Lloré con rabia, vencida por la autocompasión más destructiva. Apenas podía seguir el sendero con la mirada nublada por las lágrimas, pero aun así me las arreglé para llegar entera a la Dehesa.
Me metí en la cama y cerré los ojos con el deseo de no volver a abrirlos…
A medianoche encendí la luz sobresaltada. Un aroma conocido inundaba mi habitación. No había nadie en mi cuarto… pero el intruso había dejado una prueba de su visita.
Sobre mi almohada reposaba algo.
Era una florecilla de un intenso tono violeta.
Había visto una igual no hacía mucho.
T
emblé de emoción por el mensaje implícito que había en aquella flor: ¡Bosco había vuelto! Y lo mejor de todo: quería que yo lo supiera. Me lo imaginé deslizándose con sigilo por mi habitación con aquella florecilla mientras yo dormía, y ya no pude conciliar el sueño. Había estado a pocos centímetros de mí y su aroma aún flotaba en el aire.
Me costaba tanto creer que Bosco hubiera vuelto y quisiera verme, que, de no ser por aquella prueba violeta, hubiera atribuido su olor a una ilusión de mi recuerdo, demasiado afectado por su ausencia.
Resultó imposible obedecer a esa parte de mí que me exhortaba a que esperara el alba. Saltar de la cama y correr hacia la cabaña del diablo en plena noche no era lo más prudente, pero aun así me convencí de que podía hacerlo sin perderme o lastimarme en el bosque.
Me vestí con ropa de abrigo y bajé las escaleras en tres saltos.
No podía esperar a que amaneciera.
Necesitaba verle.
Al abrir la puerta, un impulso me hizo subir de nuevo y rebuscar en mi equipaje algo que casi había olvidado que tenía. Me lo había dado Paula entre risas antes de irse a California y, aunque en aquel momento habría jurado que jamás saldría de su envoltorio, se lo había agradecido con una sonrisa. Al hacer la maleta, lo había metido con la misma poca convicción con la que ahora lo guardaba en el bolsillo… Pero ¡qué diablos! Hay cosas en las que una chica de hoy en día debe pensar cuando se muere por los huesos de un chico. Y yo estaba perdidamente colada por uno. Y dispuesta como nunca a cometer cualquier locura de amor por él…
Bajé otra vez las escaleras con el mismo ímpetu y una emoción nueva en mi pecho.
La noche era fría y hermosa. Una luna imponente se filtraba a través de los árboles iluminando el bosque con su fulgor plateado.
A pesar de la claridad nocturna, encendí una linterna y enfoqué mis pies. Conocía el camino, pero desconfiaba de mis pasos y de su habilidad para sortear obstáculos.
El viento suspiraba con un rumor apacible entre las ramas de los pinos.
Mientras avanzaba en dirección a la cabaña, recordé las palabras que Berta había pronunciado esa misma tarde. Me había dicho que dejara en paz a Bosco o acabaría arruinando su vida. Ella era la persona de la que él me había hablado. La «valiente» que le proporcionaba cosas de las que el bosque no podía surtirle. Me pregunté si su compañía estaba incluida en «esas cosas» y hasta dónde estaba dispuesta a llegar para protegerle.
Me estremecí al pensar que Berta podía estar detrás del accidente de Paula. ¿Y si aquella había sido su forma de proteger a Bosco de una fisgona? ¿Y si ella, y no Braulio, era la responsable de todos aquellos intentos por asustarme y alejarme de la Dehesa? De ser así, había un error de cálculo en su estrategia, algo que no había podido controlar: mi miedo. Pues en lugar de alejarme de aquel lugar, había atraído a su protegido hacia mí.
Sentí pena por Paula. Berta había intentado matarla… Pero, ¿cómo sabía lo de su alergia? Y, realmente, ¿la creía capaz de una cosa así?
Ya no estaba segura de nada.
Ni siquiera de los sentimientos de Bosco. Tal vez la flor solo había sido su forma de decirme que de nuevo olía mi tristeza… O su manera de despedirse de mí para siempre. Aquella idea hizo que apretara el paso hasta echar a correr.
La visión de la cabaña del diablo, a oscuras, en la quietud de la noche, me hizo recordar algo que hasta el momento no había considerado. Bosco ya no se alojaba en ella. Era imposible que en solo dos días hubiera convertido de nuevo aquel lugar vacío en un hogar habitable.
Me quedé un rato inmóvil junto a la entrada, temblando, esperando en vano alguna señal que confirmara que Bosco estaba dentro.
Silencio.
Sin atreverme a empujar la puerta, bajé la cabeza.
Una alfombra de pétalos lilas reposaba bajo mis pies. Miré al suelo y descubrí un reguero de flores que se adentraba en el bosque. Seguí su rastro con emoción, deseosa de saber hacia dónde conducía.
Confundida con los leves rumores de la noche y el murmullo cercano del río, me pareció escuchar una voz dulcísima entonando una melodía. A medida que avanzaba por el sendero malva, el sonido del agua y la canción se volvieron más audibles.
Tuve que apartar un dosel de madreselva y brezo para acceder al tramo final del camino, donde el río se abría dando forma a un pequeño lago.
Me quedé sin aliento al contemplar una figura imponente y masculina que se bañaba en las gélidas aguas del río. Todo a su alrededor parecía sumido en una profunda calma. Me oculté un instante tras un arbusto para admirar aquella escena.
Suspendida en lo más alto del cielo, la luna blanca y serena se miraba coqueta en la superficie e iluminaba el soto con su dulce claridad. Algunos árboles, inclinados sobre la corriente, humedecían sus ramas desmayadas en las profundas y cristalinas aguas.
Mi ángel tatareaba la misma canción que había tocado para mí aquel día en su guarida. Sentí la piel erizarse bajo mi abrigo y un escalofrío me sacudió por dentro. La brisa era helada y traía consigo un perfume de flores.
Un rayo de plata iluminó su torso musculado.
Con una agilidad sorprendente, Bosco pisó unas rocas musgosas y salió al exterior.
Justo entonces pude contemplar su cuerpo desnudo bajo la luz de la luna. Sentí una confusa mezcla de vergüenza y deseo. Una pátina de gotitas cubría su piel y hacían brillar su silueta. Aun en la penumbra de la noche, pude admirar la perfección de sus formas. Fue solo un instante, porque al momento estaba suspendido en el aire, arqueándose y sumergiéndose en el lago con un salto perfecto.
Después de un rato eterno, volvió a la superficie con una flor en la mano. En aquel momento entendí que aquella variedad violeta solo brotaba en las profundidades del lago.
Se sacudió el agua del pelo y avanzó hacia la orilla con un par de brazadas. El agua le cubría hasta los hombros.
Su sonrisa nívea resplandeció en la oscuridad.
—¿Te gusta?
Su pregunta me sobresaltó. Estaba claro que se dirigía a mí. Era poco probable que hubiera alguien más a esas horas en ese lugar apartado. Salí de mi escondite agradecida de que mi rubor no fuera perceptible entre las sombras de la noche.
—Sí… —respondí sin saber muy bien a qué se refería. ¿Al lugar? ¿A él?—. Este lago es precioso y tú… tú… ¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes bañarte en el río y no morir congelado? ¡Estamos a varios grados bajo cero!
Bosco se encogió de hombros.
—¿Quieres que te acerque tu ropa?
—¿Qué ropa? He salido así de casa.
Le miré perpleja.
—Entonces… te espero allí —dije algo turbada.
—Sigue las miguitas moradas. No quisiera que te perdieras o cayeras en alguna trampa esta noche.
Oí su risa ahogada tras de mí.
Yo también reí en silencio, contagiada de su felicidad.
Esta vez empujé la puerta sin miedo. Imaginé que Bosco la habría vuelto a habilitar con algunas de sus cosas… Sin embargo, mi sorpresa se transformó en fascinación cuando vi la cabaña exactamente igual a como la había dejado una semana atrás. Todo estaba en su lugar, como si nunca se hubieran movido de sitio. Incluso el piano seguía instalado en su rincón.
Sobre la cama, la ropa de Bosco formaba un ovillo. Me lo imaginé desvistiéndose a toda prisa para lanzarse al río. En un gesto instintivo, aspiré el aroma de su jersey hasta quedarme sin aire.
Sentí un escalofrío al descubrir el libro de abejas reposando en el sofá, justo donde yo lo había dejado.
Parecía cosa de magia… O de brujería.
Me estremecí de frío y me acerqué a la chimenea. Prendí varias teas con una cerilla y alimenté el fuego con dos troncos gruesos.
En aquel momento descubrí algo distinto a la última vez. Mi vestido malva me esperaba en una silla. Lo tomé entre mis manos y admiré las puntadas de hilo que lo habían reconstruido. Estaba limpio y cosido. Casi nuevo.
Me desvestí junto al hogar y me lo puse, consciente de que aquello formaba parte de un ritual. No sabía muy bien qué ocurriría, pero estaba segura de que Bosco quería verlo de nuevo en mi cuerpo.
Temblé de excitación.
No pude evitar dar un respingo al sentir el contacto de una manta, cálida y suave, cubriendo mis hombros por detrás. Sentí la respiración pausada de Bosco y su delicioso aroma a mis espaldas.
Al girarme me sorprendió descubrir que ya se había vestido.
Durante un instante, nuestras miradas se abrazaron.
Después me senté en el sofá mientras él preparaba una infusión de hierbas.
—¿Dónde has estado todo este tiempo?
Intenté que mi voz sonara dulce y comprensiva, pero no pude evitar un deje de reproche por lo mucho que le había echado de menos.
—Las misiones de los ángeles son secretas —bromeó él mientras me tendía una taza humeante y se sentaba a mi lado.
—Siento que tuvieras que huir por mi culpa. Solo te he traído problemas —murmuré—. Si no me hubiera caído en aquel hoyo…
—¿Te estás disculpando por caerte en una trampa? —Enarcó una ceja divertido.
—Solo digo que… No debe de haber sido fácil cargar con todo esto por el bosque. —Eché una mirada rápida a nuestro alrededor—. Siento lo de la mudanza y las molestias que te he ocasionado.
—No lo sientas —sonrió divertido—. Fue sencillo.
—¿Sencillo? Ese piano debe de pesar una tonelada.
—Así es.
—Entonces, ¿cómo puedes decir que fue sencillo cargar con él?
—Yo no he dicho que cargara con él.
Lo miré desconcertada.
—Pero hace dos días no estaba ahí. ¡Y tú tampoco! Creí que no volvería a veros —sollocé.
Bosco me dirigió una sonrisa compasiva.
—Clara, desde que te conozco, te he visto varias veces al borde de la muerte. Eres un imán para los problemas. Y tu miedo es un imán para mí. No podría alejarme de ti aunque quisiera… No todavía… mientras estés en peligro.
—Me has salvado la vida. Eres libre —respondí con cierto recelo por ese «todavía»—. Ya has hecho mucho por mí.
—Te equivocas, tú has hecho infinitamente más por mí. ¿Recuerdas cuando te dije que había algo distinto en tu miedo?
—Sí, soy rara hasta para eso.
Bosco tomó mi cara entre sus manos y me obligó a mirarle. La belleza de su rostro me aturdió.
—No hay nada raro en ti ni en tus temores, sino en mí. Tu miedo me provoca cosas distintas porque tú me provocas cosas distintas. Desde tu primera noche en la Dehesa, no he dejado de pensar en ti… Había tanta tristeza en tu miedo, tanta soledad… Conozco bien esos sentimientos. Hace mucho que estoy solo.
Mis mejillas hirvieron entre sus manos.
—Clara, tú has abierto un claro luminoso en mi bosque sombrío. Has despertado mi corazón.
—¿Cuánto tiempo llevaba dormido? —pregunté vacilante.
Sus ojos azules sostuvieron mi mirada antes de contestar.
—Más de cien años.
A
penas podía concentrarme con su angelical rostro a escasos centímetros del mío, pero sus palabras me habían impresionado. ¿Qué había querido decir con «más de cien años»? Solo era una forma poética de expresar la eternidad que había supuesto para él la soledad del bosque… ¿verdad? Sí, eso era.
—Creí que solo tenías diecinueve —dije algo aturdida.
—En realidad, hace cien años que los tengo.
Soltó mi cara y tomó distancia para observar mi reacción.
—Dijiste quinientos, señor Rodrigoalbar —le corregí divertida, recordando la historia que él mismo me había explicado en el cenador la tarde de la huida.
Estaba empezando a acostumbrarme a ese tipo de conversación fantasiosa que tanto parecía fascinarle… Sin embargo, esta vez la expresión de su rostro me pareció muy distinta a la anterior. Su semblante era serio y profundo, y había un halo de tristeza en sus ojos.
—Ese fue mi abuelo…
Respiró hondo y clavó la mirada en el suelo.
—Bueno, a decir verdad, el bisabuelo de mi retatarabuelo.
—Así que Rodrigoalbar fue en realidad el abuelo del abuelo del abuelo de… —Sentí vértigo al tratar siquiera de imaginar aquella línea sucesoria que se remontaba a tantos siglos atrás—. Es poco habitual conocer a un antepasado tan lejano.
Su risa cristalina y natural rompió la tensión del momento.
—¿Poco habitual, Clara? «Imposible» sería la palabra…
—¿Cómo sucedió, entonces?
Aquella revelación no tenía ni pies ni cabeza, pero algo en mi interior me decía que Bosco no mentía. Y yo quería conocer hasta el último detalle de su universo.
—La primera vez que vi a Rodrigoalbar fue en 1898. Yo acababa de cumplir seis años.
Pronunció esas palabras de forma concisa, sin apartar los ojos de mi rostro, tratando de calibrar el efecto que me producían.
Le miré sin comprender.
Notaba mi respiración pesada y me temblaban las rodillas… pero su discurso no era el único responsable de eso. Su proximidad me aturdía casi tanto como sus palabras. Me embobé admirando los destellos dorados que su piel sedosa emitía a la luz de las llamas. Sus ojos azules, enmarcados por una capa espesa de larguísimas pestañas rubias, hacían que todo mi ser temblara cada vez que se posaban en mí. Todo él emanaba un aroma exquisito a bosque y a pino.
Me fijé también en la curva de su mentón, en sus pómulos altos y en el dibujo perfecto que formaban sus labios.
Su belleza no parecía de este mundo.
Parpadeé confusa.
—Yo estaba muy enfermo. Mi madre acababa de morir de difteria… —continuó—. Y mi padre no soportaba la idea de perder también a su único hijo. Así que me dejó en Colmenar, en la hacienda de sus suegros. Mis abuelos estaban muy tristes y se lamentaban de su desgracia por todo el pueblo… Hasta que un día desaparecí.