No hacía mucho, un día que estaba tumbado aprendiéndome mi texto para la obra, se me ocurrió pedirle que me preparara un poco de té y tostadas. Al poco rato le seguí a la cocina y vi que había cortado la bolsita de té con unas tijeras y la había vaciado en la taza. Sostenía un pedazo de pan en la mano como si fuera un raro objeto hallado en una excavación arqueológica. Las mujeres siempre le habían cuidado y él no había hecho más que aprovecharse. En aquel entonces le despreciaba por ello y hasta empezaba a preguntarme si la admiración que había sentido por él cuando niño sería inmerecida. ¿Qué sabía hacer? ¿Qué virtudes tenía? ¿Por qué había tratado a mamá de aquel modo? Ya no quería ser como él. Estaba furioso. En cierto modo, me había decepcionado.
—Ven acá, cara tristona —me dijo—. ¿Cómo va el espectáculo?
—Bien.
Ya estábamos otra vez.
—Bueno, pero tienes que procurar que no te dejen de lado. ¡Escúchame bien! Diles que o te dan el papel de protagonista o nada de nada. ¡Ahora que ya habías alcanzado la cúspide en el mundo del teatro con tu papel de Mowgli como protagonista no puedes echarte atrás! Al fin y al cabo, eres el fruto de mi primera semilla, ¿o no?
Le imité.
—Fruto de mi primera semilla, fruto de mi primera semilla… ¿Por qué no dejas de decir burradas, joder? —le solté, y me marché.
Me dirigí al Nashville, que a esas horas del día era un lugar apacible. Pedí un par de jarras de Ruddles y una bolsita de patatas fritas con sabor a pollo y me quedé allí sentado pensando por qué los pubs tenían que ser así, tan tristes, con su madera oscura unos armatostes incómodos por muebles y una iluminación tan pobre que apenas se conseguía distinguir algo a cinco metros de distancia en aquel aire tan viciado. Pensé en Eleanor y me entraron ganas de llorar, pero sabía que si permanecía en el pub el tiempo suficiente se me pasarían. Era evidente que Eleanor no quería hablar de su ex, tanto si se había matado de una manera espantosa como si no. Por lo menos, nunca me lo había mencionado. En realidad me había excluido de una parte muy importante de su vida y eso me hacía dudar de la sinceridad de su afecto por mí.
En esta vida me ocurrían cosas muy curiosas, el terreno se resquebrajaba bajo mis pies. La cena, por ejemplo. Miré el pedacito de papel en el que Pyke había anotado su dirección. La palabra «cena» me desconcertaba y me exasperaba al mismo tiempo. Estos londinenses nunca llamaban a las cosas por su nombre. La cena era el almuerzo, el té la cena, el desayuno un almuerzo temprano y el postre pudin.
Hablaría con mis amigos. Me ayudaría a aclararme las ideas. Sin embargo, cuando comenté a Eva lo de la invitación de Pyke (sin decir nada del «regalo») no supo advertir mis temores y confusiones. Es más, pensó que era una oportunidad magnífica. Sabiendo como sabía lo muy encumbrado que estaba Pyke, me miró con admiración, como si acabara de ganar un trofeo de natación.
—Dentro de unas semanas, podrías invitar a Matthew a casa —fue su respuesta.
Así que llamé a Jamila. Ella tendría otra visión del asunto. Empezaba a darme cuenta de lo mucho que me asustaba Jamila, su «sexualidad», como llamaban entonces a follar, la fuerza de sus sentimientos y la firmeza de sus opiniones. El entusiasmo no era precisamente moneda corriente en el sur de Londres.
—¿Y bien? —le pregunté—. ¿Qué opinas?
—Oh, no sé, Dulzura. Siempre acabas haciendo lo que te da la gana. No escuchas a nadie. Pero yo, en tu lugar, no iría. Tengo la sensación de que esa gente te está nublando la vista. Te estás apartando del mundo real.
—¿De qué mundo real? Pero si el mundo real no existe, ¿no?
—¡Claro que existe! —dijo, sin perder la paciencia—. Es el mundo de la gente corriente y la mierda que tienen que afrontar todos los días: el paro, cuchitriles por viviendas, el aburrimiento. Dentro de poco ya ni siquiera vas a reconocer cuáles son las cuestiones realmente fundamentales.
—Pero Jammie, es que esa gente es importante de verdad. —Y entonces cometí una tremenda equivocación—. ¿No sientes curiosidad por saber cómo viven los ricos que han triunfado en la vida?
Jamila bufó y se echó a reír a carcajadas.
—Me temo que la decoración del hogar me interesa menos que a ti, cariño. Y, sinceramente, no me apetece acercarme a esa gente. Pero, vamos a ver, ¿cuándo vas a pasar por casa? Tengo un
dal
picante como un demonio muerto de risa. No permito que nadie lo toque, ni Changez… lo guardo para ti, antiguo amante mío.
—Gracias, Jammie —le dije.
El viernes por la noche, después de haber terminado los ensayos de la semana, Pyke nos abrazó a Eleanor y a mí cuando ya íbamos a marcharnos, nos dio un beso y nos dijo:
—Hasta mañana, ¿eh?
—Sí —dije—. Hasta mañana.
—Nos hace mucha ilusión —dijo.
—A mí también —repuse.
«Sensacional», pensé al ver el reflejo de mi cara en la ventanilla opuesta de ese vagón de tren de la línea Bakerloo. Un pequeño dios. Mis pies bailoteaban y los dedos de las manos tamborileaban al ritmo de una música imaginaria —The Velvettes, «He was Really Saying Something»— mientras el metro cruzaba a toda velocidad las entrañas de mi ciudad favorita, de mi patio de recreo, de mi casa. Mi chica canturreaba también. Acabábamos de cambiar en Piccadilly y nos dirigíamos al noroeste, a Brainyville, Londres, que a mí se me antojaba un lugar tan remoto como Marsella. ¿Por qué había tenido que ir primero a St John's Wood? Tenía todo el aspecto de estar sano y en forma, seguramente gracias a las verduras. Las flexiones y los ejercicios de musculación de tórax que Eva me había recomendado hacer me estaban ayudando a estilizar el cuerpo y a ganar seguridad. Me había ido a cortar el pelo al Sassoon de Sloane Street y me acababa de espolvorear de talco los huevos, que estaban tan perfumados y apetecibles como unos dulces turcos. Sin embargo, la ropa me quedaba demasiado grande, como siempre, sobre todo porque llevaba una de las chaquetas azul marino de papá con una de sus corbatas de Bond Street encima de una camiseta de Ronettes, sin cuello, naturalmente, y un jersey rosa de Eva encima de todo el conjunto. Estaba nervioso y un tanto tembloroso también, tengo que reconocerlo, y es que, hacía apenas una hora, Heater me había amenazado con un cuchillo de trinchar en el piso de Eleanor y me había advertido: «¡Vas a cuidar de esta mujer, ¿eh? Si algo le ocurriera, ¡te mato!»
Eleanor estaba sentada a mi lado vestida con un traje negro y una camisa de cuello cisne de seda de un rojo oscuro. Se había recogido el pelo, pero un par de rizos colgaban sueltos, como si estuvieran así a posta para que los ensartara con el dedo.
—Nunca te había visto tan guapa —le dije.
Y era verdad. No podía dejar de besarla y habría querido pasarme el día entero abrazado a ella, acariciándola, haciéndole cosquillas, jugando con ella.
Nos dirigimos a la mansión entre contentos y nerviosos. La casa que Pyke compartía con Marlene tenía que ser un edificio de cuatro plantas situado en una calle tranquila, con un jardín recién regado, gran cantidad de flores y un par de deportivos aparcados frente a la puerta, uno negro y otro azul. Luego estaba ese semisótano tan revelador en el que vivía el aya que cuidaba del hijo de trece años de Pyke, fruto de su primer matrimonio.
Terry, que investigaba los delitos de los ricos burgueses con el tesón de un Maigret con inclinaciones políticas, me había informado con todo lujo de detalles. Después de que la tan esperada llamada se produjera, había encontrado trabajo. Tenía el papel de sargento de policía en una obra ambientada en una comisaría. Desde un punto de vista ideológico no dejaba de ser una situación embarazosa, sobre todo teniendo en cuenta que siempre había tachado a la policía de ser el instrumento fascista y represor de la clase dominante. Y, sin embargo, en su papel de agente del orden estaba ganando dinero a montones, mucho más que yo o que cualquier otro miembro de la comuna en la que vivía y, además, le reconocían por la calle sin cesar. Últimamente incluso le pedían que inaugurara fuegos artificiales, que formara parte del jurado en eventos teatrales y hasta le invitaban como celebridad a algunos programas concurso. Ir por la calle con él era como pasearse con Charlie: la gente le llamaba, se volvía y se le quedaba mirando del mismo modo, sólo que a Terry sus admiradores no le conocían como Terry Tapley, sino como sargento Monty. La ironía de la situación hacía que el sargento Monty hablara con especial virulencia de Pyke, la persona que le había negado el único trabajo que había deseado de veras.
Hacía relativamente poco, Terry me había llevado a un mitin político y, de vuelta al pub, una chica se había puesto a hablar de la vida después de la revolución. «¡La gente leerá a Shakespeare en el autobús y aprenderá a tocar el clarinete!», exclamó con entusiasmo. Aquel compromiso político y aquella fe me dejaron impresionado y me entraron ganas de hacer algo por mí mismo. Sin embargo, Terry seguía pensando que todavía no estaba preparado, así que me asignó una tarea bastante fácil para empezar.
—Podrías vigilar a Pyke por nosotros —me pidió—. Como te llevas tan bien con él… Esa clase de tipos van la mar de bien cuando se necesita dinero. Un día de éstos quizá puedas hacer algo por nosotros en ese sentido. Ya te avisaremos. Por el momento, limítate a mantener los ojos bien abiertos, a ver si encuentras algo que nos pueda servir el día en que necesitemos su adhesión política. Así, para ayudarnos más a corto plazo, podrías hacerte amigo de su hijo.
—¿De su hijo? De acuerdo, sargento Monty.
Alzó la mano como si fuera a abofetearme.
—No me llames así. Y pregunta al chico… delante de todos los invitados, por supuesto, a qué escuela va, y si no se trata de una de las más caras y más selectas de Inglaterra o, fíjate bien, de todo el mundo occidental, ya me puedes llamar Disraeli.
—De acuerdo, sargento Monty… digo, Disraeli. Aunque creo que en eso te equivocas. Pyke es radical.
Terry bufó y soltó una risita burlona.
—No me hables de esos asquerosos radicales. No son más que liberales… según ellos, prácticamente lo peor que se puede ser. Sólo sirven para dar dinero a nuestro partido.
Nos recibió una criada irlandesa de lo más cortés, que luego nos sirvió champán para desaparecer inmediatamente en la cocina —y preparar la «cena», me imagino—. Nos dejó ahí sentados en un sofá de piel hechos un manojo de nervios. Pyke y Marlene se estaban «vistiendo», nos informó.
—Desnudando, es mucho más probable —dije en un murmullo.
Estábamos solos. En la casa se respiraba una tranquilidad aterradora. ¿Dónde coño se habría metido todo el mundo?
—¿No te parece fantástico que Pyke nos haya invitado? —dijo Eleanor—. ¿Tú crees que debemos mantenerlo en secreto? Por lo general, no suele salir con actores y, además, no creo que haya invitado a nadie más de la compañía, ¿no?
—No.
—¿Y por qué a nosotros?
—Porque nos quiere muchísimo.
—Bueno, pues, pase lo que pase, no podemos negarnos el uno al otro la posibilidad de tener nuevas experiencias —dijo con tono altanero, como si mi principal objetivo en la vida fuera hacer todo lo posible por impedir que Eleanor tuviera nuevas experiencias. Me miró como si quisiera meterme un grano de arroz por la punta de la polla.
—¿Qué experiencias? —le pregunté, poniéndome de pie y echando a andar por la habitación.
Eleanor no contestaba y se limitaba a seguir allí sentada, fumando como si nada.
—¿Qué experiencias? —insistí.
Me estaba estropeando la noche y me empezaba a poner nervioso. Al parecer, yo nunca estaba enterado de nada, ni siquiera de los hechos importantes de la vida de mi novia.
—¿Quizá el mismo tipo de experiencia que viviste con tu último novio? Ese al que querías tanto. ¿Te refieres a eso?
—Por favor, no hables de él —me pidió, con un hilo de voz—. Está muerto y enterrado.
—Ese no es motivo para que no hablemos de él.
—Para mí sí —dijo y se puso de pie—. Tengo que ir al lavabo.
—¡Eleanor! —grité entre sollozos por primera vez en mi vida. Y no iba a ser la última—. ¡Eleanor! ¿Por qué no hablamos de todo esto cara a cara?
—¡Pero si tú no sabes lo que es dar! No entiendes a los demás. Mostrarme desnuda de ese modo sería peligroso.
Y Eleanor se marchó y me dejó tal cual.
Miré a mi alrededor. Era un detective de primera. Terry no había sabido apreciar en lo que valía la riqueza que tenía delante. Tendría que tener una charla con él sobre la calidad de sus informadores. Era una casa impresionante, de paredes verdes y rojo oscuro decoradas con retratos modernos —un par de Marlene y una fotografía suya de Bailey— y mobiliario de los sesenta: mesitas bajas con catálogos de Caulfield y Bacon a la vista y los dos volúmenes en edición de lujo de la biografía de Michael Foot escrita por Nye Bevan. Había tres sofás en tonos pastel con un friso indio que decoraba la pared contra la que se apoyaban y una escultura de yeso llena de cordeles y bombillas que parecía un coño enorme. Apoyados contra la pared de enfrente había tres premios de Pyke enmarcados y, encima de la mesa, un par de estatuillas y una copa de cristal tallado que llevaba su nombre. No había carteles ni fotografías de sus montajes anteriores por ninguna parte y, de no haber sido por los premios, a un extraño le habría resultado imposible adivinar su profesión.
Eleanor regresó justo en el instante en que las dos emes bajaban etéreas por la gran escalinata: Matthew con su camiseta y tejanos negros, y Marlene con un aspecto más exótico con su vestidito blanco corto y sin mangas y zapatillas blancas de ballet. Estaba arrebatadora con aquellas sonrisas que prodigaba y delataban una sexualidad turbulenta y descarada. Sin embargo, como muy bien habría dicho mi madre, ya no era precisamente una niña.
La criada irlandesa nos sirvió a los cuatro ensalada de pavo, que comimos acompañada de champán sentados con el plato en el regazo. Yo estaba muerto de hambre y me había saltado el almuerzo a posta para poder disfrutar de la «cena», pero me resultaba muy difícil comer. Marlene y Matthew tampoco parecían especialmente interesados en la comida. Aunque no podía apartar los ojos de la puerta esperando a que llegara más gente, no se presentó nadie más. Pyke me había mentido. Esa noche se mostraba distante y silencioso, como si no se sintiera con fuerzas para prestar atención al espectáculo de la conversación y se limitaba a murmurar tópicos de vez en cuando, como si pretendiera recalcar la banalidad de la velada. Marlene era la que más hablaba y, para alejar lo máximo posible el peligro del silencio, le hice tantas preguntas que al poco rato me sentía ya como un entrevistador de televisión. Fue ella la que nos contó lo de la entrada distinta que había para las prostitutas en la Cámara de los Comunes y, mientras nos terminábamos el pavo, nos entretuvo con la historia del diputado laborista al que le encantaba ver a gallinas morir apuñaladas mientras hacía el amor.