Authors: John Norman
—Cómprame, amo.
De pronto comprendí lo que estaba ocurriendo, pues conocía a la muchacha; era una joven Seda Roja, muy sensible e incluso la habían usado en el salón de Cernus para divertir a guerreros y guardias; lo más probable era que la hubiesen anestesiado. El público aulló y reclamó que la retiraran del tablado, y ella miró asombrada a la gente, prácticamente sin comprender lo que sucedía. Admiré irritado la habilidad de Cernus. No dudaba que después de esta joven la siguiente seria una muchacha bella y refinada, y la comparación con su predecesora sería tan sorprendente que los hombres olvidarían las bellezas subastadas durante la primera parte de la noche; después de esta joven, que era una magnífica actriz, la más fea de las mujeres presentables parecería brillante, atractiva, una hembra realmente bella.
—¿Qué me ofrecéis por esta esclava? —preguntó el rematador.
Se oyeron burlas y gritos.
Pero cuando él insistió, hubo varias ofertas simbólicas, quizá de hombres que deseaban conseguir casi gratis una ayudante para la cocina; no me sorprendió advertir que cada vez que se hacía una oferta auténtica, aparecía un individuo ataviado con la túnica de los Metalistas —yo sabía que era un guardia de la Casa de Cernus— y ofrecía un poco más. Finalmente, este agente de Cernus compró a la muchacha por sólo diecisiete discos de cobre. Sabía que después, quizá en otra ciudad, sería presentada como correspondía y obtendría un buen precio.
El rematador miró irritado a la multitud.
—¡Ya os lo dije! —gritó—. ¡Las bárbaras de nada sirven!
El rematador conversó con un funcionario del mercado, que llevaba las listas de los números y ratificaba las ofertas y la venta final con los compradores o sus representantes. El rematador parecía muy deprimido cuando regresó al centro del estrado.
—Perdonadme, hermanos y hermanas de mi ciudad, la Gloriosa Ar —rogó—, porque no tengo más remedio que presentaros otras bárbaras.
El público se puso de pie, y hubo un clamor de gritos y protestas. Cernus se limitaba a sonreír. Se oyeron insultos dirigidos al rematador.
De pronto se apagaron las luces del anfiteatro, y el gran recinto quedó sumido en la oscuridad. Hubo gritos de sorpresa de la multitud, protestas de las mujeres asustadas, pero un instante después la luz bañó el estrado. La multitud gritó complacida.
Tres mujeres, dos muchachas y su jefa subieron los peldaños que llevaban al estrado, la espalda erguida, la cabeza alta, el rostro oculto por los pliegues de la capucha. Todas tenían las muñecas aseguradas a la espalda, y cada correa sujetaba los brazaletes de una joven; la que marchaba delante, probablemente Elizabeth, tenía una cadena más corta que las otras dos, sin duda Virginia y Phyllis. Por supuesto, estaban descalzas. Se detuvieron cerca del centro del estrado, sus cadenas en manos del rematador.
—Aquí tenemos a tres bárbaras, dos Seda Blanca y una Seda Roja —dijo el rematador—, y todas pertenecen a la Casa de Cernus.
—¿Han sido instruidas? —preguntó una voz.
—Así lo afirma el certificado —replicó el rematador. Después ordenó subir a tres esclavos de látigos, y cada uno tomó la cadena de una joven.
A una orden del rematador, los esclavos obligaron a las jóvenes a caminar sobre el estrado, y después las devolvieron al centro iluminado.
—¿Qué me ofrecéis? —preguntó el rematador.
Se hizo el silencio.
Finalmente, se oyó una oferta de tres monedas de oro probablemente con la mera intención de iniciar la puja.
—Tres monedas —gritó el rematador—. ¿Alguien dice cuatro? —Se acercó a una de las muchachas y le quitó la capucha. Era Virginia. Tenía la cabeza erguida, y en el rostro mostraba una expresión de desdén. Exhibía los cosméticos de una esclava de placer, aplicados con arte exquisito. Los cabellos relucientes le caían sobre los hombros. Sobre los labios, el rojo de la pintura de esclavas.
—¡Ocho piezas de oro! —dijo alguien.
—¿No serán diez? —preguntó el rematador.
—¡Diez!
Ahora el rematador quitó la capucha de Phyllis.
La muchacha estaba furiosa. La multitud contuvo una exclamación. Los cosméticos realzaban y acentuaban el dramatismo de su belleza natural, pero le agregaban una tosquedad insolente e intencional, que parecía un guante arrojado a la cara de los hombres.
—¡Veinte piezas de oro! —gritó alguien.
—¡Veinticinco! —llegó la voz de otro sector.
Phyllis movió la cabeza y desvió los ojos; en su rostro se veía el desprecio.
—¿Qué me decís de treinta piezas de oro? —propuso el rematador.
—¡Cuarenta!
El rematador rió, y se acercó a la tercera joven.
Cernus se inclinó sobre el brazo de su sillón, y me miró.
—Me agradaría saber —dijo— qué sentirá cuando sepa que ha sido vendida realmente.
—¡Dame una espada —contesté—, y acepta combatir conmigo!
Cernus rió y volvió a mirar hacia el estrado.
Cuando el rematador quiso retirar la capucha de la tercera joven ella se volvió y echó a correr hacia los peldaños pero la cadena que la sujetaba detuvo su fuga. El esclavo que la cuidaba la arrojó al suelo, y la arrastró hasta el centro del tablado. El rematador se acercó, y aplicándole el pie sobre el vientre la inmovilizó.
—¿Deseáis ver el rostro de esta esclava? —preguntó el rematador al público.
Hubo gritos ansiosos.
El rematador hundió la mano bajo la capucha, y aferrando los cabellos de la joven la obligó a arrodillarse delante de los compradores. Después le quitó la capucha.
La luz iluminó el minúsculo anillo que colgaba de la nariz de Elizabeth Cardwell.
El público ahogó una exclamación. ¡Era una esclava increíblemente bella!
Se la veía refinada y salvaje, vital, peligrosa y hermosa como un larl hembra. Era una mujer que podía competir con las mejores de Gor.
Le habían aplicado los cosméticos propios de la esclava.
Se hizo el silencio.
Se oyó una oferta:
—Cien monedas de oro —quien había hablado era un traficante que mostraba las insignias de Tor; estaba a pocos metros del palco de Cernus.
—Ciento veinte —dijo otro; también era un traficante profesional y mostraba en el hombro izquierdo el signo de Tyros.
Las ofertas se elevaron a ciento cuarenta monedas de oro. Ahora las jóvenes se vieron separadas; Elizabeth un poco delante, en el centro, y Virginia y Phyllis a los dos lados. Les quitaron las cadenas, y los tres esclavos se retiraron. Con una llave, el rematador quitó el brazalete izquierdo de la muñeca de cada una, de modo que quedó colgando de la muñeca derecha.
Ahora despojó a Virginia de la capa negra y la muchacha apareció ataviada con una breve túnica amarilla sin mangas.
Se oyeron gritos de aprobación.
Hizo lo mismo con Phyllis, vestida exactamente igual que Virginia.
La multitud lanzó un clamor entusiasta.
Ahora se acercó a Elizabeth y también le quitó la capa.
La multitud rugió de placer.
Elizabeth vestía el breve atuendo de cuero de una joven tuchuk.
—Doscientas monedas de oro —dijo un mercader de Cos.
—Doscientas quince —gritó un alto oficial de la caballería de Ar.
De nuevo se ordenó a las jóvenes que se pasearan sobre el estrado, y ellas obedecieron con gestos orgullosos e irritados, como si desearan expresar desprecio por la chusma que pujaba allí abajo. Cuando completaron una vuelta, Virginia estaba cerca del centro, Phyllis detrás y a la izquierda, y Elizabeth detrás y a la derecha. Ahora las ofertas alcanzaron las doscientas cuarenta monedas. Hubo gritos de protesta, quizá proferidos por los compradores menos adinerados, que afirmaban que las jóvenes no pertenecían a la casta alta.
El rematador impartió una orden al esclavo que estaba detrás de Virginia. El esclavo cerró de nuevo el brazalete de la muñeca izquierda de la joven. Después la desnudó hasta la cintura. El gesto complació al público. Hubo una oferta de doscientas cincuenta monedas por el lote. Una nueva orden a los esclavos, y ahora Phyllis estaba al frente. Como Virginia, fue maniatada y desnudada hasta la cintura. Las ofertas llegaron a doscientos setenta y cinco piezas de oro. Ahora le tocó el turno a Elizabeth.
—Parece —dijo el rematador— que ésta fue una hembra de los tuchuks.
La multitud gruñó con aprobación. Los tuchuks, un pueblo vagabundo de Gor, evocan el misterio y la intriga; por supuesto, para los habitantes de las llanuras meridionales son poco más que enemigos eficientes, fieros y temidos.
—¿Adivináis —preguntó el rematador— cuál de las tres esclavas es Seda Roja?
La multitud rugió muy divertida.
—Sin duda —gritó el rematador—, su amo tuchuk solía usarla bastante.
La multitud gritó divertida, pero el rematador no pareció muy complacido. Dio una orden al esclavo, y éste cerró el brazalete de hierro sobre la muñeca de Elizabeth, sujetándole los brazos a la espalda.
El rematador miró al público.
—¿Esta noche no está con nosotros Samos —preguntó—, el primer traficante de Puerto Kar?
Todos los ojos se volvieron hacia uno de los palcos que estaba cerca del estrado.
Allí, instalado en un sillón de mármol, se hallaba una figura indolente; pero con la indolencia de la bestia satisfecha. Sobre el hombro izquierdo se veía el distintivo de Puerto Kar; su túnica era sencilla, de color oscuro; la capucha echada hacia atrás revelaba una cabeza grande, con los cabellos blancos muy cortos; tenía el rostro rojizo a causa del viento y la sal; la piel arrugada, resistente como el cuero; de las orejas colgaban dos pequeños anillos de oro; en él percibí poder, experiencia, sagacidad e inteligencia; pero también crueldad. Era un animal de presa que por el momento no quería cazar ni matar.
—¿Seguramente Samos de Puerto Kar tendrá cierto interés en estas hembras indignas?
—Mostradme a las mujeres —dijo Samos.
Casi al instante, bajo la amenaza del látigo, las tres bellezas bárbaras de la Casa de Cernus fueron mostradas a los compradores de Ar.
La multitud se puso de pie, gritando y golpeando el suelo con los pies; y el escándalo impidió oír las ofertas.
Las tres esclavas eran muy bellas.
Sobre el estrado, las tres jóvenes bailaron cuatro danzas, y al terminar permanecieron inmóviles, espléndidas e incitantes.
Ahora el rematador no necesitó pedir ofertas.
—¡Quinientas piezas de oro! —gritó un hombre adinerado de Ar.
—¡Quinientas veinte! —dijo el traficante de Tor.
Intimamente sentía una profunda cólera, pero también me dominaba el horror, porque ni siquiera en la imaginación podía concebir que las vendiesen a un hombre de Puerto Kar. Jamás una esclava había conseguido fugarse de Puerto Kar, protegida a un lado por el interminable delta del Vosk, y al otro por las peligrosas marcas del Golfo de Tamber. Se dice que las cadenas de una esclava son más pesadas en Puerto Kar.
El rematador gritó al público, ahora silencioso:
—¡Cerraré el puño!
—No cierres el puño —dijo Samos, primer traficante de Puerto Kar.
Con gesto respetuoso, el rematador miró al traficante de Puerto Kar, dueña y azote del vasto Thassa.
—¿Quizá Samos, primer traficante de Puerto Kar, dueña y joya del vasto Thassa, ahora se interesa?
—Así es —dijo fríamente Samos.
—¿Cuál es la oferta? —preguntó el rematador.
Ahora Samos levantó la mano.
—Samos, primer traficante de Puerto Kar, ofrece tres mil monedas de oro por las hembras que se están exhibiendo.
Se oyó una exclamación del público que colmaba el anfiteatro.
El rematador retrocedió un paso, sorprendido. Incluso las jóvenes levantaron la cabeza, sobresaltadas. Después, sonriendo, Elizabeth inclinó de nuevo la cabeza, y otro tanto hicieron Virginia y Phyllis. Experimenté una sensación de náusea. Sin duda, Elizabeth creía que Samos era el representante de los Reyes Sacerdotes, enviado para comprarlas y llevarlas a la seguridad y la libertad.
Cernus sonreía.
El rematador cerró el puño, en el gesto del hombre que se apodera de un puñado de monedas de oro.
—¡Las mujeres están vendidas! —gritó. El público proclamó su complacencia y su alegría.
Ahora las jóvenes se habían puesto de pie y varios esclavos aseguraban los brazaletes a las muñecas, preparándose para retirar del estrado a la mercancía vendida.
—¡Más bárbaras! —gritó la gente—. ¡Queremos ver más bárbaras!
—¡Las tendréis! —proclamó el rematador—. ¡Las tendréis! ¡Tenemos muchos grupos de bárbaras que complacerán a todos! ¡No os desalentéis! ¡Hay más!
La multitud tembló, excitada.
Concluida la tortura de la venta, Virginia y Phyllis lloraban. En cambio, Elizabeth parecía muy complacida. Cuando ya las retiraban del estrado, acompañadas por los esclavos que sostenían las cadenas, Cernus habló a dos de los guardias que estaban detrás de mí.
—Mostrad a este estúpido —dijo—. Que ella le vea.
Me debatí, pero no pude resistirme a los hombres que me obligaban a caminar.
—¡Ved a un enemigo de Cernus! —gritó Filemón en dirección al estrado.
Las muchachas se volvieron y por primera vez Elizabeth me vio con las correas de esclavo, las muñecas sujetas a la espalda por los brazaletes de acero, cautivo impotente de Cernus, traficante, Ubar de Ar.
Abrió muy grandes los ojos. Parecía atónita. Se llevó a la boca las manos aseguradas por los brazaletes. Meneó la cabeza, incrédula. Después la obligaron bruscamente a volverse. Miró por encima del hombro, los ojos agrandados por el horror.
—Antes de que la entreguen a Samos —decía Cernus—, creo que ordenaré que la devuelvan a la casa para usarla. Esta noche me ha intrigado. Como es Seda Roja, Samos no se opondrá.
No dije nada.
—Lleváoslo —ordenó Cernus.
—Ésta —exclamó Cernus mientras alzaba su copa— es una noche de alegría y diversión.
Nunca había visto al traficante tan alegre como esa noche, después de las ventas en el Curúleo. El festín se había iniciado tarde, y el vino fluía libremente. Las muchachas encadenadas en la pared para entretenimiento de los guardias se aferraban estáticas y embriagadas a quienes las usaban. Los guerreros de Cernus cantaban sentados frente a las mesas. Las jóvenes sometidas a instrucción servían el vino esta noche. Los músicos, también borrachos, tocaban sus instrumentos.