El asesinato del sábado por la mañana (41 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—No te puedes basar en nada. No comprendo qué tienes contra esa chica. ¿Por qué no te informas sobre ella a través de alguno de tus amigos del Instituto? Por ejemplo, a través de..., ¿cómo se llama?, el viejo ese que tan bien te cae.

Al final Michael citó a Elisha Naveh para interrogarlo. El joven había continuado merodeando por las cercanías de la clínica y de la casa de Dina Silver (que seguía guardando cama), cada vez con un aspecto más desaliñado, según comentaba Raffi, que le iba siguiendo los pasos.

Naveh no se prestó a cooperar, negó cualquier relación con Dina Silver, sin siquiera pestañear cuando Michael le recordó que había estado tratándose con ella en la clínica de salud mental. No había manera de llegar a él.

Michael le contaría a Hildesheimer más adelante que, durante todo el interrogatorio, había tenido la sensación de que el muchacho «no estaba allí. Estaba en otro mundo, oyendo otras voces en lugar de la mía. Incluso traté de amenazarlo diciéndole que iba a ponerme en contacto con su padre y que lo haría detener por posesión de drogas, pero se limitó a dirigirme una mirada ausente, como si yo no existiera. Después de dejarle marchar, algo de lo que sigo arrepintiéndome hasta el día de hoy, comprendí que el chico estaba más allá del miedo, y cuando eso ocurre no se puede hacer nada». Pero esta conversación tuvo lugar mucho tiempo después de que todo hubiera concluido.

Después de dejar que el chico se marchara sin haber conseguido extraerle ninguna información, Michael volvió a sentirse perdido. Y Yuval empezó a quejarse de nuevo de que le oía rechinar los dientes por la noche.

Terminaron por pedir autorización para intervenir el teléfono privado de Dina Silver, pese a que su marido fuese quien era, y Michael puso en ello sus esperanzas de salvación. Estuvo a la escucha durante dos semanas sin descubrir nada. Se vio obligado a admitir que Dina Silver no era precisamente charlatana, ni siquiera cuando estaba enferma, y el hecho de que estaba enferma era irrefutable. Las únicas personas con las que habló por teléfono fueron sus pacientes, Joe Linder y algunos otros analistas del Instituto.

Hasta algún tiempo después Michael no recordaría la llamada telefónica del día en que le dieron el aviso desde el hospital Hadassah de Ein Kerem. Dina Silver dijo «dígame» varias veces sin que nadie le contestara y al final se oyó un clic. Localizaron la llamada, efectuada desde una «cabina de la plaza de Sión», según le dijeron a Michael, y no volvió a pensar en ello hasta después de haber acudido al Hadassah. Y para entonces ya era demasiado tarde, como le diría a Hildesheimer más adelante.

16

Desde que terminara sus prácticas de psiquiatría, Shlomo Gold hacía guardias en el hospital sólo dos veces al mes. Estaba de guardia en su domicilio seis veces al mes, pero rara vez recibía un aviso a horas intempestivas. Y siempre se aseguraba de que el Hadassah de Ein Kerem no fuera el hospital de guardia las noches que le tocaba estar allí; así podía confiar en pasar una noche relativamente tranquila, según le explicó a Rina, la enfermera jefe de urgencias.

Esa noche el hospital de guardia era el Hadassah del Monte Scopus, en el otro extremo de la ciudad, tal como le dijo a Rina cuando la enfermera se incorporó a su turno a las diez y media, de manera que Gold confiaba en que le diera tiempo de escribir el informe de sus sesiones psicoanalíticas, ya que no había podido hacerlo durante la semana; al día siguiente le tocaba supervisión con Rosenfeld. Pero aplazaría el momento fatídico con mucho gusto para quedarse a charlar un rato con ella. Rina, una soltera bastante regordeta de cuarenta y pocos años, le dirigió una mirada seductora desde el otro lado del mostrador, acercándole su rostro vulgar y sin atractivos, y le preguntó con picardía si de verdad tenía que dedicarse a escribir esa noche.

Gold se ruborizó avergonzado. Nunca había logrado emular el tono guasón y despreocupado de algunos de sus amigos, que flirteaban con Rina sin comprometerse a nada y pasaban las noches de guardia, según contaban a la mañana siguiente, entregados a juegos y bromas ardientes, siempre, claro está, que el hospital no estuviera de guardia esa noche.

Divertida por el aturdimiento de Gold, Rina se le arrimó todavía más. Él retrocedió hacia la puerta y trató de dominar el rubor que le subía al rostro. Terminó por decirle:

—Deja de portarte así. Me estás poniendo nervioso —y sus ojos desvaídos eludieron la mirada de regocijo de la enfermera. La aparición del médico de guardia de la unidad de cuidados intensivos respiratorios salvó la situación, pues Rina concentró en él sus insinuaciones en cuanto entró y se recostó en el mostrador junto a Gold.

A diferencia de Gold, el joven doctor Galor era desenfadado y campechano. Pese a no ser especialmente guapo, irradiaba ese tipo de aplomo que Gold nunca había logrado adquirir. Galor dirigió una sonrisa incitante a Rina, pasó al otro lado del mostrador, le rodeó los hombros con el brazo y comenzó a juguetear con el cuello de su bata blanca cerrada con cremallera. La cremallera empezó a abrirse como resultado de las manipulaciones del doctor Galor, que hizo caso omiso de las débiles protestas de su dueña.

Con el semblante aún más arrebolado, Gold se disponía a salir de la sala de urgencias cuando entraron en ella dos hombres llevando una camilla. La expresión de Rina se volvió repentinamente fría y formal mientras decía con severidad:

—Éste no es el hospital que está de guardia esta noche —su voz restalló como un ladrido seco en el silencio de la sala de urgencias, casi vacía. Gold estaba convencido de que iba a echarlos, pero entonces entró precipitadamente Yakov y la expresión de Rina se transformó en otra de interés y preocupación—: ¿Qué ocurre, Yakov, es algún conocido tuyo?

Yakov, un estudiante de cuarto curso de medicina, que trabajaba en urgencias como auxiliar y que despertaba en Rina unos sentimientos maternales hasta entonces desconocidos en ella, no despegó los labios; se limitó a asentir con la cabeza mientras señalaba la camilla, de la que sobresalía un brazo unido a un gotero. Los auxiliares que llevaban la camilla trasladaron delicadamente al paciente a la cama vacía más próxima, junto a la que se había parado Yakov.

Rina miró al joven de la cama y después a Yakov y dijo:

—¿No es el que vive contigo? ¿Ese chico tan guapo? ¿Qué le ha pasado?

Yakov se enjugó el rostro con la manga y dijo con voz entrecortada:

—Se ha tomado un montón de pastillas y también ha bebido algo. Tiene el pulso muy débil —dirigió una mirada desesperada a Rina y añadió—: ¡Haz algo! ¿Por qué nadie hace nada? ¿Qué estáis haciendo ahí parados?

Y entonces dio comienzo lo que Gold había dado en llamar la danza de los derviches. Galor se precipitó hacia la cama para tomarle el pulso al paciente. Rina exclamó de pronto:

—¡El neumólogo de guardia! ¡Que venga él también! —y alguien dijo algo sobre un lavado gástrico con carbón activado. Galor dictaminó que no había tiempo para radiografías, la sala de urgencias comenzó a llenarse de gente vestida con bata blanca, y mientras arrastraban la cama, que tenía ruedas, hacia el pasillo, solicitaron de Yakov más información. Corriendo en pos de la cama, el estudiante respondió que había visto una botella de coñac, pero no sabía cuánto había bebido Elisha, y también había visto envases de medicamentos vacíos. Según sus cálculos, dijo, Elisha se había tomado veinte antidepresivos y diez barbitúricos, y se los había tragado con alcohol.

Galor miró a Yakov con inquietud y le dijo:

—Quédate aquí, no tienes buen aspecto. Ya te avisaré para que vengas, te lo prometo —y se fue corriendo pasillo adelante detrás de la cama.

Yakov empezó a sufrir un violento temblor, se cubrió el rostro con las manos, tomó asiento en la cama más cercana al mostrador y dijo con voz trémula:

—No sobrevivirá. Lo he descubierto demasiado tarde. Ay, Dios mío, no sobrevivirá.

Gold no tardó ni un segundo en llegar a su lado. Rodeó con los brazos al estudiante de medicina, que era el favorito de todos, que siempre sonreía, que trabajaba tres noches a la semana en urgencias para pagarse los estudios, que nunca se quejaba de nada, y en cuyo rostro siempre se veía una expresión de admiración hacia los médicos, de compasión hacia los pacientes y de infantil veneración hacia la ciencia médica en general.

Hacía tan sólo una semana que había regresado de Londres, según sabía Gold, de visitar a sus padres, que pertenecían al servicio diplomático. Yakov había vivido solo desde que destinaron allí a su familia. Después de terminar el servicio militar y de ingresar en la facultad de Medicina, se había mantenido a sí mismo. Lo único que le salía gratis era el alojamiento, porque actuaba
in loco parentis
con su compañero de piso, cuyo padre también estaba destinado en la embajada de Londres.

Hacía unos meses, durante una noche de guardia, Gold había estado charlando con Yakov y éste le había revelado sus dudas con respecto a la especialidad que elegiría. Estaba contemplando la posibilidad de hacerse psiquiatra, le dijo con mucha seriedad, y miró a Gold como si fuera Dios. Después le habló de su compañero de piso.

—Un chico con mucho talento que está destrozándose. No puede ni imaginarse cómo está desperdiciando la vida —dijo Yakov con tristeza, y añadió que estaba muy unido a su compañero—. Para mí es como un hermano pequeño y no sé qué hacer.

Desde detrás de sus gruesas gafas los ojos castaños del chico le habían dirigido una mirada atormentada, inteligente y confiada, y Gold se encontró pronunciando una larga conferencia sobre la especialización en psiquiatría. Sin una formación clínica complementaria, dijo Gold, el licenciado en psiquiatría descubre que sólo está capacitado para tratar a sus pacientes con medicamentos. Si Yakov realmente pretendía especializarse en esa área, tendría que realizar otros estudios además de formarse en el hospital. Para concluir, Gold posó la vista en aquellos ojos serios y confiados, sonrió y dijo que, probablemente, Yakov cambiaría de idea una docena de veces antes de licenciarse en la facultad de Medicina. Entonces Yakov le respondió humildemente que quizá cambiara de idea, pero que lo que le había dicho Gold le interesaba mucho y que realmente no sabía qué hacer con su compañero de piso, a quien tenía a su cargo. Gold le sugirió que lo enviara a alguna de las clínicas de salud mental de la ciudad. Entonces, según recordaba Gold, en la cara del estudiante apareció una expresión amarga mientras le preguntaba si había oído hablar de una tal doctora Neidorf.

Gold le dirigió una sonrisa de complicidad y dijo que la conocía, desde luego, personalmente.

—Bueno, pues el padre de Elisha también la conoce personalmente... Elisha es el chico que vive conmigo..., y fue a verla, y ella lo envió a la clínica de salud mental de Kiryat Hayovel, y desde que empezó a ir allí está peor que nunca. Creo que lo que ha ocurrido allí ha sido un desastre.

Pero en ese momento habían avisado a Gold para que acudiera a una habitación y después se olvidó de aquella conversación interrumpida. Debía de haber pasado un año desde entonces, pensó Gold, y hasta ese momento no se había detenido a pensar en ello. No se había molestado en saber qué era lo que había ido tan mal en la clínica ni lo que preocupaba tanto a Yakov, que ahora estaba sentado a su lado, con la mirada perdida.

Rina cogió a Yakov de la mano y se lo llevó al cuarto trasero, utilizado como comedor por los médicos de guardia y el personal de urgencias. Le hizo sentarse allí y le puso en las manos una taza de café muy azucarado. Después, dirigiendo un guiño a Gold con el que quería decirle «ponte a trabajar», se marchó.

Gold tuvo que preguntarle varias veces qué había ocurrido exactamente, al principio en tono afectuoso, después con insistencia. Al fin, Yakov arrancó a hablar. Había ido a la sesión de tarde del cine, necesitaba tomarse un descanso en los estudios, y al salir de casa pensó que Elisha estaba durmiendo. Cuando regresó, a las diez, todas las luces estaban encendidas; las vio desde fuera. Entró y llamó a Elisha, pero no hubo respuesta; entonces entró en el dormitorio de su compañero y se lo encontró tumbado encima de la cama deshecha. A su lado había una botella de coñac y la habitación apestaba a alcohol.

—Es importante que sepa que Elisha detestaba el alcohol —dijo Yakov, y miró por primera vez a Gold, que asintió con la cabeza y le pidió que continuara. Yakov le habló de los envases de medicamentos que había junto a la cama, por los que supo lo que había tomado Elisha—. Esos estuchitos pequeños de la Seguridad Social... No sé de dónde los sacaría. En uno de ellos estaba escrito «Elatroll» y en otro «Pentobarbital», y no sé cuántas pastillas se tomó, pero sí sé que sería difícil imaginar una combinación más destructiva —dijo, y rompió a llorar.

Sin decir nada, Gold le dejó llorar. La puerta se abrió y por ella asomó la cabeza de Rina. La enfermera contempló la escena con expresión adusta y sacudió la cabeza. Gold le indicó con un gesto que saliera y cerrase la puerta, y ella obedeció.

A lo largo de las dos horas que pasó con Yakov, Gold consiguió que el estudiante diera voz al sentimiento de culpa que acompañaba el estado de conmoción provocado por haber encontrado así a su amigo. Parte de la culpabilidad derivaba del hecho de que había sido él quien le había contado a Elisha «cómo no se puede uno morir», según su propia expresión. Un día habían visto una película de televisión en la que la protagonista trataba de suicidarse tomando Valium.

—Y yo tuve la genial idea de explicarle que para suicidarse a base de Valium habría que tomarse unas doscientas pastillas, o algo así, y que es imposible matarse con tranquilizantes si no los tomas en cantidades ingentes. Elisha quería saber cómo había que suicidarse, y yo le pregunté si estaba planeando algo en ese sentido, y él me respondió que no dijera tonterías. Luego, cuando terminó la película, le comenté algo sobre el Elatroll y el peligro de combinarlo con alcohol y barbitúricos —Gold murmuró unas palabras de consuelo pero Yakov continuó hablando apasionadamente, como si no le hubiera oído—: ¡Qué desgracia! No sé si ha conseguido ver lo guapo que es. Vuelve locas a las mujeres. Y además es inteligente, interesante, y tiene sentido del humor, y mucho encanto. Atrae a la gente como la miel a las moscas. Y no es porque sea tan guapo, sino porque te transmite la sensación de que te necesita desesperadamente, y es una sensación que le transmite a todo el mundo. Éramos muy amigos, ya se lo he dicho, y yo le creí; aun antes de irme a Londres ya tenía la impresión de que algo iba mal, pero nunca pensé que lograría conseguir Elatroll, no se puede comprar sin receta, no sé quién se lo puede haber dado.

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