—Sí —asentí—. Tienes cierta razón. Pero me parece que eso ha de ser mucho más complicado, porque a los turcos también les conviene el comercio con Venecia. ¿Por qué crees si no que está todo este barrio lleno de ellos?
—¡Malditos intereses! ¡Maldito dinero! ¡Púdrase el vil metal y reluzca de una vez la verdad!
Con ésta y otras conversaciones empezaba yo a percatarme de que mi compañero era demasiado impetuoso y con frecuencia poco reflexivo. Me preocupaba que esa fogosidad pudiera llegar a precipitar los acontecimientos en alguna ocasión y a poner en peligro el plan. Por tal motivo, trataba de calmarle constantemente:
—Tengamos paciencia; reflexionemos antes de actuar y esperemos siempre a recibir instrucciones. En estos menesteres se precisa tener bien fría la testa.
Pasaron un par de semanas más y, adentrados ya en el mes de diciembre, Venecia pareció quedar cubierta por un manto de soledad y tristeza. Los barcos permanecían amarrados en los puertos y arreció un viento frío que acarreaba lluvias. En la ciudad, mojada y desierta, la oscuridad se adueñaba pronto de las tardes y no había más forma de matar el tiempo que jugar partidas de cartas, pasar algún rato en las tabernas o ir a contemplar la belleza de las iglesias.
Una helada mañana vino al fin Simión Mandel a buscarme. Y una vez más se sintió Barelli molesto al tener que quedarse en la fonda mientras yo me iba con el judío.
—¿Adónde vamos hoy? —le pregunté.
—Está muy cerca —respondió Mandel—. Esta vez no es necesario siquiera navegar por los canales.
Anduvimos dando vueltas por los alrededores del gueto hasta llegar al puente de los judíos. Cerca había una taberna pequeña, limpia, muy frecuentada por hebreos ricos.
—Aquí es —me indicó Mandel.
Fuimos a sentarnos en un comedor estrecho que servía de reservado, donde nos aguardaba un hombre vestido con pardas ropas, pequeño, de ojos redondos y nariz picuda, el cual me pareció un búho. Incluso, al ponerse en pie para saludar, se agitó y movió la cabeza recordando a esas aves nocturnas.
—Me ahorraré decir mi nombre —fue lo primero que dijo, visiblemente nervioso—. Quién soy yo nada os interesa.
—Compréndelo —se apresuró a explicarme Simión—. Son malos tiempos para la comunidad judía, incluso aquí en Venecia. El gueto está casi vacío. La Inquisición no nos da respiro. Digamos que los pocos que quedamos somos cristianos. Hemos tenido que adoptar nombres y costumbres de tales. Por lo cual, da lo mismo ya quiénes somos.
—Lo comprendo —dije—. Yo soy turco y nada debéis temer de mí.
—Bien —dijo Mandel—. Pues vayamos a lo que nos trae. Este hombre, cuyo nombre no viene al caso, es quien mejor puede informarte acerca de los Mendes.
—Perfectamente —dije—. Puedes empezar a hablar cuando quieras.
—El dinero por delante —exigió el hombre del rostro de búho—. No soltaré palabra si antes no se me da lo prometido.
—He aquí. —Puso Mandel una bolsa de tela sobre la mesa, cuyo sonido metálico delató el contenido.
Se echó aquel hombre las monedas sobre el regazo y las contó sin prisa.
—Ciento cincuenta; está todo —dijo conforme.
—¡Pues ya puedes soltar prenda! —exclamé, algo indignado, porque me parecía demasiado dinero.
Aquel oscuro hombre me contó que había servido a los Mendes como contable durante años, primero en Amberes y después en Venecia. Cuando sus ricos amos se fueron a Constantinopla, él no quiso seguirles y decidió permanecer en Venecia con su mujer e hijos, porque temían un cambio de vida tan grande. A los Mendes esto no debió de gustarles y le dejaron sin nada.
—Hoy soy más pobre que las ratas —me dijo con despecho—. José Nasi fue un desconsiderado conmigo. ¡Así me pagaron tantos años de servicio!
En parte por dinero y en parte por venganza, me contó todo lo que sabía acerca de sus antiguos amos. Sus primeras informaciones no me resultaban novedosas; concordaban con las que me dio García Hernández. Y de momento me pareció que no me aportaría nada interesante con respecto a lo que ya sabía: que los Mendes eran muy adinerados y poderosos en Estambul, que doña Gracia era, por así decirlo, la matriarca del clan, que José Nasi tenía gran influencia en la corte del sultán y sus visires, que habían sido nombrados duques de Naxos, que manejaban una flota de barcos, un ejército y una inmensa servidumbre…
—¿No has vuelto a verlos? —le pregunté.
—No. Aunque he intentado en muchas ocasiones ponerme en contacto con ellos para pedirles ayuda en estos tiempos difíciles. Les mandé cartas y recados con los mercaderes que envían constantemente a Venecia, pero me ignoraron. ¡Son unos egoístas desconsiderados! ¡Malditos sean!
—Entonces poco puedes ayudarme —repuse—. A mí lo que me interesa es saber cosas de la vida de los Mendes en Constantinopla, pues deseo hacer negocios con ellos. Ese dinero que te ha entregado Mandel ha sido en balde. Lo que me has contado ya lo sabía yo.
El hombre enrojeció de rabia y abrió cuanto pudo sus indignados ojos de búho.
—¡No soy un asqueroso mendigo! —me gritó con suficiencia—. Has de saber que me he pasado la vida comerciando en Lisboa, Inglaterra, Aquisgrán, Amberes y aquí, en Venecia. Conozco el mundo como la palma de mi mano. ¡No me trates como a un sinvergüenza!
—Bien, no te ofendas, amigo —le rogó Mandel—. Simplemente di todo lo que sabes. Este extranjero necesita conocer hasta el último detalle que sepas de las vidas de tus antiguos señores. Continúa pues con tu relato sin ocultar nada.
Prosiguió el hebreo su relato. Al contrario de lo que en principio supuse, aquel hombre sabía mucho acerca de los Mendes. Aunque ya no trabajaba para ellos, parecía que toda su vida giraba en torno a sus antiguos amos. La extraña mezcla de odio y admiración que sentía hacia ellos le había llevado a estar constantemente indagando cosas sobre sus negocios, movimientos e intenciones.
—Cuando doña Gracia llegó a Constantinopla —me contó—, fue recibida cual si llegara una reina con toda su corte. La gente se echó a las calles y corrió al puerto para ver la arribada de los Mendes, que navegaban en una imponente galeaza veneciana, seguida por una veintena de embarcaciones cargadas hasta los topes. Tanta era la riqueza que llevaban consigo, que pudieron comprarse muy pronto un gran palacio en Gálata. Aunque poco después se mudaron a Ortaköy, donde viven los más altos magnates judíos de Constantinopla y gozan allí de una espléndida vista sobre el Bósforo.
—¿Y qué vida hacen? —quise saber—. ¿Con quién se relacionan?
—¡Oh, son allí muy poderosos! Mucho más de lo que fueron en Lisboa, Amberes o Venecia. Cuentan que doña Gracia vive rodeada de un enjambre de criadas y que su sobrino y yerno, José Nasi, suele salir a recorrer la ribera y las calles montando en su caballo, con gran pompa y boato, seguido por su guardia elegantemente ataviada. Ya te digo: ¡como si fuera un príncipe!
—¿Qué edad tiene ahora José Nasi?
—Está en la flor de la vida. Ha de tener poco más de cuarenta años.
—¿Y doña Gracia?
—Es ya una mujer madura. Tendrá cerca de setenta. Ambos, tía y sobrino, han conocido mundo. De eso soy testigo. Trataron íntimamente a la reina regente de Flandes, al rey Francisco I de Francia y al mismísimo emperador Carlos. José Nasi fue compañero de juegos del que ahora es emperador, Maximiliano de Habsburgo.
—¡Es increíble! —exclamé—. ¡Y eso, siendo judíos!
—Sí. Pero no debes olvidar qué siempre fueron tenidos por cristianos. José fue hecho incluso caballero.
—¿Y cómo podré acceder a ellos? Siendo tan poderosos allí como dices, ¿no me resultará difícil acercarme?
—No, si eres hábil negociador. Y tú, según veo, eres hombre distinguido que conoces lenguas y mundo. Pareces rico, y debes de serlo, pues, si no, no habrías podido pagarme ciento cincuenta ducados por estas informaciones.
—¿Qué he de hacer? ¿A quién he de acudir para hacer negocios con los Mendes?
—Tres caballeros acompañan siempre a José Nasi: Abraham, Samuel y el tercero, Salomón Usque, que es el principal de ellos, el ojo derecho de Nasi. De él se dice que fue gobernador de Segovia siendo marrano y que siguió a los Mendes en su huida de España. Pero hay un cuarto hombre que te resultará más accesible: Yosef Cohén, conocido también como Cohén Pomar, el cual es el primer secretario y amanuense de la familia. Él se encarga de los negocios y transacciones, de contratar los barcos, comprar los esclavos y hacer todos los pagos.
—Anotaré estas cosas —dije—. No quiero olvidar ningún detalle.
—Aquí tienes papel, cálamo y tinta —me ofreció Mandel.
—Ahora háblame de doña Gracia —le pedí—. Pues, siendo la matriarca, ha de ser la de mayor autoridad. ¿O no?
—Tienes razón, amigo. Cierto es que José Nasi hace y deshace en los negocios. Pero doña Gracia tiene siempre la última palabra, por ser la dueña de la fortuna. Es una mujer muy inteligente; mucho más que el sobrino, ¡que ya es decir! Goza ella de gran determinación y autoridad, quizá por haber tenido que luchar tanto en la vida. Si le caes en gracia, te amará y te cubrirá de dones. Pero, si no le entras por el ojo, cuídate de ella. A mí no me perdonó que no les obedeciera y, ya ves, por ser fiel a mi libertad antes que a ellos, me veo de esta manera. ¡Desagradecidos!
Aquel hombre me contó muchas más cosas de los Mendes. Conocía detalles sumamente interesantes sobre sus amistades, costumbres y gustos. Me describió su fortuna y posesiones, el número de barcos que tenían, los almacenes, lonjas y establecimientos de todo tipo. Yo anotaba las informaciones que me parecían más destacables y constantemente le iba preguntando sobre esto o aquello.
—Creo que es suficiente —dije, cuando me di cuenta de que ya no sacaría nada más del interrogatorio—. Con todo esto que ahora sé, podré iniciar mis negocios.
—No encontrarás mejor lana en Constantinopla ni en ninguna otra parte que la que venden los Mendes —me aseguró el confidente, convencido de que lo que me interesaban eran sólo las mercancías—. Pero te aconsejo que no trates de engañarles o no volverás a tener ocasión de hacer tratos con ellos. Así son; ya te lo he dicho.
—Bien, lo tendré en cuenta.
—Te deseo suerte. Y te ruego que, si encuentras el momento oportuno, le entregues esta carta a doña Gracia —dijo, poniendo en mi mano un diminuto rollo.
—¿Vas a intentarlo una vez más, amigo? —le pregunté—. ¿Aún confías en su ayuda?
—Sí. Debo velar por los míos, aunque tenga que tragarme el orgullo. Aquí en Venecia pronto no habrá sitio para nadie.
—¡No exageremos! —exclamó Mandel.
—El tiempo me dará la razón —contestó él—. Ya soy viejo y estos ojos míos han visto mucho. Se aproximan épocas peores a éstas. Os aconsejo, amigos, que vayáis a poner vuestra casa y negocios en los dominios del Gran Turco. No pasará demasiado tiempo antes de que los agarenos sean los amos del mundo.
—Alá te oiga —sentencié, para disimular—. Ése sería el mayor beneficio para todos.
Con estas últimas y falsas palabras resonando en mi mente, me despedí. Partí de allí inquieto, sumido en pensamientos sombríos. No quise que Simión Mandel me acompañara, pues necesitaba entrar en alguna iglesia para orar.
Anduve perdido por un laberinto de callejuelas durante un breve espacio de tiempo y, repentinamente, apareció ante mí Barelli cerrándome el paso.
—¿De dónde vienes? —inquirió ansioso.
—Luego te lo contaré —contesté apartándole a un lado—. Ahora quiero rezar.
—¿Rezar? —exclamó—. ¿Has estado reunido con infieles y ahora quieres rezar?
—¿Me has seguido? ¿Estás loco? ¿No te das cuenta de que puedes estropearlo todo con esa actitud?
—¡Vete a la mierda! —me espetó, y desapareció impetuosamente de mi vista.
«¡Dios, qué cruz!», pensé.
Estuve orando en una bella iglesia dedicada a santa Lucia y logré tranquilizarme, a pesar de todo lo que llevaba en la cabeza y de este último encuentro tan desagradable.
Para colmo, cuando llegué a la fonda de Ai Morí encontré a Hipacio completamente borracho sesteando sobre una alfombra a la vista de todo el mundo.
—¡Se acabó el dinero! —le grité—. A partir de ahora no se te pagará.
—¡Qué susto! —exclamó. Y siguió durmiendo.
Llamé a los criados y mandé que le llevaran a la cama. También prohibí que se le volviera a dar vino.
Barelli aún no había regresado. Anocheció pronto, como era costumbre allí. Me acosté. Tardé en conciliar el sueño merced a las preocupaciones, pero finalmente me quedé profundamente dormido.
Una fuerte presión en la garganta me despertó en mitad de la noche. Todo estaba muy oscuro. Me aterroricé y permanecí muy quieto, tratando de pensar en lo que debía hacer, pues supuse que alguien había entrado aprovechando la oscuridad. Pero entonces supe que quien me atacaba era Barelli, pues me gritó:
—¿Qué diablos te traes con esos judíos? ¡No me fío de ti!
—¿Te has vuelto loco, hermano? —contesté, mientras trataba de zafarme de sus fuertes manos—. ¡Suéltame!
Forcejeamos y rodamos por el suelo. Él era mucho más robusto que yo y me cortaba la respiración haciendo una potente presa con sus brazos alrededor de mi cuerpo. Noté el fuerte olor a vino en su aliento y su cuerpo sudoroso.
—¿Es que hoy le ha dado a todo el mundo por beber? —dije—. ¡Por los clavos de Cristo, suéltame de una vez!
Aflojó la presión y pude escapar, yendo a ocultarme en un rincón. Él se revolvía y bufaba.
—Eres un traidor —decía entre dientes, rabioso—. No me fío de ti…
A rastras, alcancé la puerta y logré salir. Tomé uno de los faroles del pasillo y regresé a la alcoba con luz. Él estaba inmóvil, con el pecho agitado por la violenta respiración.
—¿Qué suerte de locura es ésta, Barelli? —le espeté—. ¿Eres acaso un muchacho loco? ¿Ahora vas a desconfiar de mí? ¿Para esto fuimos a prestar juramento a Su Majestad?
Me pareció percibir que se avergonzaba.
—No voy a permitir esto —añadí—. Desde ahora tú iras por tu camino y yo por el mío. No voy a consentir que eches a perder la misión con estos desquicios.
Él aflojó su actitud. Y al momento se deshizo en lágrimas. Se arrojó de rodillas delante de mí y me entregó su espada.
—¡Mátame! —sollozó—. ¡Mátame antes de que lo estropee todo! ¡Me siento tan inútil! ¡Qué vergüenza!
—Bast —le rogué—. Dejemos esto y durmamos. ¡Estás borracho! Mañana ambos veremos las cosas con más claridad.