Read El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo Online
Authors: H. G. Wells
Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento
Cuando a continuación se elevó sobre Europa por todas partes había multitudes de observadores en laderas de montaña, en tejados, en campo abierto escudriñando por el este la salida de la gran estrella nueva. Salió con un resplandor blanco delante de ella, como el brillo de un fuego blanco, y aquellos que la habían visto nacer la noche anterior, al avistarla, gritaron:
—¡Es mayor! —gritaron—. ¡Es más brillante!
Ciertamente la Luna en cuarto creciente y desapareciendo por el oeste tenía un tamaño en apariencia sin comparación, pero en toda su anchura apenas si tenía tanto brillo ahora como el pequeño círculo de la extraña estrella nueva.
—Es más brillante —gritaba la gente apiñándose en las calles.
Pero en los oscuros observatorios los observadores contenían la respiración y se miraban unos a otros.
—¡Está más cerca! —decían—. ¡Más cerca!
Una voz tras otra repetía: «Está más cerca», y el tintineo del telégrafo recogió la expresión, y tembló por los cables del teléfono y en mil ciudades sucios cajistas seleccionaban los tipos. Está más cerca. Los hombres que escribían en las oficinas, asaltados por un extraño convencimiento, tiraron las plumas; los que charlaban en mil lugares encontraron de repente una grotesca posibilidad en esas palabras: está más cerca. Las palabras corrieron por las calles que despertaban, fueron gritadas por los senderos cubiertos de escarcha de las tranquilas aldeas. Los hombres que las habían leído en la palpitante cinta del telégrafo se quedaron en los portales iluminados con amarilla luz de gas gritando la noticia a los transeúntes. Está más cerca. Mujeres hermosas, coloradas y resplandecientes, oyeron la noticia bromeando entre baile y baile, y fingieron un inteligente interés que no sentían.
—¡Más cerca, desde luego! ¡Qué curioso! ¡Qué listísimos deben de ser esos señores para encontrar cosas como ésa!
Los vagabundos solitarios que caminaban en la noche invernal murmuraban aquellas palabras para consolarse —mirando al cielo:
—Más cerca tendría que estar, porque la noche es tan fría como la caridad. No parece que dé más calor con estar más cerca, de todas formas.
—¿Qué me importa a mí una nueva estrella? —gritaba una mujer que lloraba arrodillada junto a su muerto.
El estudiante, que se había levantado temprano para preparar sus exámenes, solucionaba el problema por su cuenta —con la gran estrella blanca brillando, ancha y reluciente, a través de las heladas flores de la ventana.
—Centrífuga, centrípeta —dijo con la barbilla apoyada en el puño—. Detener a un planeta en su curso, robarle su fuerza centrífuga, ¿qué ocurrirá después? ¡Domina la centrípeta y caerá contra el Sol! ¡Y ésta…! ¿Nos encontramos nosotros en su camino? Me pregunto…
La luz de aquel día siguió el camino de los anteriores y con las últimas guardias de la helada oscuridad salió de nuevo la extraña estrella. Ahora era tan brillante que la Luna, en cuarto creciente, no parecía sino un amarillento y pálido fantasma de sí misma, colgando enorme en el crepúsculo. En una ciudad sudafricana un gran hombre había contraído matrimonio y las calles estaban iluminadas para darle la bienvenida de vuelta con su novia.
—Hasta los cielos se han iluminado —dijo el adulador.
Bajo Capricornio dos amantes negros, desafiando a las bestias salvajes y a los malos espíritus por amor, se agacharon juntos en el cañaveral donde se cernían las luciérnagas.
—Ésa es nuestra estrella —susurraron y se sintieron extrañamente consolados por el dulce brillo de su luz.
El gran experto en matemáticas estaba sentado en su despacho y apartaba de él los papeles. Había terminado ya los cálculos. En una pequeña ampolla blanca todavía quedaba un poco de la droga que le había mantenido despierto y activo durante cuatro largas noches. Todos los días había dado clase a los estudiantes, sereno, categórico y paciente como siempre, y luego había vuelto inmediatamente a los trascendentales cálculos. Tenía el rostro grave, un poco demacrado y febril a causa de las drogas para mantenerse activo. Durante algún tiempo pareció abstraído. Después se acercó a la ventana y la persiana subió con un chasquido. A medio camino allá arriba en el cielo, sobre los apiñados tejados, chimeneas y campanarios de la ciudad, colgaba la estrella.
La contempló como se podría mirar a los ojos de un valiente enemigo.
—Puede que me mates —dijo tras un silencio—. Pero ya te tengo, como a todo el universo por lo demás, atrapada en este pequeño cerebro. No cambiaría. Ni siquiera ahora.
Miró a la pequeña ampolla.
—Ya no necesitaré dormir más —dijo.
Al día siguiente al mediodía, puntual al minuto, entró en el anfiteatro donde daba la clase, dejó el sombrero en el extremo de la mesa como de costumbre, y con mucho cuidado seleccionó un gran trozo de tiza. Sus estudiantes contaban la broma de que no podía dar clase sin un trozo de tiza entre los dedos y que una vez que le habían escondido la tiza había quedado reducido a la impotencia. Entró y miró bajo las cejas grises las hileras superpuestas de frescos rostros jóvenes hablando con la acostumbrada y estudiada sencillez de expresión.
—Han surgido circunstancias… circunstancias ajenas a mi voluntad —dijo haciendo una pausa— que me impedirán terminar el curso que había programado. Al parecer, señores, para decirlo clara y brevemente… el hombre ha vivido en vano.
Los estudiantes se miraron unos a otros. ¿Habían oído bien? ¿Estaba loco? Había ceños fruncidos y muecas en los labios, pero uno o dos rostros permanecieron atentos al tranquilo rostro bordeado de gris.
—Será interesante —decía— dedicar esta mañana a una exposición, todo lo clara que pueda, de los cálculos que me han llevado a esta conclusión. Supongamos…
Se volvió hacia el encerado, meditando sobre un diagrama como acostumbraba.
—¿Qué era eso de que ha vivido en vano? —susurró un estudiante a otro.
—Escucha —respondió el otro, afirmando con la cabeza en dirección al conferenciante.
Y pronto empezaron a comprender.
Aquella noche la estrella salió más tarde porque su propio movimiento hacia el este la había arrastrado algo a través de la constelación de Leo hacia la de Virgo, y brillaba tanto que el cielo se tornó de un azul luminoso a medida que salía y todas las estrellas quedaron a su vez ocultas con la sola excepción de Júpiter cerca del cenit, Cabra, Aldebarán, Sirio y los Lebreles. Era muy blanca y hermosa. En muchas partes del mundo aquella noche la rodeaba un pálido halo. Era perceptiblemente mayor, desde el cielo claro y refractivo de los trópicos parecía como si fuera casi un cuarto del tamaño de la Luna. La escarcha cubría todavía el suelo en Inglaterra, pero el mundo estaba tan brillantemente iluminado como si fuera mitad de verano a la luz de la luna. Con aquella luz fría y clara se podían leer tipos de letra completamente corriente y en las ciudades las farolas ardían amarillas y pálidas.
En todas partes la gente estuvo despierta esa noche y por toda la cristiandad un sombrío murmullo andaba suspendido en el sutil aire del campo como el zumbido de las abejas en la colmena, y este tumultuoso murmullo se convirtió en clamor en las ciudades. Era el tañer de las campanas de un millón de campanarios y espadañas convocando a la gente para que no durmiera más, no pecara más y se congregara en las iglesias a rezar. Y arriba, cada vez más grande y más brillante a medida que la Tierra giraba en su órbita y pasaba la noche, se elevaba la deslumbrante estrella.
Las calles y las casas estaban iluminadas en todas las ciudades, y los muelles de los puertos resplandecían de luz y todas las carreteras que llevaban a las montañas estaban iluminadas y abarrotadas de gente toda la noche. Y en todos los mares, en torno de los países civilizados, barcos con vibrantes máquinas y barcos con hinchadas velas atestados de hombres y de criaturas vivas luchaban por salir al océano, hacia el norte. Porque el aviso del gran experto en matemáticas había sido ya telegrafiado a todo el mundo y traducido a centenares de idiomas. El nuevo planeta y Neptuno, fundidos en ardiente abrazo, giraban vertiginosamente cada vez más deprisa en dirección al Sol. Esta masa incandescente volaba ya a cien millas por segundo, y cada segundo su terrorífica velocidad aumentaba. Tal y como volaba ahora, ciertamente, tenía que pasar a un centenar de millones de millas de la Tierra y apenas si podía afectarla. Pero cerca de su determinada ruta y aún sólo ligeramente perturbado, giraba el poderoso planeta Júpiter y sus lunas deslizándose espléndidas alrededor del Sol. A cada momento crecía ya la atracción entre la ardiente estrella y el mayor de los planetas. ¿Y el resultado de esa atracción? Inevitablemente Júpiter sería desviado de su órbita haciendo una elíptica y la ardiente estrella, separada notablemente de su precipitada carrera hacia el Sol, describiría una curva y quizá colisionaría con nuestra Tierra, desde luego pasaría muy cerca de ella.
Terremotos, erupciones volcánicas, ciclones, grandes olas marinas, inundaciones y una constante elevación de la temperatura hasta Dios sabe qué altura —eso es lo que profetizaba el gran experto en matemáticas.
Y arriba, para llevar a cabo la previsión, solitaria, fría y lívida, resplandecía la estrella de la inminente catástrofe.
A muchos que la observaron aquella noche hasta que los ojos les dolían, les pareció que estaba aproximándose visiblemente. Y aquella noche también cambió el tiempo, y la escarcha, que se había apoderado de toda la Europa central, Francia e Inglaterra, se derritió.
Pero el lector no debe imaginarse, porque haya hablado de gentes rezando durante toda la noche, gentes embarcando y gentes que huían precipitadamente hacia las montañas, que todo el mundo estaba ya aterrado a causa de la estrella. De hecho, la costumbre y la necesidad todavía regían el mundo y, salvo por la charla en momentos de ocio y el esplendor de la noche, nueve de cada diez seres humanos estaban todavía entretenidos en sus ocupaciones habituales. En todas las ciudades las tiendas, excepto alguna por aquí y por allá, abrían y cerraban a las horas acostumbradas, el médico y el funerario ejercían sus oficios, los obreros acudían a las fábricas, los soldados hacían ejercicio, los investigadores estudiaban, los amantes se buscaban, los ladrones acechaban y salían volando, los políticos organizaban sus proyectos. Las rotativas de los periódicos rugían toda la noche y más de un cura de esta o aquella parroquia no abría su sagrado edificio para fomentar lo que consideraba un pánico estúpido. Los periódicos insistían en la lección del año 1000, pues entonces también la gente había previsto el fin del mundo. La estrella no era tal —puro gas—, un cometa, y aunque fuera una estrella no podía chocar contra la Tierra. No había ningún precedente de cosa semejante. El sentido común era tenaz en todas partes, desdeñoso, con burlas y algo inclinado a perseguir al miedoso obstinado. Esa noche, a las 7:15 hora de Greenwich, la estrella estaría en su punto más próximo a Júpiter. Entonces el mundo vería por dónde iban a ir las cosas. Las sombrías advertencias del matemático eran tomadas por muchos como puro y elaborado autobombo. El sentido común por fin, un poco acalorado por las discusiones, dejó sentadas sus inalterables convicciones yéndose a la cama. De la misma manera también, bárbaros y salvajes, cansados de la novedad, se volvieron a sus importantes negocios, y salvo por algún perro que aullaba acá y allá el mundo salvaje se despreocupó de la estrella.
Y no obstante, cuando por fin los observadores de los estados europeos vieron salir la estrella, una hora más tarde, es verdad, pero no mayor de lo que había sido la noche anterior, había todavía muchos despiertos para reírse del gran experto en matemáticas —para dar el peligro por pasado.
Pero de ahí en adelante la risa cesó. La estrella crecía, crecía con terrible regularidad hora tras hora, un poco mayor cada hora, un poco más cerca del cenit de medianoche, y cada vez más brillante hasta que hubo convertido la noche en un segundo día. De haber venido directa hacia la Tierra en lugar de describir una curva, si no hubiera perdido velocidad por la atracción de Júpiter, debía de haber saltado el abismo intermedio en un día, pero tal como fue tardó cinco días en acercarse a nuestro planeta. La noche siguiente había alcanzado el tamaño de un tercio de la Luna antes de ponerse ante ojos ingleses, y el deshielo estaba asegurado. Apareció sobre América casi con el tamaño de la Luna, pero de un blanco cegador y ardiente, y una corriente de aire caliente sopló ahora acompañando a su aparición y robustecimiento, y en Virginia, y Brasil y el valle de San Lorenzo brilló intermitentemente a través de un hedor torrencial de nubes tronantes, de parpadeos de rayos de color violeta y de granizo sin precedentes. En Manitoba hubo un deshielo y devastadoras inundaciones. En todas las montañas de la Tierra la nieve y el hielo empezaron a fundirse aquella noche, y todos los ríos que nacían en las montañas corrían crecidos y turbios, y pronto, en las cuencas altas, con árboles arremolinados y los cuerpos de bestias y de hombres. Se elevaron constantemente, bajo el continuo brillo fantasmal, y finalmente empezaron a rebosar por encima de sus márgenes a espaldas de la población de los valles que huía.
A lo largo de la costa de Argentina y subiendo por el Atlántico sur las mareas eran más altas de lo que nadie podía recordar, y las tormentas empujaron las aguas en muchos casos muchísimas millas tierra adentro, sumergiendo ciudades enteras. Tanto había subido el calor durante la noche que la salida del sol fue como la aparición de una sombra. Los terremotos comenzaron y se multiplicaron hasta que por toda América, desde el Círculo Ártico hasta el Cabo de Hornos, las laderas estaban deslizándose, se abrían fisuras, y casas y muros se desmoronaban totalmente. Todo el lateral del Cotopaxi se deslizó en una vasta convulsión y un tumulto de lava brotó tan alto, ancho, rápido y líquido que en un día alcanzó el mar.
Y así la estrella, con la pálida Luna saliendo, cruzó el Pacífico, arrastró las tormentas de truenos como el dobladillo de una falda y las crecientes olas de la marea que avanzaban penosamente detrás de ella, espumeantes y ansiosas, cayeron sobre una isla tras otra dejándolas barridas de hombres. Hasta que finalmente llegó aquella ola —en medio de una luz cegadora y con el aliento de un horno llegó rápida y terrible—, una muralla de agua de cincuenta pies de alto, rugiendo hambrienta, sobre las largas costas de Asia, y cruzó arrasando las llanuras chinas tierra adentro. Durante un tiempo la estrella, ahora más ardiente, grande y brillante que el Sol en toda su fuerza, mostró con su brillo implacable el extenso y populoso país, ciudades y aldeas con sus pagodas, árboles, caminos, extensos campos cultivados, millones de personas sin dormir mirando con terror impotente al cielo incandescente, y después, sordo y creciente, llegó el murmullo de la inundación. Y eso fue lo que les pasó a millones de hombres esa noche… la huida a ninguna parte, con los miembros pesados por el calor y la respiración furiosa y escasa, y la inundación como una muralla blanca y rápida detrás. Y luego la muerte.