El asno de oro (6 page)

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Authors: Apuleyo

BOOK: El asno de oro
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—Mancebo, toma lo tuyo, y muchas gracias te damos, que por cierto por este tu buen servicio te tendremos como uno de los amigos y familiares de la casa.

A esto, yo, que no esperaba tal ganancia, lleno de placer tomé mis ducados resplandecientes, y como atónito, pasándolos de una mano a otra, dije:

—Antes, señora, me has de tener como uno de tus servidores, y cuando de mí te quieras servir, con confianza lo puedes mandar.

Aún no había yo acabado de hablar esto, cuando salen tras mí todos los mozos de casa con armas y palos: el uno me daba de puñadas en la cara; otros, porradas en las espaldas; otros me rompían los costados a coces y me tiraban de los cabellos, me rasgaban los vestidos: hasta que yo fui maltratado y despedazado de la manera que lo fue aquel mancebo Adonis; y así me lanzaron de casa y me fui a una plaza cerca de allí. Y estando tomando algún descanso, recordeme que merecía y era digno de aquellos azotes y mucho más por la descortesía de mi hablar. En esto, he aquí que asoma el muerto ya llorado y plañido, el cual, según la costumbre de aquella tierra, especialmente siendo uno de los principales, lo llevaban públicamente por la plaza con gran pompa de su entierro. Como allí llegaron, vino un viejo con mucha ansia y pena, llorando y mesándose sus canas honradas, y con ambas manos se agarró a la tumba, dando grandes voces entre sollozos y lloros, diciendo:

—Por la fe que mantenéis, ¡oh ciudadanos!, y por la piedad de la república, que socorráis al triste muerto; vengad con mucha atención y severidad tan gran traición y maldad contra esta nefanda y mala mujer: porque ésta, y no otro alguno, mató con hierbas a este mezquino mancebo, hijo de mi hermana, por complacer a su adúltero y por robarle su hacienda.

De esta manera aquel viejo lloraba, quejándose a todos. Cuando el vulgo oyó aquellas palabras, indignáronse contra la mujer, por ser el hecho verosímil y creíble el crimen, y comienzan a dar voces que traigan fuego para quemarla; otros piden piedras y que la entreguen a los muchachos, que la apedreen. Ella, con palabras bien compuestas y antes pensadas, para excusarse juraba cuanto podía por todos los dioses y negaba tan gran traición. El viejo dijo entonces:

—Pues que así es, pongamos el albedrío de esta verdad en la divina Providencia para que lo descubra. Aquí está presente Zaclas, egipcio, principal profeta, el cual se comprometió conmigo por cierto precio a hacer salir de los infiernos el espíritu de este difunto y animar este cuerpo después del paso de la muerte.

Y como el viejo esto dijo, llamó allí en medio de todos a un mancebo vestido de lienzo blanco y calzados unos alpargates y la cabeza casi rapada, al cual besaba la mano muchas veces, hincándose de rodillas delante de él y diciendo:

—¡Oh sacerdote! Ten piedad de mí, por las estrellas del cielo y por los dioses de la tierra, por los elementos de Natura, por el silencio de la noche, por el crecimiento del Nilo y por la munición y reparo hecho por las golondrinas al crecimiento de este río cerca del castillo de Copto, y por los secretos de Menfis, y por la trompa de la diosa Isis, que desea este mi sobrino vivir brevemente, y a los ojos que ya son para siempre cerrados dales una poca de lumbre; no te ruego yo esto para negar a la tierra lo que es suyo; mas para solaz de nuestra venganza, te pido un poco espacio de vida. El profeta, de esta manera aplacado, tomó una cierta hierba y de ella puso tres ramos en la boca del muerto y otro en el pecho; y vuelto hacia Oriente, donde es el crecimiento del Sol, comenzó entre sí a rezar, y con aquel aparato venerable convirtió a sí a todos los que allí estaban por ver un tan grande milagro. Yo metime en medio de la gente y detrás del túmulo, subime encima de una piedra que estaba un poco alta, desde donde con mucha diligencia miraba todo lo que allí pasaba. Comenzó el muerto poco a poco a vivir: ya el pecho se le alzaba, ya las venas palpitaban, ya el cuerpo, que estaba lleno de espíritu, se levantó y comenzó a hablar, diciendo:

—¿Por qué ahora me has hecho tornar a vivir un momento de vida, después de haber bebido del río Leteo y haber ya nadado por el lago Estigio? Déjame, por Dios, déjame, y permite que me esté en mi reposo.

Como esta voz fue oída del cuerpo, el profeta se enojó algún tanto y díjole:

—¿Por qué no manifiestas al pueblo todas las cosas y declaras los secretos de tu muerte? ¿No sabes tú que con mis encantamientos puedo llamar las furias infernales que te atormenten los miembros cansados?

Entonces el difunto se levantó en el lecho donde iba, y desde allí comenzó a hablar al pueblo de esta manera:

—Yo fui muerto por las artes de mi nueva mujer, y matome con veneno que me dio de beber, por lo cual muy presto y arrebatadamente dejé mi cama y casa al adúltero.

Entonces la buena mujer tomó de las palabras audacia, y con ánimo sacrílego altercaba con el marido resistiendo a sus argumentos. El pueblo, cuando esto oyó, alterose en diversas opiniones; unos decían que aquella pésima mujer viva la debían enterrar con el cuerpo del marido; otros, que no era de dar fe a la mentira del cuerpo muerto; pero estas alteraciones atajó el habla del difunto, el cual, dando un gran gemido, dijo:

—Yo os daré muy clara razón de la inviolable y entera verdad, y manifestaré lo que otro ninguno sabe.

Entonces, demostrándome con el dedo, prosiguió, diciendo:

—Porque a este muy sagacísimo y astuto guardador de mi cuerpo, que me velaba muy bien y con muy gran diligencia, las viejas encantadoras, que deseaban cortarme las narices y orejas, por la cual causa muchas veces se habían tornado en otras figuras, no pudiendo engañar su industria y buena guarda, le echaron un gran sueño, y estando él como enterrado en este profundo sueño, las hechiceras comenzaron a llamar mi nombre, y como mis miembros estaban fríos y sin calor, no pudiendo así presto esforzarse para el servicio del arte mágica; pero él, como estaba vivo, aunque con el sueño casi muerto, y llamábase como yo, levantose a su nombre, sin saber que lo llamaban; de manera que él, de su propia voluntad, andando en forma de ánima de muerto, aunque las puertas de la cámara estaban con diligencia cerradas, por un agujero, cortadas primero las narices, después las orejas, recibió por mí el destrozo y carnicería que para mí se aparejaba.

Y porque el engaño no pareciese, pegáronle allí con mucha destreza cera formada a manera de orejas cortadas, y otra nariz semejante a la suya; y ahora está aquí el mezquino, gozoso, que alcanzó y fue pagado del salario que ganó no por su industria y trabajo, sino por la pérdida y lesión de sus narices y orejas.

Como esto dijo, yo, espantado, luego me eché mano de las narices y trájelas en la mano; agarré las orejas y cayéronseme. Cuando vieron esto los que estaban alrededor comenzaron todos a señalarme con los dedos, haciendo gesto con las cabezas. En tanto que ellos se reían, yo, cayendo a sus pies como mejor pude, me escapé de allí, y nunca después volví a mi tierra, por estar así lisiado, para que burlasen de mí. Así, que con los cabellos de una parte y otra encubro la falta de las orejas. Y con este plañizuelo que traigo puesto en la cara, la fealdad y lesión de las narices.

Cuando Theleforon acabó de contar su historia, los que estaban a la mesa, ya alegres del vino, comenzaron otra vez a dar grandes risotadas; y en tanto que bebían lo acostumbrado, díjome Birrena de esta manera:

—Mañana se hace en esta ciudad, desde que se fundó, una fiesta muy solemne, la cual nosotros solos y no en otra parte festejamos con mucho placer y gritos de alegría al santísimo dios de la risa. Esta fiesta será más alegre y graciosa por tu presencia, y pluguiese a Dios que de tus propias gracias alguna cosa alegre inventases con que sacrifiquemos y honremos a tan gran dios como éste.

Yo entonces le dije:

—Muy bien, señora; hacerse ha como mandes, y por Dios que querría hallar alguna materia con que este gran dios fuese honrado.

Después de dicho esto, mi criado me dijo que era ya tarde, y como también yo estaba alegre, levanteme luego de la mesa, y tomada licencia de Birrena, titubeando los pasos, me fui para casa, y llegando a la primera plaza un aire recio nos apagó el hacha que nos guiaba; de manera que, según la obscuridad de la noche, tropezando en las piedras, con mucha fatiga, llegamos a la posada. Como llegamos junto a la puerta, yo vi tres hombres, valientes de cuerpo y fuerzas, que estaban combatiendo en las puertas de casa. Y aunque nos veían, no se espantaban ni apartaban siquiera un poquillo; antes, mucho más y más echaban sus fuerzas, a menudo porfiando quebrar las puertas; de manera que no sin causa a mí me parecieron ladrones y muy crueles. Cuando esto vi, eché mano a mi espada, que para cosas semejantes yo traía conmigo, y sin más tardanza salté en medio de ellos, y como a cada uno hallaba luchando con las puertas, dile de estocadas, hasta tanto que ante mis pies, con las grandes heridas que les había dado, cayeron muertos. Andando en esta batalla, el ruido despertó a Fotis y abriome las puertas; yo, fatigado y lleno de sudor, lanceme en casa, y como estaba cansado de haber peleado con tres ladrones, como Hércules cuando mató al Gerión, acosteme luego a dormir.

TERCER LIBRO

Argumento

Luego que fue de día, la justicia, con sus ministros y hombres de pie, vinieron a la posada de Apuleyo y como a un homicida lo llevaron preso ante los jueces. Y cuenta del gran pueblo y gente que se juntó a verlo. Y de cómo el promotor le acusó como a hombre matador y cómo él defendía su inocencia por argumentos de grande orador; y cómo vino una vieja que parecía ser madre de aquellos muertos, a los cuales, por mandato de los jueces, Apuleyo descubrió por que la burla pareciese. Donde se levantó tan gran risa, entre todos, que fue con esto celebrada con gran placer la fiesta del dios de la risa. Fotis, su amiga, le descubrió la causa de los odres.

Añade luego cómo él vio a la mujer de Milón untarse con ungüento mágico y transfigurarse en ave; de lo cual le tomó tan gran deseo, que por error de la bujeta del ungüento, por tornarse ave se transfiguró en asno. En fin, dice el robo de la casa de Milón, de donde, hecho asno, lo llevaron los ladrones, cargado con las otras bestias, con las riquezas de Milón.

Capítulo I

Cómo Lucio Apuleyo fue preso por homicida y llevado al teatro público para ser juzgado ante todo el pueblo, y cómo el promotor fiscal le puso la acusación para celebrar la fiesta solemne del dios de la risa. Y cómo Apuleyo responde a ella, por defender su inocencia.

Otro día, de mañana, saliendo el Sol, yo desperté y comencé a pensar en la hazaña que me había acontecido antenoche; y torciendo las manos y pies, estirándome los dedos y puestas las manos sobre las rodillas, sentado de cuclillas en la cama, lloraba muy reciamente, pensando en mí y teniendo ante los ojos la casa de la justicia, los jueces y la sentencia que contra mí se había de dar y el verdugo que me había de degollar, y decía entre mí:

«¿Qué juez puedo yo hallar tan manso y benigno que me haya de dar por inocente y no culpado, estando ensangrentado y untado con sangre de la muerte de tantos hombres ciudadanos? ¿Ésta es aquella prosperidad de mi camino que el sabio Diófanes con mucha vehemencia me decía?» Esto y otras cosas semejantes diciendo y replicando entre mí, lloraba y maldecía mi ventura. Estando en esto, oí abrir las puertas, y con grandes clamores y ruido entrar los alcaldes y alguaciles con mucha compañía y gente de pie, que llenaron toda la casa; y luego dos porteros de maza por mandato de los alcaldes me echaron la mano para llevarme por fuerza, como quiera que yo no resistía; y como llegamos a la primera calleja, toda la ciudad estaba por allí esperándonos, y con mucha frecuencia nos siguió. Y como quiera que yo llevaba los ojos en tierra y aun en los abismos, lanzados con mucha tristeza, torcí un poco la cabeza a un lado y vi una casa de gran maravilla: que entre tanto pueblo como allí estaba, ninguno había que no se rompiese las entrañas de risa; finalmente, habiéndome llevado por las calles públicas de la manera que purgan la ciudad cuando hay algunas malas señales o agüeros, que traen la víctima o animal que han de sacrificar por las calles y rincones de las plazas, así, después de haberme traído por cada rincón de la plaza, pusiéronse delante de la silla de los jueces, que era un cadalso muy alto, donde estaban sentados. Ya el pregonero de la ciudad pregonaba que todos callasen y tuviesen silencio, cuando todos a una voz dicen que por la muchedumbre de la gente, que peligraba por la gran estrechura y apretamiento del lugar, y que este juicio se fuese a juzgar al teatro. Y luego, sin más tardanza, todo el pueblo fue corriendo al teatro, que en muy poco tiempo fue lleno de gente, de manera que las entradas y los tejados todo estaba lleno: unos estaban abrazados a las columnas; otros, colgados de las estatuas; otros, a las ventanas y azoteas, medio asomados, tanto, que con la mucha gana que tenían de ver, se ponían a peligro de su salud. Entonces lleváronme por medio del teatro los hombres de pie de la justicia, como a una víctima que quieren sacrificar, y pusiéronme delante del asentamiento de los jueces. El pregonero, a grandes voces, comenzó otra vez a pregonar, llamando al acusador, el cual, citado, se levantó un viejo para acusarme, y para el espacio o término de su acusación o habla pusieron allí un reloj de agua, que es un vaso sutilmente horadado, a manera de coladera, y echando agua en aquél, gotea poco a poco. Echáronle agua y comenzó el viejo a hablar al pueblo de esta manera:

—«Ciudadanos, nobles y honrados: no penséis que se tratan aquí cosas de muy poca substancia, mayormente, que toca a la paz y pro común de toda la ciudad y al buen ejemplo para el provecho de lo porvenir. Así que más os conviene a todos y a cada uno de vosotros, según la dignidad de vuestro cargo, proveer que un homicida malvado como éste no haya cometido sin pena muerte tan cruda y carnicería de tantos hombres. Y no penséis que por tener yo enemistad privada contra éste diga esto por odio propio que le tenga. Porque yo soy capitán de la guardia de la noche, y creo que ninguno hay, de todos cuantos velan de noche hasta hoy, que con razón pueda culpar mi diligencia; yo diré con mucha verdad la cosa cómo pasó.

Andando yo anoche, como a las tres horas de la noche, con mucha diligencia, cercando y rondando la ciudad de puerta en puerta, veo este crudelísimo hombre con una espada en la mano matando a cuantos podía; ya tenía entre sus pies tres muertos, que aún estaban expirando, envueltos en mucha sangre, y él, como me sintió y vio el tan grandísimo mal y traición que había hecho, huyó luego, y como hacía muy obscuro, lanzose en una casa, donde toda la noche estuvo escondido. Mas la providencia de los dioses, que no permite a los malhechores quedar sin pena alguna, proveyó que éste, antes que escondidamente huyese, lo prendiese esta mañana y lo presentase ante la autoridad sagrada de vuestro juicio; de manera que aquí tenéis a este culpado de tantas muertes; culpado que fue tomado en el delito; culpado que es hombre extranjero. Así que, con mucha constancia y severidad, pronunciad la sentencia contra hombre extraño de aquel crimen y delito que contra un vuestro ciudadano pronunciárades.»

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