El asesinato del sábado por la mañana (2 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Al entrar en las habitaciones del Instituto, y sobre todo cuando estaba solo en el edificio, no dejaba de sorprenderse de lo apropiadas que eran para la función que desempeñaban. El primer cuarto en el que entró, situado a la derecha de la entrada, estaba en penumbra, como los demás, y sus altas ventanas y el pesado mobiliario creaban un ambiente solemne, misterioso. Siempre que descorría las espesas cortinas, Gold veía en su imaginación el interior de una catedral gótica.

En todas las habitaciones había un diván y, detrás, un recio sillón para el psicoanalista, un sillón que no era tan cómodo como parecía. (Todos los miembros del Instituto se quejaban de dolor de espalda. Y muchos de los terapeutas se colocaban discretamente un almohadoncito detrás de la espalda durante las sesiones de terapia. ) En cada una de las habitaciones había cuadros de tonos desvaídos y algunas sillas de más que se utilizaban para los seminarios.

Los seminarios semanales se celebraban a última hora de la tarde, por lo general los martes, y todos los estudiantes del Instituto asistían a ellos. En esas ocasiones, los cuartos se iluminaban bien y el ambiente lóbrego se disipaba ligeramente. Las sillas se disponían en círculo y de la cocina emanaba un aroma a café y a pasteles, a la espera del descanso, cuando todo el mundo bajaría a tomar un tentempié.

Una vez a la semana, con gran satisfacción de Hildesheimer, que deseaba «ver el edificio vivo y respirando», un gran bullicio animaba el Instituto, la calle se llenaba de coches y, durante el descanso para tomar café, un rumor de conversaciones e, incluso, de risas resonaba en el aire, mientras los profesores y los alumnos confraternizaban y se contaban anécdotas de las experiencias vividas a lo largo de la semana.

Pero nada era comparable a los sábados.

Los días de los seminarios, nunca faltaba alguien que saliera de algún despacho en el último momento y les pidiera a quienes habían llegado pronto que se retirasen unos instantes a la cocina para poder acompañar a su paciente hasta la salida manteniendo en secreto su identidad. Mas los sábados, hasta los pájaros madrugadores encontraban las puertas abiertas de par en par y sabían que, si se les antojaba, podían silbar una cancioncilla sin inmiscuirse en el mundo interior de las personas que otros días ocupaban los divanes.

Cierto era que no había suficientes gabinetes para acoger a los treinta candidatos y a todos los pacientes.

Cierto era, también, que la asignación de los gabinetes resultaba problemática, así como la programación de las citas, pero siempre que se presentaban quejas en las reuniones del Comité de Formación, el viejo Hildesheimer insistía en que los candidatos siguieran viendo a sus pacientes en el Instituto hasta que se convirtieran en miembros de pleno derecho. Había que utilizar el edificio, había que habitarlo, decía, según le habían contado a Gold.

Aunque no se podía decir que la gente se peleara por las habitaciones, las diferencias de veteranía y de estatus que había entre los candidatos se ponían claramente en evidencia. Ni que decir tiene que a un candidato recién llegado se le asignaría el cuarto pequeño, mientras que un candidato veterano con tres pacientes podría elegir la habitación que más le conviniera.

En el cuarto pequeño había poco espacio, desde luego, pero su mayor inconveniente era que estaba situado junto a la cocina. Las voces de quienes conversaban en susurros mientras tomaban café en los breves intervalos entre paciente y paciente, el timbre del teléfono, la voz queda y vacilante de la secretaria contestando a las llamadas..., todos aquellos sonidos lograban penetrar en el cuarto a pesar de los persistentes esfuerzos por aislarlo; como el de colgar una doble cortina por la parte interior de la puerta.

Los pacientes tratados en aquel cuarto nunca dejaban de reaccionar ante el fenómeno en cuestión. Gold pasó muchas horas dando distintas interpretaciones a su segundo caso, una mujer que nunca se sobrepuso a la sospecha de que sus palabras se oían en la habitación contigua.

Pero los sábados, cuando los miembros del Instituto se reunían para asistir a conferencias y realizar votaciones, todo estaba permitido. Las ventanas se abrían de par en par y la luz límpida y dorada de Jerusalén y del mundo exterior penetraba en los despachos. Aquel sábado, Gold entró silbando en el cuarto pequeño para coger la última silla. El cuarto pequeño, que era donde él trabajaba, tenía un aire familiar, amigable. Aunque Gold sentía afecto por «su» despacho, anhelaba el momento en que, en virtud de su veteranía, le permitieran trasladarse al primer cuarto situado a la derecha de la entrada; en la intimidad, se refería a él llamándolo el «despacho de Fruma», porque Fruma Hollander, una mujer soltera y sin hijos, había legado sus grandes y confortables muebles al Instituto; y los muebles, e incluso los mortecinos óleos de la habitación, retenían parte de la benévola cordialidad y de la alegría de vivir de su antigua dueña.

Gold se detuvo en el umbral del cuarto pequeño. Las cortinas estaban echadas y la oscuridad era tal que apenas si llegaba a distinguir el perfil de los muebles. Las descorrió mientras pensaba que todavía no había colocado las tazas de café ni distribuido los ceniceros. Él no fumaba, pero en el Instituto había fumadores.

El profesor Nahum Rosenfeld, por ejemplo, a quien los finos puros que siempre le colgaban de la comisura de la boca le daban un aire malhumorado y desabrido; si alguien no se tomaba la molestia de colocarle al lado un cenicero, Rosenfeld dejaba sembrado de colillas marrones el espacio que lo rodeaba. Su personalidad se dejaba entrever en aquella manera suya de aplastar un puro consumido contra el suelo y encender otro con la mayor indiferencia. A veces Gold se estremecía al identificarse compasivamente con el cigarro aplastado.

Gold se apartó de la ventana y echó un vistazo a la habitación. Su respiración se detuvo; literalmente dejó de respirar. Después, al tratar de describir cómo se había sentido, diría que había sufrido una conmoción, que su corazón se había saltado un latido.

En el sillón, el sillón del analista, estaba sentada la doctora Eva Neidorf. «Estaba allí sentada en persona», repetiría Gold con insistencia más tarde. Naturalmente, Gold no daba crédito a lo que veía. Se suponía que la conferencia iba a empezar a las diez y media y aún no eran las nueve y media; Neidorf había regresado de Chicago la víspera; y, además, nunca llegaba con antelación.

Estaba allí sentada muy quieta, recostada hacia atrás, con la cabeza levemente inclinada y la mejilla apoyada en la mano izquierda.

Así dormida, Neidorf le parecía a Gold alguien en cuya presencia no tenía derecho a estar. No sólo le inquietaba la sensación de estar entremetiéndose en su intimidad; también sentía que Neidorf se le estaba revelando bajo una luz diferente y prohibida. Recordó la primera ocasión en que la vio tomándose un café. Qué difícil le resultaba verla como una persona normal y corriente. Recordaba incluso el leve temblor de la mano con la que sujetaba la taza. Gold sabía, claro está, que aquella actitud inspirada por la analista era un aspecto importante de la psicoterapia, al que prestaban atención todas las teorías analíticas.

Se quedó parado meditando cómo debía dirigirse a ella. Susurró varias veces «doctora Neidorf», sin lograr que la analista reaccionara. Después explicaría que un impulso interior lo llevó a seguir adelante, a insistir en sus tímidos intentos de despertarla. No alcanzaba a entender a qué se debía aquel comportamiento; lo único que comprendía era la vergüenza que le inspiraba la idea de que Neidorf se iba a sentir incómoda cuando se despertara y lo viera allí.

Gold hizo una pausa y examinó el rostro de la psicoanalista. Tenía una expresión rara, nunca la había visto así. Una especie de languidez, pensó, tal vez incluso de falta de vida, en un semblante que siempre irradiaba un vigor que dominaba cualquier otra expresión. Aquella peculiar languidez se debía probablemente al hecho de que tenía los ojos cerrados. La fuente de la energía de Neidorf eran sus ojos, de mirada penetrante y muy especial. En las escasas ocasiones en que Gold se había atrevido a mirarla directamente a los ojos, aquella mirada lo había abrasado. Por primera vez, se permitió observarla con detenimiento y desde cerca, como un niño que contemplara a su madre mientras se viste creyendo que su hijo está dormido.

Todo el mundo coincidía en que Eva Neidorf era una mujer de excepcional belleza. La mujer más guapa del Instituto, como diría Joe Linder, para añadir después que aquello no era decir gran cosa. Mas lo cierto era que, a pesar de sus cincuenta y un años, todas las miradas se dirigían a ella cuando entraba en una habitación. Su belleza hacía reaccionar tanto a las mujeres como a los hombres. Aun sabiéndose guapa, Neidorf no era vanidosa; sencillamente concedía la atención y los cuidados necesarios a algo que lo merecía, como si su cuerpo fuera una entidad separada de ella. Su vestuario se comentaba largo y tendido, incluso entre los hombres. Nadie, ni candidatos, ni supervisados, ni analistas, se mostraba indiferente a su apariencia. Era de dominio público que hasta el viejo Hildesheimer tenía debilidad por Eva Neidorf. Durante las conferencias le dirigía sonrisas confidenciales. Y en los descansos Neidorf y él conversaban apartados de los demás, con aire de seriedad. Cuando sus cabezas se acercaban, la impresión de que estaban unidos por un vínculo muy estrecho recorría la sala como una onda de alta frecuencia.

En aquel momento, mientras Neidorf dormía en el sillón del analista, Gold pudo someterla a un examen detallado. Su pelo, recogido en un moño sobre la cabeza, estaba veteado de gris y la espesa capa de maquillaje que cubría su tez era claramente visible, sobre todo en las delicadas mejillas y en el prominente mentón. También se había maquillado mucho los párpados. Desde tan cerca, Gold advirtió que había envejecido notablemente en los últimos tiempos. Pensó que ya era abuela, pensó en su hijo y en lo fatigada que se la veía desde la muerte de su marido. Gold se había detenido a pensar con frecuencia en las relaciones de Neidorf con su marido, pero cada vez que trataba de imaginársela en casa la veía vestida con alguno de sus elegantes atuendos, como el que llevaba en aquel momento: un vestido blanco aparentemente sencillo que se revelaba caro y especial incluso a su mirada inexperta.

Neidorf y Gold habían consagrado muchas horas a analizar la incapacidad de éste para relacionarse con ella como si fuera una persona normal y para imaginar su existencia fuera de las sesiones de psicoterapia. Gold afirmaba que era incapaz de «desvestirla» y que no lograba verla, por ejemplo, en la cocina. Y no era el único al que le ocurría eso. Nadie podía imaginar a Neidorf en bata. Y había quien defendía apasionadamente la tesis de que nunca comía.

Su capacidad como terapeuta era incuestionable. Y en cuanto a sus habilidades como supervisora..., era intocable. Todos los supervisados prestaban una atención escrupulosa a sus comentarios. Nunca se cansaban de alabar su «perspicacia», su «singular intuición» y sus «inagotables reservas de energía». Quienes pasaban por sus manos como supervisados siempre trataban de adoptar su estilo de terapia. Mas nadie lograba emular su sexto sentido, que le dictaba lo que había de decir en el momento adecuado.

Cuando Neidorf pronunciaba una conferencia en el Instituto algún sábado por la mañana, la gente acudía a escucharla desde Haifa y Tel Aviv, e incluso los dos miembros del Instituto que vivían en un kibbutz se desplazaban a Jerusalén desde las afueras de Beersheba. Sus conferencias nunca dejaban de suscitar acalorados debates y controversias; siempre tenía algo nuevo y original que decir. A veces algunas frases escuchadas en una conferencia se quedaban reverberando en la mente de Gold durante días y días, mezclándose con otras ideas expuestas durante las sesiones de terapia.

En aquel momento, Gold contuvo el aliento y le tocó cuidadosamente el brazo a la doctora Neidorf. El tejido de su vestido era suave. Gold se alegró de que estuvieran en invierno; la larga manga blanca evitaba que su mano entrara en contacto con la piel desnuda de la doctora. Aun así, hubo de refrenar el impulso de continuar acariciando la tela. Conmocionado por los impulsos y miedos contradictorios que lo asaltaban, pensó que nunca la habría imaginado capaz de abandonarse a un sueño tan profundo. Si se hubiera parado a pensar en ello, habría concluido con toda seguridad que Neidorf tenía un sueño ligero.

Volvió a preguntarse, casi en voz alta, qué estaría haciendo en el Instituto a una hora tan temprana. Como seguía sin despertarse, volvió a tocarla, esta vez con ansiedad.

De manera instintiva, según explicaría más tarde, le tocó la muñeca..., que estaba fría. Pero como la calefacción de gas no estaba encendida y Neidorf era tan delgada, en un principio no concedió gran importancia a ese hecho. Volvió a tocar la delicada muñeca, buscando inconscientemente el pulso, y de pronto se sintió transportado al hospital donde hacía largos turnos de noche cuando comenzó sus prácticas de psiquiatría. No detectó ningún pulso. Aún no había alcanzado a formular la palabra «muerta» en su mente; no pensaba más que en el pulso. Le vinieron a la cabeza multitud de anécdotas sobre casos similares, anécdotas a las que nunca había concedido gran credibilidad. La del terapeuta que estaba sentado en su sillón sin reaccionar mientras un paciente daba rienda suelta a los sentimientos reprimidos de ira que le inspiraba, hasta que, consumida la hora de la sesión, como el analista seguía sin decir nada, el paciente se sentó en el diván, lo miró y vio que estaba muerto. Y la historia del paciente que tenía cita a primera hora de la mañana y que, cuando nadie respondió a su llamada, abrió la puerta de la clínica y descubrió al analista muerto, sentado en su sillón, donde, por lo visto, había exhalado su último aliento después de hacer jogging como todas las mañanas.

Pero no eran más que anécdotas, casi se las podría calificar de folclore, mientras que, en aquel momento, Gold sentía un vacío terrible y muy real en el estómago. Se quedó quieto en medio de la habitación con la sensación de que tenía que hacer algo. Recapituló los hechos: Neidorf, el sillón, el Instituto, el sábado por la mañana, muerta.

Gold, que había terminado sus prácticas de psiquiatría en el Hadassah de Ein Kerem hacía poco tiempo, ya tenía experiencia de la muerte. En el hospital había logrado adoptar mecanismos de defensa que le permitían convivir con ella. Había intentado con relativo éxito, tal como le explicó a Neidorf en cierta ocasión, crear una saludable distancia emocional entre él y la persona muerta: siempre que le requerían para presentarse ante un difunto, un velo descendía sobre lo que él llamaba sus «glándulas de sentir».

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