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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (3 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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»Es muy probable que mi orquídea sea algo extraordinario en ese sentido. Si es así lo estudiaré. A menudo he pensado en hacer investigaciones como Darwin. Pero hasta ahora no he encontrado tiempo o alguna otra cosa me lo ha impedido. ¡Me gustaría mucho que vinieras a verlas!

Pero ella respondió que en el invernadero de las orquídeas hacía tanto calor que le daba dolor de cabeza. Había visto la planta una vez más y las raicillas aéreas —algunas de ellas tenían ahora más de un pie de largas— desgraciadamente le habían recordado tentáculos que se alargaban para agarrar algo. Se metieron en sus sueños y crecían tras ella con una rapidez increíble. Así que había decidido con plena satisfacción no volver a ver la planta y Wedderburn tenía que admirar sus hojas en solitario. Tenían la forma ancha acostumbrada y eran de un verde profundo y lustroso con salpicaduras y puntos de rojo profundo en dirección a la base. No conocía ninguna otra hoja del todo igual. La planta estaba colocada en un banco bajo cerca del termómetro y muy cerca había un dispositivo por medio del cual un grifo goteaba sobre las tuberías de agua caliente y mantenía el ambiente lleno de vapor. Ahora se pasaba las tardes meditando con cierta regularidad sobre la floración ya próxima de la extraña planta.

Finalmente tuvo lugar el gran acontecimiento. Tan pronto como entró en el pequeño invernadero supo que la espiga había eclosionado, aunque su gran Palaeonophis Lowii tapaba la esquina donde estaba su nuevo encanto. Había un olor nuevo en el aire, un perfume poderoso, de un intenso dulzor que dominaba a todos los demás de aquel pequeño invernadero abarrotado y lleno de vapor.

Nada más advertirlo se apresuró hasta la extraña orquídea, y, ¡oh, maravilla!, las verdes espigas trepadoras tenían ahora tres grandes manchas de flores de las que procedía la embriagadora dulzura. Se quedó parado ante ellas en un éxtasis de admiración.

Las flores eran blancas con vetas de dorado naranja en los pétalos, el pesado
Labellum
estaba enrollado en una intrincada proyección y un maravilloso púrpura azulado se mezclaba allí con el oro. Vio de inmediato que se trataba de un género completamente nuevo. ¡Y la inaguantable flagrancia! ¡Qué calor hacía allí! Las flores se balanceaban ante sus ojos.

Miraría si la temperatura estaba bien. Dio un paso hacia el termómetro. De repente todo le pareció vacilante. Los ladrillos del suelo bailaban arriba y abajo. Luego las blancas flores, las hojas verdes detrás de ellas, todo el invernadero pareció extenderse por los costados y después curvarse hacia arriba.

A las cuatro y media su prima, siguiendo la invariable costumbre, hizo el té. Pero Wedderburn no vino a tomarlo.

—Está adorando a esa horrible orquídea —se dijo a sí misma y esperó diez minutos—. Se le debe de haber parado el reloj. Iré a llamarlo.

Fue directa al invernadero y, abriendo la puerta, voceó su nombre. No hubo respuesta. Observó que el aire estaba muy enrarecido y cargado de un intenso perfume. Luego vio algo que yacía sobre los ladrillos entre las tuberías del agua caliente.

Durante un minuto quizá, se quedó inmóvil.

Él estaba tumbado con la cara hacia arriba a los pies de la extraña orquídea. Las raicillas aéreas como tentáculos ya no se balanceaban libremente en el aire sino que se habían apiñado todas juntas, una maraña de cuerdas grises, y se estiraban, tensas, con los extremos bien adheridos a su barbilla, cuello y manos.

No lo entendió. Después vio que por debajo de uno de los exultantes tentáculos sobre la mejilla corría un hilillo de sangre.

Con un grito inarticulado corrió hacia él y trató de apartarlo de las ventosas semejantes a sanguijuelas. Rompió bruscamente dos de los tentáculos y de ellos goteó una savia roja.

Luego el embriagador perfume de la flor hizo que le diera vueltas la cabeza. ¡Cómo se agarraban a él! Rasgó las duras cuerdas y él y la blanca florescencia flotaron a su alrededor. Sintió que se desmayaba, pero sabía que no podía permitírselo. Le dejó, rápidamente abrió la puerta más próxima y, después de jadear un momento al aire libre, tuvo una brillante inspiración. Cogió una maceta y rompió las ventanas del extremo del invernadero. Luego volvió a entrar. Tiró ahora con renovadas fuerzas del cuerpo inmóvil de Wedderburn y estrelló estrepitosamente contra el suelo la extraña orquídea. Ésta todavía se aferraba a su víctima con la más obstinada tenacidad. En un arrebato los arrastró hasta el aire libre.

Entonces pensó en romper las raicillas chupadoras una a una y en un minuto le había liberado y le arrastraba lejos del horror. Estaba blanco y sangraba por una docena de manchas circulares.

El hombre que hacía las chapuzas de la casa subía por el jardín asombrado por la rotura de cristales y la vio emerger arrastrando el cuerpo inanimado con manos manchadas de rojo. Por un instante pensó cosas imposibles.

—¡Trae algo de agua! —gritó ella, y su voz disipó todas sus imaginaciones.

Cuando, con desacostumbrada celeridad, volvió con el agua, la encontró llorando de emoción y con la cabeza de Wedderburn sobre su rodilla limpiándole la sangre de la cara.

—¿Qué pasa? —dijo Wedderburn abriendo los ojos débilmente y cerrándolos de nuevo inmediatamente.

—Ve a decir a Annie que venga aquí fuera y luego ve a buscar al doctor Haddon de inmediato —le dijo al hombre tan pronto como trajo el agua, y añadió al ver que dudaba—: Te lo explicaré todo cuando estés de vuelta.

Pronto Wedderburn abrió de nuevo los ojos, y al verlo molesto por lo sorprendente de su situación, le explicó:

—Te desmayaste en el invernadero. —¿Y la orquídea?

—Yo me encargaré de ella.

Wedderburn había perdido mucha sangre, pero aparte de eso no tenía ninguna lesión grave. Le dieron brandy mezclado con un extracto de carne de color rosado y le subieron a su dormitorio. El ama de llaves contó fragmentariamente la increíble historia al doctor Haddon.

—Venga a ver el invernadero.

El frío aire exterior entraba por la puerta abierta y el empalagoso perfume casi se había desvanecido. La mayoría de las rotas raicillas aéreas, ya marchitas, yacían entre algunas manchas oscuras sobre los ladrillos. El tallo de la floración se rompió con la caída de la planta y las flores crecían con los bordes de los pétalos mustios y marrones. El doctor se inclinó hacia ella, pero vio que una de las raicillas aéreas todavía se movía débilmente y dudó.

A la mañana siguiente la extraña orquídea todavía estaba allí, ahora negra y putrefacta. La puerta batía intermitentemente con la brisa matinal y toda la colección de orquídeas de Wedderburn estaba reseca y postrada. Pero el propio Wedderburn en su dormitorio estaba radiante y dicharachero con la gloria de su extraña aventura.

EN EL OBSERVATORIO ASTRONÓMICO DE AVU

El observatorio de Avu, en Borneo, se alza sobre el espolón de la montaña. Al norte se eleva el viejo cráter, negra silueta nocturna contra el insondable azul del cielo. Desde el pequeño edificio circular con su cúpula bulbosa, las laderas descienden abruptamente internándose en los negros misterios del bosque tropical que está debajo. La casita en la que viven el astrónomo y su ayudante está a unas cincuenta yardas del observatorio, y más allá están las chozas de los sirvientes nativos.

Taddy, el astrónomo jefe, estaba indispuesto con una ligera fiebre. Su ayudante, Woodhouse, se detuvo un momento contemplando en silencio la noche tropical antes de comenzar la solitaria vigilia. Era una noche muy serena. De vez en cuando llegaban voces y risas desde las chozas de los nativos, o se oía, procedente del misterioso interior del bosque, el grito de algún animal extraño. Insectos nocturnos aparecían saliendo de la oscuridad de forma fantasmal y revoloteaban en torno a su luz. Pensó, quizá, en todas las posibilidades de descubrimientos que aún existían allá abajo en la negra espesura, pues para el naturalista los bosques vírgenes de Borneo son todavía una tierra sorprendente llena de extraños problemas y medio sospechadas verdades. Woodhouse llevaba en la mano una pequeña linterna cuyo resplandor amarillo contrastaba vivamente con la infinita serie de matices entre el azul lavanda y el negro con los que estaba pintado el paisaje. Tenía las manos y la cara embadurnadas de crema antimosquitos.

Incluso en estos días de fotografía celeste, los trabajos que se llevan a cabo de forma puramente temporal, y únicamente con los más primitivos instrumentos además del telescopio, implican todavía una gran cantidad de observación en posturas inmóviles e incómodas. Suspiró al pensar en las fatigas que le esperaban, se estiró y entró en el observatorio.

El lector probablemente está familiarizado con la estructura de un observatorio astronómico corriente. El edificio es generalmente de forma cilíndrica, con una cubierta semiesférica y muy ligera que permite girarla desde el interior. El telescopio se apoya sobre un pilar de piedra en el centro, y un artilugio mecánico compensa el movimiento de rotación de la Tierra posibilitando la observación continua de una estrella una vez encontrada. Además de esto hay un compacto entramado de ruedas y tornillos en torno a su punto de apoyo, mediante el cual el astrónomo ajusta el aparato. Hay, por supuesto, una ranura en la cubierta móvil, que es la que sigue el ojo del telescopio en su inspección de la bóveda celeste. El observador se sienta o yace sobre un dispositivo inclinado de madera que puede dirigir, mediante ruedas, a cualquier parte del observatorio según lo requiera la posición del telescopio. En el interior es recomendable que el observatorio esté lo más oscuro posible a fin de realzar el brillo de las estrellas observadas.

La linterna brilló cuando Woodhouse se metió en su garito circular y la oscuridad general retrocedió hasta las negras sombras de detrás de la gran máquina, desde donde pareció apoderarse sigilosamente de nuevo de todo el local cuando la luz disminuyó. La ranura mostraba un azul transparente y profundo en el que seis estrellas brillaban con resplandor tropical, y su luz se extendía cual pálido fulgor por el negro tubo del instrumento. Woodhouse movió la cubierta y luego, poniéndose al telescopio, giró primero una rueda y después otra, cambiando lentamente el gran cilindro a una nueva posición. A continuación miró por el rastreador, el pequeño telescopio auxiliar, movió la cubierta un poco más, hizo algunos otros ajustes y puso en marcha el mecanismo. Se quitó la chaqueta, pues la noche era muy calurosa, y puso en posición el incómodo asiento al que estaba condenado durante las cuatro horas siguientes. Luego, con un suspiro, se resignó a la observación de los misterios del espacio.

No había ya ningún ruido en el observatorio, y la linterna se apagaba de forma constante. Fuera se oía el grito ocasional de algún animal asustado, dolorido o llamando a su pareja, y los sonidos intermitentes de los sirvientes malayos y Dyak. Pronto uno de los hombres inició una extraña salmodia en la que los otros participaban a intervalos. Después de esto se diría que se retiraron a dormir, pues no llegaron más ruidos en esa dirección, y la susurrante quietud se hizo más y más profunda. El mecanismo hacía un tictac constante. El agudo zumbido de un mosquito exploraba el lugar, y se hizo aún más agudo de indignación ante la crema de Woodhouse. Luego la linterna se apagó y todo el observatorio quedó a oscuras.

Woodhouse cambió pronto su posición cuando el lento movimiento del telescopio le hubo llevado más allá de los límites de la comodidad.

Observaba un grupito de estrellas de la Vía Láctea, en una de las cuales su jefe había visto o creído ver una notable variación cromática. No formaba parte del trabajo ordinario para el que se había creado el establecimiento y por esa razón quizá Woodhouse estaba especialmente interesado. Debió de olvidarse de todas las cosas terrenas. Tenía toda la atención concentrada en el gran círculo azul del campo telescópico, un círculo potenciado, al parecer, con una multitud innumerable de estrellas, y pleno de luminosidad frente a la negrura del entorno. Mientras miraba le pareció que se volvía incorpóreo, como si también él flotara en el éter del espacio. ¡Qué infinitamente remota estaba la débil mancha roja que observaba!

De repente las estrellas desaparecieron. Hubo un destello de negrura y de nuevo volvían a ser visibles.

—Qué raro —dijo Woodhouse—. Debe de haber sido un pájaro.

Sucedió lo mismo otra vez, e inmediatamente después el gran tubo vibró como si lo hubieran golpeado. A continuación la cúpula del observatorio resonó con una serie de golpes atronadores. Pareció que las estrellas se retiraban, al tiempo que el telescopio, que había quedado sin sujeción, viraba alejándose de la ranura de la cubierta.

—¡Santo Cielo! —gritó Woodhouse—. ¿Qué pasa?

Una forma negra, vaga y enorme, con algo que batía como un ala, parecía estar forcejeando en la abertura de la cubierta. Al momento la ranura estaba de nuevo despejada y la luminosa bruma de la Vía Láctea relucía cálida y brillante.

El interior de la cubierta estaba completamente negro y sólo el ruido de roces indicaba el paradero de la desconocida criatura.

Woodhouse había caído del asiento en total confusión. Estaba temblando violentamente y sudando con lo repentino del suceso. Aquella cosa, fuera lo que fuese, ¿estaba dentro o fuera? Desde luego era grande, aparte de las demás características que pudiera tener. Algo cruzó como un disparo la luz del cielo y el telescopio se balanceó. Él se sobresaltó y levantó el brazo. Estaba, por tanto, en el observatorio con él. Aparentemente se agarraba a la cubierta. ¿Qué demonios era? ¿Podía verlo a él?

Quedó estupefacto durante quizás un minuto. La bestia, fuera lo que fuera, arañó el interior de la cúpula, y luego algo le aleteó casi en la cara y vio la luz de las estrellas brillar momentáneamente sobre una piel como de cuero aceitado. La botella de agua cayó de la mesita con estrépito.

La presencia de un extraño pájaro cerniéndose a pocas yardas de su rostro en la oscuridad le producía a Woodhouse una indescriptible sensación de desagrado. Cuando recobró el pensamiento decidió que debía de ser algún pájaro nocturno o un murciélago grande. Afrontaría cualquier riesgo para ver de qué se trataba. Sacando una cerilla del bolsillo, intentó encenderla sobre el asiento del telescopio. Hubo un humeante destello de luz fosforescente, la cerilla iluminó un instante y vio una gran ala lanzarse hacia él, un brillo de pelaje color marrón grisáceo y después recibió un golpe en la cara y la cerilla se le cayó de la mano. El golpe iba dirigido a la sien y una garra le hizo un rasguño lateral hasta la mejilla. Se tambaleó y cayó, y oyó cómo se hacía pedazos la apagada linterna. Recibió otro golpe según caía. Medio aturdido, sintió cómo le brotaba la sangre caliente por la cara. Instintivamente percibió que le atacaban a los ojos y, volviendo la cara para protegerlos, intentó meterse a gatas bajo la protección del telescopio.

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