Terminada la escuela secundaria, Muriel no fue a la universidad, en parte por falta de medios y en parte porque la vida académica le parecía el más aburrido de los destinos posibles. En lugar de ello cursó estudios de secretariado, oficio que alternó con trabajos que no exigían ninguna preparación, como dependienta de grandes almacenes.
Al evocar en su autobiografía los años anteriores a su adolescencia, la autora indica que una de las experiencias decisivas de su niñez fue la larga agonía de su abuela, de la que fue testigo en primera línea, pues su familia le encargó que se ocupara de atenderla hasta que llegara el desenlace. El episodio, reflejado en distintos momentos de su obra, la hizo particularmente sensible a la fragilidad de la vejez y la realidad de la muerte. A los cinco años fue aceptada en la escuela femenina James Gillespie, donde fue seleccionada junto con un grupo reducido de estudiantes para seguir un plan de estudios de élite bajo la heterodoxa supervisión de Christina Kay, modelo de miss Brodie. Su padre, Bernard Camberg, era ingeniero y procedía de una familia judía, en tanto que su madre, Sarah Elizabeth Maud Uezzell, profesora de música, era de fe protestante.
La futura autora de El asiento del Conductor llegó al mundo el 1 de febrero de 1918, en la localidad escocesa de Edimburgo. No hay constancia de lo que pensaron Bernard y Sarah cuando la comadrona los dejó a solas con aquella singular criatura en cuya cabeza se encerraba el germen de los cientos de historias que el destino reservó para que las contara ella. Sus padres tampoco podían saber por qué aquel bebé de mirada alerta y rasgos delicados pero firmemente definidos daba muestras de impaciencia. Solo a alguien que hubiera podido viajar desde el futuro hasta aquella modesta habitación después de haberse adentrado en los mundos a los que la niña daría forma en sus novelas le habría resultado posible entender el porqué de aquella extraña inquietud.
Algunos de los adjetivos más recurrentes a la hora de invocar el universo narrativo de Muriel Spark son: enigmático, excéntrico, estrafalario, estrambótico y otros que se mueven en la misma órbita semántica. En sus novelas nos encontramos con elementos ciertamente insólitos: narradores de ultratumba, miembros de la Cámara de los Lores incapaces de perpetrar un parricidio a derechas, abuelas contrabandistas que ocultan un alijo de diamantes en la miga de una baguete, platillos volantes que se muestran interesados por la suerte de los personajes. Decía John Updike que leer una novela de Muriel Spark era lo más parecido que había a adentrarse en una casa encantada en la que hay puertas falsas que conducen a pasadizos secretos y paredes que ceden al oprimir botones ocultos. Estamos en un mundo en el que nada es lo que parece, un mundo muchas veces violento, en el que lo cómico convive con lo macabro, y en el que el mal y la muerte nunca están muy lejos. Bajo la mirada atenta de Muriel Spark, una mirada fría e intelectualizada, las acciones de los personajes ponen en evidencia el lado más absurdo y oscuro del comportamiento humano. Para algunos críticos y lectores, el tratamiento que la autora da a sus personajes es en exceso despiadado. Dueña absoluta de su destino, con frecuencia la escritora les asigna un final trágico hacia el que los conduce no ya con despreocupación, sino como si le divirtiera lo que hace. «La gente dice que mis novelas son crueles porque en ellas hay acontecimientos crueles que yo narro en un tono indiferente», comentó en una entrevista concedida a
The New Yorker
. «Es cierto que muchas soy inexpresiva, pero hay en ello una intención moralizante. Lo que estoy dando a entender es que, a la larga, lo que nos pasa en esta vida no es lo más importante, sino lo que pasa después.»
Su intención moralizante obedece a un código ciertamente extraño: «Disfruto siendo puritana y moralista», afirmó en otra ocasión. «Me hace feliz emitir juicios de valor acerca del bien y el mal; cuando lo hago estoy en mi elemento, lo cual no tiene nada que ver con mi manera de comportarme en la vida real. Por lo demás, no creo que me corresponda el derecho a vengarme ni a tomar la justicia por mi mano, se trate de aplicármela a mí misma o a los demás. Con discriminar intelectualmente me basta. Lo demás se lo dejo a Dios.»
Lo cual equivale a decir que, de la misma manera que no está en su mano interferir en los asuntos divinos, tampoco le hace gracia la idea de que Dios ponga orden en su mundo narrativo. Cuando se siente verdaderamente en su elemento es cuando despliega su capacidad para la sátira, género moralista por excelencia. Los temas que aborda son serios, pero su forma de tratarlos peca de una ligereza rayana a veces en la frivolidad, cosa que a algunos críticos les parece una debilidad. Las novelas de Muriel Spark son inmensamente amenas, gracias a la habilidad de la autora para usar técnicas propias de la literatura de entretenimiento. Para algunos, eso rebaja un tanto la calidad de sus narraciones.
Nada más alejado de la realidad. Por el contrario, son pocos los autores capaces de anular como lo hace ella la distancia entre las llamadas baja y alta literatura. En sus manos, estas dos categorías carecen de sentido. Muriel Spark cultiva una prosa rápida, precisa y cortante, que no deja nada sin diseccionar. El lector la sigue sin darse cuenta de por dónde lo llevan, hipnotizado y engañado, obedeciendo señales que no entiende del todo, al igual que hacen los personajes. En sus relatos cortos ocurre algo semejante, pero el despliegue de sus plenos poderes narrativos exige el difícil formato de la media distancia, de la que el asiento del conductor es un espécimen perfecto. Las novelas cortas de Muriel, formato en el que, por calidad y cantidad, quizá ningún narrador la supere, se pueden considerar el modelo canónico del género. Escribió una veintena de novelas cuya extensión ronda el centenar de páginas, entre las cuales hay media docena de obras maestras, una de ellas la que tiene ahora el lector en sus manos.
Con absoluta naturalidad, no bien la narración echa a andar, se nos anuncia el final que aguarda a la protagonista. Como ocurre siempre con Spark, el guiño oculta mucho más de lo que muestra. Estamos en la casa encantada de que nos hablaba John Updike, y nada ni nadie puede hacer ya nada por nosotros ni por la protagonista. Por acuerdo tácito con ella, la divinidad en que la autora creía ciegamente está fuera de juego. Su competencia, nadie lo disputa, es el más allá, pero en las cien páginas que necesita la autora para construir el pequeño mundo de esta enigmática narración la única voz que cuenta es la suya. Es preciso llegar al final, que no es el que parecía anunciársenos al principio, para entender por que actúa así.
Eduardo Lago
Eduardo Lago
es doctor en Literatura por la Universidad de Nueva York, profesor de literatura en el Sarah Lawrence College desde 1993 y director del Instituto Cervantes de Nueva York desde 2006.
—Y el tejido no se mancha —dice la dependienta.
—¿Que no se mancha?
—Es el nuevo género especialmente tratado contra las manchas. Imagine que se echa usted un poquito de helado o una gota de café en la delantera del vestido pues no se mancharía.
La clienta, una mujer joven, comienza a dar tirones del automático del cuello y de la cremallera del vestido.
—¡Quíteme esto de encima! ¡Quítemelo ahora mismo!
La dependienta grita también a la compradora, que hasta ese momento se ha mostrado encantada con el vestido de colores vivos. Se trata de un estampado de cuadros verdes y malvas sobre fondo blanco, con lunares azules en los cuadros verdes y fucsias en los cuadros malvas. El modelo no ha sido un éxito de ventas. Otros del mismo género a prueba de manchas, sí, pero este, compañero de otros tres idénticos en todo menos en la talla, que cuelgan en el almacén trasero a la espera de los drásticos descuentos de las próximas rebajas semanales, ha resultado demasiado chillón para el gusto de la mayoría de la clientela. En cambio, la clienta que ahora se lo quita a toda prisa por los pies y lo arroja al suelo con la más profunda de las irritaciones, casi sonreía de gusto cuando se lo probaba.
—Este es mi vestido —había dicho.
La dependienta apuntó la necesidad de acortar el bajo de la falda.
—Está bien, pero lo necesito para mañana.
—Lamentándolo mucho, no podremos tenérselo antes del viernes.
—En tal caso, lo acortaré yo.
Y se dio la vuelta para admirar los dos costados del modelo en el espejo de cuerpo entero.
—Me sienta bien y los colores son un encanto.
—Además no se mancha —dijo entonces la dependienta con un ojo puesto en otra prenda veraniega no menos resistente a las manchas ni menos invendible, que sin duda pensaba ofrecer a la satisfecha compradora.
—¿Que no se mancha?
Fue entonces cuando la clienta desechó el vestido.
La dependienta eleva ahora la voz como si quisiera apoyar sus explicaciones.
—Es un género con un tratamiento especial… Si se le cae una gota de jerez, no tiene más que secarla.
Oiga, señora, esta usted rasgando el cuello.
—¿Le parece que yo me echo churretes en la ropa? —pregunta a gritos la clienta—. ¿Tengo aspecto de no comer como es debido?
—Señora, yo me refería al tejido. Como me dijo que se iba de vacaciones al extranjero… A uno siempre se le cae alguna mancha en los viajes. No trate nuestra ropa de esa manera si me hace el favor, señora. Yo me he limitado a decirle que es resistente a las manchas y usted se ha puesto así, después de lo que le había gustado.
—¿Y a usted quién le ha pedido un vestido a prueba de manchas? —pregunta a gritos la clienta, poniéndose de deprisa y con absoluta resolución la falda y la blusa que traía.
—Le gustaban los colores, no? —grita la dependienta—. ¿Qué importancia tiene que esté hecho a prueba de manchas si a usted le había encantado la tela antes de saberlo?
La clienta recupera su bolso y se dirige a la puerta casi a la carrera, dejando boquiabiertas a otras dos vendedoras y a dos clientas más. Ya en la salida, vuelve la cabeza y, con el aire satisfecho de quien domina la situación con un pretexto irrebatible, dice:
—¡No tolero que se me insulte!
Avanza por la calle ancha, buscando en los escaparates el vestido que necesita; el vestido necesario. Lleva los labios entreabiertos; ella, que por lo general los aprieta por la censura que a diario le merece la empresa de contabilidad en la que ha trabajado sin interrupción, si se exceptúan los meses de la enfermedad, desde que tenía dieciocho años, es decir, dieciséis años y unos cuantos meses. Cuando no está hablando o comiendo, suele tener los labios tan apretados como las rayas de un balance general, perfilados en línea recta por su anticuado carmín. Una boca juzgadora e inapelable, un instrumento de precisión, un celador minucioso. Por debajo de ella hay cinco mujeres y dos hombres. Por encima, cinco hombres y dos mujeres. Su superior inmediato había tenido el detalle de darle libre la tarde del viernes.
—Tiene que hacer la maleta, Lise. Vaya a casa, hágala y descanse.
Ella se resistía.
—No necesito descanso. Tengo que acabar este trabajo. Fíjese… , todo eso.
Su superior, un hombre pequeño y gordo, la contemplaba desde sus alarmadas gafas. Lise sonrió e inclinó la cabeza sobre la mesa de trabajo.
—Eso puede esperar su vuelta —replicó el jefe.
Al levantar la vista y advertir valor y determinación en los anteojos sin montura, Lise estalló en una risa histérica. No había acabado de reír cuando ya prorrumpía en un mar de lágrimas, en tanto que la conmoción de las otras mesas y los espasmódicos movimientos hacia atrás de su rechoncho superior le hacían ver que acababa de repetir lo que llevaba cinco años sin hacer. Corrió a los lavabos gritando a toda la oficina, a todo aquel que de un modo u otro hacía intención de salir tras ella o de consolarla.
—¡Déjenme en paz! No importa. ¿Qué importa nada?
Media hora después le estaban diciendo:
—Necesita unas buenas vacaciones, Lise. Necesita un descanso.
—Me lo voy a tomar, y pienso darme las vacaciones de mi vida.
Miró de hito en hito a los dos hombres y a las cinco mujeres por debajo de ella y al tembloroso superior y apretó los labios en una raya capaz de tacharlos a todos definitivamente. Ahora, después de abandonar la tienda, camina por la calle con los labios un poco separados, como dispuesta a captar un sabor secreto. De hecho, los ojos y las aletas de la nariz se han abierto más de lo habitual y acompañan de un modo imperceptible pero decidido a los labios separados en la misión de detectar el vestido que debe adquirir.
Bruscamente, se desvía de su rumbo a la puerta unos grandes almacenes y entra. «Departamento de Vacaciones»: acaba de ver el vestido. Un cuerpo amarillo limón con una falda estampada en llamativas uves de color naranja, malva y azul.
—¿Está confeccionado con ese género resistente a las manchas? —pregunta cuando se lo prueba delante del espejo.
—¿Resistente a las manchas? No lo sé, señora. Es un algodón lavable, pero yo en su caso lo llevaría a limpiar en seco para evitar que encogiera.
Lise se echa a reír.
—Mucho me temo que no tenemos nada que resista de verdad a las manchas. Nunca he oído nada semejante.
—Me lo llevo.
Y al decirlo aprieta la boca en una línea recta.
Mientras tanto ha descolgado de una percha un abrigo de verano de finas rayas blancas y rojas, con el cuello blanco, que enseguida se prueba sobre el vestido nuevo.