El asesinato del sábado por la mañana (43 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—¿Qué pasó con Elisha? ¿Por qué por él? —preguntó Ohayon, y encendió un cigarrillo mientras Yakov se bebía el agua a grandes tragos.

—Por lo que pasó en la clínica.

—¿Qué pasó en la clínica? ¿Se refiere a la clínica de salud mental de Kiryat Hayovel? —preguntó Michael, y tiró la ceniza del cigarrillo a la papelera, que había arrastrado hacia sí sin desviar la vista de Yakov. El estudiante asintió con un gesto sin decir nada.

Michael pidió educadamente a Gold que los dejara solos. Yakov no protestó, pero la mirada que dirigió al inspector jefe animó a Gold a preguntar si realmente era necesario que se marchase. Ohayon parecía indeciso, y entonces el muchacho preguntó si Gold podía quedarse con ellos. Gold miró a Ohayon, que dijo encogiéndose de hombros:

—Como quiera. No quiero someterlo a más presiones después de todo por lo que ha pasado esta noche.

Gold se sentó detrás de la oscura mesa chapada en formica que estaba junto a la ventana de aquel cuartito donde de día se realizaban sesiones de psicoterapia. Michael permaneció sentado en el borde de la cama, junto al joven, que estaba recostado contra la pared.

—¿Qué ocurrió en la clínica? —repitió con suavidad.

—Bueno, ya no tiene importancia, Elisha ha muerto, y no sé lo que voy a decirle a su padre —dijo Yakov, y dirigió una mirada angustiada al inspector jefe, quien repitió la pregunta pacientemente.

—Lo que ocurrió —dijo Yakov a toda prisa, como si deseara quitarse un peso de encima— es que la zorra ésa se enamoró de él.

Gold tuvo la sensación de que la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor y se agarró al borde de la mesa. Tenía la garganta seca y sentía algo muy parecido a lo que sintió el sábado en que descubrió a Neidorf. Abrió mucho los ojos y oyó que Michael preguntaba con impaciencia:

—¿Quién se enamoró de él?

—Su terapeuta, su psicóloga, Dina Silver.

Yakov tenía la vista fija en la pared de enfrente, en un punto situado justo sobre el hombro de Gold. Éste estaba a punto de protestar cuando un torrente de palabras comenzó a salir de la boca de Yakov. En tono monocorde y casi indiferente, el estudiante de medicina a quien Gold sólo había oído decir cosas sensatas, y a veces ingenuas, dijo que en un principio él no comprendió lo que estaba sucediendo. Elisha, que siempre llevaba a casa a sus amigas, por lo general mujeres mayores que él y a veces casadas, sin tomarse la molestia de informarse sobre los planes de Yakov, se había vuelto precavido inopinadamente y había empezado a preguntarle dónde iba a estar, cuándo iba a salir...

—Y yo pensé que al fin tenía algo serio entre manos, ya me entiende —y miró a Michael con desaliento—. Pensé —pro— siguió Yakov— que ese chico que se había acostado con medio mundo, porque supongo que perdió la virginidad cuando estaba en el colegio, a tal punto lo perseguían las mujeres, pues bien, pensé que por fin se había enamorado de verdad y que estaba empezando a demostrar cierta delicadeza, porque no era particularmente delicado cuando se trataba de cuestiones sexuales; creí que no quería ponerla en evidencia, a su nueva chica. Nunca hablaba de mujeres, nunca se tiraba el rollo, ya me entiende, y lo que yo sabía, lo sabía porque lo había visto directamente, por las llamadas telefónicas, los regalos y las cartas que recibía. Pero esta vez no me enteré de nada ni me atreví a preguntar nada. Durante el último año siempre había una mujer en casa, siempre que yo no estaba, cuando iba a ver a mi tía al kibbutz o cuando estaba trabajando en urgencias. Después, hace unos seis meses, una noche llegué a casa de improviso. Tenía fiebre y Rina me mandó a casa a media noche, y pensé que Elisha no estaba, de no ser así no habría entrado en su habitación, pero le había dado mis aspirinas el día anterior y fui a cogerlas. Y estaban juntos en la cama, dormidos. Encendí la luz y los vi. Ellos no se despertaron, de manera que cogí las aspirinas y me fui. Ella estaba tumbada boca arriba, con una pierna destapada, y le vi la cara perfectamente al encender la luz. No comprendo cómo no se despertó; Elisha siempre dormía como un tronco.

A Yakov se le ahogó la voz y la respiración se le aceleró. Gold estaba estupefacto, pero seguía sin comprender a cuento de qué venía aquello. Estaba estupefacto porque, entre todas las cosas imaginables, aquélla era la peor. Era algo que ni siquiera se citaba como un problema en los seminarios. Ni el mismo Linder bromeaba sobre eso, pensó Gold. La idea de mantener relaciones sexuales con un paciente era el tabú número uno en su profesión... ¡Y Dina Silver, precisamente ella! Pensó en su belleza fría, en cómo él la había imaginado incapaz de albergar ninguna pasión, en el ágil ademán con el que se retiraba el pelo de la frente, en su ambición, en el hecho de que estaba a punto de convertirse en miembro del Instituto.

Volvió a oír la voz de Yakov contestando una pregunta que se había perdido mientras trataba de digerir la espantosa noticia.

—No, yo no la conocía, no la relacioné con nada. Pensé que era muy guapa y que parecía bastante mayor; pensé: «Otra mujer casada». Le vi el anillo de casada en el dedo; no me pregunte cómo capté tantos detalles. En fin, no tenía intención de echarle la bronca a Elisha. Ya era mayor de edad y, además, cuando le decías algo que no le gustaba solía encerrarse en su concha; me fui a la cama y, a la mañana siguiente, no comenté nada. Pero unos días después..., no se lo va a creer..., estaba en el banco, esperando mi turno, y la reconocí, era la mujer que tenía delante en la cola. Había un cajero nuevo y ella iba a ingresar unos cheques y él le preguntó a nombre de quién había que abonarlos; entonces dijo cómo se llamaba y yo me hice una composición de lugar y estuve a punto de desmayarme, porque sabía cómo se llamaba la psicóloga de Elisha y me di cuenta de que era ella. Después, al llegar a casa, le hablé a Elisha de la psicoterapia, porque ya me había contado que había dejado de ir, y ese año había sido catastrófico para él; el ejército lo rechazó, y no dormía ni comía, parecía un fantasma. Así que le pregunté cuándo iba a retomar la psicoterapia, y él me dijo que nunca, que no le hacía falta. En esa época Elisha circulaba como si estuviera permanentemente colocado, no iba a clase, se pasaba el día sentado junto al teléfono y empezó a interrogarme sobre los medicamentos y sobre todo tipo de cosas absurdas. Su padre me llamó por teléfono queriendo saber por qué Elisha no le había escrito y qué le estaba pasando. Había días en los que parecía que no reconocía su habitación ni sabía dónde estaba, y al final, al ver que estaba perdiendo el norte, decidí ir a hablar de él con la doctora Neidorf, porque había sido ella la que lo remitió a la clínica, o sea que era responsabilidad suya.

Gold se enjugó la frente y miró a Michael, que metió la mano en el bolsillo de su camisa y tocó lo que parecía ser una cajita cuadrada. Súbitamente, Gold comprendió que era una grabadora en miniatura, como la que tenía un amigo suyo periodista, pero en seguida se amonestó a sí mismo diciéndose que tenía que dejar de portarse como un paranoico y volvió a prestar atención a lo que se estaba diciendo.

—¿Qué ocurrió en la consulta de la doctora Neidorf? —preguntó Michael, y una vez más desencadenó un aluvión de palabras.

Cuando la llamó y le explicó quién era, dijo Yakov, Neidorf le había sugerido que llevara a Elisha a su consulta, o que le dijera que la llamase por teléfono, pero él le explicó que era imposible comunicarse con él.

—Y en realidad sí traté de convencerlo de que fuera a verla, pero se rió en mi cara y dijo que no se había sentido mejor en su vida, y un montón de tonterías por el estilo, y vi claramente que lo único que le pasaba era que estaba enfermo, muy enfermo; es imposible que una persona sana no haga nada, lo que se dice nada de nada, durante meses y meses. Ni leer un libro, ni ir al cine, ni salir con los amigos, ni trabajar, ni estudiar, lo único que hacía era quedarse sentado o desaparecer, y pretendía que me creyera que todo iba bien. Hasta se lo consulté al doctor Gold en cierta ocasión, pero no nos dio tiempo de tener una conversación seria, y hasta que comprendí lo que estaba sucediendo con su psicóloga, seguí pensando que aún estaba a tiempo de volver a la clínica. De todos modos al final convencí a la doctora Neidorf de que me recibiera. No tenía la intención de entrar en detalles, sólo quería describirle el estado en el que estaba Elisha, pero ella consiguió sonsacarme lo de la psicóloga, y cuando se lo conté no me creyó, es decir, me creyó, pero me preguntó doscientas veces si estaba seguro, y dijo que era una acusación muy grave y otras cosas por el estilo. Yo sólo quería que se ocupara de Elisha, pero ella no paraba de preguntarme todo tipo de detalles, hasta que terminé por sugerirle que podía llamarla por teléfono la próxima vez para que lo viera con sus propios ojos. Me dijo que no tenía tiempo para atender a Elisha personalmente, que se iba a marchar al extranjero dentro de un par de semanas, pero que cuando regresara hablaría con él y lo remitiría a alguna persona de confianza. Cuando volví de Londres no tuve tiempo para llamarla. Apenas veía a Elisha; o no estaba en casa o se quedaba tirado en la cama con la vista fija en el techo, y no me di cuenta de lo urgente que era todo. Prácticamente no me hablaba. Yo trataba de hablar con él, y tenía la intención de llamar a la doctora Neidorf, pero siempre andaba de cabeza —la voz de Yakov se apagó y se convirtió en un profundo suspiro, mientras una expresión de culpabilidad, que se transformó en impotencia, se instalaba en su rostro.

Ohayon dirigió a Gold una mirada apreciativa. Gold sintió que se ponía pálido y que la sangre se le retiraba de la cara. Pero seguía sin comprender qué relación tenía aquello con el caso.

Michael le pidió que saliera con él un momento. Fuera de la habitación, en el largo pasillo iluminado por neones de la planta séptima, Michael le hizo sentarse en una de las sillas naranjas de plástico que estaban alineadas junto a la pared, lo agarró por el brazo, y en un tono escalofriante, distinto de todos los que Gold le había oído hasta entonces, le explicó que tenía que sepultar en lo más profundo de su mente todo lo que acababa de oír y no hacerle a nadie el menor comentario al respecto.

—¿Se da cuenta de la importancia que tiene? —Gold no se daba cuenta, pero asintió mecánicamente—. Quiero que lo entienda: la resolución del asesinato de su analista depende por completo de esto. No lo comente con nadie, ni con su mujer, ni con su madre, ni con su mejor amigo, con nadie. De momento. Y que el chico se quede aquí también no le deje irse a casa. Durante un día o dos, como máximo, nada debe salir de aquí. Ni que Elisha ha muerto, ni la historia de Silver, nada. ¿Comprendido?

Gold quería quejarse, plantear preguntas, pero la determinación que transmitía la voz del inspector lo redujo al silencio. Ohayon le dijo que él se encargaría de comunicárselo al padre del chico y de tratar con el hospital para que guardaran allí el cadáver durante un par de días; no sería la primera vez que se hacía algo así. Luego volvió a recalcar que la misión de Gold era mantener la boca cerrada y evitar que el chico hablara con nadie.

—Sométale a un maratón, despéjele la cabeza, está atormentado por la culpa, la ira, la congoja y todos los sentimientos habituales en estos casos. Le va a dar mucho trabajo, no lo pierda de vista, ¿entendido?

Gold lo entendió y prometió que así lo haría. Se sentía básicamente asustado, asustado de Ohayon y de lo que había oído, pero como no podía compartir su miedo con nadie más que con el propio Ohayon se encontró diciendo que el suicidio había sido un acto dirigido contra ella, contra Dina Silver. Gold repetía unas palabras que Michael había oído de boca de uno de los miembros del Comité de Formación aquel sábado: el suicidio siempre era una venganza. Una venganza entre otras cosas, había puntualizado él.

Michael Ohayon se limitó a hacer una pregunta, una pregunta que desconcertó a Gold. ¿Habrían inhabilitado a Dina Silver temporalmente en el Instituto por lo que había hecho?

—¿Qué? —dijo Gold mirándolo con perplejidad—. ¿Inhabilitarla temporalmente? ¡Esa chica está acabada profesional— mente para el resto de sus días! Ni siquiera la admitirían en el Servicio de Asesoramiento a Estudiantes de la Universidad Hebrea, ni en ningún hospital psiquiátrico privado. Es lo peor que se puede hacer... ¡Y con un adolescente! —sólo entonces comenzó a comprender por dónde iban los tiros. Dirigió a Michael Ohayon una mirada interrogante y éste asintió.

—Sí, es exactamente lo que está pensando, y no me pida explicaciones ahora mismo, porque no podría dárselas. Limítese a hacer lo que le he dicho y no le quite la vista de encima al chico o tendré que detenerlo, y quizá a usted también —dijo amenazadoramente. Aterrorizado, Gold le aseguró que no haría nada más que seguir sus instrucciones al pie de la letra. Pero Ohayon, que no parecía convencido, terminó por decir—: Quédese en la habitación y no salga de allí por ningún motivo, ni para telefonear, ni para nada. Voy a poner vigilancia a la puerta.

Eran las ocho de la mañana, las salas habían vuelto a cobrar vida y los médicos estaban a punto de comenzar sus rondas cuando el inspector jefe Michael Ohayon se marchó del hospital. Dejó a Eli Bahar, cuyo desayuno había interrumpido, a la puerta de la habitación de la planta séptima, después de desconectar el teléfono con sus propias manos. Lo hizo dirigiendo una mirada de disculpa a Gold, que comentó algo sobre la falta de confianza.

—Amigo mío —dijo Ohayon—, este asunto es muy serio. Demasiado serio para andarnos con juegos. Nos las tenemos que ver con una psicótica, y la vida de su joven estudiante peligra si alguien descubre lo que sabe.

Antes de desconectar el teléfono, Ohayon le pidió a Gold que llamara a su mujer y se inventara cualquier historia sobre una urgencia surgida en el hospital; su mujer tendría que anular las citas de los dos próximos días. Ese engaño dejó a Gold con una sensación de incomodidad y ansiedad no menos opresiva que la que había tenido hasta entonces, pero a la vez, hubo de admitir, con cierto sentimiento de importancia.

17

Cuando faltaban exactamente cinco minutos para las nueve, Michael aparcó junto a la entrada de la casa de Hildesheimer. Aspiró el aire fresco y tonificante de la mañana y se quedó a la espera en la acera de enfrente, hasta que vio salir a un hombre del viejo edificio y supo, sin saber cómo, que salía de una sesión con el anciano.

En el breve lapso que medió entre su marcha del hospital y su llegada a casa de Hildesheimer, Michael se las había arreglado para enviar varios mensajes por radio. Había mandado a Raffi a hablar con Alí, el jardinero de Dehaisha, que se había reincorporado a su trabajo como si no hubiera sucedido nada.

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