Read El caballero de la Rosa Negra Online

Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (7 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—Esto escapa a tu poder, Caradoc —masculló—, pero existen otros… —Dejó la frase sin terminar al pensar en el origen de la reflexión. Quizá se tratara de Takhisis; tal vez había provocado la ira de la Reina Oscura al procurar la muerte de Kitiara, una de sus favoritas… Pero no, las luchas intestinas y el asesinato eran habituales entre sus fieles más allegados; no castigaría a un servidor por seguir los impulsos malignos que ella misma representaba. Esa especie de tortura indirecta tampoco parecía propia de Paladine, pues el Padre del Bien prefería atormentar a sus enemigos con torturas más tangibles. Lo mismo rezaba con respecto a los Héroes del Lance, Tanis el Semielfo y el variopinto grupo de mortales que se enfrentaban en Krynn a las fuerzas de Takhisis; al igual que Paladine, optaban por enfrentamientos directos con sus enemigos.

—¡Ah! —exclamó al fin—. ¡El tanar’ri aliado de Caradoc! —Escrutó la niebla en busca de señales de alguna criatura del mal—. ¡Muéstrate, ser oscuro! —La bruma caracoleó ante sus anaranjados ojos pero nadie se materializó. Se quedó escuchando otra vez con el entrecejo fruncido: ningún sonido penetraba la niebla.

—¿Acaso me has traído al Abismo? —interrogó al torturador invisible—. Si es así, no he visitado nunca este lugar. —No esperaba respuesta; seguía hablando, pero no con la esperanza de que le contestaran sino por su propio bien. Aunque los terrores mortales no le impresionaban, el silencio absoluto le resultaba tan pavoroso como la tumba a la mayoría de los hombres de Krynn; si callaba, lo invadía la sensación de que se deslizaba hacia el olvido, de que perdía la memoria, de que no sentía el dolor que le recordaba que aún existía. Durante los últimos tres siglos y medio, las
banshees
habían llenado el alcázar con sus gritos, y ahora el silencio lo rodeaba, lo aislaba por completo, lo separaba de Krynn. Se le ocurrió entonces utilizar la magia para salir de la niebla. Sabía algunos hechizos y tenía los poderes sobrenaturales propios de su condición de no vivo, como transportarse de una sombra a otra a voluntad. Sin embargo, esas brumas carecían de sombras, y comprendía que intentar cualquier otro encantamiento sin saber con exactitud dónde se hallaba podía derivar en un desastre.

—Si no te muestras, exploraré tus dominios y encontraré la forma de escapar por mis propios medios —declaró y comenzó a caminar briosamente; se concentró en seguir una trayectoria recta y contar los pasos para mantener la mente ocupada, aunque una actividad tan tediosa no lograba hacerle olvidar la ausencia de sonidos, de olores y de imágenes. Al poco tiempo, el entumecimiento se apoderó de él y le minó la voluntad. Se detuvo y desenvainó la antigua espada, que en vez de producir un penetrante siseo de metal contra metal sonó opaca y apagada al sacarla de la funda.

—¡No podrás conmigo! —exclamó blandiéndola en el aire—. ¡Te desafío, quienquiera que seas! —De pronto se dio cuenta de que veía otra vez la afilada hoja ensangrentada del arma que levantaba ante sí; al menos, la niebla había menguado un tanto. Miró a su alrededor y comenzó a percibir también los contornos de otras cosas. Una sombra se elevó ante sus ojos y enseguida se definió como un árbol grande y deshojado cuyas ramas secas, nudosas y retorcidas se tendían hacia la bruma como la mano de un viejo avaro hacia un montón de monedas de oro. Lord Soth mantuvo la espada ante sí y observó el árbol un momento.

Después percibió la colina sobre la que se hallaba, donde las malas hierbas luchaban por adueñarse de pequeñas parcelas del terreno rocoso y algunos arbustos bajos y plantas raquíticas se apiñaban lejos del árbol de la cima; entre los enmarañados brotes de alheña, de flores blancas, y de escuálida belladona todavía flotaban restos de neblina, aunque la mayor parte de la masa nubosa descendía rápidamente por el cerro hacia las extensiones de abetos marchitos y robles desnudos.

—Estoy lejos de Dargaard —musitó.

El resto del escenario se hizo visible en cuanto las nubes terminaron de retirarse, y el caballero se encontró en un altozano rodeado por un denso bosque. Hacia el sur, un río hinchado por los deshielos primaverales discurría entre los árboles, y las montañas se perfilaban a lo lejos en casi todas las direcciones, elevando sus escarpadas cumbres hacia el cielo. Mientras Soth contemplaba el entorno, el sol tocó la cordillera del oeste e inflamó el horizonte con sutiles tonos carmesí, oro y púrpura.

Se sintió sobrecogido por el panorama que se desplegaba ante él después de la monotonía de las brumas; el canto de los pequeños pájaros que anunciaba el final del día, el aroma penetrante de los arbustos en flor y el soplo repentino de la brisa del atardecer que agitaba la foresta aguijoneaban los sentidos adormecidos del caballero de la muerte. Aquella ebullición repentina de percepciones sensoriales resultaba casi enloquecedora para un ser que sólo había saboreado un mundo de cenizas durante mucho tiempo.

Volvió a mirar el árbol de la cima, y lo que vio allí eclipsó a sus ojos el maravilloso paisaje y silenció los dulces sonidos que le acariciaban los oídos. Bajo el nudoso árbol, destacado sobre el terreno rocoso, se encontraba su lugarteniente Caradoc.

El fantasma flotaba perplejo bajo las ramas de negra corteza, con la cabeza penosamente apoyada en el hombro; observaba los alrededores con ojos sin pupilas, y sus ropas parecían más harapientas por los jirones de niebla que aún colgaban de ellas.

—El señor tanar’ri te ha traicionado —le dijo con una sarcástica sonrisa mientras lo señalaba con la punta de la espada.

El lugarteniente parecía sufrir un trance. Tenía los ojos girados hacia el interior de las cuencas y movía los labios a rápidos borbotones. No levantaba los brazos para defenderse de lord Soth; en realidad, daba la impresión de que no lo veía en absoluto.

—Voy a descoyuntarte todo el cuerpo antes de enviarte a Chemosh —amenazó Soth sin acercarse a él—. Vas a suplicar clemencia, vas a implorar que te permita revelar el escondite del alma de Kitiara.

Adelantó otro paso y se detuvo; lo tenía ya al alcance de la mano y, aun así, el fantasma seguía flotando sin dar señales de alarma. El caballero de la muerte oyó entonces las palabras que salían de los labios del lugarteniente.

—El vacío —musitó—. La muerte de los no muertos. Blanco. La nada. ¡El vacío!

«El viaje a través de la niebla ha puesto en evidencia su debilidad», pensó Soth con sarcasmo.

—¡Señor tanar’ri! —increpó mirando al sol poniente—. ¡Este insecto está acabado! ¡El pacto que hayas cerrado con él nada vale! —Escrutó el cielo y la tierra en busca de alguna señal del monstruo—. ¡Dame el medallón que encierra el alma de la mujer humana y devuélveme a mi castillo de Krynn, así todo quedará arreglado entre nosotros! Si no aceptas, te perseguiré por siempre. ¡Entrégame el alma de Kitiara!

—¿Kitiara? —murmuró el fantasma—. «Arrebátasela al Abismo», me ordenó, y así lo hice.

El caballero de la muerte agarró al fantasma por el brazo con fiereza y lo zarandeó.

—Sí, Caradoc, la recuperaste. ¿A qué señor tanar’ri la confiaste? ¿Dónde está Kitiara?

Un rayo de conciencia asomó a los ciegos ojos del lugarteniente.

—¿Señor tanar’ri? —preguntó confuso. Caradoc se alejó del caballero de la muerte de un tirón, con una expresión de pánico en el rostro y las manos en gesto de defensa—. Deteneos, mi señor. He visto el vacío blanco que aguarda a los no muertos desterrados del mundo mortal. Ya me habéis torturado bastante.

—Entonces, dime dónde descansa Kitiara —repitió Soth.

Arremetió contra el árbol con toda su furia, y el tronco reseco empezó a destilar pus negro. Un gemido sepulcral como la voz del propio caballero, rasgó el aire antes de que pudiera presionar más al fantasma. Tanto Soth como Caradoc se quedaron mirando fijamente la hendidura purulenta causada por la espada del caballero, que se había transformado en una boca; la serosidad negra que seguía goteando resbalaba ahora entre deformes colmillos antes de rezumar sobre el tronco.

El quejido se intensificó y vibró poderosamente por el altozano y el sombrío bosque. Para silenciarlo, Soth le asestó otro golpe de espada que abrió una segunda boca babeante y quejumbrosa. Dos voces huecas llenaron entonces el crepúsculo de tristes sonidos de dolor.

—Sólo es posible en el Abismo —gruñó Soth quedamente al tiempo que se alejaba del árbol—; semejante criatura sólo es posible en el Abismo.

Dejando caer la mano que empuñaba la espada, levantó la otra ante sí con gesto lento y rígido y pronunció un encantamiento breve pero de efecto instantáneo. Un punto de luz azul apareció junto a las bocas heridas y empezó a despedir rayos añiles que se enroscaban en el tronco e incluso en las dentadas fauces. Al poco tiempo, la delicada blonda sofocante cubrió el árbol de arriba abajo y se cerró en un manto luminoso, que llenó las hendeduras ahogando sus lamentos y congeló el líquido negro que descendía en cordones hasta las nudosas raíces.

Con la misma fuerza inexorable con que había desencajado el cuello de Caradoc, Soth cerró en un apretado puño la mano que tenía extendida, y el manto luminoso oprimió el tronco al mismo tiempo. Un gemido agudo sonó con las primeras resquebrajaduras del tronco antes de que estallara en mil astillas de negra madera. Un tocón a ras de suelo fue todo lo que quedó del árbol; un líquido oscuro salía de él a borbotones palpitantes, hasta que por fin cesó.

Unos instantes de silencio sucedieron a la destrucción, pero enseguida un ronco bramido resonó en el bosque desde el este como una prolongación de los últimos estertores del árbol. Hacia el oeste, por donde el sol desaparecía ya tras los montes, aullaban en réplica criaturas ocultas en la penumbra del ocaso.

Caradoc no se había movido desde los primeros lamentos de las fantásticas bocas. Había restos del árbol esparcidos a sus pies, algunos todavía cubiertos de luz azul y otros, pertenecientes a las entrañas del árbol, impregnados de secreciones obsidianas. Cuando los aullidos comenzaron a resonar por el sur y el norte, más próximos al altozano, el fantasma levantó los ojos de repente.

—Amo, devuélvenos a Dargaard. No quiero seguir en este lugar.

—¿Cómo? ¿Te asustas de los servidores de tu aliado tanar’ri? No deberías sentirte amenazado aquí, en su terreno.

El fantasma no comprendía. «¿Un aliado tanar’ri? —pensó—. Es decir, que todavía cree el cuento del señor tanar’ri». Entonces, otra conclusión iluminó de pronto su mente: no había llegado allí mediante un acto mágico de su señor; Soth también había sido transportado en contra de su voluntad, y estaba tan perdido como él.

Un gruñido se elevó desde los marchitos abetos, al pie de la colina. Allá abajo, entre las sombras, un par de ojos inyectados en sangre miraba con fijeza al caballero y al lugarteniente. Caradoc sólo veía los globos oculares, pero Soth percibía más allá.

Captó la forma de un lobo monstruoso y peludo agazapado al abrigo de unas zarzas ralas; tenía el pelaje gris y doblaba en tamaño a todos los lobos que él había visto en Krynn. Cuando sus miradas se cruzaron, la fiera enseñó los dientes con un gruñido, gesto que a Soth le pareció de desdén, no de animadversión, producto de una inteligencia superior a la animal.

Otra bestia se deslizó junto a la primera tras el matorral y, nada más llegar, echó la cabeza hacia atrás y aulló; de varios puntos cercanos alrededor del cerro surgieron llamadas similares.

El caballero se parapetó en posición de ataque con la espada desnuda por delante, consciente de que, bajo aquella apariencia lupina, podían camuflarse otros monstruos más peligrosos. Al fin y al cabo, el árbol retorcido parecía en un principio una planta corriente.

—¡Vamos! ¡Adelante! —Muchos pares de ojos brillaban ya entre los árboles en torno al cerro—. Si vuestro amo os ha ordenado atacar, canallas, empezad de una vez.

Los lobos no se movían del pie de la colina; algunos permanecían al acecho en el mismo lugar y otros iban y venían cruzando el terreno a zancadas largas y firmes. De vez en cuando, uno gañía en la noche; otro respondía desde la distancia y al momento acudía a sumarse a la manada apostada en torno al montículo.

Soth estudiaba a sus adversarios. No parecía que fueran a lanzarse al ataque; ¿qué pretendían entonces? Descendió unos metros colina abajo con la espada en ristre, y los lobos que se hallaban más cerca se concentraron como uno solo para cerrarle el paso, en grupo apretado y mostrándole las amarillas dentaduras. Avanzó un paso más, y las bestias se prepararon para resistir la carga, pero no se movieron de su puesto.

Bajó la espada y se quedó quieto, atento a otros movimientos posibles entre los árboles.

—Poseen cierta inteligencia —advirtió en voz alta, sin perderlos de vista—. Tienen órdenes de retenernos aquí; hay alguien o algo escondido en el bosque y viene hacia nosotros. —Se giró hacia el árbol destrozado, esperando encontrar al lugarteniente flotando allí, como antes—. ¿Caradoc? —Escrutó el cerro y la hilera de árboles, pero no lo vio por ninguna parte.

El roce de un cuerpo voluminoso entre los abetos y el crujido de ramas al romperse bajo su peso delataron la presencia de otro ser entre la maleza. «No puede ser Caradoc —pensó al momento—, porque su cuerpo no es sustancial aquí».

Una silueta extraña salió de la foresta y empezó a ascender la colina con torpeza. Al principio le pareció un hombre vestido de harapos, con restos de una armadura en mal estado. Un casco oxidado le cubría la frente casi hasta los ojos; llevaba el pecho protegido por una coraza vieja y abollada, y sólo una pierna conservaba la greba. Arrastraba los pies desnudos entre las espinosas alheñas como si calzara las más elegantes botas de piel de dragón.

El olor a carne putrefacta alcanzó al caballero de la muerte antes de que el débil resplandor de la luna le permitiera distinguir algo más de la criatura que se aproximaba. «Un zombi», se dijo.

Cuando se acercó, comprobó que tenía la piel verde grisácea y que su carne, cubierta de verdugones y heridas, era como de pegotes de arcilla blanda puestos sobre el cuerpo. El hedor se intensificó. «Tumbaría a un mortal», pensó Soth, aunque no era la primera vez que olía las emanaciones de piel corrompida y sangre pútrida. Él no había llegado a descomponerse pero sus caballeros habían ido deteriorándose poco a poco con los años, y la densa pestilencia de cadáveres insepultos había impregnado el alcázar.

—Retrocede —ordenó Soth, en un tono más protector que exigente—. Entre nosotros no hay cuentas pendientes; sigue tu camino inútil antes de que me vea obligado a despedazarte. —El zombi no detuvo su marcha vacilante, y Soth repitió la orden—: Retrocede ya.

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