Felka...
La niña volvió a levantar la cabeza, con expresión curiosa, pero solo para regresar a su juego.
Las olas distantes volvieron a estrellarse. Más allá de Felka, el muro gris de bruma perdió por un momento parte de su opacidad. Skade seguía sin poder distinguir el mar, pero podía ver mucho más que antes. El estampado de estanques de roca se extendía a lo lejos, un mosaico capaz de volverte loco. No obstante, ahí fuera había algo más, en el límite de su visión. Solo era un poco más oscuro que el gris en sí, y existía y dejaba de existir por momentos, aunque estaba segura de que había algo. Era una aguja gris, un objeto inmenso, como una torre que se abalanzaba sobre el color gris del cielo. Parecía encontrarse a una gran distancia, quizá incluso más allá del mar, o sobresaliendo del mar a cierta distancia de la tierra.
Felka también lo notó. Miró el objeto sin cambiar de expresión, y solo una vez que hubo visto bastante volvió a sus trozos de animales. Skade empezaba a preguntarse qué podía ser cuando la niebla volvió a cerrarse y ella fue consciente de una tercera presencia.
Había llegado el lobo. El ente, o la mujer, se encontraba a solo unos pasos de Felka. La forma seguía siendo vaga, pero siempre que la niebla se aplacaba o que la forma se hacía más sólida, Skade creía ver una mujer en lugar de un animal.
El rugido de las olas, que siempre había estado allí, volvió a transformarse en lenguaje.
—Has traído a Felka, Skade. Me alegro.
—Esta representación de ella —respondió Skade al recordar que debía hablar en voz alta, como le había pedido el lobo antes. Señaló a la niña con un gesto—. ¿Es así como se ve ella ahora, de nuevo niña, o como tú deseas que yo la vea? —Un poco las dos cosas, quizá —dijo el lobo.
—Te pedí ayuda —dijo Skade—. Dijiste que cooperarías más si traía a Felka conmigo. Bueno, ya lo he hecho. Y Clavain sigue detrás de mí. No ha dado ninguna señal de rendirse. —¿Qué has intentado?
—La utilicé como moneda de cambio. Pero Clavain no se lo tragó. —¿Imaginabas que lo haría?
—Pensé que Felka le importaba lo suficiente como para pensárselo. —Tú no entiendes a Clavain —dijo el lobo—. No habrá renunciado a ella. —Solo Galiana sabría eso, ¿no? El lobo no respondió de inmediato. —¿Cuál fue tu respuesta cuando Clavain no se retiró? —Hice lo que dije que haría. Lancé un trasbordador, que ahora él tendrá grandes dificultades para interceptar.
—¿Pero sigue siendo posible una interceptación? Skade asintió.
—La idea era esa. No podrá alcanzarlo con uno de sus propios trasbordadores, pero su nave principal podrá lograr un encuentro. Había diversión en la voz del lobo.
—¿Estás segura de que uno de sus trasbordadores no puede alcanzar el tuyo?
—Energéticamente hablando no es factible. Habría tenido que lanzarlo mucho antes de que yo me moviera y adivinar la dirección en la que iba a enviar mi trasbordador.
—O cubrir cada posibilidad —dijo el lobo.
—No podría hacer eso —dijo Skade con bastante menos certeza de la que pensaba que debería sentir—. Tendría que lanzar toda una flotilla de trasbordadores y desperdiciar todo ese combustible por si uno... —Fue dejando de hablar.
—Si Clavain considerara que el esfuerzo merece la pena, eso sería lo que haría, seguro, aunque le costara un combustible precioso. ¿Qué esperaba encontrar en el trasbordador, por cierto?
—Le dije que le devolvería a Felka.
El lobo cambió de postura. Ahora su forma persistía cerca de Felka, aunque no era más nítida que un instante antes. —Ella sigue aquí.
—Puse un arma en el trasbordador. Una cabeza nuclear descortezadora, programada con una detonación de varias teratoneladas. Vio que el lobo asentía con gesto de aprobación.
—Esperabas que tuviese que dirigir su nave hasta el punto de encuentro. Sin duda has dispuesto algún tipo de activador de proximidad. Muy astuto, Skade. La verdad es que estoy bastante impresionado con tu crueldad.
—Pero no crees que vaya a caer en la trampa.
—Pronto lo sabrás, ¿no es cierto?
Skade asintió, segura ya de su fracaso. A lo lejos, la bruma volvió a dividirse y se le permitió echar otro vistazo a la torre. Lo más probable es que en realidad fuera muy oscura de cerca. Se elevaba alta y escarpada, como un cañón marino. Pero parecía menos una formación marina que un edificio gigante de lados ahusados.
—¿Qué es eso? —preguntó Skade.
—¿Qué es qué?
—Eso... —Pero cuando Skade volvió a mirar hacia la torre, esta ya no era visible. O bien la bruma se había cerrado para ocultarla o había dejado de existir. —Ahí no hay nada —dijo el lobo. Skade escogió las palabras con cuidado.
—Lobo, escúchame. Si Clavain sobrevive a esto, estoy preparada para hacer lo que hablamos antes.*
—¿Lo impensable, Skade? ¿Una transición al estado cuatro?
Hasta Felka detuvo su juego y levantó los ojos para mirar a los dos adultos. El momento fue elocuente y se prolongó durante una eternidad.
—Entiendo los peligros. Pero tenemos que hacerlo para adelantarnos a él de forma definitiva. Tenemos que atravesar de un salto el límite de la masa cero y pasar al estado cuatro. A la fase de masa taquiónica.
Una vez más ese horrible destello de sonrisa lobuna.
—Muy pocos organismos han viajado más rápido que la luz, Skade.
—Estoy preparada para convertirme en uno de ellos. ¿Qué tengo que hacer?
—Lo sabes de sobra. La maquinaria que has hecho es casi capaz de ello, pero requerirá unas cuantas modificaciones. Nada de lo que tus fábricas no se puedan encargar. Pero para hacer los cambios tendrás que seguir los consejos del Exordio.
Skade asintió.
—Por eso estoy aquí. Por eso he traído a Felka. —Entonces comencemos.
Felka volvió a su juego e hizo caso omiso de los otros dos. Skade emitió la secuencia codificada de órdenes neuronales que harían que la maquinaria del Exordio iniciara el acoplamiento de coherencia.
—Está empezando, lobo.
—Lo sé. Yo también lo siento.
Felka levantó la vista de su juego.
Skade sintió que se convertía en una pluralidad. De la niebla marina, de una dirección que no podía describir ni señalar, llegó una sensación de algo que retrocedía a una distancia inmensa, escalofriante, como un pasillo blanco que alcanzaba el borde lúgubre de la eternidad. El vello de la nuca de Skade se puso de punta. De algún modo sabía que estaba cometiendo un profundo error. La premonitoria sensación del mal que sentía era casi tangible. Pero tenía que ser firme y hacer lo que había que hacer.
Como el lobo había dicho, era necesario enfrentarse a los miedos propios.
Skade escuchó con atención. Creyó oír voces que susurraban por aquel pasillo.
—¿Bestia?
—¿Sí, señorita?
—¿Has sido completamente honesto conmigo?
—¿Por qué habría de ser uno otra cosa que honesto, señorita?
—Eso es justo lo que yo me preguntaba, Bestia.
Antoinette estaba sola en la cubierta de vuelo inferior del Ave de Tormenta. Su mercancías estaba inmovilizado en un telar de pesados andamios de reparación, en una de las bodegas para trasbordadores de la Luz del Zodíaco, preparada para soportar incluso el ritmo de aceleración incrementada de la abrazadora lumínica. El mercancías había estado allí desde que habían tomado la abrazadora, y el daño que había sufrido se iba reparando con toda meticulosidad bajo la experta dirección de Xavier. Este había dependido de hipercerdos y servidores de a bordo para que le ayudasen a hacer el trabajo, y al principio las reparaciones habían ido con más lentitud que con una mano de obra bien preparada de monos entrenados. Pero aunque tenían algunos problemas de destreza, en última instancia los cerdos eran más listos que los hiperprimates, y una vez superadas las dificultades iniciales, y cuando se hubo programado bien a los servidores, el trabajo había ido muy bien. Xavier no solo había reparado el casco: lo había vuelto a acorazar por completo. Los motores, desde los impulsores de atraque hasta el grupo electrógeno de fusión tokamak, se habían revisado y retocado para lograr un mejor rendimiento. Los elementos disuasivos, las muchas armas enterradas en escondites camuflados por toda la nave, se habían modernizado y unido a una red integrada de mando armamentístico. Ya no tenía sentido andarse con pamplinas, dijo Xavier. Ya no había razón para fingir que el Ave de Tormenta era un simple mercancías. Adonde se dirigían no habría autoridades entrometidas a las que ocultar nada.
Pero una vez que el ritmo de aceleración se incrementó y todos tuvieron que quedarse quietos o someterse al uso de incómodos y voluminosos exoesqueletos, Antoinette había hecho menos visitas a su nave. No era solo que el trabajo ya estaba casi terminado y que no había nada que supervisar; había otra cosa que la mantenía alejada.
La joven suponía que, en cierto modo, siempre había tenido sus sospechas. Había habido ocasiones en las que había sentido que no estaba sola en el Ave de Tormenta, que la vigilancia de Bestia se extendía a algo más que al mecánico escrutinio vigilante de una persona de nivel gamma. Que había habido algo más en él.
Pero eso habría significado que Xavier (y su padre) le habían mentido. Y no estaba preparada para enfrentarse a eso.
Hasta ahora.
Durante una breve tregua en la que la aceleración se había ahogado para realizar unas comprobaciones técnicas, Antoinette había subido a bordo del Ave de Tormenta. Por pura curiosidad, puesto que esperaba que la información se hubiera borrado de los archivos de la nave, había investigado sin ayuda de nadie para ver si tenían algo que decir sobre el tema de la Resolución Mandelstam.
Y vaya si tenían que decir.
Pero incluso si no lo hubieran tenido, supuso que se lo habría imaginado.
Las dudas habían comenzado a surgir de verdad después de que empezara todo ese asunto con Clavain. Como aquella ocasión en que Bestia se había precipitado durante el ataque banshee, como si su nave se hubiera dejado llevar por el pánico, salvo que para una inteligencia de nivel gamma eso no era posible, así de simple.
Luego hubo esa otra ocasión, cuando el proxy de la policía, el mismo que ahora iba viendo cómo pasaba el resto de su vida en un húmedo y frío sótano del
Cháteau
, la había interrogado sobre la relación de su padre con Lyle Merrick. El proxy había mencionado la Resolución Mandelstam.
En aquel momento no había significado nada para ella.
Pero ahora ya sabía de lo que hablaba.
Y luego aquella otra ocasión en la que Bestia se había referido sin querer a sí mismo con la primera persona del singular, como si una fachada mantenida durante años con toda escrupulosidad se hubiera desprendido durante el más breve de los momentos. Como si ella hubiera vislumbrado el verdadero rostro de algo.
—¿Señorita...? —Lo sé.
—¿Sabe qué, señorita? —Lo que eres. Quién eres.
—Debe disculparme, señorita, pero... —Cierra la puta boca. —Señorita... Si uno pudiera...
—He dicho que cierres la puta boca. —Antoinette golpeó el panel de la cubierta de vuelo con la palma de la mano. Eso era todo lo cerca que podía estar de golpear a Bestia, y por un momento sintió una cálida aureola de satisfacción por el castigo—. Lo sé todo, lo que pasó. He averiguado lo de la Resolución Mandelstam. —¿La Resolución Mandelstam, señorita?
—No te hagas el inocente, joder. Sé que lo sabes todo sobre eso. Es la ley que aprobaron justo antes de que murieras. La que hablaba de penas de muerte neuronal irreversible.
—Muerte neuronal irreversible, seño...
—La que dice que las autoridades, la Convención de Ferrisville, tienen derecho a incautar cualquier copia de nivel beta o alfa de alguien sentenciado a muerte permanente. Dice que no importa cuántas copias de seguridad de ti mismo hagas, no importa si son simulacros o escáneres neuronales genuinos, las autoridades van a reunirlo todo y a borrarlo.
—Eso parece bastante extremo, señorita.
—¿A que sí? Y además se lo toman en serio. Cualquier persona a la que se sorprenda escondiendo una copia de un delincuente sentenciado se mete en el mismo lío. Claro que siempre hay resquicios, una simulación se puede esconder casi en cualquier parte, o se puede enviar por haz más allá de la jurisdicción de Ferrisville. Pero sigue habiendo riesgos. Lo he comprobado, Bestia. Las autoridades han detenido a personas que protegían copias, en contra de la Resolución Mandelstam. Todos recibieron también la pena de muerte.
—Se diría que hacer eso sería muy caballeroso.
La joven sonrió.
—¿Cómo no? Pero, ¿y si ni siquiera supieses que estás protegiendo una? ¿Cómo cambiaría eso la ecuación? —Uno no se atreve a especular.
—Dudo que cambiara la ecuación un puto milímetro. Por lo menos en lo que a la pasma se refiere. Cosa que lo haría todo mucho más irresponsable, ¿no te parece?, que se engañara a otra persona para dar refugio a una simulación ilegal...
—¿Engañar, señorita?
Antoinette asintió. Ya había llegado al quid de la cuestión. Allí tampoco valía andarse con pamplinas.
—El proxy de la policía lo sabía, ¿no? Pero no pudo reunir las pruebas, supongo, o quizá solo estaba dejando que me cociera en mi propia salsa, para ver cuánto sabía.
La máscara volvió a caer.
—No estoy del todo...
—Supongo que Xavier también tenía que estar metido. Conoce esta nave como la palma de su mano, cada subsistema, cada puñetero cable. No cabe duda de que habría sabido cómo esconder a Lyle Merrick a bordo.
—¿Lyle Merrick, señorita?
—Ya lo sabes. Lo recuerdas. No ese Lyle Merrick, por supuesto, solo una copia. Nivel beta o alfa, no lo sé. Tampoco me importa mucho. No cambiaría las cosas ante un puto tribunal, ¿verdad?
—Bueno...
—Eres tú, Bestia. Tú eres él. Lyle Merrick murió cuando las autoridades lo ejecutaron por la colisión. Pero eso no fue el final, ¿verdad? Tú seguiste adelante. Xavier ocultó una copia de Lyle a bordo de la puta nave de mi padre. Eres tú.
Bestia no dijo nada durante varios segundos. Antoinette contempló el lento e hipnótico juego de colores y números del panel. Se sentía como si hubieran violado una parte de ella, como si acabaran de enrollar y tirar a la basura todo aquello del universo en lo que creía que podía confiar.
Cuando Bestia respondió, el tono de su voz permanecía burlonamente igual.
—Señorita... Es decir, Antoinette... Te equivocas.