—Maestro Pero —le pidió el prior—, muestre vuestra merced a estos caballeros sus más célebres trabajos.
—Con sumo gusto —respondió él con solicitud—. Tengan vuacedes la bondad de acompañarme.
Fuimos atravesando unos largos corredores y después un bellísimo claustro donde rumoreaban las fuentes y crecían los limoneros. Por el camino, el prior nos explicó que no se requería ser fraile para trabajar en los talleres del monasterio. De hecho, el maestro Pero era laico con mujer e hijos. Esto favorecía la continuidad del oficio; pues, aunque siempre hubo monjes en la bordaduría, la presencia de aprendices que heredaban las habilidades de sus padres y abuelos garantizaba la transmisión y el perfeccionamiento de las técnicas.
Ya en la sacristía, aquel menudo hombre tiró de uno de los pesados cajones de una inmensa cómoda. Y con sumo cuidado extrajo los envoltorios de telas que contenían los preciados ornamentos.
—Vean —explicó el prior—. Éste es el llamado «Terno Rico», obra del maestro Pero.
Asombrados, contemplábamos los suntuosos brocados y los faldones, bocamangas y capillos de las dalmáticas, así como las cenefas de las casullas.
—¡Maravilloso! —exclamó el comendador—. ¡Verdaderamente sublime! ¿Cuánto tardó vuestra merced en aprender el oficio, maestro Pero?
—¡Oh, toda mi vida! —contestó él—. Apenas tendría yo diez años cumplidos cuando ya venía aquí a ver las labores siendo monaguillo. Luego fue fray Gonzalo de Burgos quien me enseñó a dar las primeras puntadas. Y ahora, que ya voy siendo viejo, me va faltando la vista, ¡cuando más la necesito! ¡Ay, quiera Nuestra Señora darme salud!, y poder yo enseñar a los jóvenes que vienen detrás.
Para comenzar a aprender yo lo que necesitaba sobre telas, hube de ponerme bajo la instrucción del maestro Pero. El cual consideró más oportuno que fueran primeramente los sastres quienes me ilustraran acerca de los diversos géneros. De este modo, encomendó a un tal Agos Tinsauzelle que me mostrara cuantos tejidos había en los almacenes del taller, con el fin de indicarme las diferencias entre ellos, sus procedencias, precios y calidades. Este maestro sastre era de origen flamenco. Hombre rubicundo, membrudo y de piel sonrosada, se puso diligentemente a enseñarme.
Aquí empezó mi calvario. Pues nunca pensé que fuera tan enorme y variado el número de telas que podían darse. Inició su lección el extranjero poniendo delante de mis ojos los tejidos más antiguos: el ricomás, delicada tela morisca hecha con sedas e hilos de oro; el viejo tartarí, tan codiciado; el marromaque que ya difícilmente podía encontrarse; el zarzahán, también conocido como «zarzahaní»; las llamadas telas imperiales, que tenían más de cien años, y el riquísimo baldoque, llamado asimismo «balanquín» o «balduquino».
Ya con esto tenía yo suficiente. Porque todas me parecían ser iguales o al menos semejantes. Pero mi desconcierto no había hecho nada más que dar comienzo. Al día siguiente, el maestro Agos se puso a explicarme con denuedo los diversos terciopelos.
—Mucha atención ahora —me decía con su grave acento extranjero—. Pues estas telas son las que se adquieren en esos mercados de Levante. Aquí llegan desde todas las procedencias: de los cercanos telares de Sevilla, Valencia o Toledo; pero también, los más caros y codiciados géneros, desde Venecia, Nápoles y Florencia.
Comenzó el maestro aleccionándome sobre lo que se llamaba la «estofa», que en general comprende las labores de cualquier tejido, sea de seda o lana, con figuras incorporadas de suyo desde el telar. De entre ellas, destacan los terciopelos, originarios de Oriente y conocidos ya desde muy antiguo.
—¿Ves? —me explicaba el belga extendiendo varias de esas telas ante mí—. Éste es el más llano terciopelo, se trata de una estofa de pelo corto. Pero también está esta otra, la felpa, cuyo pelo es largo. Allá en Venecia y en toda Italia a este género se le llama
velluto
, es decir, velludo, por el vello… ¿Comprendes?
Eso parecía ser sencillo. Mas la cosa se complicaba cuando el velludo era «labrado», «cortado» o en «brocado», según los dibujos, el fondo o la urdimbre, o si tenían o no oro, seda u otros elementos.
Al tercer día llegó el turno de los rasos, tafetanes y cendales. La cuarta jornada versó sobre los tisús, en los que, por esa suerte de capricho de los tejedores, todo el dibujo anverso pasa al reverso. Y contábase ya cinco días de lecciones, a cual más complicada, cuando todo empeoró a cuenta de los diversos brocados, que son esas sedas combinadas con hilos u hojuelas de oro y plata. En algunos de ellos, la urdimbre forma ciertos salientes a modo de pequeñas anillas que los entendidos han venido a llamar «oro anillado» y «plata anillada», según el metal noble de la hilatura. Pero está asimismo el brocatel, que es la estofa con anverso y reverso que tiene dos tramos y dos urdimbres, ya sean de algodón o lana.
Al sexto día mi cabeza estaba hecha tal lío que de nada sirvió que el maestro Agos se afanara mostrándome las diferencias entre los codiciados damascos, las débiles y transparentes gasas y el afamado gro, ese raro tafetán que se hace tanto en Nápoles como en Francia.
—¡Basta! —exclamé desesperado—. ¡No puedo más!
—Pero… —observó él—. No podemos dejarlo, cuando apenas nos queda un día para completar la semana…
—¡No, no, no puedo! ¡Es humanamente imposible aprenderse todo esto en tan poco tiempo!
—Cierto es —asintió él—. Mas… ¿qué podemos hacer? Aún nos queda explicar los adornos y aderezos a base de hilos, mostacillas, lentejuelas, canutillos, esmaltes, broches flecos, perlas, piedras preciosas…
—¿Qué? ¡Oh, Santo Dios! —suspiré completamente agobiado—. ¡Si no me acuerdo ya de nada del principio!
—Pues habrá que volver a empezar —dijo él, sin inmutarse.
—Nada de eso —repliqué—. Me doy por vencido. Lo he intentado y veo que soy incapaz. Hemos de hablar ahora mismo con frey Francisco de Toledo. Él comprenderá que, dada la complejidad de este menester, no se pueda aprender en tan poco tiempo.
Cuando le expliqué al comendador el problema, al principio se negaba a admitir mis razones. Pero, una vez que el maestro Tinsauzelle se dedicó con toda paciencia a hacerle ver que lo que pretendíamos era absurdo, frey Francisco se quedó muy pensativo, y en su rostro se gravó un vivo gesto de perplejidad.
—¡Qué desastre! —suspiró—. No pensé que fuera tan difícil…
—Excelencia —le rogué—, créame, ¡por el amor de Dios! ¡Lo he intentado con todas mis ganas!
—Es una gran contrariedad —observó—. Precisamente ahora, ¡con el poco tiempo que tenemos! Mañana domingo, después de la misa del alba hemos de partir para Madrid. ¿Cómo les explicamos a los secretarios de Su Majestad que no hemos cumplido ese requisito?
Estaba presente también el prior del monasterio; el cual, al ver al comendador tan preocupado, intervino:
—¿Tan importante es que frey Monroy sepa de telas? ¿Por qué precisamente de telas?
—Es un asunto muy reservado —contestó el comendador—. Sólo puedo decir que es imprescindible tal requisito. Insistieron sobremanera en ello.
—Nadie puede aprender en apenas siete días un oficio que requiere tanta pericia —repuso el prior—. Los secretarios del rey comprenderán que no se debe pedir lo imposible a los servidores de Su Majestad.
—Sí —replicó frey Francisco—. Pero el caso es que su misión debe seguir adelante…
—Pues búsquese una mejor solución —propuso el prior—. No es mi intención inmiscuirme en tan graves asuntos de Estado, pero se me ocurre que se podrá hallar otra persona entendida en telas que sea capaz de realizar el cometido de la misión.
—¡Oh, no, no, de ninguna manera! —negó enérgicamente el comendador—. Ha de ser un miembro de la Orden de Alcántara, y nadie como él reúne las demás condiciones…
Dicho esto, frey Francisco se quedó durante un momento sumido en sus cavilaciones. Pasado el cual, dando un respingo, exclamó:
—¡Vive Dios! ¡Ya está! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? —Y dirigiéndose al prior, inquirió—: ¿Quién es el que más sabe de telas en el monasterio?
—El maestro Pero López, sin duda —respondió el prior.
—Pues ya tengo la solución —dijo rotundo frey Francisco—. El maestro vendrá con nosotros a Madrid y les propondremos a los secretarios reales que acompañe a frey Monroy para asesorarle en lo que precise su misión.
—Pero… —replicó el prior—. ¡Eso no puede ser! El maestro Pero es débil, enfermizo y corto de vista. No tiene edad para emprender un viaje como ése.
—Pues entonces será el maestro Agos Tinsauzelle el que irá con nosotros —repuso el comendador—. Es más joven y también sabe del oficio.
—¡Oh, tampoco! —negó el prior—. Es aquí sumamente necesario. Nadie como él puede continuar los trabajos de la sastrería.
—¡No se hable más! —sentenció frey Francisco—. Es cosa de sumo interés para la causa del Rey Católico. Ha de ir con nosotros a Madrid. No veo otra solución posible.
—Un momento, un momento, no nos precipitemos —rogó soliviantado el prior—. Hemos de pensar en lo que ha de ser más conveniente… —Meditó durante un instante en el que todos estuvimos pendientes de él—. Se me ocurre que… —dijo mirando a Tinsauzelle—. Maestro, ¿quién es vuestro subalterno más inmediato en la sastrería?
—Hipacio Ramírez, ¿quién sino? —respondió el maestro sin pensárselo demasiado.
—Hipacio, claro, el maestro Hipacio —asintió el prior.
—¿Sabe suficientemente de telas ese Hipacio? ¿Podrá ser útil? —inquirió con impaciencia el comendador.
—Oh, naturalmente —contestó el flamenco—. Pero…
—¿Pero qué? —le preguntó el prior.
—Bueno, ya sabe vuestra paternidad… —respondió Tinsauzelle—. El maestro Hipacio…
—Diga, diga vuaced —le apremió el comendador—. ¿Qué le sucede?
—¡Nada, nada le sucede! —terció el prior impetuosamente—. Digamos que de vez en cuando se priva un poco.
—¿Se priva? ¿Qué quiere decir vuestra paternidad? —preguntó frey Francisco.
—En fin, le gusta el vino —reveló apurado el prior.
—¡Oh, eso no importa! —exclamó sonriente el comendador'—. ¿A quién no le gusta el vino?
—Le gusta demasiado —añadió el belga.
—No importa, eso no importa… —repuso el prior, deseoso de resolver la cuestión cuanto antes—. Si sabe lo suficiente sobre el menester que precisamos, nada importa que le guste el vino. ¡Ande, maestro, vaya vuestra merced a por Hipacio y tráigalo acá inmediatamente!
No tardó Tinsauzelle en acudir acompañado por su ayudante. Hipacio Ramírez era un hombre gordezuelo, de mediana estatura, pelo rojizo y rostro salpicado de pecas. Sonreía con cierta apariencia bobalicona, pero en sus ojos brillaba el asomo de un fondo inteligente, esa especie de chispa que posee la gente perspicaz y algo irónica.
—Maestro Ramírez —le dijo el prior nada más verle entrar—, mañana emprenderá vuaced un largo viaje con estos caballeros. No se demore y vaya a preparar lo que sea necesario.
—¿Yo? —contestó el sastre, frunciendo el ceño y mudando la inicial sonrisa en una mueca de contrariedad—. ¿Adónde he de ir?
—¡A donde sea menester! —fe dijo displicente el superior del monasterio—. No es cosa de dar explicaciones ahora. Se necesita de vuaced y basta. En un momento se le dirá lo que debe hacer.
—Pero bueno… —replicó él—. ¡Habrase visto! Yo soy un hombre libre y no un monje sometido a obediencia. A mí se me explican las cosas y luego decido…
—Es un trabajo —intervino el comendador dulcificando el tono—, un servicio a Su Majestad que ha de reportaros cuantiosos estipendios.
—¡Ah! —exclamó Hipacio—. En ese caso… ¿Cómo de cuantiosos serán esos estipendios? Sepa vuestra señoría que aquí gano cinco ducados al mes y el sustento, que no es poco.
—Hablamos tal vez de cien ducados para el viaje y una gratificación de quinientos, cuando sea cumplido el servicio —le dijo frey Francisco.
—¿Tanto? —exclamó Tinsauzelle, abriendo unos enormes, azules y espantados ojos—. ¡Yo iré a ese viaje!
—¡Oh, no, por el amor de Dios! —rugió el prior—. ¡Irá el sastre Ramírez y no se hable más! ¡No compliquemos la cosa!
—¡Hecho! —asintió Hipacio, loco de contento—. Es justo lo que necesitaba: ¡un viaje! ¡Gracias, Santa María!
—Pues corra vuaced a preparar el hato —le apremió frey Francisco—, que partiremos mañana a primera hora del día.
Salió a todo correr de la estancia el maestro Ramírez y quedamos los demás allí, mirándonos las caras.
—¿Podemos fiarnos plenamente de ese hombre? —le preguntó el comendador al belga.
—Humm… —respondió él.
—Ramírez no ha de crearos complicaciones —salió al paso el superior—. Se ha criado aquí, en el monasterio. No es hombre de mundo; sólo conoce estos muros y la villa de Guadalupe. Es dócil, sumiso, inteligente… Y, lo mejor de todo, sabe a la perfección su oficio. Conoce las telas como el mejor de los sastres. ¿Qué más se le puede pedir? Vayan tranquilas vuestras mercedes, que no se arrepentirán.
Hízose el viaje sin mayor contratiempo que una tormenta septembrina que nos apedreó con granizo y luego nos dejó caer encima un frío aguacero. Pero pudimos secarnos las ropas al amor de la lumbre en unas ventas de mucha fama que hay en Torrijos, las cuales estaban abarrotadas de soldados, peregrinos y estudiantes, que a esas alturas del estío iban a sus asuntos o venían ya de regreso. Desde allí hasta Madrid se cuentan dos jornadas de camino a buen paso, por una transitada carretera donde te cruzas con interminables recuas de muías y un sinfín de carretas y carretones que discurren en filas muy ordenadas, en busca de los mercados del Sur.
Cabalgaba el comendador delante, como era su costumbre, silencioso y sumido en sus cavilaciones. Detrás de él iba yo, procurando que Hipacio no me arrastrase a la conversación, por aquello de aprovechar el viaje para reflexionar y orar, según mandaba la Regla. Pero el sastre, que era muy aficionado a la plática, no se conformaba yendo con la boca cerrada y de vez en cuando se ponía a cantar unas coplas la mar de graciosas que me sacaban de la meditación y me movían a risa:
La bella mal maridada
de las lindas que yo vi
.
Acuérdate cuan amada
,
señora, fuiste de mí
…
—¡Se quiere callar vuestra merced de una vez! —le espetó el comendador—. ¡Basta de tonterías!
—Vaya genio tiene —murmuraba Hipacio, sin alterarse—. Sólo pretendía alegrar el camino…