El arquitecto de Tombuctú (37 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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Supe que Egipto entero era un solemne templo que me abría la puerta más luminosa, Alejandría. Su faro ya no iluminaba, y la gran biblioteca sólo era memoria, pero su grandeza mediterránea me hizo saber que entraba en la tierra de los inmortales. Entre ellos, Abi al Abbas al-Mursi, el Murciano, exiliado desde Al Ándalus un siglo antes, cuando los castellanos tomaron su ciudad. Al-Mursi fue un místico fundamental. Asentado en Alejandría, donde vivió treinta y seis años, predicó sus leyes de amor y contemplación. Su ejemplo de santidad y sabiduría creó escuela, y desde lejos acudían gentes para escuchar sus enseñanzas. Vivió en la pobreza más extrema, desprendido de cualquier atadura material. Cuando nada tenía para comer, bajaba a la playa para buscar caracolas y moluscos que sorber. Fue requerido por los poderosos, pero jamás se reunió con ellos. No consintió que nada perturbara su camino de asceta. Al-Mursi, un santo del exilio andalusí. Es Saheli, un loco al que echaron de su hogar. Nuestros destinos confluían en Alejandría.

Cuando nuestro barco entró en la bahía, descubrí la silueta de la mezquita levantada en su honor. La tumba,
maqam
, era objeto de una creciente peregrinación.

—Al-Mursi es el santo de Alejandría —nos comentó el capitán del navío.

La santidad del murciano bendecía el antiguo puerto de los Ptolomeos. Acudí a su mezquita nada más desembarcar. Allí recé mi
salat
, inmerso en sus aires de santidad. Una corriente de bondad manaba desde su
maqam
. Desde mi sosiego, observaba lejanos los negros nimbos de la tormenta del rencor. Un caminante no puede avanzar bajo los rayos y los truenos de su ira. Debe perdonar, debe olvidar los rencores. Sólo el que perdona puede ser justo. Justo con los demás, justo consigo mismo. Supe que tenía que absolver incluso a los que tanto daño me habían hecho. Todo en la mezquita de al-Mursi me hablaba de compasión. Debía arrojar de mi zurrón de caminante el lastre del resentimiento. Sólo con el bastón del amor podría encontrar mi destino.

Salí aturdido de la mezquita. ¿Cómo podría perdonar? Deambulé reflexivo hasta el extremo occidental de la ciudad. Una montaña de escombros destacaba sobre una pequeña elevación del terreno.

—Son las ruinas del gran faro de Alejandría. Fue construido por los Ptolomeos. Lo llamaron la Casa de la Luz.

Le di unas monedas al mendigo que iluminaba el oscuro de mi desconocimiento. Para mi sorpresa, no las aceptó.

—Mejor luego. Primero, el faro de Alejandría.

Triste final el del coloso. La ruina parece ser el destino cierto de las obras de los hombres. Las palabras del mendigo ahuyentaron mis tristes cavilaciones.

—Superó en altura a la más alta de las pirámides. Tuvo tres cuerpos. El primero cuadrado, el segundo octogonal, y el tercero circular. Su lámpara se encontraba entre ocho columnas, y su luz guiaba a buen puerto a los navegantes.

Los sillares derruidos hablaban de desolación. Nada quedaba de la antigua grandeza.

—Varios terremotos vencieron su gallardía. El último, el año pasado. La ira de la tierra demolió con su temblor los muros que aún retaban a los tiempos. Alejandría perdió el último de sus vestigios. El destino nos condena a la desolación. Como antes ocurriera con nuestras bibliotecas, también la Casa de la Luz se apagó para siempre. Nos queda al-Mursi para alumbrar las almas de los creyentes.

—Sólo Alá es grande —le respondí—. El faro se apagó, porque fue cosa de los hombres. La luz de al-Mursi nos seguirá guiando, porque es esencia de santidad. Que un alma buena brilla más que la candela en la noche.

—Sí. Veo que entiendes. Sígueme.

No entendía, en verdad. Sólo me dejaba llevar. Sorteando los grandes bloques de piedra, llegamos hasta el mismo borde del mar. Las olas golpeaban los restos de un muro.

—Son las únicas piedras que aún se sostienen. Pronto serán batidas por el mar, o saqueadas por los alarifes y constructores. Mira allí. ¿Qué ves?

Seguí la dirección que marcaba su dedo. Las olas rompían sobre los sillares. Su diálogo de espuma humedecía el aire y saturaba de salobre nuestros ojos y labios. No logré advertir nada más.

—¿Qué debo ver?

—Una señal a tu inteligencia.

Volví a mirar con mayor atención el muro que aún se erguía, orgulloso. En las paredes, húmedas, se adhería algún molusco. Recordé las costumbres del asceta al-Mursi.

—Veo un muro. Nada más.

—Intenta ver más allá.

Al rato, observé algo extraño. Una varilla metálica, herrumbrosa y doblada, sobresalía de la pared, dando centro a un semicírculo grabado sobre los sillares. El tiempo había diluido sus perfiles, pero aún se podía advertir su testimonio.

—Eso —lo señalé—. Parece un reloj de sol. Es raro.

—Exacto. Es un reloj de sol. ¿Por qué te extraña? ¿Acaso no es idéntico a los muchos que se ven en los muros de los edificios antiguos?

Sí, lo era. ¿Por qué, entonces, lo veía extraño?

—Abre tus ojos. No consideres obvio lo que no es.

Aquel hombre, más que mendigo parecía sabio. ¿Qué me quería decir? Volví a mirar el reloj, bañado por las aguas que se escurrían. Su varilla apuntaba al azul del mar. Y, entonces, entendí.

—Ya lo sé. Se trata de un juego o de un error. Es un reloj de sol orientado al norte. Está condenado a la sombra permanente.

El mendigo se irguió. Emanaba un discreto señorío, adornado por una cálida sonrisa de sal.

—Exacto. Es un reloj absurdo, condenado de por vida a mirar al vacío del mar.

—Absurdo como un reloj de sol a la sombra. ¿Quién lo hizo?

—El más sabio de entre nosotros.

—¿El más sabio? Más bien diría el más necio. Ese reloj jamás servirá para nada. Quien lo hiciera perdió su tiempo y su reputación.

—¿Estás seguro de que no sirve para nada? Abre los ojos de tu alma y medita. Yo te esperaré a la salida.

—Dime antes, ¿quién lo hizo?

—Al Mursi, con sus propias manos. Dedicó mucho tiempo hasta quedar satisfecho con su obra.

Me quedé solo, con la mirada perdida en el mar indiferente. ¿Para qué podía servir un artilugio de sol en la sombra? Cerré los ojos y la pregunta afloró desde mis adentros. ¿Para qué servía un poeta granadino en el destierro? Las olas arrullaron mi ánimo, y los malos presentimientos me abandonaron. Dejé pasar el tiempo plácido, en meditación esclarecida. Cuando el sol ya bajaba hacia su morada de poniente, me incorporé para regresar. Antes de abandonar las ruinas del faro, volví a mirar hacia el reloj que nunca indicó la hora del día.

—Gracias, al-Mursi —me sinceré agachando mi cabeza.

El mendigo me aguardaba retumbado, ajeno a las prisas del siglo. Al verme llegar, se incorporó para preguntarme.

—¿Comprendiste?

—Comprendí —le respondí con orgullo.

Se incorporó para abrazarme. Su pecho irradiaba un sereno calor.

—¿Y cuál fue la lección?

—Que debemos orientar nuestra vida hacia el calor de la verdad. Nuestro cuerpo puede ser un mecanismo perfecto, como el del reloj de arena, pero si no recibe la luz del sol, de nada sirve, salvo de pasto para la melancolía y abrevadero para la desolación.

—Eso mismo quiso decir al-Mursi. Llegaban muchas almas descarriadas y él las traía aquí a meditar. Comprendían. Tenían la verdad dentro. Sólo tenían que orientarse hacia la luz para que cuerpo y mente reflejaran su gloria entera. Y, entonces y sólo entonces, él les hablaba de Alá, el sol que todo lo alumbra.

Aún conversamos por buen tiempo. Orienté mi mente abierta hacia su sabiduría. La luz de su verdad se reflejaba en cada poro de mi ser. Y supe de la primera lección del que inicia su camino. Cualquiera alberga belleza y sabiduría en su interior, pero no es suficiente. Puede que nunca la descubra. Debe saber orientarse adecuadamente para que emane y se refleje ante los ojos de los demás. Yo había dado la espalda al sol. Bastaba con girarme, sin modificar mi esencia, para entender y medir la órbita del astro. Donde habitaba el absurdo, reinaría entonces la armonía del sentido. Nunca un hombre puede cambiar su ser. Se trata de una transmutación imposible condenada al fracaso. No puedo cambiar mi yo, pero sí la dirección en la que miro, y la fuente en la que me reflejo. Atrás quedaron rencores y sombras. Giraría mi rostro hacia el sol de la verdad.

—¿Dónde se encuentra la verdad?

—En el amor —me respondió el mendigo—, en el amor.

La brisa del mar nos refrescaba. Miré a aquel menesteroso sabio que me hablaba de amor.

—¿Quién eres?

—Soy al-Siwa, imán principal de la gran mezquita de al-Mursi.

Y yo, que pensaba darle una limosna, me tumbé en el suelo para besarle los pies. Me lo impidió.

—No es sabio quien se deja adular. Yo, como al-Mursi, simplemente oriento los relojes hacia el sol. Soy yo quien te debo dar las gracias. La sabiduría se ha reflejado en tu rostro, aprendí de ti. Sólo el modesto comprenderá.

Y, entonces, sin que pudiera reaccionar ante la sorpresa, se postró para limpiarme las sandalias. Después se marchó. Durante toda aquella noche medité sus palabras, en gozosa excitación del alma. La verdad se encuentra en el amor, me dijo. Y me sentí mejor.

LIX

A
L MUTAKABBIR
, EL GLORIOSO

Me gustó Alejandría, pero el camino nos aguardaba de nuevo. A la madrugada, me despedí de la silueta recortada de la mezquita de al-Mursi.

—Jawdar, seguimos. El Cairo nos espera.

Ajustamos nuestro pasaje en una faluca, que así llaman los egipcios a sus embarcaciones de vela. Navegaríamos hasta El Cairo, destino primero de mi viaje. El Nilo se bifurcaba en los múltiples brazos e islas que conformaban el delta de la desembocadura. Las palmeras y los verdes campos de cultivo contrastaban con el dorado de los desiertos que lo circundaban. Sin el gran río que nacía en lo más profundo del África, ninguna vida se hubiera podido desarrollar en aquel trópico árido y pedregoso. Con razón ya dijeron los antiguos que Egipto era un regalo del Nilo, al que todo debía.

Numerosas embarcaciones navegaban con las velas soportadas por largos mástiles, arbotantes y
bumas
. El barquero demostraba pericia y derrochaba locuacidad.

—Las ciudades de los vivos se encuentran al este del río. La de los muertos al oeste, en el lado en el que se pone el sol.

Los egipcios vivían todavía bajo el peso de las tradiciones de las épocas paganas, cuando los faraones construían pirámides y eran conducidos al más allá por Annubis y Osiris. Eran vivos que parecían entremezclarse con el reino de los muertos, siempre omnipresentes. La voz de Mahoma sólo parecía entenderse en mezquitas y escuelas. En el campo, hombres y mujeres seguían temiendo al más allá, y se preparaban para su viaje al oeste, al país de los muertos que se encontraba en el poniente, de donde vinieron los primeros faraones y sacerdotes. El barquero se empeñaba en contarnos la historia entera.

—Fueron los marinos atlantes que llegaron desde Al Ándalus, tu tierra, los que trajeron la ciencia al Nilo. Fue hace mucho, mucho tiempo, antes de los faraones.

Ya había oído esa leyenda. Al Ándalus, la tierra de los hijos de los atlantes. El propio Mahoma, al inicio de su predicación, ya auguró que los musulmanes llegarían hasta el país de los atlantes, allá donde se pone el sol y nace el gran océano. Hijo de los atlantes. Aunque lo hubiera escuchado antes, no fue hasta aquella velada egipcia cuando pude entrever la profundidad de la historia. Platón afirmó que los sacerdotes egipcios habían mantenido durante miles de años la tradición atlante en sus templos. ¿Qué habría de verdad en ello?

Los caprichos de la naturaleza y sus meteoros favorecen la navegación por el Nilo. Aguas abajo te arrastra la corriente. Y aguas arriba, te empuja el viento que sopla nueve de cada diez días desde el Mediterráneo hacia el sur, inflando las velas y refrescando las riveras. Por eso, el Nilo se encuentra transitado por un número inimaginable de falucas empujadas por el viento si se dirigen hacia el sur, o por la corriente, si su rumbo está orientado al norte.

—¡Mira, Jawdar! ¡El Cairo, la ciudad de los faraones!

El Cairo vivía momentos de esplendor. Los sultanes mamelucos la habían convertido en el centro del mundo. Entramos por la puerta del puente, la
bab al-Qantara
. La gran muralla protegía El Cairo Viejo, al que los lugareños también llaman al-Fustat. El bullicio de mercaderes, predicadores, buhoneros, porteadores y recitadores ensordecía los extensos saludos que los conocidos se intercambiaban entre sí. Los cairotas hacían buena su fama de alegres y habladores. Parecían enloquecidos por la algarabía de sus voces y risas. Nos despedimos de nuestros compañeros de travesía y nos dirigimos hacia la mezquita de ‘Amir para dar las gracias al todopoderoso, dejando atrás el
Qars al-Cham
, el castillo de Babilonia. Era Ramadán cuando llegamos a Egipto. Aunque las normas coránicas eximen al viajero de los rigores del ayuno, quisimos unirnos al sacrificio de la
unma
.

—Ya co… comeremos cuando se po… ponga el sol.

Jawdar era serio con las cosas santas. Aquel año, el mes sagrado caía en verano. Fue duro para los fieles cumplir el precepto. Las muchas horas de luz prolongaban el ayuno y el calor atizaba el rigor de la sed. Buscamos alojamiento y esperamos la caída del sol. El ayuno no se podía romper hasta que la luz hubiera remitido al punto de no poder distinguir entre un hilo blanco y otro negro.

Habíamos conseguido alcanzar El Cairo, la ciudad de las ciudades, primer destino de nuestro camino.

LX

A
L KARIM
, EL BENEVOLENTE

El canto del almuecín otorgó la licencia que los fieles aguardaban. Por fin podían romper el prolongado ayuno. Los cairotas celebraron con gritos y aspavientos la cena que compartirían con la familia. Aunque la mayoría cenaba en sus casas, algunos lo hacían en los establecimientos de comidas engalanados para la ocasión. En uno de ellos nos sentamos, mientras observábamos el bullicio que nos envolvía. Nos pusieron sobre la mesa una canastilla con panes redondos y planos. Me recordó en sus formas a las tortas de mi tierra. Pedimos sopa de verduras y carne.

—Jawdar —le dije entre sorbos al primer vaso de agua—, el profeta dijo que hay dos momentos en el que el creyente es feliz en el Ramadán. El primero cuando a través del sacrificio reconoce a Alá, y el segundo cuando, al atardecer, rompe el ayuno delante de una mesa bien provista.

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