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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (12 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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Primero, establece el perímetro.

Colocó una cinta amarilla de la policía alrededor de toda la zona.

Segundo, ten en cuenta a los medios periodísticos y el alcance de las lentes de las cámaras y de los micrófonos.

No estaban los medios. Todavía no. Gracias a Dios.

—¿Qué pasa, Sachs?

—Estoy agradeciendo al Señor que no haya reporteros.

—Una buena oración. Pero dime lo que estás haciendo.

—Todavía neutralizo la escena.

—Ten cuidado de…

—Entrada y salida —dijo ella.

Tercer paso, determina las rutas de entrada y salida del criminal; serán escenas secundarias del crimen.

Pero Sachs no tenía ni idea de cuáles podían ser. Podrían haber llegado de cualquier parte. Deslizándose por los rincones, conduciendo un furgón de equipajes o un camión de gasolina…

Se puso gafas protectoras y comenzó barrer con la varilla del PoliLight la pista de rodaje. No funcionaba tan bien en el exterior como en el interior de una habitación, pero como estaba tan nublado, pudo ver motas y vetas que relucían bajo la extraña luz verde-amarillenta. Sin embargo, no había huellas de pies.

—La lavamos anoche —dijo una voz a su espalda.

Sachs se dio la vuelta, puso su mano en la Glock y comenzó a sacarla de la funda.

Nunca estoy tan nerviosa, Rhyme. Es por tu culpa.

Unos hombres que vestían monos se encontraban ante la cinta amarilla. Sachs caminó hacia ellos con cautela y examinó las fotos de sus identificaciones. Se ajustaban a los rostros de los hombres. Apartó la mano de la pistola.

—Todas las noches lavan el lugar con mangueras. Se lo digo por si busca algo. Parece que sí.

—Con una manguera de alta presión —agregó el segundo.

Bien. Cada pedacito de rastro, cada huella plantar, cada fibra desprendida del Bailarín había desaparecido.

—¿Visteis a alguien por aquí anoche?

—¿Tiene que ver con la bomba?

—¿Alrededor de las siete y cuarto? —insistió Sachs.

—No. Nadie viene por aquí. Estos hangares están desiertos. Probablemente los echen abajo algún día.

—¿Qué estáis haciendo por aquí?

—Vimos una policía. Tú eres policía, ¿verdad? Y pensamos en acercarnos para ver qué pasa. Se trata de esa bomba, ¿verdad? ¿Quién lo hizo? ¿Los árabes? ¿O esos mierdas de la Milicia?

Sachs los ahuyentó.

—Lavaron la pista de rodaje anoche, Rhyme —dijo en el micrófono—. Con agua a alta presión, parece.

—Oh, no.

—Ellos…

—Hola. ¿Qué hay?

Sachs suspiró y se dio la vuelta otra vez, esperando encontrar a los dos trabajadores. Pero el nuevo visitante era un creído policía del condado, que llevaba un sombrero como el del oso
Smokey
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y pantalones grises con una raya muy bien planchada. Pasó por debajo de la cinta.

—Perdona —protestó Sachs—. Esta es un área restringida.

El muchacho redujo su marcha pero no se detuvo. Sachs controló su identificación. Concordaba. La foto lo mostraba mirando a un lado, como un modelo de portada de una revista de modas para hombres.

—Tú eres esa policía de Nueva York, ¿verdad? —se rió con ganas—. Tenéis unos lindos uniformes por allí.

Miraba los ajustados téjanos de Sachs.

—Este área está acordonada.

—Puedo ayudar. Hice el curso sobre ciencia forense. En general, trabajo en la carretera pero tengo experiencia en grandes crímenes. Qué pelo tan bonito tienes. Apuesto a que ya te lo han dicho.

—De verdad, tengo que pedirte…

—Me llamo Jim Everts.

No le des tu nombre de pila, se te pegará como papel para moscas.

—Yo soy la oficial Sachs.

—Qué desastre el de anoche. Una bomba. Un asunto muy turbio.

—Mira, Jim, esta cinta está aquí para mantener a la gente fuera de la escena. Entonces, ¿me haces el favor y te pones detrás de ella?

—Espera. ¿Te refieres a los oficiales también?

—Sí, por supuesto.

—¿Quieres decir que yo también?

—Exactamente.

Había cinco contaminantes clásicos de una escena del crimen: el clima, los parientes de la víctima, los sospechosos, los coleccionistas de recuerdos, y, los peores de todos, los colegas de la policía.

—No tocaré nada. Te lo prometo. Será un placer verte trabajar, cariño.

—Sachs —susurró Rhyme—, dile que se vaya a que le den por culo.

—Jim, vete a que te den por culo.

—O lo denunciarás.

—O te denunciaré.

—Vaya, cómo te pones —el muchacho puso las manos en alto como rindiéndose. De su sonrisa superficial desapareció cualquier rastro de galanteo.

—Empieza a trabajar, Sachs.

El policía se alejó con solemnidad y lentitud, como para mostrar que le quedaba algo de orgullo. Miró una vez hacia atrás, pero no se le ocurrió ningún comentario mordaz.

Amelia Sachs comenzó a caminar por la cuadrícula.

Había varias formas de inspeccionar las escenas de crímenes. Para escenas en interiores generalmente se usaba una búsqueda por franjas —caminar según un esquema ondulado— porque se cubría la mayor parte del terreno con rapidez. Pero a Rhyme no le gustaba. Utilizaba el esquema de cuadrícula —cubrir todo el terreno de uno a otro extremo en una dirección, dando un paso por vez, luego tomar la perpendicular y caminar de nuevo de uno a otro extremo—. Cuando dirigía el IRD, «caminar la cuadrícula» era sinónimo de investigar la escena del crimen, y que Dios ayudara al policía que Rhyme encontrara tomando atajos o pensando en las musarañas cuando le tocaba hacerlo.

Sachs se pasó media hora yendo y viniendo. Si bien el camión de limpieza habría eliminado huellas y rastros, no podría haber destruido cosas más grandes que el Bailarín hubiera tirado, ni podría haber eliminado las huellas de pies o las impresiones corporales dejadas en el barro a los costados de la pista de rodaje. Pero no encontró nada.

—Diablos, Rhyme, no hay nada.

—Ah, Sachs, apuesto a que hay algo. Apuesto a que hay muchas cosas. Sólo que hay que esforzarse más que en la mayoría de las escenas. El Bailarín no es como otros criminales, recuérdalo.

Oh, eso otra vez.

—Sachs —su voz era grave y seductora. Sintió un escalofrío—. Métete en él —susurró Rhyme—. Sabes lo que quiero decir.

Sachs sabía exactamente lo que quería decir. Y odiaba esa propuesta. Pero sí, Sachs lo sabía. Los mejores criminalistas son capaces de encontrar un lugar en sus mentes donde la línea entre cazador y cazado virtualmente no existe. Se movían por la escena del crimen no como policías que rastrean pistas sino como el mismo asesino, sintiendo sus deseos, ansiedades y miedos. Rhyme poseía este talento. Y a pesar de que trataba de negarlo, Sachs lo poseía también. Hacía un mes había inspeccionado una escena (un padre había asesinado a su mujer y a su hijo) y logró encontrar el arma donde nadie lo había conseguido. Después de ese caso no había podido trabajar durante una semana y se había visto atormentada por recuerdos en los que ella era la que acuchillaba a las víctimas hasta matarlas. Veía sus caras, oía sus gritos.

Otra pausa.

—Háblame —dijo Rhyme. Finalmente había desaparecido la crispación en su voz—. Eres él. Caminas por donde él caminó, piensas como él…

Le había dicho palabras como esas en otras ocasiones, por supuesto. Pero ahora, como con todo lo concerniente al Bailarín, le parecía que Rhyme tenía otra cosa en mente aparte de encontrar oscuras evidencias. No, ella sentía que estaba desesperado por saber más sobre aquel criminal. Quién era, qué le hacía matar.

Otro escalofrío. Una imagen en sus pensamientos: volver a la otra noche. Las luces del aeropuerto, el sonido de los motores de los aviones, el olor del tubo de escape de los reactores.

—Vamos, Amelia… Tú eres él. Tú eres el Bailarín Macabro. Sabes que Ed Carney está en el avión, sabes que tienes que poner la bomba a bordo. Piensa en ello sólo un minuto o dos.

Y Sachs lo hizo, convocando de alguna manera la necesidad de matar.

Rhyme siguió hablando con una voz extraña y melodiosa.

—Eres brillante —dijo—. No tienes reparos morales de ningún tipo. Matarías a cualquiera, harías cualquier cosa para lograr tus fines. Desvías la atención, usas a la gente… Tu arma más mortal es el engaño.

Estoy a la espera.

Mi arma más mortal…

Sachs cerró los ojos.

…es el engaño.

Sachs sintió una oscura expectativa, un ponerse en guardia, un ansia de cazar.

—Yo…

Rhyme continuó suavemente:

—¿Hay algún desvío, alguna distracción que puedas probar?

Los ojos bien abiertos.

—Toda el área está vacía. Nada con que distraer a los pilotos.

—¿Dónde te escondes?

—Los hangares están todos clausurados. El pasto es demasiado corto para ocultarme. No hay camiones ni tambores de aceite. No hay callejones. No hay rincones.

En sus tripas: desesperación. ¿Qué voy a hacer? Debo colocar la bomba. No tengo tiempo. Luces… hay luces por todos lados. ¿Qué? ¿Qué debo hacer?

—No me puedo esconder del otro lado de los hangares —dijo—. Hay muchos trabajadores. Es demasiado expuesto. Me verían.

Durante un momento, Sachs se adentró en su mente y se preguntó, como hacía con frecuencia, por qué Lincoln Rhyme tenía el poder de hacerla ser otra persona. A veces le enfadaba. A veces le encantaba.

Se agachó e ignoró el dolor de sus rodillas, provocado por la artritis que la atormentaba intermitentemente durante los últimos diez años de sus treinta y tres.

—Todo está demasiado abierto aquí. Me siento expuesta.

—¿En qué piensas?

Hay gente que me busca. No puedo dejar que me encuentren. ¡No puedo!

Esto es peligroso. Quédate oculta. Quédate abajo.

No hay donde ocultarse.

Si me ven, se echará todo a perder. Encontrarán la bomba, sabrán que voy a por los tres testigos. Los pondrán en custodia de protección.
Nunca
llegaré a ellos entonces. No
puedo
dejar que eso suceda.

Sintiendo el pánico del Bailarín, Sachs se volvió hacia el único lugar en que podía esconderse. El hangar al lado de la pista de rodaje. El muro delante de ella tenía una única ventana, rota, de 90 por 1,20 cms. La había ignorado antes porque estaba cubierta con una hoja de madera contrachapada podrida, clavada al marco por el interior. Se acercó a ella lentamente. El terreno por delante estaba cubierto de grava; no había huellas de pisadas.

—Hay una ventana clausurada, Rhyme. Tiene una hoja de madera por detrás. El cristal está roto.

—¿El vidrio que se conserva en la ventana está sucio?

—Muy sucio.

—¿Y los bordes?

—No, están limpios. —Comprendió por qué le había hecho la pregunta—. ¡El vidrio se rompió hace poco!

—Exacto. Empuja la madera. Con fuerza.

Cayó hacia adentro sin ninguna resistencia y golpeó el suelo con ruido.

—¿Qué fue eso? —Gritó Rhyme—. Sachs, ¿estás bien?

—Fue sólo la madera —contestó, atemorizada una vez más por el nerviosismo de Rhyme.

Iluminó el hangar con su linterna halógena. Estaba desierto.

—¿Qué ves, Sachs?

—Está vacío. Unas pocas cajas polvorientas. Hay grava en el suelo…

—¡Es él! —contestó Rhyme—. Rompió la ventana y echó grava dentro, de manera que pudiera estar de pie y no dejar huellas. Es un viejo truco. ¿Hay alguna huella de pies frente a la ventana? Apuesto a que hay más grava —agregó con acidez.

—Efectivamente.

—Bien. Examina la ventana. Luego entra por ella. Pero asegúrate de buscar primero las bombas cazabobos. Recuerda la papelera de Wall Street.

¡Basta, Rhyme! ¡Basta ya!

Shine iluminó nuevamente todo el espacio.

—Está limpio, Rhyme. No hay trampas. Estoy examinando el marco de la ventana.

La PoliLight no mostró más que una débil marca dejada por un dedo en un guante de algodón.

—No hay fibras, solo el dibujo del algodón.

—¿Algo en el hangar? ¿Algo que merezca la pena robarse?

—No. Está vacío.

—Bien —dijo Rhyme.

—¿Por qué bien? —preguntó Sachs—. Dije que no había huellas.

—Ah, pero eso significa que se trata de él, Sachs. No es lógico que alguien irrumpa usando guantes de algodón cuando no hay nada para robar.

Sachs inspeccionó con cuidado. No había huellas de pies, ni dactilares, ninguna prueba visible. Pasó la aspiradora y guardó los rastros en bolsas.

—¿El vidrio y la grava? —preguntó—. ¿Lo pongo en bolsas de papel?

—Sí.

La humedad a menudo destruye los rastros y, a pesar de que parecía poco profesional, se transportaban mejor ciertas pruebas en bolsas de papel marrón que en bolsas de plástico.

—Vale, Rhyme. Te lo llevo todo en cuarenta minutos.

Se desconectaron.

Mientras guardaba las bolsas cuidadosamente en el RRV, Sachs se sentía nerviosa, como le pasaba a menudo cuando inspeccionaba una escena de crimen donde no había encontrado pruebas materiales obvias como armas de fuego, cuchillos o la cartera del criminal. Los rastros que había recogido podían dar una pista de quién era el Bailarín y dónde se escondía. Pero todo el esfuerzo también podría resultar un fracaso. Estaba ansiosa por volver al laboratorio de Rhyme y ver lo que él podía encontrar.

Subió al coche y se apresuró en volver a la oficina de Hudson Air. Entró corriendo a la oficina de Ron Talbot, que estaba hablando con un hombre que daba la espalda a la puerta.

—Encontré dónde había estado, señor Talbot —dijo Sachs—. La escena está liberada. Puede decir a la torre…

El hombre se dio la vuelta. Era Brit Hale, que frunció el entrecejo tratando de recordar el nombre de la chica, hasta que lo hizo.

—Oh, oficial Sachs. Hola. ¿Cómo le va?

Sachs le devolvió el saludo automáticamente pero enseguida se detuvo.

¿Qué estaba haciendo allí? Se suponía que debía estar en la casa de seguridad.

Escuchó un llanto quedo y miró hacia la sala de conferencias. Allí estaba Percey Clay sentada al lado de Lauren, la guapa morena que Sachs recordaba era la asistente de Ron Talbot. Lauren estaba llorando y Percey, firme en su propio dolor, trataba de consolarla. Levantó la vista, vio a Sachs y la saludó.

No, no, no…

Luego la tercera conmoción.

—Hola, Amelia —dijo Jerry Banks alegremente mientras tomaba café al lado de una ventana, desde donde había admirado el Learjet aparcado en el hangar—. Ese avión es fantástico, ¿verdad?

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