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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

El arqueólogo (5 page)

BOOK: El arqueólogo
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—Lo que nunca he visto es un peregrino que, después de llegar al Sinaí, vuelva por Nakhl o por Áqaba en lugar de deshacer el camino y volver a Suez. Su proyecto de viaje es tan atrevido que no sé qué tipo de persona hace semejantes cosas y, por tanto, tampoco sé qué tarifa aplicar.

—Excelentísimo y Reverendísimo señor arzobispo, tiene mucha razón. Permítame, no obstante, que le diga que hemos concebido nuestro plan de vuelta precisamente con la esperanza de gozar de una tarifa de favor y confiados en ser tratados como peregrinos.

—Considerando que son ustedes sacerdotes como nosotros y que realmente han hecho y hacen un gran sacrificio al emprender una excursión tan atrevida, con tantas incomodidades y pocos recursos, es justo que les dispense de aceptar un camello con guía y sólo estarán obligados a pagar tres, tal y como querían.

—¡Gracias, monseñor! —sonrió satisfecho el padre Ubach.

—Un momento. —El arzobispo hizo un gesto con la mano para contener el exceso de euforia del monje—. No obstante, deben tener en cuenta que eso es sólo de Suez hasta el monasterio. Para ir de Áqaba a Nakhl, hagan el favor de alquilar los servicios de un camello con dalil.

—A sus órdenes, Excelentísimo y Reverendísimo señor. Haremos lo que nos indica, y tanto el padre Vandervorst —e intercambió una mirada con su compañero belga, que había permanecido callado durante todo el tiempo y que ahora volvía a sonreír y le guiñaba el ojo— como yo mismo le estamos infinitamente agradecidos por esta gran muestra de amabilidad.

—Cuando lleguen al Sinaí, podrán hospedarse tres, cuatro o hasta ocho días si quieren. Podrán visitar lo que crean conveniente del monasterio y sus alrededores. Ahora bien, tendrán que contentarse con la dieta de los monjes, que consiste en judías, lentejas, olivas y otras humildes viandas similares.

—Uy, monseñor, ¡no se preocupe por eso! Estamos muy acostumbrados a ese régimen de vida. Un servidor de usted es monje benedictino y el glorioso san Benito imitó en esto, como en muchas otras cosas, a los monjes orientales en las vigilias nocturnas o la prescripción de comidas frugales. De manera que estoy muy acostumbrado a comer frijoles, coles, olivas y bacalao. Por cierto, monseñor, ¿tendremos que pagar algún derecho de entrada en el monasterio de la Montaña Santa?

—No, ¡en absoluto! —soltó rotundamente el arzobispo—. Quedan exentos del pago.

Porfirio Logothetes les dijo que pasaran al día siguiente a buscar las dos cartas, la que debía granjearles la entrada al monasterio del Sinaí, y la otra, para el monje procurador de Suez, que actuaría como su intermediario con los camelleros beduinos. Se despidieron del arzobispo agradeciéndole de nuevo su gesto y su deferencia. Le besaron la mano y después de hacerle dos reverencias al estilo griego, se apresuraron a recorrer las salitas hasta el pasillo que los llevaba a los jardincillos de la salida. En cuanto salieron, el padre Ubach y el padre Vandervorst se abrazaron y estallaron de alegría y de emoción por lo que habían pasado. Tras el primer momento de euforia, y mientras cruzaban un callejón de los barrios musulmanes de El Cairo, el padre Vandervorst dijo al padre Ubach:

—¿Te das cuenta de lo que has conseguido?

—¿A qué te refieres?

—La agencia Thos, Cook & Son dice que la tarifa de cualquier guía del Sinaí para llevar a dos personas a la Montaña Sagrada y volver por Gaza o por Petra, hasta Jerusalén, que sería nuestro caso, asciende a ciento cincuenta francos por día y por persona, más la tasa de entrada al monasterio, que son ciento veinticinco francos más. Si haces números, verás que un viaje como el nuestro de treinta y cinco días cuesta más de cinco mil francos, que no nos podemos permitir por nada del mundo. ¡Alabado sea Dios! —exclamó el belga—. Nos hemos ahorrado unos dinerillos que nos vendrán de maravilla.

De hecho, el padre Vandervorst tenía más razón que un santo, ya que se habían ahorrado pagar un dinero que no tenían. Al día siguiente, después de haber recogido las cartas del arzobispo, dedicaron todo el día a preparar sus cosas, atar cajas, paquetes y ultimar las provisiones antes de irse a Suez. Para treinta y cinco días de viaje, calcularon que necesitarían setenta latas de conserva de cuatrocientos gramos de peso cada una, una para cada una de las dos comidas. También consiguieron meter una docena de botes de concentrado de carne con los que podrían prepararse unas tacitas de caldo sustancioso que los ayudaría a recuperarse de la fatigosa travesía, puesto que no encontrarían agua potable hasta el séptimo día de viaje. Añadieron una garrafa enserada de treinta y seis litros a los demás trastos para que sirviera de contrapeso a las cajas de conservas. A todo aquel género, tuvieron que sumar tres kilos de café molido, azúcar, galletas y un par de litros de alcohol para el infiernillo. Por lo demás, el padre Ubach confió en que Dios Nuestro Señor y la Virgen proveerían.

Vandervorst necesitaba aire. Necesitaba dejar atrás las paredes de la Escuela de Jerusalén, que lo asfixiaban. Con los años, había ido sintiéndose cada vez más enclaustrado, más enjaulado. Por eso, cuando supo que Bonaventura se marchaba a recorrer los escenarios de la Biblia, no se lo pensó ni un momento y se lanzó al instante hacia el que pensaba que sería el camino a la libertad. En primer lugar, corrió hacia la habitación de su compañero de estudios para pedirle que lo dejase ir con él; después, en segundo lugar (y más importante), se lo comunicó a su diócesis.

Salió airoso de ambos trámites. A sus superiores les pareció loable y honorable (tales fueron los adjetivos que usaron) que uno de sus sacerdotes siguiera las huellas de Moisés. Por su parte, Bonaventura no le puso ningún obstáculo, sino todo lo contrario. Le pareció buena idea tener compañía para una travesía de aquellas características, y alguien con quien discutir y contrastar lo que fuera descubriendo. Ubach, sin embargo, le dejó muy claro que si se comprometía a acompañarlo, tendría que adaptarse a su itinerario, ya que lo había preparado a conciencia y no aceptaba modificación alguna. Incluso le hizo firmar una especie de contrato en que se comprometía a no abandonar el viaje una vez iniciado el periplo por muy duras que fuesen las etapas, las aventuras o desventuras que el desierto les pudiese deparar. Vandervorst todavía ahora sonreía al recordar que tuvo que firmar un documento solemne, redactado por el propio Ubach, para asegurar que en aquella historia de resonancias bíblicas estarían juntos hasta el final, pasase lo que pasase.

Yo, Joseph Vandervorst, el abajo firmante, como componente de la expedición destinada a recorrer los escenarios bíblicos dirigida por el padre Bonaventura Ubach, me comprometo a obedecer al jefe de la expedición y doy mi consentimiento para ponerme tanto yo como mis pertenencias a la entera disposición y sin reservas al servicio del objetivo de la expedición que se ha mencionado más arriba, desde hoy y hasta la fecha de nuestra llegada, estimada en treinta y cinco días, y me comprometo, tanto si se consigue el reto como si fracasamos, a acatar todas las consecuencias que se puedan derivar. Y también certifico mi compromiso a ayudar en lo que haga falta y de la manera que sea al éxito de la expedición. Para dar fe, firmo a continuación en Jerusalén, el día 3 de abril del año 1910.

Firmado:
Joseph Vandervorst
.

Paciente, sufrido y de salud relativamente robusta, Vandervorst dijo a Ubach:

—No dudo de que, al ayudar a Dios, tendré que soportar las mismas penalidades que tú. Eso implica dormir en el suelo y al raso, comer poco, no beber vino e incluso privarme de fumar, que es lo más que un belga puede decir. En cualquier caso, te advierto, para que no te lleves una sorpresa, que soy algo propenso a la fiebre que llamamos urticaria. Es una plaga que, indefectiblemente, me ataca cada vez que cambio de lugar o de clima. Por suerte no es peligrosa, y no creo que nos pueda impedir seguir nuestro camino.

Aunque Vandervorst no tenía ninguna duda al respecto de eso, de lo que no estaba nada seguro era de que fuera a volver a pisar el seminario, ya fuera de Oriente o de Occidente. Su entrada en el seminario se había producido en circunstancias extrañas, no empujado por la llamada de la fe, sino por la necesidad de irse de casa y librar a su familia de una carga, de una boca que alimentar. La familia Vandervorst ofreció a su hijo a la Iglesia porque, como buenos cristianos, pensaron que si Dios Nuestro Señor los había bendecido con otro hijo, lo mejor que podían hacer era ponerlo al servicio de Dios Todopoderoso. Y así fue como un joven Vandervorst se ordenó sacerdote y gracias a sus estudios acabó coincidiendo con un joven monje de Montserrat que le contagió su fe y su pasión por las Sagradas Escrituras. Sin embargo, el padre Vandervorst tenía otras inquietudes, buscaba otros retos y, aunque le costase reconocerlo, los encontró precisamente siguiendo las huellas de los hijos de Israel.

Camino de Suez

—¿En el Sinaí?! ¡¿Dos personas solas en el monte Sinaí?! ¡Anda ya! Es imposible que vuelvan —vaticinaba uno de los padres dominicos, apoyado en el umbral de la puerta del monasterio.

—Sí, hombre, claro que volverán. Los padres Ubach y Vandervorst son muy espabilados y sabrán superar cualquier dificultad, ¡hombre de poca fe! —opinó otro monje, mientras los dos religiosos se despedían del resto de miembros de la comunidad que los había acogido en Jerusalén.

No todo el mundo, ni en Montserrat ni en Jerusalén, veía claro ni fácil que una empresa de esas características pudiese llegar a buen puerto. El proyecto del padre Ubach era ambicioso y peligroso, y había despertado mucha expectación en unos y muchas críticas y reticencias en otros.

Un sol apagado, perezoso, todavía dormido, se iba alzando muy poco a poco por encima del horizonte. Sus tibios rayos empezaban a impactar en el lomo de un pequeño asno blanco que a buen ritmo tiraba de un carro repleto de cajas, fardos, baúles y otros cachivaches. Sólo unos metros por detrás del animal, un monje benedictino y un misionero caminaban hacia la estación central del ferrocarril para subir al tren que debía llevarlos a Suez.

Cuando llegaron a la estación y mientras cargaban su equipaje en el tren, los dos religiosos subieron a su vagón de tercera clase. La sencillez y la naturalidad del compartimento estaban íntimamente relacionadas con quienes ocupaban aquel vagón. Era un espacio único y algo claustrofóbico. Los asientos eran filas alineadas de bancos de madera distribuidos con más o menos acierto por aquel vagón que compartían con los representantes más auténticos del país: musulmanes, coptos, griegos… Todas las razas y religiones viajaban mezcladas, ajenas a todo lo que las separaba. Unidos sin darse cuenta, más allá de exigencias y preceptos, que el vaivén del tren se encargaba de hacer desaparecer.

El padre Ubach estaba fascinado con el mosaico que se presentaba ante sus ojos. Justo delante tenía dos filas de caras de color de aceite, estrechas y alargadas, sobre cuellos muy altos que denotaban su origen copto. Descendientes directos de los antiguos egipcios, las fisonomías de los coptos eran idénticas a las facciones, que había contemplado miles de veces, de los individuos que aparecían en la pinturas de los antiguos sepulcros o de las paredes de los templos.

Miró más allá y cruzó una mirada con un jeque que se cubría la cabeza con un pañuelo grande y blanco. Ubach, consciente de que aquel hombre ostentaba un título de gran distinción entre los musulmanes, sólo reservado a los descendientes del gran Profeta, le dedicó una leve reverencia con la cabeza que el jeque aceptó, y que le agradeció entrecerrando los ojos. Los lloros de un niño que se acercaba en brazos de su madre le hicieron desviar la mirada. Se paseaba arriba y abajo por el pasillo del vagón meciendo al niño para calmar su lloro. Iba de un lado a otro indiferente, mientras hacía tintinear los brazaletes de vidrio y metal que llevaba en los brazos y en los pies descalzos. Era una mujer alta y corpulenta. Ubach y Vandervorst no podían ver prácticamente nada más, el resto debían intuirlo. Iba tapada de arriba abajo con un velo de seda negra. El burka era una prenda que le cubría la boca, el cuello y el pecho. Ubach se fijó en aquel pedazo de tela que se mantenía un poco por encima del labio superior gracias a un cordón que subía hacia la frente y que seguía hasta detrás de la cabeza, disimulado por delante con un canutillo dorado de caña que le tapaba toda la nariz y parte de la frente. Como sólo se le veían los ojos, unos ojos enormes y muy expresivos, Ubach quedó cautivado por la mirada perfilada con kohl negro, un cosmético que se fabricaba con polvo de antimonio. De hecho, por miedo a ofenderla, Ubach no le aguantó la mirada más de cinco segundos. No le costó mucho. Le llamaron la atención dos hombres que se les sentaron a su lado. Iban vestidos con una túnica azul larga y con la cabeza cubierta con una especie de casquete de algodón blanco.

De complexión robusta y huesos grandes, tenían una boca ancha y las pestañas negras y pobladas, ojos almendrados hundidos en unas caras morenas, que el sol había curtido mientras trabajaban la tierra que el padre Ubach suspiraba por pisar. Todo el mundo se movía, hablaba, gritaba sin preocuparse de su vecino. Un padre se puso a repartir trocitos de pan y queso de cabra entre los niños de la familia, que llevaban ya un buen rato pataleando y lloriqueando porque el tren todavía no había arrancado. No muy lejos, un árabe sorbía ruidosamente de su ibrik, un pequeño botijo de cobre que podía contener cualquier líquido. A su lado, otro hombre acababa de escupir la punta de un pepino que había empezado y que mordía mientras sujetaba fuertemente el vaso del té con la mano. A su lado, un pasajero dejó debajo del banco las zapatillas que calzaba y se acomodó en su minúsculo espacio mientras empezaba a hacerse un masaje en los pies con la mano y a contarse los dedos del pie. Alguien sacó el codo por aquella ventanilla donde otro pasajero apoyaba la cabeza mientras miraba con indiferencia a los críos que se paseaban por el andén gritando que tenían las últimas noticias del diario o que vendían golosinas. Entraron un par de árabes que transportaban dos cajitas. Uno llevaba cacahuetes, semillas de sandía, calabaza y garbanzos tostados, y vendió algún cucurucho a cinco céntimos, seguramente como cena. Sin embargo, Ubach y Vandervorst se decantaron por el otro, que, sorprendentemente, les ofreció ostras frescas y baratas. Difícilmente tendrían otra ocasión de disfrutar de una comida tan lujosa y a tan buen precio.

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