Authors: Italo Calvino
¿Y doña Viola? Pues ¿no empieza, aquella coqueta, a estarse horas y horas en casa, a asomarse al antepecho en
matinée,
como si fuese una viudita reciente, apenas salida del luto? Cósimo, al no tenerla ya consigo en los árboles, al no oír acercarse el galope del caballo blanco, enloquecía, y su puesto acabó por estar (también para él) ante aquella terraza, vigilando a ella y a los dos tenientes de navío.
Estaba estudiando el modo de jugarles alguna mala pasada a los rivales, que los hiciese regresar lo más rápidamente posible a sus respectivas naves, pero al ver que Viola mostraba el mismo agrado por la corte de uno y de otro, volvió a tener la esperanza de que ella sólo quería jugar con ambos, y al tiempo con él. No por ello disminuyó la vigilancia: al primer signo que hubiera dado ella de preferir a uno de los dos, estaba dispuesto a intervenir.
Una mañana pasa el inglés. Viola está en la ventana. Se sonríen. La marquesa deja caer un billete. El oficial lo agarra al vuelo, lo lee, se inclina, ruborizado, y pica espuelas. ¡Una cita! ¡El inglés era el afortunado! Cósimo se juró a sí mismo no dejarlo llegar tranquilo a la noche.
En eso pasa el napolitano. Viola le lanza un billete también a él. El oficial lo lee, se lo lleva a los labios y lo besa. ¿Así pues se consideraba el elegido? ¿Y el otro, entonces? ¿Contra cuál de los dos tenía que actuar Cósimo? Sin duda, a uno de los dos, doña Viola le había fijado una cita; al otro le habría gastado sólo una broma de las suyas. ¿O quería mofarse de los dos?
Por lo que respecta al lugar de la cita, Cósimo centraba sus sospechas en un quiosco al fondo del parque. Poco antes la marquesa lo había hecho reparar y amueblar, y a Cósimo le roían los celos porque ya no eran los tiempos en que ella cargaba las copas de los árboles con cortinas y divanes: ahora se preocupaba de sitios donde él nunca entraría. «Vigilaré el pabellón —se dijo Cósimo—. Si ha fijado una cita con uno de los dos tenientes, sólo puede ser allí.» Y se instaló en la espesura de un castaño de Indias.
Poco antes de la puesta de sol se oye un galope. Llega el napolitano. «¡Ahora lo provoco!», piensa Cósimo, y con una cerbatana le tira al cuello una bolita de estiércol de ardilla. El oficial se sobresalta, mira a su alrededor. Cósimo se asoma entre las ramas y al asomarse ve al otro lado del seto al teniente inglés que está desmontando de la silla y ata el caballo a un palo. «Entonces es él; quizá el otro pasaba por aquí por casualidad.» Y allá va una cerbatana de ardilla en la nariz.
—
Who's there?
—dice el inglés, y hace un ademán de atravesar el seto, pero se encuentra cara a cara con el colega napolitano, que, tras bajar también del caballo, también dice:
—¿Quién está ahí?
—
I beg your pardon, sir
—dice el inglés—, ¡pero debo invitaros a desalojar inmediatamente este lugar!
—Si estoy aquí es con pleno derecho —tercia el napolitano—, ¡invito a que se vaya vuestra señoría!
—Ningún derecho puede equivaler al mío —replica el inglés—.
I'm sorry,
no os consiento que os quedéis.
—Es una cuestión de honor —dice el otro—, y que dé fe de ello mi linaje: Salvatore de San Cataldo de Santa María Capua Vetere, de la Marina de las Dos Sicilias.
—Sir Osbert Castlefight, ¡tercero de este nombre! —se presenta el inglés—. Es mi honor el que impone que despejéis el campo.
—¡No antes de haberos echado a vos con esta espada! —y la desenvaina.
—Señor, debéis batiros —dice sir Osbert, poniéndose en guardia. Se baten.
—¡Aquí os quería ver, colega, y no desde hoy! —y le atesta una estocada. Y sir Osbert, parando:
—¡Hace tiempo que seguía vuestros movimientos, teniente, y os esperaba para esto!
De fuerza parecida, los dos tenientes de navío se agotaban en asaltos y fintas. Estaban en la cumbre de su fogosidad, cuando:
—¡Deteneos, en nombre del cielo! —En el umbral del pabellón había aparecido doña Viola.
—Marquesa, este hombre... —dijeron los dos tenientes, a una sola voz, bajando las espadas y señalándose recíprocamente.
Y doña Viola:
—¡Mis queridos amigos! ¡Guardad estas espadas, os lo ruego! ¿Es éste el modo de espantar a una dama? Prefería este pabellón como el lugar más silencioso y secreto del parque, ¡y apenas adormecida me despierta vuestro chocar de armas!
—Pero, milady —dijo el inglés—, ¿no había sido invitado aquí por vos?
—Vos estabais aquí para esperarme, señora... —dice el napolitano.
De la garganta de doña Viola se alzó una risita ligera como un volar de alas.
—Ah, sí, sí, os había invitado a vos... o a vos... Oh, qué cabeza la mía... Pues bien, ¿qué esperáis? Entrad, acomodaos, os lo ruego...
—Milady, creía que se trataba de una invitación para mí solo. Me he engañado. Os saludo y os pido licencia.
—Lo mismo quería decir yo, señora, y despedirme.
La marquesa reía:
—Mis buenos amigos... Mis buenos amigos... Soy tan atolondrada... Creía haber invitado a sir Osbert a una hora... y a don Salvatore a otra... No, no, excusadme: a la misma hora, pero en sitios distintos... Oh, no, ¿cómo puede ser?... Pues bien, ya que estáis aquí los dos, ¿por qué no podemos sentarnos y conversar cortésmente?
Los dos tenientes se miraron, luego la miraron a ella.
—¿Hemos de entender, marquesa, que demostrabais complaceros con nuestras atenciones sólo para jugar con ambos?
—¿Por qué, mis buenos amigos? Al contrario, al contrario... Vuestra asiduidad no podía dejarme indiferente... Sois ambos tan agradables... Es ésta mi pena... Si escogiese la elegancia de sir Osbert tendría que perderos a vos, mi apasionado don Salvatore... Y escogiendo el fuego del teniente de San Cataldo, tendría que renunciar a vos, sir. Oh, ¿por qué?..., ¿por qué?
—¿Por qué qué? —preguntaron con una sola voz los dos oficiales.
Y doña Viola, bajando la cabeza:
—¿Por qué no podré ser de ambos al mismo tiempo...?
De lo alto del castaño de Indias se oyó un crujir de ramas. Era Cósimo que ya no conseguía mantenerse en calma.
Pero los dos tenientes de navío estaban demasiado confundidos como para oírlo. Retrocedieron juntos un paso.
—Eso jamás, señora.
La marquesa alzó el hermoso rostro con su sonrisa más radiante:
—Pues bien, seré del primero de vosotros que, como prueba de amor, para complacerme en todo, se declare dispuesto incluso a compartirme con el rival.
—Señora...
—Milady...
Los dos tenientes, después de inclinarse hacia Viola con una seca reverencia de despedida, se volvieron uno frente al otro, se tendieron la mano, se la estrecharon.
—
I was sure you were a gentleman, signor Cataldo
—dijo el inglés.
—Ni yo dudaba de vuestro honor, mister Osberto —dijo el napolitano.
Volvieron la espalda a la marquesa y se dirigieron a los caballos.
—Amigos míos... Por qué tan ofendidos... Tontos... —decía Viola, pero los dos oficiales ya tenían el pie en el estribo.
Era el momento que Cósimo esperaba desde hacía rato, saboreando la venganza que había preparado: ahora los dos iban a recibir una muy dolorosa sorpresa. Aunque, al ver su viril actitud al despedirse de la inmodesta marquesa, Cósimo se sintió repentinamente reconciliado con ellos. ¡Demasiado tarde! ¡A estas alturas el terrible dispositivo de venganza ya no podía eliminarse! En el espacio de un segundo, Cósimo generosamente decidió advertirles:
—¡Alto ahí! —gritó desde el árbol—, ¡no os sentéis en la silla!
Los dos oficiales alzaron vivamente la cabeza.
—
What are you doing up there?
¿Qué hacéis ahí arriba? ¿Cómo os permitís?
Come down!
Detrás de ellos se oyó la risa de doña Viola, una de sus carcajadas susurradas.
Los dos estaban perplejos. Había un tercero, que al parecer había asistido a toda la escena. La situación se complicaba.
—
In any way!
—se dijeron—, ¡nosotros seguimos siendo solidarios!
—¡Por nuestro honor!
—¡Ninguno de los dos consentirá en compartir a milady con quien sea!
—¡Jamás en la vida!
—Pero si uno de vosotros decidiera consentir en ello...
—En ese caso, ¡siempre solidarios! ¡Consentiremos juntos!
—¡De acuerdo! Y ahora, ¡vamos!
Ante este nuevo diálogo, Cósimo se mordió un dedo por la rabia de haber tratado de evitar el cumplimiento de la venganza. «¡Qué se cumpla, pues!», y se retiró entre las frondas. Los dos oficiales saltaban al arzón. «Ahora gritan», pensó Cósimo, y se tapó los oídos. Resonó un doble aullido. Los dos tenientes se habían sentado sobre dos puercoespines escondidos bajo la gualdrapa de las sillas.
—¡Traición! —y saltaron al suelo, con una explosión de saltos y gritos y vueltas sobre sí mismos, y parecía que querían tomarla con la marquesa.
Pero doña Viola, más indignada que ellos, gritó hacia lo alto:
—¡Bicho maligno y monstruoso! —y se lanzó por el tronco del castaño de Indias, desapareciendo tan rápidamente de la vista de los dos oficiales que la creyeron tragada por la tierra.
Entre las ramas, Viola se encontró frente a Cósimo. Se miraban con ojos llameantes, y esta ira les daba una especie de pureza, como arcángeles. Parecían estar a punto de despedazarse, cuando ella:
—¡Oh, querido! —exclamó—. Así, así te quiero: ¡celoso, implacable! —Ya le había echado los brazos al cuello, y se abrazaban, y Cósimo ya no se acordaba de nada.
Ella flotó entre sus brazos, apartó el rostro del suyo, como reflexionando y luego:
—Pero, también ellos dos, cuánto me aman, ¿has visto? Están dispuestos a compartirme entre ellos...
Cósimo pareció lanzarse contra ella, luego trepó por las ramas, mordió las frondas, se golpeó la cabeza contra el tronco:
—¡Son dos gusanooos...!
Viola se había alejado de él con su rostro de estatua.
—Tienes mucho que aprender de ellos, —Se volvió, descendió veloz del árbol.
Los dos cortejantes, olvidando las pasadas contiendas, no habían encontrado otro recurso que el de comenzar con paciencia a buscarse recíprocamente las púas. Doña Viola los interrumpió.
—¡Pronto! ¡Subid a mi carroza!
Desaparecieron detrás del pabellón. La carroza partió. Cósimo, en el castaño de Indias, escondía el rostro entre las manos.
Comenzó una época de tormentos para Cósimo, pero también para los dos ex rivales. Y para Viola, ¿podía llamársele una época de gozo? Yo creo que la marquesa atormentaba a los demás sólo porque quería atormentarse. Los dos nobles oficiales estaban siempre a sus pies, inseparables, bajo las ventanas de Viola, o invitados en su salón, o en largas estadías solos en la posada. Ella los halagaba a ambos y les pedía en competencia siempre nuevas pruebas de amor, a las que cada vez se declaraban dispuestos, y ya no sólo estaban dispuestos a tenerla a medias cada uno, sino a compartirla también con otros, y así, rodando por la pendiente de las concesiones ya no podían detenerse, impulsados los dos por el deseo de conseguir por fin conmoverla de este modo y obtener el mantenimiento de sus promesas, y al mismo tiempo comprometidos por el pacto de solidaridad con el rival, y devorados por los celos y la esperanza de suplantar al otro, y ahora también por la atracción de la oscura degradación en la que se sentían hundir.
A cada nueva promesa arrancada a los oficiales de marina, Viola montaba a caballo e iba a decírselo a Cósimo.
—Oye, ¿sabes que el inglés está dispuesto a esto y a lo otro... Y el napolitano también...? —le gritaba, en cuanto lo veía tétricamente encaramado a un árbol.
Cósimo no contestaba.
—Esto es amor absoluto —insistía ella.
—¡Unos cerdos absolutos, eso es lo que sois! —aullaba Cósimo, y desaparecía.
Este era el cruel modo que ahora tenían de amarse, y ya no encontraban cómo salir de él. La nave almirante inglesa zarpaba.
—Vos os quedáis, ¿verdad? —dijo Viola a sir Osbert. Sir Osbert no se presentó a bordo; fue declarado desertor. Por solidaridad y emulación, don Salvatore desertó también.
—¡Ellos han desertado! —anunció triunfalmente Viola a Cósimo—. ¡Por mí! Y tú...
—¿Y yo? —aulló Cósimo, con una mirada tan feroz que Viola no dijo una palabra más.
Sir Osbert y Salvatore de San Cataldo, desertores de la marina de sus respectivas majestades, pasaban los días en la posada jugando a los dados, pálidos, inquietos, tratando de arruinarse mutuamente, mientras Viola estaba en la cumbre del descontento de sí misma y de todo lo que la rodeaba.
Cogió el caballo, se fue hacia el bosque. Cósimo estaba sobre una encina. Ella se detuvo debajo, en un prado.
—Estoy cansada.
—¿De ésos?
—De todos vosotros.
—Ah.
—Ellos me han dado las más grandes pruebas de amor...
Cósimo escupió.
—... Pero no me bastan.
Cósimo alzó los ojos hasta ella. Y ella:
—Tú no crees que el amor sea entrega absoluta, renuncia de uno mismo...
Estaba allí en el prado, hermosa como nunca, y la frialdad que endurecía apenas sus rasgos y el altivo porte del cuerpo habría bastado muy poco para disolverlos, y volverla a tener entre los brazos... Podía decir algo, Cósimo, cualquier cosa para ir hacia ella, podía decirle: «Dime lo que quieras que haga, estoy dispuesto...», y habría vuelto la felicidad para él, la felicidad juntos, sin sombras. En cambio dijo:
—No puede haber amor si no se es uno mismo con todas sus fuerzas.
Viola hizo un movimiento de contrariedad que era también de cansancio. Y sin embargo, aún habría podido entenderlo, como de hecho lo entendía, es más, tenía en la punta de la lengua las palabras para decir: «Tú eres como yo te quiero...», y enseguida subir con él... Se mordió un labio. Dijo:
—Sé tú mismo solo, entonces.
«Pero entonces ser yo mismo no tiene sentido...», esto era lo que quería decir Cósimo. En cambio dijo:
—Si prefieres a esos dos gusanos...
—¡No te permito que desprecies a mis amigos! —ella gritó, y todavía pensaba: «A mí me importas sólo tú, sólo por ti hago todo lo que hago.»
—Sólo yo puedo ser despreciado...
—¡Tu manera de pensar!
—Soy una sola cosa con ella.
—Adiós entonces. Me marcho esta misma noche. No me volverás a ver.
Corrió a la villa, hizo el equipaje, se marchó sin decir nada a los tenientes. Mantuvo su palabra. No volvió jamás a Ombrosa. Fue a Francia y los acontecimientos históricos se sobrepusieron a su voluntad, cuando ya no deseaba sino regresar. Estalló la Revolución, después la guerra; la marquesa en un principio interesada por el nuevo curso de los sucesos (estaba en el
entourage
de Lafayette), emigró luego a Bélgica y de allí a Inglaterra. En la niebla de Londres, durante los largos años de las guerras contra Napoleón, soñaba con los árboles de Ombrosa. Más tarde se volvió a casar con un lord interesado en la Compañía de Indias y se estableció en Calcuta. Desde su terraza miraba la selva, los árboles más extraños que los del jardín de su infancia, y le parecía a cada momento ver a Cósimo abrirse paso entre las hojas. Pero era la sombra de un mono, o un jaguar.