cercano. Me sentía como quien pone el cuello en la soga del verdugo, pero se me daba un ceutí. Angélica estaba conmigo, y yo no habría trocado papeles con el hombre más seguro y feliz de la tierra.
—No es que importe demasiado —insistí—. Pero me gustaría saber más.
—¿Sobre qué?
—Sobre esta locura en la que estáis metida.
Sobrevino un silencio cargado de malicia por su parte.
—Ahora también estáis metido vos —apuntó al cabo, regocijada.
—Eso es precisamente lo que me inquieta: no saber en lo que ando.
—Ya lo sabréis.
Conversamos en voz baja, tocándonos con los hombros.
—No lo dudo. Pero la última vez lo supe rodeado por media docena de asesinos, y la penúltima en un calabozo del Santo Oficio.
—Os creía un mozo alentado y valiente, señor Balboa. ¿Acaso no confiáis en mí?
Dudé antes de responder. Es lo que hace el diablo, pensé. Jugar con la gente. Con la ambición, la vanidad, la lujuria, el miedo. Hasta con el corazón. Está escrito:
Todo será tuyo si, postrándote, me adoras
. Un diablo inteligente ni siquiera necesita mentir.
—Pues claro que no confío —dije.
La oí reír en voz baja. Luego se apretó un poco más bajo la capa.