El asesinato del sábado por la mañana (31 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
6.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Por culpa de la conferencia? —prosiguió Nimrod, con expresión de quien empieza a comprender algo—. ¿Pretende decirnos que esa conferencia ha sido la causante de todo?

Michael les habló de la desaparición de las copias de la conferencia y del registro del Instituto y sus alrededores, del que no habían sacado nada en claro. ¿No habría dejado, por casualidad, una copia en la casa de Chicago?, preguntó.

Los hermanos se miraron entre sí. Nimrod contuvo el aliento y dirigió la vista alternativamente hacia Nava y Hillel y hacia Michael. No, Eva no había dejado allí ninguna copia. Era una casa grande, le explicaron, en las afueras. Habían alojado a Eva en un ala independiente, con su propio cuarto de baño, «para que pudiera descansar mejor», precisó Hillel. Ni siquiera habían visto la conferencia. En caso de que hubiera alguna copia, la asistenta que iba a limpiar todos los días la habría tirado.

—No hay la menor posibilidad de encontrar algo allí —dijo Hillel—. No se imagina usted lo ordenada que era Eva.

Nimrod agachó la cabeza y emitió un quejido. Hillel dirigió la vista hacia él y se quedó callado.

—¿Pero qué hay de ese vuelo a París al que se ha referido antes? —dijo Michael—. ¿Qué me iba a comentar sobre eso?

Hillel se quitó las gafas y se enjugó los ojos. A continuación, dijo:

—Cuando Nava estaba en el hospital, la víspera de su vuelta a casa, encontré a Eva en la cocina a las dos de la mañana. En un principio pensé que la idea de que Nava estuviese a punto de llegar con el bebé la habría puesto nerviosa y no le dejaba conciliar el sueño, como a mí, pero en cuanto empezó a hablar comprendí que el motivo de su tensión y sus nervios era la conferencia. No paraba de decir que si pudiera consultárselo a Hildesheimer se quitaría un gran peso de encima. Le sugerí que lo llamara por teléfono o le escribiera, pero me aseguró que no era un asunto que pudiera discutirse por carta ni por teléfono, y que no tendría tiempo para hablar con él antes de la conferencia. Estuve a punto de animarla a que adelantara su regreso, pero me pareció que, después de ir hasta allí sólo para ayudarnos con el bebé, esa propuesta podría herirla —su voz se volvió reflexiva, como si estuviera replanteándose las cosas a la luz de la nueva información—. Le pregunté si no había nadie más a quien pudiera consultar y, entonces, abrió mucho los ojos y dijo: «Sí, claro, ¿cómo no se me habrá ocurrido antes?», y así surgió la idea de que volviera por París. Hay una psicoanalista amiga suya que vive allí. No recuerdo su nombre, pero lo tengo apuntado, y su teléfono también. Eva la llamó en cuanto fue una hora razonable en París y se citó con ella. Yo apenas si entiendo el francés y me asombró lo bien que lo hablaba Eva.

Nava había empezado a llorar en silencio otra vez y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Se las iba secando con el dorso de la mano, hasta que Hillel reparó en sus sollozos ahogados y le trajo una caja de pañuelos de papel de la cocina.

Michael no sabía por dónde empezar. Hildesheimer no le había hablado de la visita a París. ¿Lo sabría y se lo habría ocultado? Pero, ¿qué motivos podría tener para no habérselo dicho?

¿Sería posible que Eva no se lo hubiera contado al viejo profesor? ¿Y qué pensar de la historia según la cual Eva y Hillel habían regresado juntos a Israel? Él mismo había interrogado al yerno el día del asesinato y todo había quedado muy claro, su llegada en el mismo vuelo, su conversación preparatoria para la reunión de la junta directiva, los billetes de primera clase.

—¿No regresó usted en el mismo avión que la doctora? —se limitó a preguntar Michael en voz alta.

Sí, claro que sí, ya se lo había explicado al inspector jefe el sábado, ¿verdad?, en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos.

—Pero, ¿cómo volvieron? —preguntó Michael confuso.

—¿Qué quiere decir? En un vuelo desde París, claro está. Yo salí hacia París un día después que Eva —dijo Hillel.

—¿Por qué no me lo contó el sábado? —preguntó Michael con aprensión.

—Creía que ya lo sabía, creía que era evidente, no pensé que tuviera importancia. ¿Cómo voy a saberlo? No me di cuenta de que era un detalle importante y, sobre todo, pensé que lo sabía.

Michael hizo un rápido resumen mental de la nueva información. Eva Neidorf había visto a una colega en París, había regresado a Israel con su yerno desde París, no desde Nueva York, y no le había hablado de la escala ni de la cita en París a Hildesheimer.

Le pidió a Hillel que volviera a explicarle lo del vuelo.

—Ayer estaba previsto celebrar la reunión anual de la junta directiva. Era una reunión importante —Hillel miró de reojo a su mujer y a su cuñado, quienes a todas luces lo escuchaban pese a estar mirando fijamente al frente—. Tenía que preparar a Eva, que no tenía ni idea de esos asuntos. En casa no logramos hablar del tema; el niño no paraba de llorar, Eva estaba ocupada con su conferencia y nunca encontrábamos el momento, así que fuimos aplazándolo y terminamos por dejarlo para cuando estuviéramos en el avión. Yo cogí un vuelo indirecto a Israel que hacía escala en París y Eva embarcó en mi avión en París. Lo habíamos acordado de antemano; yo mismo hice las reservas para los dos. Así que volvimos juntos desde París y todo lo que puedo decirle es que allí vio a esa psicoanalista. Cuando le pregunté qué tal le habían ido su cita y su estancia en París, me dijo que había sido muy importante para ella. Se la veía un poco tensa, eso es todo lo que sé. No sé de qué trataba la conferencia ni con qué problemas había tropezado.

Michael dirigió una mirada interrogante a Nava, que negó con la cabeza. Ella ni siquiera se había enterado del motivo por el que su madre había ido a París. Creía que era un viaje de placer. Acababa de dar a luz, no se había detenido a pensar en ello, dijo mientras sus ojos volvían a anegarse en lágrimas.

Sí, conocía a la psicoanalista francesa. No recordaba su nombre, era difícil de pronunciar.

Nimrod sí lo recordaba.

—Catherine Louise Dubbonet —dijo con seguridad, articulando las sílabas una a una. Evidentemente era un nombre que le había causado una profunda impresión.

Sí, asintieron Hillel y Nava, así se llamaba. Por lo visto, Nava la había conocido años atrás, con ocasión de un congreso celebrado en el Instituto durante el que la psicoanalista francesa se alojó en su casa.

—En aquel entonces me dio la impresión de que tenía mil años, de que era tan vieja como las montañas, con su pelo blanco como la nieve. No crucé ni una palabra con ella porque no sabía nada de francés, ni tampoco de inglés —dijo en voz baja, entre sollozo y sollozo.

Pero Nimrod aseveró que no era mucho mayor que su madre.

—A partir de entonces empezaron a cartearse con frecuencia —añadió Nimrod—. Lo sé por los sellos; yo era un niño en aquel entonces, y coleccionaba sellos.

—¿Cuándo era «en aquel entonces»? —preguntó Michael impacientándose.

—La vi por primera vez hace nueve años— dijo Nimrod después de hacer un cálculo mental—. Después ha estado en casa un par de veces más, siempre durante algún congreso. La última vez hace dos años, y todavía me trajo sellos, aunque hacía tiempo que no los coleccionaba. Ya estaba haciendo el servicio militar.

Hillel salió de la habitación y regresó un par de minutos más tarde; anunció que el niño se había quedado dormido y le entregó a Michael una nota con un nombre y un número de teléfono de París. Michael se volvió hacia Nava y le preguntó si su madre tenía una amistad íntima con la psicoanalista francesa.

—Tan íntima como con cualquier otra persona —se adelantó Nimrod—. La llamaba Cathie. Yo creo que mi madre no tenía amigas íntimas; no era ese tipo de mujer aficionada a intercambiar confidencias por teléfono. Pero creo que le caía bien, porque en una ocasión me dijo que sentía un gran respeto por ella.

Nava dirigió a su hermano una mirada indulgente y explicó que, aunque se podría decir que su madre era reservada, tenía buenas amigas, desde luego.

—¿Quién? Vamos, dame un ejemplo —le retó Nimrod, y se apresuró a añadir—: Es igual, no tiene importancia.

Michael dijo que se temía que sí tenía importancia. Nava se quedó callada, Nimrod se replegó en sí mismo y Hillel explicó que era difícil saber algo acerca de la vida social de Eva, porque era muy reticente, pero que se había referido a la francesa como a «una amiga en la que podía confiar». Recordaba las palabras con exactitud, porque viniendo de ella le habían sonado extrañas.

¿Por qué no se lo habría dicho a Hildesheimer?, se preguntó Michael, y luego formuló en voz alta una pregunta relativa a las relaciones de la doctora con el anciano.

Por primera vez, los tres sonrieron; incluso Nimrod levantó la cabeza y sonrió.

—¿Lo ha conocido? —preguntó con interés—. ¿Verdad que es algo especial? —la sonrisa daba un aire ingenuo y aniñado a su rostro.

Hillel comentó en tono de disculpa que sólo lo había visto unas cuantas veces, pero que le había parecido «todo un personaje o, mejor dicho, todo un monumento», y de pronto dejó de sonreír.

Nava dijo que su madre había tenido una relación afectuosa e íntima con él.

—Es la persona con la que tiene mayor confianza..., tenía, quería decir —y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas—. Yo lo considero uno más de la familia —dijo con voz ahogada, y se ciñó la bata grandota y deforme que llevaba puesta.

No es guapa, pensó Michael, del montón, como mucho, y recordó el alarido junto a la tumba abierta. No pudo evitar preguntarse cómo se habría sentido junto a su hermosa madre, qué tal se llevarían madre e hija, y qué pensaría Eva Neidorf, con su desarrollado sentido estético, de la apariencia poco llamativa de su hija, que llevaba el pelo muy estirado y recogido detrás de las orejas, donde volvía a encajar cualquier mechón rebelde con un ademán rápido e inconsciente.

Formuló entonces una pregunta sobre la relación de Neidorf con la gente del Instituto. Los tres respondieron, cada uno a su manera, que todo el mundo la admiraba.

—Si están buscando a posibles enemigos, como ustedes dicen —dijo Hillel—, a personas que le desearan algún mal, no encontrarán a ninguna. Eva no hizo daño a una mosca en toda su vida y nadie habría querido hacerle daño a ella —reparando en la incongruencia de sus palabras, se apresuró a añadir—: al menos, hasta ahora, nunca había sabido de nadie que quisiera hacerle daño —y se enderezó las gafas.

Michael les preguntó con cautela si tendrían algún reparo en que se hiciera un registro en su casa de Chicago.

—¿Para qué? —dijo Hillel, y después agregó—: Ah, ¿las notas de la conferencia? No encontrarán nada, pero, por mí, adelante, regístrenla.

Michael preguntó si alguien había pasado a máquina el texto de la conferencia.

—No —dijo Hillel—. Tenemos una máquina de escribir con caracteres hebreos y la pasó a limpio ella misma después de escribirla a mano.

Luego Hillel le dio la dirección de su casa a Michael y preguntó si la dejarían «de una pieza» tras del registro. Michael se lo prometió. Nava seguía callada, jugueteando con el pañuelo de papel que tenía en la mano. Nimrod se marchó a la cocina.

De pronto sonó el timbre de la puerta y Hillel dijo:

—¿Quién puede ser? Nadie hace visitas de pésame el mismo día del entierro.

Nimrod abrió la maciza puerta y se encontró con Rosenfeld y Linder, que le preguntaron vacilantes si podían pasar. El muchacho los invitó a entrar con un gesto y dijo a los reunidos en el salón:

—Rosencratz y Guildenstern.

Sólo Linder sonrió. Nava lanzó a su hermano una mirada iracunda y le dijo:

—Ahórrate bromitas, por favor.

Rosenfeld se colocó un puro en la boca y lo encendió. Michael dijo que terminarían la conversación en otro momento.

—Estaremos a su disposición cuando quiera —dijo Nimrod sarcásticamente, y le dirigió una mirada hostil.

Michael se sentía incómodo. Habría preferido ver a Rosenfeld y a Linder en el barrio ruso. Por otra parte no quería que pensaran que estaba huyendo de ellos. Además, pensó, seguro que se enteraba de algo, de alguna información adicional, si se quedaba el tiempo que le llevara fumarse un cigarrillo. Encendió uno y se quedó donde estaba, con una pregunta rondándole por la cabeza: ¿por qué Neidorf no le había contado a Hildesheimer su visita a París?

Era evidente que los dos psicoanalistas también se sentían incómodos en presencia del policía. Linder tomó asiento junto a Nava y empezó a hablarle en susurros. Michael oyó algunas palabras: «Lo siento..., me siento culpable...», y se preguntó si estaría hablando de la pistola. Rosenfeld guardaba silencio. Al cabo de un rato rompió su mutismo para decirle a Michael que acababa de salir de «su comisaría, de hacer una declaración. Creía que estaba usted a cargo de la investigación», dijo con aire ligeramente ofendido.

Michael trató de recordar la declaración escrita por Rosenfeld después de la reunión del Comité de Formación. Se preguntó si Manny lo habría interrogado acerca de los somníferos de Linder, y, aun sin saber lo que Rosenfeld había hecho el sábado por la mañana y la noche de la víspera, sí recordó que parecía estar libre de sospecha. Suponía que Manny lo habría sondeado sobre la fiesta y sobre sus relaciones con la mujer asesinada. Cuando regresara, Tzilla lo estaría esperando con todos los papeles, escritos por Manny con esa letra pequeña e irregular que sólo Tzilla comprendía, y hasta que no los pasara a máquina, Michael no tendría modo de saber lo que Rosenfeld había contestado a las preguntas. Rosenfeld le preguntó a Hillel si podía hacer algo para ayudarlos y Michael apagó el cigarrillo en un gran cenicero y anunció su marcha.

Cuando Hillel lo acompañó hasta la puerta del jardín, le dijo en voz baja que le agradecería mucho que le pasara un informe sobre lo que dijeran las personas que fueran de visita.

—¿Todo? —preguntó Hillel perplejo.

No, claro que no se refería a «todo», sólo cualquier cosa que no encajara, cualquier comportamiento extraño o fuera de lo común.

—Y todo lo que puedan comentar sobre la conferencia, absolutamente todo.

Hillel asintió con la cabeza y repuso:

—Nos pone en una situación delicada, teniendo que espiar a la gente y sospechar de ella; además, tal como están Nava y Nimrod, no sé...

Michael echó una ojeada hacia la calle Lloyd George, donde estaba aparcado el vehículo de vigilancia de la policía, una furgoneta Peugeot. Gracias a Dios, al menos de esto no tienen por qué enterarse, pensó Michael, ni tampoco de que van a tener el teléfono intervenido durante una semana.

Other books

The Dark Lord's Demise by John White, Dale Larsen, Sandy Larsen
Into the Heart of Life by Jetsunma Tenzin Palmo
Underground Captive by Elisabeth-Cristine Analise
Immortal Heat by Lanette Curington
Worth Any Price by Lisa Kleypas
A Duke For All Seasons by Mia Marlowe