Read El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo Online
Authors: H. G. Wells
Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento
»Entonces apareció el atolón. Surgió con la salida del sol, como si dijéramos, de repente junto a mí. Me deslicé directamente hacia él hasta que estuve a una media milla de la costa, no más, y luego la corriente dio un giro y tuve que remar todo lo que pude con las manos y los trozos de cáscara de Æpiornis para alcanzar la playa. A pesar de todo llegué. No era más que un atolón corriente de unas cuatro millas a la redonda con unos cuantos árboles, un manantial en un sitio y la laguna llena de peces de colores. Llevé a tierra el huevo y lo puse en un buen sitio, muy por encima de la línea de las olas, y al sol para darle todas las oportunidades que pudiera, subí la canoa hasta un sitio seguro y anduve por allí explorando. Es extraño lo aburrido que es un atolón. Tan pronto como encontré un manantial, todo el interés pareció desvanecerse. Cuando era niño pensaba que nada podía ser más bello o más aventurero que la peripecia de Robinson Crusoe, pero ese lugar era tan monótono como un libro de sermones. Anduve por allí en busca de cosas comestibles y en general pensando, pero le digo que me aburrí mortalmente antes de que terminara el primer día. Una muestra de la suerte que tengo es que el mismísimo día que desembarqué cambió el tiempo. Una tormenta pasó hacia el norte rozando levemente la isla con una de sus alas, y por la noche cayó un aguacero torrencial y azotó un viento que bramaba. No se había necesitado mucho, ya sabe, para volcar aquella canoa. Yo dormía bajo la canoa y el huevo estaba afortunadamente en la arena, más arriba en la playa, y lo primero que recuerdo fue un sonido como de cien guijarros golpeando el bote al mismo tiempo y una avalancha de agua sobre mi cuerpo. Había estado soñando con Antananarivo y me erguí y apelé a Intoshi para preguntarle qué demonios pasaba y arañé la silla donde solían estar las cerillas. Entonces recordé dónde estaba. Había unas olas fosforescentes y encrespadas que se enroscaban como si quisieran tragarme, y todo lo demás de la noche tan negro como un pozo. El aire simplemente rugía. Las nubes parecían estar sobre la cabeza de uno y la lluvia caía como si el cielo se estuviera hundiendo y estuvieran achicando las aguas por encima del firmamento. Una gran ola vino retorciéndose hacia mí como una serpiente de fuego y yo salí disparado.
»Luego pensé en la canoa y bajé corriendo hasta ella al tiempo que el agua se retiraba de nuevo silbando, pero había desaparecido. Me pregunté entonces por el huevo y fui a tientas hasta él. Estaba perfectamente y fuera del alcance de las olas más furiosas, así que me senté junto a el y le abracé para tener compañía. ¡Cielos! ¡Qué noche aquélla!
»La tormenta cesó antes de la mañana. Cuando llegó la aurora no quedaba ni un jirón de nube en el cielo y por toda la playa había trozos de tabla esparcidos, que constituían el desarticulado esqueleto, por así decirlo, de mi canoa. No obstante, eso me dio algo que hacer, pues aprovechando que dos de los árboles estaban juntos improvisé una especie de refugio contra tormentas con esos vestigios. Y ese día el pollo rompió el cascarón. Rompió el cascarón, oiga, cuando tenía puesta la cabeza en él a modo de almohada y estaba dormido. Oí un golpazo y sentí una sacudida y me erguí, y ahí estaba el extremo del huevo picoteado y una extraña cabecita marrón que me miraba. ¡Cielos! —exclamé—. ¡Bienvenido! Y con alguna pequeña dificultad salió.
»Al principio era un tipo simpático y amistoso del tamaño de una gallina pequeña, muy similar a la mayoría de los otros pájaros jóvenes, sólo que más grande. Tenía para empezar un plumaje color castaño sucio con una especie de roña que se desprendió muy pronto y apenas si disponía de plumas —una especie de plumón. Difícilmente puedo expresar lo contento que estaba de verlo. Le digo a usted que Robinson Crusoe no cuenta ni la mitad de su soledad. Pero aquí tenía una compañía interesante. Me miró, parpadeó desde la parte delantera hacia atrás como hacen las gallinas, pió y empezó a picotear por allí de inmediato como si salir del cascarón con trescientos años de retraso fuera cosa de nada.
»—¡Encantado de verte, Viernes! —digo yo—. Pues, naturalmente, tan pronto como descubrí el huevo empollado en la canoa había decidido que si alguna vez salía del cascarón tenía que llamarse Viernes. Estaba un poco preocupado por su comida. Así que de inmediato le di un trozo de pescado crudo. Lo comió y abrió el pico por más. Me alegré de ello, pues en aquellas circunstancias, de haber sido mínimamente caprichoso, habría tenido que comérmelo después de todo.
»Le sorprendería lo interesante que era aquel pollo de Æpiornis. Me siguió desde el mismo principio. Solía quedarse á mi lado mientras pescaba en la laguna y compartíamos todo lo que cogía. Y era sensato también. Había unas cosas verdes, verrugosas y repugnantes, parecidas a pepinillos en vinagre, que solían yacer por la playa; probó una de ellas y no le sentó bien. Nunca volvió siquiera a mirarlas.
»Y creció. Casi se podía verle crecer. Y, como nunca fui muy sociable, sus maneras tranquilas, amistosas, me iban como un guante. Durante casi dos años fuimos todo lo felices que podíamos serlo en aquella isla. No me preocupaban los negocios porque sabía que mi sueldo se estaba amontonando en la empresa Dawson. Veíamos alguna vela de vez en cuando, pero nadie se acercó jamás a nosotros. Yo me divertía, también, decorando la isla con diseños hechos con erizos de mar y caprichosas conchas de diferentes tipos. Puse ISLA ÆPIORNIS en letras grandes por todo el lugar, de forma casi igual a la que hacen con piedras de colores en las estaciones del ferrocarril de las zonas rurales, y cálculos matemáticos y dibujos de varios tipos. Solía estar tumbado viendo al bendito pájaro dar vueltas por ahí con paso majestuoso y crecer y crecer, y pensar en cómo podía ganarme la vida con él mostrándole por ahí si algún día me sacaban de allí. Después de mudar empezó a ponerse hermoso, con cresta y una barba azul y muchas plumas verdes en la parte posterior. Entonces solía preguntarme si Dawson tendría algún derecho sobre él o no. Cuando había tormenta y en la estación de las lluvias, nos poníamos cómodamente al abrigo del refugio que había hecho con la vieja canoa y acostumbraba contarle mentiras sobre mis amigos en casa. Después de una tormenta solíamos ir a dar una vuelta juntos por la isla para ver si había habido algún naufragio. Era una especie de idilio, se podía decir. Sólo con que hubiera tenido algo de tabaco habría sido simplemente como el cielo.
»Fue hacia el final del segundo año cuando nuestro pequeño paraíso se vino abajo. Viernes tenía por entonces unos catorce pies de alto, con una cabeza grande y ancha como el extremo de una piqueta, y dos enormes ojos oscuros con los bordes amarillos, colocados juntos como los de un hombre, no mirando cada uno a su lado como los de una gallina. Su plumaje era fino, nada del estilo de medio luto de las avestruces, más parecido al de un casuario por lo que a color y textura se refiere. Y entonces empezó a ponerse arrogante y a darse aires y mostrar señales de un horrible temperamento…
»Finalmente llegó un momento en que había tenido poca suerte pescando y empezó a dar vueltas a mi alrededor de forma extraña y pensativa. Pensé que quizás había estado comiendo pepinillos marinos o algo, pero realmente no era más que descontento por su parte. Yo también tenía hambre, y cuando por fin pesqué un pez lo quería para mí. Aquella mañana los dos andábamos de mal humor. Lo picoteó y lo cogió, y yo le di un golpe en la cabeza para que lo soltara, a lo que se lanzó contra mí. ¡Cielos!…
»Me hizo esto en la cara —indicó su cicatriz—. Luego me dio patadas. Era como un caballo de tiro. Me levanté y, viendo que no había terminado conmigo, salí zumbando protegiéndome la cara con los brazos. Pero él corría con aquellas desgarbadas patas suyas más rápido que un caballo de carreras y seguía propinándome patadas como mazas y picándome la parte posterior de la cabeza con su cabeza de piqueta. Me dirigí a la laguna y me sumergí hasta el cuello. Él se detuvo ante el agua, porque odiaba que se le mojaran las patas. Empezó a hacer un canto, algo parecido al pavo real, pero más ronco. Comenzó a pavonearse playa arriba y abajo. Admito que me sentí pequeño al ver a este bendito fósil señoreando por allí. Y tenía la cabeza y la cara todas sangrando, y bueno… el cuerpo como una jalea de magulladuras.
»Decidí cruzar a nado la laguna y dejarle solo un rato, hasta que el asunto se calmara. Trepé a la palmera más alta y me senté allí pensando en todo ello. No creo que me sintiera tan dolido por nada ni antes ni después. Era la brutal ingratitud de la criatura. Había sido más que un hermano para él. Le incubé, le eduqué. ¡Un gran pájaro desgarbado y anticuado! Y yo un ser humano, heredero de siglos y todo eso.
»Después de un rato pensé que él mismo empezaría a ver las cosas de esa manera y a sentirse un poco apesadumbrado por su conducta. Creí que, quizá, si cogía unos buenos peces, y de inmediato me llegaba hasta él de forma casual y se los ofrecía, pudiera ser que se comportara sensatamente. Me llevó algún tiempo aprender lo implacable y pendenciero que puede ser un pájaro extinguido. ¡Maldad!
»No le contaré todos los pequeños trucos que intenté para convencerle de nuevo. Sencillamente no puedo. Me pone la cara roja de vergüenza incluso ahora pensar en los desaires y golpes que recibí por culpa de esta curiosidad infernal. Probé con la violencia. Le lancé trozos de coral desde una distancia segura, pero no hizo más que tragárselos. Le arrojé mi navaja abierta y casi la pierdo, aunque era muy grande para que la tragara. Intenté matarlo de hambre y dejé de pescar, pero se aficionó a picotear por la playa con marea baja en busca de gusanos, y con eso iba tirando. La mitad del tiempo la pasaba en la laguna con agua hasta el cuello y el resto subido a las palmeras. Una de ellas apenas si era lo suficientemente alta y cuando me cogió subido a ella disfrutó a sus anchas con mis pantorrillas. Se hizo insoportable. No sé si ha intentado alguna vez dormir subido a una palmera. A mí me produjo las pesadillas más horribles. Piense también en lo vergonzoso de todo ello. Ahí estaba ese animal extinguido andando por mi isla sin objetivo alguno con cara de duque malhumorado, y a mí no se me permitía ni siquiera poner la planta del pie en el lugar. Solía llorar de hastío y vejación. Le dije sin rodeos que no estaba dispuesto a que me persiguiera por una isla desierta un maldito anacronismo. Le dije que fuera a picotear a un navegante de su misma época. Pero lo único que hizo fue darme con el pico. ¡El gran pajarraco, todo cuello y piernas!
»No me gustaría decir cuánto se prolongó esa situación. Le habría matado antes si hubiera sabido cómo hacerlo. No obstante, por fin di con una manera de liquidarle. Es un ardid empleado en Sudamérica. Uní todas las cuerdas de pescar con tallos de algas y cosas, consiguiendo un cordel fuerte de unas doce yardas de largo o más, y até a los extremos dos trozos de roca de coral. Me llevó cierto tiempo hacerlo, porque una y otra vez tenía que meterme en la laguna o subirme a un árbol, según me diera. Lo hice girar con rapidez sobre mi cabeza y luego lo solté contra el. La primera vez fallé, pero la siguiente el cordel se agarró perfectamente a sus patas y se enrolló a ellas una y otra vez. Cayó. Hice el lanzamiento desde la laguna con agua hasta la cintura, y tan pronto como cayó estaba fuera del agua cortándole el cuello con la navaja…
»No me gusta pensar en eso ni siquiera ahora. Me sentí como un asesino mientras estaba haciéndolo, a pesar de que estaba rabioso contra el. Cuando estuve de pie sobre él y lo vi sangrando sobre la blanca arena con las largas y hermosas patas y su largo cuello retorciéndose en la última agonía… ¡Bah!
»Después de esa tragedia la soledad me invadió como una maldición. ¡Dios mío! No puede imaginarse lo que echaba de menos a aquel pájaro. Me senté junto a su cadáver y le lloré y me estremecí al contemplar aquel desolado y silencioso arrecife. Pensé en el alegre pajarillo que había sido cuando nació y en las mil agradables travesuras que había hecho antes de torcerse. Pensé que si únicamente le hubiera herido podría haberle cuidado y llegar así a un mejor entendimiento. Si hubiera tenido medios para cavar la roca de coral le habría enterrado. Le sentía exactamente igual que si fuera humano. Estando así las cosas no podía pensar en comérmelo, de modo que lo puse en la laguna y los pececillos dieron buena cuenta de él. Ni siquiera guardé las plumas. Luego, un buen día, a un tipo que hacía un crucero en yate le dio por echar un vistazo a ver si mi atolón existía todavía.
»Llegó justo en el momento preciso, porque ya estaba completamente harto de aquella desolación y sólo dudaba si terminar mis días adentrándome en el mar o tumbándome de espaldas sobre aquellas cosas verdes.
»Vendí los huesos a un hombre llamado Winslow, un negociante cerca del Museo Británico, y él dice que se los vendió al viejo Havers. Parece ser que Havers no se enteró de que eran de un tamaño extra y fue únicamente después de su muerte cuando atrajeron la atención. Los llamaron Æpiornis. ¿Qué era eso?
—
Æpiornis vastus
—respondí yo—. Es curioso, pero eso mismo me contó un amigo mío. Cuando encontraron un
Æpiornis
con un fémur de una yarda de largo creyeron que habían alcanzado el tope de la escala y le llamaron
Æpiornis maximus
. Después alguien se presentó con otro fémur de cuatro pies y seis pulgadas o más y lo llamaron
Æpiornis titan
. Luego encontraron su
Æpiornis vastus
en la colección del viejo Havers cuando murió, y a continuación apareció un
vastissimus
.
—Eso mismo me contaba Winslow —dijo el hombre de la cicatriz—. Piensa que como consigan algún
Æpiornis
más habrá cierta marejada científica que hará estallar algún vaso sanguíneo. Pero, en general, fue algo extraño para sucederle a alguien, ¿verdad?
El transitorio extravío mental de Sidney Davidson, notable ya de por sí, es todavía más extraordinario si hemos de dar crédito a la explicación de Wade. Ésta nos hace soñar con las más raras posibilidades de intercomunicación del futuro, con pasar cinco minutos intercalares al otro lado del mundo, con ser observados hasta en nuestros actos más secretos por insospechados ojos. Por casualidad yo fui el testigo inmediato del acceso de Davidson, por tanto, naturalmente me corresponde a mí poner la historia por escrito.
Cuando digo que fui el testigo inmediato de su acceso quiero decir que fui el primero en aparecer en escena. El caso ocurrió en la Escuela Técnica de Harlow, que está nada más pasar el arco de Highgate. Davidson estaba solo en el laboratorio grande cuando sucedió. Yo me encontraba en una habitación más pequeña, donde están las balanzas, terminando de escribir unas notas. La tormenta, desde luego, había alterado completamente mi trabajo. Fue precisamente después de uno de los truenos más estrepitosos cuando creí oír una rotura de cristales en la otra habitación. Dejé de escribir y me volví para escuchar. Durante un rato no oí nada. El granizo repicaba estruendosamente sobre el tejado de zinc ondulado. Luego sonó otro ruido, la rotura de algo… esta vez no había duda. Habían tirado de los estantes algo pesado. Me incorporé al instante y fui a abrir la puerta que daba al laboratorio grande.